Tema Central
Realistas rebeldes en el último pueblo del mundo: conspiraciones y sublevaciones en Carmen de Patagones, 1812-18171
Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 6, núm. 11, 2020
Recepción: 28 Agosto 2020
Aprobación: 15 Octubre 2020
Resumen: Este artículo examina tres episodios de conspiración y sublevación protagonizados por grupos leales al rey en el fuerte Nuestra Señora del Carmen de Patagones: la sublevación de abril de 1812 que convirtió la plaza en un bastión realista hasta diciembre de 1814; la frustrada conspiración que se tramo en marzo de 1815 contra el comandante que había designado el Directorio tras la recuperación del pueblo; y la derrotada sublevación de prisioneros de diciembre de 1817. Se busca examinarlos con un triple objetivo: indagar los modos que adoptaron los antagonismos en las singulares condiciones de la reducida comunidad pueblerina de ese emplazamiento patagónico; examinar las formas de imposición o impugnación de las autoridades locales, así como las empleadas para negociar la legitimidad, la subordinación y la obediencia; y contribuir al conocimiento de las manifestaciones de adhesión a la causa del Rey en el ámbito rioplatense.
Palabras clave: Patagones, Revolución, Sublevaciones, Realistas.
Abstract: This article examines three conspiracy and uprising episodes led by groups who were loyal to the King at the fort of Nuestra Señora del Carmen de Patagones: the uprising of April 1812 that made the town square into a royalist bastion up to December 1814; the frustrated conspiracy plotted in March 1815 against the major who had been named by the Board after recovering the village; and the defeated prisoners uprising of December 1817. These episodes are intended to be studied according to three purposes: to look into the ways adopted by such antagonisms under the singular conditions of the reduced small-town community in that Patagonian emplacement, to examine imposition and challenge forms of local authorities as well as the ones used to negotiate legitimacy, subordination and obedience; and to contribute to public knowledge of supporting expressions in favour of the King cause throughout the Río de la Plata region.
Keywords: Patagones, Revolution, Uprisings, Royalists.
1. Introducción
Entre 1812 y 1817 se produjeron en el fuerte y el pueblo de Nuestra Señora del Carmen de Patagones tres episodios de conspiración y sublevación protagonizados por grupos que se manifestaron abiertamente como leales a la Corona. Ninguno es desconocido y a ellos se ha hecho referencia en textos dedicados a la historia de Patagones (Biedma 1905; Nozzi 1967; Ratto 2008) pero pocas veces fueron considerados por la literatura especializada de la revolución en el Río de la Plata o solo en forma muy lateral. Aquí se busca reexaminarlos con un triple objetivo: se trata de indagar los modos que adoptaron los antagonismos desatados por el proceso revolucionario en las singulares condiciones de este emplazamiento patagónico, las formas de imposición o impugnación de las autoridades locales y de su legitimación y contribuir al conocimiento de las manifestaciones de adhesión a la causa del Rey en el ámbito rioplatense. Por eso este análisis presta atención a los indicios sobre la composición de esos grupos, liderazgos, modos de acción y de legitimación. Para ello se optó por adoptar un enfoque episódico tomando en cuenta tanto el carácter discontinuo del accionar de estos grupos como la diversidad de la documentación disponible sobre cada uno y la desigual atención historiográfica que han merecido.
En la abundante bibliografía dedicada a analizar la situación de los «españoles europeos» en el Río de la Plata durante la época revolucionaria la mayor atención se puso en las políticas desplegadas por las autoridades revolucionarias (Fradkin y Ratto 2010; Galmarini 1986; Tejerina 2018) y las estrategias de las facciones fidelistas (Reitano 2011; Ribeiro 2016; Ternavasio 2015) o los «españoles europeos» para adaptarse al nuevo contexto (Salvatto-Banzato, 2017). Por supuesto, existen abundantes estudios sobre la movilización política «realista» y la adhesión que concitaron en sectores subalternos en distintas regiones de Hispanoamérica y en otras regiones del Virreinato del Río de la Plata (Barragán, 2008; Davio, 2019; Luqui Lagleyse, 2006; Molina, 2010; Ribeiro, 2016). Pero aquí nos circunscribimos a lo sucedido en las jurisdicciones de Buenos Aires y Montevideo y en ellas todavía son escasos los análisis de episodios de movilización política protagonizados por grupos fieles a la Corona (Ferreira 2018; Pérez 2015) y, además, mucho falta conocer sobre lo sucedido en los pueblos rurales aunque se sabe que en ellos se desplegaron intensas luchas políticas (Fradkin 2010; Frega 2007). Este artículo se propone avanzar en esta dirección indagando los antagonismosque se desarrollaron en el contexto específico del fuerte y el pueblo de Nuestra Señora del Carmen de Patagones.
2. Patagones a comienzos del siglo XIX
Al comenzar la década de 1840 un francés que recorrió el pueblo lo describió de este modo: «La población del Carmen podrá ascender a unos seiscientos habitantes, compuestos de los primeros colonos, labradores o criadores de ganado, la mayor parte procedentes de las Castillas, comerciantes de varias naciones, negros esclavos, empleados como obreros en los diversos talleres y Gauchos desterrados por crímenes.» (Lacroix 34).Varias décadas después otro francés —el ingeniero Alfredo Ebelot— lo calificó como «El último pueblo del mundo» y subrayó que ostentaba «anales nada vulgares y una fisonomía propia» asegurando que un rasgo lo distinguía: «los patagoneses de sangre europea no dejaban de formar una aristocracia muy desdeñosa, muy exclusiva y altamente convencida de su importancia» y los descendientes de las familias pobladoras «conocían al dedillo sus orígenes, sus parentescos, su árbol genealógico», se casaban entre ellos y «se aferraban con mayores bríos a sus preocupaciones de hidalgos». Constituían — concluía—una «aristocracia de Patagones», un grupo de «hidalgos por cierto, pero hidalgos que habían traficado largo tiempo con los indios» (Ebelot 233-239).
Para esos descendientes el recuerdo de la sublevación de 1812 debe haber sido problemático y se advierte en la clásica historia de Patagones que escribió Juan José Biedma a fines del siglo XIX en la cual incluyó una narración que en 1870 le ofreció el maestro Mariano Zambonini. Según ella la mayor parte de los habitantes eran españoles «de origen unos y por convicción otros» y atribuyó a los auxilios, tierras y enseres de labranza que recibían del Virrey a que habrían entrado «gozosos los más de los vecinos en la conjuración». En su recuerdo, entonces, no era solo su lugar de origen lo que podía explicar su alineamiento contra el gobierno revolucionario y en esas razones encontró la explicación que no hubiera habido oposición a la sublevación. Sin embargo, también subrayó su desilusión cuando los líderes de la sublevación se marcharon a Montevideo. Cierto es —recordó— que les prometieron que recibirían protección, víveres, gente, buques, pertrechos y monedas, pero después solo llegó desde Montevideo «un buquecillo sin cosa alguna de las que esperaban y unas medallas para premiar á los leales españoles en proporción á lo que se hubiesen distinguido a favor de su bandera» (Biedma 386-387).
El recuerdo ofrecía una imagen demasiado homogénea de esa población establecida en 1778. Su crecimiento demográfico fue lento y pasó de dos centenares de habitantes en la década de 1780 a poco más de quinientos en 1816 aunque comenzó a crecer a partir de la década de 1820.Esos vecinos eran o descendían de inmigrantes gallegos, vascos, asturianos y castellanos y especialmente maragatos y que formaron parte de los contingentes enviados a poblar la costa patagónica pero que en su mayor parte terminaron asentándose en Buenos Aires y Montevideo y en los pueblos de sus campañas (Apolant, 1968; Barba, 1996; Casanueva 2013; Gorla, 1986; Pérez, 2010; Poska, 2012). Sin embargo, ya la expedición pobladora inicial incluyó también efectivos militares, presidiarios y esclavos y ese flujo continuó posteriormente y a ellos se agregaron también indios adquiridos por «rescate» (Davies 2009). Con todo, para la década de 1810 la mayor parte de la población estaba clasificada como blanca.[2]
El interés de la Corona por la costa patagónica respondía a la intención de explotar la pesca y la caza de ballenas y que entre 1789 y 1803 se expresó en la organización de la Real Compañía Marítima (Martínez Shaw, 2008). En parte también, a la preocupación por las acciones de franceses y británicos en las islas Malvinas. Pero, además, porque emplazamientos como el de Patagones eran parte de un dispositivo de presidios que hacía fluir miles de presidiarios desde la península hacia las colonias, así como entre ellas. Además, el sistema regional de presidios que dependía de Buenos Aires se conectaba por vía terrestre con los presidios de las fronteras pampeana, chaqueña e hispanoportuguesa, por vía marítima con los de Puerto Soledad, San Julián, Deseado o el Carmen y por el Río de la Plata con los de Martín García y Montevideo (De Vito, 2018; Jiménez-Alioto-Villar, 2018; Senatore, 2007).
La pena de presidio y trabajo forzado y a ración en «obras públicas» estaba sustituyendo la tradicional pena de galeras, tanto que su aplicación llegó a prohibirse en tiempos de paz a pesar de los reclamos de las autoridades locales. Estos presidios, por supuesto, no alcanzaron a recibir ni las dotaciones militares ni el número de presidiarios que se enviaron al norte novohispano, el Caribe o Filipinas ni dispusieron del abundante flujo de situados que se remitía a ellos o a Valdivia pero aún así el fuerte del Carmen se convirtió en un enclave colonial situado en pleno territorio indígena. Por otra parte, el destierro, el confinamiento y el trabajo forzado se aplicó también a grupos indígenas y en ocasiones con fatales consecuencias (Jiménez-Alioto, 2018).
En el fuerte del Carmen se había planeado que los colonos fueran agricultores pero lo cierto es que algunos prosperaron y se convirtieron en pulperos, comerciantes, artesanos y tahoneros dado que operaban en un ámbito mercantil activado por la demanda de la tropa y los trabajadores que cobraban parte de sus haberes en metálico, los buques que arribaban legal o ilegalmente y las agrupaciones indígenas que se acercaban al pueblo. En torno al pueblo se desarrolló una producción agrícola que llegó a abastecer a la capital y una ganadería reducida en la cual primaban los lanares, aunque los vacunos y caballares se obtenían de los indios. Buena parte era ganado «robado» en la frontera bonaerense intercambiado por efectos, aguardiente y tabaco en Patagones por los grupos indígenas que solían denominarlo como «Chiquito Buenos Aires» (Alioto 2011). Esas relaciones aseguraron la supervivencia del pueblo y permitieron desde la década de 1790la extracción de sal destinada a los saladeros del litoral rioplatense.[3] De esta forma, parece claro que para Patagones fueron más decisivos sus intercambios con Montevideo y las parcialidades indígenas que con la capital y ambos vínculos tendrían influencia decisiva en las confrontaciones que vivió el pueblo en la época revolucionaria.
Cambios sustantivos se vivieron en el pueblo al desatarse la crisis revolucionaria. Como es sabido, en 1809 fueron confinados en Patagones Martín de Álzaga y sus principales colaboradores en el frustrado intento juntista de enero de 1809 y luego resultaron rescatados por orden del Gobernador de Montevideo. Tardíamente los vecinos reconocieron al Virrey Cisneros el 20 de mayo de 1810 pero se apresuraron para solicitarle a la Junta que se transformaran en los únicos abastecedores de sal a la capital y a la provincia (Biedma 331-334). La solicitud no fue aprobada pero Patagones fue habilitado como puerto menor y arribada de buques negreros. A su vez, la Junta designó como nuevo comandante a Francisco Xavier Sancho, un integrante del cuerpo de Dragones que venía de prestar servicio en el Escuadrón de Voluntarios de Caballería de Cerro Largo. Y poco después debió implementar una conflictiva orden: interrumpir toda comunicación con Montevideo. Además, el gobierno revolucionario empezó a remitir a Patagones nuevos confinados: primero, a opositores a la Junta de Mendoza y Córdoba; y al año siguiente a miembros de la facción desplazada del gobierno revolucionario en abril de 1811.Así, los avatares de la política revolucionaria irían convirtiendo el confinamiento y el destierro en prácticas habituales aplicadas a prisioneros de guerra, opositores y disidentes (Entin, 2015; Polastrelli, 2019; Tejerina, 2018).
La tropa de la guarnición se componía de efectivos veteranos, muchos de ellos penados por faltas disciplinarias, y solía sufrir deserciones bien recibidas sino directamente promovidas por las agrupaciones indígenas de la comarca. El pueblo, además, contaba con al menos una compañía miliciana que para 1810 estaba al mando del capitán Felipe Pérez, un antiguo poblador de origen peninsular, alférez real del pueblo y uno de los más destacados comerciantes.
3. Episodio 1: la sublevación de abril de 1812
La sublevación de 1812 comenzó en la noche del 21 de abril con la toma del fuerte, el apresamiento del comandante Sancho, la elección de uno nuevo y el pronunciamiento a favor del gobierno de Montevideo, el Rey y la Regencia. Y continuó a mediados de mayo con el apresamiento del queche Hiena y la partida de los líderes de la sublevación hacia Montevideo para ser recibidos como héroes. Lo sucedido se conoce a través de los informes y relatos de los líderes de la sublevación confinados en Patagones: el coronel Faustino de Ansay —comandante de Armas de Mendoza y subdelegado de la Real Hacienda— y sus principales colaboradores Domingo de Torres y Arrieta (o Harriet) y Joaquín Gómez de Liaño.[4] Por tanto, no resulta necesaria una nueva narración y alcanza con atender a los indicios que ofrecen sobre las cuestiones que aquí interesan.
Al parecer la autoridad de Sancho no fue desafiada hasta el estallido de la sublevación, pero los confinados encontraron facilidades para conspirar pues Sancho había servido bajo el mando de Ansay, lo trataba con cortesía convidándolo a su mesa y lo dejaba circular libremente y comunicarse con sus «amigos» en la capital.[5] Esa situación cambió en abril de 1812cuando el buque Amazona trajo la noticia que el gobierno de Buenos Aires había declarado la guerra a Montevideo, Lima, España y Portugal.
Los conspiradores lograron la adhesión de los soldados de Infantería, Dragones y Artillería y de algunos paisanos y marineros. Se apoderaron del buque Amazona y del fuerte, apresaron a Sancho, a su ministro y al capellán, izaron el «pabellón nacional» y convocaron al «pueblo» a través de un bando. Reunido el vecindario, el sargento Domingo Fernández argumentó que siendo Ansay teniente coronel debía encargarse del gobierno y lo propuso como Comandante de Río Negro a nombre de Fernando VII. Peroles pidió «que expresasen francamente su opinión en orden al partido que querían seguir» prometiendo que se adoptaría la decisión que se tomase «a pluralidad de los votos». Si este relato es veraz, «todos sin excepción aclamaban al legítimo gobierno y los llamaron libertadores» pero en sus recuerdos Ansay agregó que antes que iniciarse la sublevación se lo había elegido como comandante negociando con la tropa. Como solía suceder en episodios de este tipo más que una elección, se trataba de una convalidación.
La sublevación, entonces, comenzó con la ruptura de la cadena de mando y adoptóla forma de un pronunciamiento conjunto de la tropa y los vecinos legitimada a través de una suerte de asamblea y formalizada a través de un papel que firmaron. Al día siguiente se convocó al pueblo para jurar públicamente obediencia «a las Cortes Soberanas de la Nación» realizándose a continuación un Te Deum, una salva y el juramento de la guarnición. De esta manera, se constituía en la costa patagónica un bastión subordinado a Montevideo y a las Cortes.
Sin embargo, el pronunciamiento requería de una narrativa y la ofreció el bando que emitió Ansay: la obediencia de los vecinos al gobierno revolucionario se justificaba porque habían sido engañados por la aparente sumisión a Fernando vii hasta que los insultos al rey, a la nación y a sus aliados y su sacrílega tolerancia religiosa los indignó; su elección como comandante era, por lo tanto, una expresión de la voluntad de los vecinos. Pero el bando además incluía promesas precisas: preparar la defensa, reponer en sus empleos a los que habían sido desplazados y anular los derechos que el gobierno de Buenos Aires cobraba en el puerto. Era un programa para satisfacer a los vecinos enmarcado en un discurso que exculpaba al vecindario de haber obedecido al gobierno revolucionario. A su vez, en sus informes los líderes exaltaron que habían derrotado a «los enemigos de Dios, del rey y de la nación» y demostrado «lo que puede un verdadero español cuando pelea la gavilla insurgente». Para el gobernador Gaspar de Vigodet la sublevación era un modelo de lealtad y patriotismo que les ofrecía a los habitantes de Patagones la oportunidad de regresar «al seno de la patria» y como «ciudadanos libres» prosperar bajo el amparo de «la sabia Constitución de la Monarquía» que se había aprobado en Cádiz.[6]
Justamente en ese momento se radicalizaban los antagonismos entre Buenos Aires y Montevideo y entre americanos y españoles. Por eso, la prensa revolucionaria extrajo una conclusión taxativa del suceso patagónico: era imperioso abandonar el «moderantismo» pues «Los españoles enemigos harán, si pueden, en la capital, lo que acaban de ejecutar en Patagónica.»[7] Acababa de ser desbaratada la conspiración que en la capital lideró Álzaga y que derivó primero en una dura represión contra los españoles europeos y después en una crisis política que supuso el recambio del elenco gobernante y el inicio del nuevo sitio de Montevideo.
En Patagones la única oposición a la sublevación la ofreció la tripulación del Hiena, integrada según Ansay por aventureros y piratas.[8] Y las evidencias coinciden en destacar la decisiva intervención de Domingo Fernández, sargento del Regimiento de Dragones de Buenos Aires que hacia una década prestaba servicios en Patagones, se había casado allí con «una niña decente aunque pobre» y fue ascendido a sargento en 1810 a petición del propio comandante Sancho (Biedma 374). Fernández tenía así mando de tropa y vínculos sociales para oficiar como articulador político entre los confinados, tropa y vecindario y fue quien tomó la iniciativa y convenció a la tropa y a los vecinos.
Sin embargo, la autoridad de Ansay estuvo sometida a sus presiones y tuvo que quedarse más tiempo en Patagones del que hubiera preferido. Tras la partida del Hiena debió comprometerse a continuar de comandante hasta que el capitán general nombrase a otro y mandase auxilios y armas amenazando que «si así no se hacía no dejaban salir a persona alguna del puerto.» Ansay intentó convencerlos apelando a nuevas promesas y les ofreció que «quedaría de jefe el oficial que gustaran de los que habían» pero como «nada les convenía» tuvo que resignarse a quedarse en el pueblo (Ansay, 1960: 3426).
Esa situación se mantuvo hasta el 24 de julio cuando arribó a Patagones un navío trayendo la orden de que Ansay se trasladara a Montevideo y a Fernández, ahora como capitán y comandante acompañado con tropa de refuerzo. Fueron decisivos pues ellos derrotaron el motín que intentaron los prisioneros que estaban en el navío Aranzaza y terminaron pasados por las armas (Ansay 3436-3438). De esta manera, la contrarrevolución se consolidaba en Patagones y en recompensa el 1.o de noviembre de 1812 los jefes de la sublevación fueron ascendidos y premiados por la Regencia y Fernández ratificado como Comandante del Río Negro por las máximas autoridades de la Monarquía.[9]
El gobierno revolucionario recién pudo recuperar la plaza a fines de 1814 apelando a una expedición naval. Intentó hacerlo antes por vía terrestre en 1812, pero la expedición de cuatrocientos hombres no pudo llegar al pueblo por la oposición de los caciques que ni siquiera la dejaron acercarse a las tolderías (Ansay 3418-3419). De esta forma, la supervivencia del foco contrarrevolucionario en Patagones dependía de la cooperación indígena y de la comunicación con Montevideo y así en diciembre de 1812 pudo jurarse la Constitución «con la concurrencia de todo el pueblo».[10] Pero los auxilios desde Montevideo fueron escasos, aunque sus vecinos recibieron condecoraciones que tras la rendición de Montevideo en junio de 1814 se convirtieron en un serio problema (Biedma 371 y 384-386). El desenlace lo vaticinó el emisario de la Corona en Río de Janeiro: «La costa Patagonica, cuyos fieles habitantes se comprometieron tanto a favor a ntra Patria, es casi imposible que ahora dexe de caer en manos de los Insurgentes».[11]
4. Episodio 2: la conspiración de marzo de 1815
El gobierno de Buenos Aires recuperó el pueblo y designó al teniente coronel Francisco Vera como comandante. Alistado en el Regimiento de Infantería en 1782, Vera había prestado servicio en Cerro Largo y el sitio de Montevideo, hasta que fue apresado y remitido a España. Tras fugarse y regresar a Buenos Aires fue ascendido a teniente coronel del Regimiento de Infantería Nº 10 pero tras la rendición de Montevideo fue remitido a la capital por actos de indisciplina. Sin embargo, no fue castigado sino puesto al mando de la Comandancia del Río Negro.
Su breve gestión fue una continuación de los antagonismos intensificados durante el sitio y ocupación de Montevideo. Vera remitió a la capital dos escudos con los cuales los vecinos habían sido agraciados y deportó a varios de los premiados,[12] impuso multas, embargos y contribuciones a los vecinos, envió a varios a realizar trabajos forzados en las Salinas y formó un cuerpo de milicianos cívicos designando oficiales «americanos». Pero uno de los vecinos se llevó la peor parte: en marzo de 1815 don Miguel Fernández del Olmo fue acusado de tramar una sublevación, sometido a un consejo de guerra y condenado a ser decapitado.
Sin embargo, la caída del director supremo Alvear arrastró a Vera que en julio de 1815 fue depuesto, remitido prisionero a la capital y sometido a un consejo de guerra. Su reemplazante no era otro que Francisco Sancho.[13] La destitución de Vera era producto de la denuncia presentada ante el director supremo Álvarez Thomas por el coronel José de Moldes, un oficial del ejército revolucionario que también venía de participar del sitio de Montevideo y que convertido en público opositor de Alvear se retiró de las filas denunciando el comportamiento de los oficiales y la tropa durante la ocupación de la ciudad. Tras su retiro fue electo diputado por Salta a la Asamblea pero Alvear le impidió asumir y lo confinó en Patagones, llegando al pueblo al mismo tiempo que Vera. ¿Qué fue lo que Moldes y los vecinos denunciaron? Que su comportamiento arbitrario y escandaloso, que autorizó a su tropa de cívicos a saquear las casas de los vecinos, de usarla capa del coro de la Iglesia para confeccionar una bandera y de haber ejecutado a Fernández del Olmo tras un consejo de guerra irregular.
Vera acusó a del Olmo de «conspiración contra la Patria» buscando apoyo entre la tropa y algunos prisioneros. Al parecer le propuso a Manuel Blanco —capitán del Regimiento 2.º de Infantería— que asumiera el mando y enarbolara «la bandera del rey». Y Blanco, que había sido quien tomó posesión del fuerte en diciembre de 1814, fue quien denunció la conspiración. Según la versión de Vera, Fernández del Olmo era un revoltoso que había sido deportado desde Puerto Deseado y que participó activamente en la sublevación de 1812 siendo el responsable que varios americanos estuvieran prisioneros en España. Al parecer intentó seducir a Blanco diciéndole que contaba con el apoyo de toda la tropa española del Regimiento N.º 3, de la mayor parte de los Cívicos y de los prisioneros destinados a trabajar en las salinas y encabezado una «junta de los levantiscos» en la que se acordó que Blanco sería el nuevo comandante.
Si era cierta, la conspiración replicaba el formato de la sublevación de 1812 y como entonces trascendía la disputa por el gobierno local pues apuntaba a alinear la plaza nuevamente con la Monarquía. El momento elegido no parece oportuno, aunque es probable que lo precipitara la dureza con que Vera estaba imponiendo su autoridad y es posible, que los rumores de la posible llegada de una invasión de reconquista desde la península, acrecentara sus expectativas (Di Meglio-Rabinovich 2018). Sin embargo, el rumor que hizo circular era que Montevideo había sido ocupado por 8.000 hombres venidos desde Lima y pronto recibirían desde allí 300 de refuerzo. Con todo, lo más significativo del episodio reside en el argumento que utilizó Vera para justificar la decapitación: «se tuvo presente el deseo que tenían los Americanos de que se castigara el crimen, esa misma noche dada la aprensión de los soldados Europeos, los Americanos decían que hacemos que no vamos ensartando estos Pícaros» (f. 239). Sin embargo, otros sospechosos de conspiración solo fueron deportados a la capital. Resulta evidente que la destitución y enjuiciamiento de Vera se entiende en el contexto de crisis del régimen directorial tras la llamada revolución de abril de 1815, el desplazamiento de Alvear y la persecución de los miembros de su facción.
Como dijimos, para reemplazar a Vera el Director Supremo eligió otra vez a Sancho. Pero ahora la situación de la plaza era crítica y según el visitador Medrano, designado para acompañarlo, no había una sola cabeza de ganado en el pueblo. Quizás exagerara, pero lo importante es recuperar la tensa situación que afrontó cuando tuvo que comunicarle a la tropa que no tenía cómo sostenerla. No pudo seguir hablando porque la tropa interpeló duramente a Sancho: «¿era posible se tratase de abandonar a unos hombres que estaban llenos de servicios, y a quienes no se les había pagado un real después que la Patria había tomado posesión de este Destino?». E indignada la tropa expresó con claridad su propia concepción de la legitimidad de la autoridad: «¿era posible que después de la gran complacencia que les había causado la venida del Padre de los pobres a Patagónicas, el Señor Francisco Sancho, se expresase en estos términos el comisionado en nombre de S. E.?». La tropa reclamaba la protección de su superior y lo condicionaba: si era reconocido como el «Padre de los pobres», estaba en deuda con sus hombres.
La situación evidencia que el ejercicio de la autoridad estaba sometido a negociación y Sancho afrontaba reclamos como los había sufrido Ansay. Se puede corroborar, entonces, que cuando la tropa y los vecinos invocaban su adhesión al rey o la patria y se subordinaban a un comandante, no lo hacían en forma incondicional. Esa lealtad debía ser recompensada y desde esa perspectiva se entiende otro cargo que se le hizo a Vera: había formado un cuerpo de milicia cívica eligiendo sus oficiales entre prisioneros o simples paisanos y los autorizó a saquear las casas de los vecinos.
Tampoco se conformaron los vecinos con la oferta del gobierno, que permitiría disponer de un buque para comunicarse con la capital, pero haciéndose cargo de los sueldos y provisiones de la tripulación. Los vecinos se opusieron y alegaron que carecían de fondos. ¿Cómo podía resolver Sancho esta situación? Solo podía apelar al típico recurso de un comandante de un punto de frontera: pedir auxilios al gobierno. Que la situación en Patagones debe haberlo preocupado se infiere de su respuesta pues se remitieron a Patagones 100 quintales de harina y 100 de trigo para ser repartidos entre el vecindario (con el compromiso que fueran devueltos tras la primera cosecha) y ordenándole a Sancho que pactara un contrato con los caciques tehuelches Juarincho y Ojo Lindo para que abastecieran al pueblo de carne trayendo mil cabezas de ganado desde San José, el puesto y la estancia del Rey de península de Valdés que había sido abandonado en 1810 tras un cruento ataque indígena. Otra vez, la supervivencia del pueblo dependía de acuerdos con algunas parcialidades.
5. Episodio 3: la «revolución» del 4 de diciembre de 1817
¿Todo estaba en orden en Patagones? Es dudoso que así haya sido. Por lo pronto, el 2 de noviembre de 1815 se produjo otro conato de rebelión entre soldados del Regimiento de Infantería N.º 8, conocido como de pardos. Fue encabezado por un sargento español llamado José Cano y al parecer planeaba matar a Sancho, pero fue descubierto, apresado y remitido a la capital. La indisciplina en ese regimiento era recurrente y tampoco era excepcional que lo integraran prisioneros de guerra «españoles» pues fue una práctica habitual que en ocasiones tuvo fatales consecuencias.[14]
Sancho propuso al gobierno reemplazar la tropa veterana por un nuevo cuerpo de cívicos pero la propuesta no se concretó (Biedma 429-430) y continuó al mando hasta que en octubre de 1817 llegó su reemplazante, el sargento mayor Julián Sayós con efectivos del Regimiento de Dragones de la Patria, soldados de artillería y varios presidiarios, entre ellos Luis Villada, Francisco Andrade, Manuel Alonso y Fernando Cabrera. Fueron ellos quienes lideraron a principios de diciembre de 1817 una nueva sublevación que no solo le costó la vida a Sayós y a otros oficiales, sino que además proclamó su fidelidad a Fernando vii.
Esta nueva sublevación no la lideraron confinados políticos, oficiales o vecinos, sino presidiarios y fue extremadamente violenta. Quienes se han referido al episodio se limitaron a subrayar esa violencia (Biedma 1905; Nozzi 1967) pero un examen más a fondo de los informes que elevaron al gobierno el comandante Sancho y el capellán del fuerte —el fraile franciscano Julián Faramiñán— permite saber algo más.[15]
Para el fraile no había dudas: se había tratado de una «revolución», no una más sino «La escena más horrorosa q.e en la serie de las revoluciones se ha experimentado, es la q.e a pesar n.tro contiene este manifiesto; la traición en sus principios, la inhumanidad y crueldad en sus progresos y el desorden en insolencia en sus fines.» (f. 7) Esta manera de interpretar como una «revolución» a episodios de sublevación y amotinamiento de tropas estaba diseminada incluso entre quienes los protagonizaban (Fradkin 2008).
Los presidiarios que encabezaron la sublevación habían integrado una gavilla de ladrones apresada en la capital a mediados de junio de 1817.[16] La investigación comenzó por el robo de seis barriles de vino de Málaga que estaban depositados en el almacén de la fábrica de armas y derivó en el allanamiento de una casa que enfrentó la resistencia del numeroso grupo de moradores. En pocos días se realizaron más de treinta detenciones y se identificó a miembros de una gavilla que había cometido múltiples robos, asaltos y muertes y a los pulperos, mercachifles ambulantes y carretilleros que comercializaban los bienes robados y convivían con los sospechosos.[17]
Entre los sindicados como ladrones había integrantes del cuerpo de Artilleros (el «limeño» Francisco Andrade, el «cusqueño» Luis Villada o Villalba, el cordobés Francisco Gallardo y el chileno José Gómez), un soldado de Granaderos (el cordobés Francisco Rodríguez, alias «el blandengue»), otro de Dragones (el andaluz Fernando Cabrera) y un sargento de Montevideo (José Vargas). Junto a ellos había un mozo catalán, varios marineros (un mulato portugués, dos de Mallorca, dos andaluces, uno de Cartagena de Indias y otro de Guayaquil) y dos mulatos (un sastre portugués y un cordobés). Como vendedores y compradores de bienes robados figuraban varios pulperos y especialmente un genovés y un gallego. Entre los sospechosos había dos integrantes del cuerpo de Húsares (uno de Luján y otro de Maldonado), un presidiario chileno, un «soplón» cordobés y dos cívicos de infantería recientemente llegados de la Banda Oriental. Y entre los prófugos se encontraba un catalán conocido como Antonio el viejo «que lleva cigarrillos al campo»), un marinero de Mallorca, un gallego llamado Francisco Lorenzo «conocido por el gaucho» que había sido soldado voluntario de Sevilla en Montevideo, un portugués, un valenciano, un estibador andaluz, un sastre mulato y un «extranjero» que era condestable de la cañonera. Se trataba así de un conglomerado variopinto entre los que predominaban españoles europeos junto a sujetos provenientes de provincias interiores, Montevideo, Brasil y extranjeros de diverso origen.[18] Algunos habían integrado las tropas del Rey en Montevideo, pero sería aventurado concluir que era la identidad política lo que los unía. Tampoco los definía ni la ocupación ni su origen racional o regional, aunque es posible que varios se conocieran en Montevideo. Como fuera, lo más preocupante para las autoridades era que servían en el ejército o las milicias o que tuvieran experiencia militar.
El artillero Luis Villada (Villalva o Villalba), por ejemplo, conocido como «el cusqueño», declaró que era natural de Salta y soldado del batallón 1º de artillería; vivía en la casa de Gabriel Ferrer (alias El Tuerto), originario de Palma de Mallorca, que había tenido una pulpería y ahora era carpintero en la ribera. En la misma casa vivía un marinero mallorquín llamado Melliana que junto a Villada había cometido varios robos y matado a un gallego. Por su parte, el artillero Francisco Andrade, conocido como «El limeño», declaró ser natural del Reino de Chile y aunque era platero de oficio dijo que estaba «empleado de soldado en el Regimiento de Artillería». Otros artilleros detenidos fueron el cordobés Fernando Gallardo y el chileno José Gómez quien había estado prisionero en el presidio y en Martín García por vender efectos robados y que luego de andar prófugo decidió sentar plaza como voluntario. Los casos son demasiado escasos para aventurar una generalización, pero brinda cierta idea de la tropa que podía integrar el cuerpo de artillería y probablemente no haya sido muy distinta a laque estaba destinada a Patagones o de los presidiarios.
Por los delitos de esta gavilla las autoridades organizaron una Comisión de Hurtos facultada a imponer penas arbitrarias con la única restricción de pedir autorización al gobierno para ejecutar penas de muerte.[19] De este modo, al guayaquileño Vimeres, al portugués Albino Vidal y a los ya mencionados Ferrer, Andrade y Villada se les impusieron penas de doscientos azotes y diez años de presidio con cadena en trabajos públicos a ración y sin sueldo; los tres primeros debían ser confinados en la nueva frontera y Andrade y Villada en Martín García hasta que pudieran ser trasladados a Patagones y, si intentaban fugarse serían condenados a la pena capital sin nuevo juicio.[20] Como era bastante habitual, la pena de muerte había sido conmutada por trabajo forzado en un presidio.
En Patagones lideraron la sublevación a principios de diciembre. Sin embargo, el episodio no puede ser visto solo como una sublevación de prisioneros, aunque de ellos partió la iniciativa y entre ellos se reclutaron los líderes. Por lo pronto, porque concitaron adhesiones entre los Dragones que llegaron en el mismo barco, artilleros de la guarnición y entre europeos que prestaban servicio como penados al servicio de armas. De este modo, tanto Sancho como Faramiñán identificaron como una figura clave en la sublevación al cabo de artilleros Claudio Pesoa, quien junto a otros del mismo cuerpo sorprendió a los Dragones de guardia entre los cuales «hallaron mucha disposición» porque estaban muy disgustados con la carne salada y las galletas que se les daban como raciones.
La sublevación, entonces, parece haber sido iniciada por artilleros prisioneros —que quizás no fueran españoles como se ha sostenido, sino que prestaron servicio en las tropas del rey—, otros artilleros de la guarnición y Dragones recién llegados. Otra vez, la tropa veterana protagonizaba una sublevación contra sus jefes, pero esta vez sus métodos fueron más cruentos: si bien solo apresaron a Sancho y a Faramiñán, en cambio a Sayós, al capitán del buque y a otros oficiales los fusilaron. De esta manera, no intervenía en la sublevación ningún oficial ni hay evidencia que intentaran sumar alguno y tampoco buscaron apoyo entre los vecinos quienes, por contrario, se convirtieron el blanco principal de sus depredaciones. Pero, como en 1812, el resultado de la sublevación iba a depender de lo que sucediera en el buque.
En un principio los rebeldes lograron apoderarse del fuerte y del Gálvez. Villada asumió la comandancia usando el uniforme de Sayós y puso al mando del buque al guardián José Robles, elegido porque era español y gritado ¡Viva Fernando vii!, ganándose la confianza de los rebeldes que le dieron la casaca y el bastón del capitán y lo nombraron comandante del barco. Luego izaron la bandera española, reunieron a toda la tropa, hicieron salvas, repicaron las campanas de la iglesia y proclamaron su fidelidad a Fernando vii. La sublevación adquirió así explícitos contenidos políticos.
El plan de Villada era embarcarse hacia Lima y ponerse a disposición del virrey del Perú. Sin embargo, el barbero Juan de Pessoa lo convenció que le convenía dirigirse a Montevideo que desde enero estaba ocupada por los portugueses. El guardiamarina Robles le advirtió que la embarcación no podía realizar la travesía hasta el Perú y que era mejor llevarse los efectos de valor que hubiera y «las mejores muchachas» y dirigirse a Montevideo para rematar el velero. Pero los planes de los rebeldes se complicaron: primero, porque uno de los condenados a muerte logró apuñalar a Villada, muriendo ambos en el forcejeo; luego porque los rebeldes del buque cambiaron de posición y lo manifestaron enarbolando «la bandera de Nuestra Independencia».
Para ese momento, la tensión era extrema en el pueblo donde los sublevados se dedicaban a saquearlas pulperías y las casas e insultar a las mujeres «poniéndoles las pistolas y cuchillos al pecho», como relataría Sancho. Sin embargo, ante la muerte de Villada («más cruel que Nerón, Atila y Robespierre» diría el fraile) intentó asumir el mando Andrade, pero las disputas estallaron entre los sublevados disputándose la jefatura. Mientras continuaban los saqueos hasta que la mayor parte de los Dragones se fugaron al campo y desembarcaban los marineros.
Los enfrentamientos se trasladaron a las chacras, las estancias y la carbonería aledañas al pueblo. Ahora antiguos enemigos como el teniente de Cívicos José María García —colaborador de Vera en 1815— o el vecino Juan José Rial —protagonista de la sublevación de 1812— se unieron para enfrentar a los sublevados: restaurar el orden había pasado a ser más prioritario para los vecinos peninsulares que su adhesión a Fernando VII.
Sin embargo, la fuga de los sublevados no trajo tranquilidad a Patagones. Sancho intentó reasumir el mando, pero un grupo de paisanos entró al fuerte y se lo impidió. Se desató, así, una crisis política resuelta provisoriamente a través de una suerte de asamblea vecinal que eligió al capellán Faramiñán como comandante y a su segundo —fray José María Vera— como su ayudante. Según el fraile la decisión fue tomada «por unanimidad» pero según Sancho solo por siete u ocho paisanos, aunque se ha podido registrar los nombres de veinticuatro participantes en la asamblea (Biedma 444). Como fuera, no participó ni todo el pueblo ni un pequeño grupo. De lo que no hay duda es que volvía a apelarse a la reunión de pobladores para decidir quién ejercería el mando. Pero esta vez, la elección no recayó en un oficial sino en el capellán convertido en jefe político y militar.
El fraile asumió el mando que tras hacer ondear «el pabellón americano» se dedicó a preparar la defensa bautizando a las baterías de la fortaleza y organizando una partida de 64 hombres para perseguir a los sublevados. Él mismo redactó las instrucciones entre las cuales se estipuló que debía negociarse su rendición y que el botín que se tomase sería repartido «por partes iguales entre toda la gente de la expedición», salvo las armas, municiones y vestuario. Esas instrucciones, sostuvo el fraile, las dictó basándose en «la plenitud de potestad que el pueblo me ha hecho el honor de confiarme» y no fue el único recurso que empleó para legitimar su autoridad: también emitió una proclama a través de la cual convocaba a los «virtuosos patagones» para que marcharan a acabar con los «bandidos» y con los «tiranos» (Biedma 445-449).Sin embargo, su mismo relato advierte que su autoridad estaba muy restringida: el «pueblo» no lo dejó encabezarla expedición y él optó por nombrar comandantes «al gusto de todos». Era claro que en esas condiciones el ejercicio de la autoridad estaba sometido a múltiples negociaciones y restricciones.
Cuatro días después la expedición regresó sin haber podido alcanzar a los sublevados cuyo rastro demostraba que habían tomado rumbo hacia los indios con destino a Valdivia. Habiendo perdido el control del buque y del fuerte no les quedaba otra opción. Cabe interrogarse si estaban al tanto de las alianzas que por entonces comenzaban a tramarse entre fuerzas realistas regulares e irregulares y grupos indígenas en la Araucanía. No es posible verificarlo, pero no debería descartarse dada las fluidas comunicaciones de los pobladores de Patagones y las tribus de la región y porque tras la derrota en Chacabuco en febrero de 1817las fuerzas del rey se concentraron en Concepción, Valdivia y Chiloé y resistieron con éxito el sitio a Talcahuano. Por entonces se estaba forjando una alianza entre realistas y grupos indígenas que definiría la nueva fase de la confrontación, la llamada «Guerra a muerte» (Villar-Jiménez 2003; Crow-Ossa Santa Cruz 2018).
Pese a ello, la crisis política continuó en Patagones y la disputa entre Sancho y Faramiñán y sus respectivos partidarios terminó saldándose a favor del primero gracias a la intervención de la guardia del buque que anuló el efímero intento del fraile de resistir su destitución. Frustrado el efímero gobierno del fraile, Sancho volvió a ser el comandante y el gobierno lo confirmó hasta que fue reemplazado el 13 de noviembre de 1820.[21]La disputa, entonces, la resolvieron los marineros y los vecinos quienes no desaprovecharon la oportunidad: en una representación al gobierno sostuvieron que el mando le correspondía a Sancho por ser el «único oficial militar» y acusaron al fraile de intruso. Antiguas relaciones volvían a demostrar que seguían vigentes y que eran más firmes que las que podía tener un recién llegado como Faramiñán a pesar de su investidura. Pero en esta ocasión la estrategia política de los vecinos era diferente: no apoyaron la proclamación de fidelidad a Fernando vii y se presentaban ante el director supremo como los únicos posibles garantes del orden. Y al hacerlo escribieron su propia versión de lo sucedido: todo lo ocurrido en el pueblo desde diciembre de 1814 había sido causado «por la fatal desunión, ambiciones, intereses y vicios particulares de los que han sido destinados a dirigirnos, mandarnos y darnos ejemplo, pues no hemos experimentado otra cosa que despotismo y arbitrariedad, no solo en los jefes si también en los subalternos». De esta manera, fecharon el origen de la crisis en momento en que llegó Vera a Patagones haciendo desaparecer en su relato el apoyo que brindaron a la sublevación de 1812. Desde su perspectiva, ellos habían sido las «víctimas de unos presidiarios sanguinarios y de una tropa desalmada» (subrayando de este modo que no eran solo los presidiarios los culpables) y proponían una solución: era «la voluntad de este pueblo» que se formase una compañía veterana con el título de Voluntarios Patagones del Río Negro y que fuera el gobierno el que pagara sus uniformes y sueldos. (Biedma, 431 y 450-451). De esta manera, los vecinos de Patagones imaginaban que podrían asumir el control completo: el gobierno debería aceptar como comandante a quien ellos apoyaban y el pueblo contaría con una fuerza de defensa de matriz miliciana pero transformada en veterana, costeada por el gobierno y aunque no lo explicitaran, dotada de una oficialidad reclutada entre los mismos vecinos.
6. Conclusiones
¿Qué pueden decirnos estos episodios? Cualquier reflexión debe subrayar las condiciones específicas con que se desarrollaron los antagonismos que desató el proceso revolucionario en este pueblo tanto por su localización como por las limitaciones del gobierno de Buenos Aires para controlar lo que allí sucedía. Tampoco se puede eludir que esos episodios expresaron las experiencias de sus protagonistas en las confrontaciones previas producidas en otras zonas rioplatenses y que replicaron en Patagones.
Pero también debe considerarse la incidencia que tenían las relaciones de Patagones en el universo de agrupaciones indígenas pampeano-patagónicas y transandinas que habían sido ineludibles para la subsistencia del emplazamiento desde su fundación e incidido en las transformaciones de ese universo (Alioto 2011; Nacuzzi 1998). A diferencia de lo sucedido en otros presidios costeros, como en San José, ninguna agrupación aprovechó las sucesivas crisis para atacar el pueblo. Sabido es que desde el comienzo de la revolución las relaciones del gobierno de Buenos Aires con los diferentes caciques se estaban reformulando y no eran pocos los que provenían de Valdivia, se enorgullecían que en sus territorios se obedecía al rey y se reconocían como «amigos de los españoles» aunque no fuera una postura unánime y generara enemistades (Roulet 2015). Sabido es que cada cacique y cada agrupación podían mantener tratos y negociaciones con autoridades fronterizas mientras se enfrentaba con otras y si hubo caciques que impidieron la llegada de la expedición represiva enviada a Patagones en 1812, ello no significaba que necesariamente se alinearan automáticamente con alguno de los bandos en pugna y para 1815 seguían negociando con el gobierno de Buenos Aires el posible establecimiento de nuevas poblaciones en sus territorios.
El pueblo de Patagones, por lo tanto, no estaba tan aislado como invocaban sus vecinos en sus reclamos. Además, a su puerto arribaban buques de diversas banderas desde Montevideo o desde Buenos Aires, pero solo en momentos muy precisos lo que sucedía en Patagones podía estar en el centro de las preocupaciones de las autoridades de ambas ciudades. De esta manera, las luchas políticas en el pueblo se desarrollaron como parte de una confrontación general, pero con cierta autonomía y a su propio ritmo. Esa era entonces su especificidad y no la intensidad de los antagonismos entre «americanos» y «españoles» de manera que la posibilidad de sublevaciones realistas dependía más de la correlación local de fuerzas y menos de la llegada de una fuerza de guerra. Y las evidencias sugieren que en esas condiciones se operó una intensa politización y radicalización de los antagonismos potenciados seguramente por la llegada de sucesivos contingentes de confinados.
La calificación de estos grupos como «realistas» puede parecer convencional, pero resulta consistente con las evidencias que ofrecen estos episodios. En los tres ese alineamiento fue explícito a pesar de las notables variaciones de contexto. Pero no por ello debiera concluirse que «realistas» designa necesariamente a «españoles europeos» y aunque ellos parecen haber predominado entre los protagonistas de la sublevación de 1812 y de la conspiración de 1815. El calificativo de «realistas», por tanto, hace referencia a su alineamiento político y a su encuadramiento en formaciones armadas que luchaban por la causa del rey lo que también se evidenció en la «revolución» de 1817 y se ha corroborado en otros contextos (Moreno Gutiérrez, 2017).
La cuestión, por supuesto, excede a Patagones y remite tanto a la composición de las fuerzas de guerra como a los discursos y recursos de legitimación de los grupos que lograron o intentaron movilizarse contra la revolución, como sucedió con mayor éxito en el Alto Perú, en Chile o Montevideo, por ejemplo. En definitiva, los episodios patagónicos de 1812 y 1815 eran parte inseparable de la confrontación entre las autoridades de esa ciudad y la capital y aun el de 1817 fue, de alguna manera, su secuela.
Lo cierto es que en estos episodios se planteó con nitidez la contraposición entre el rey y la patria, una de las transformaciones centrales que estaban viviendo las culturas políticas (Elliot 2004) y ella puede registrarse en los discursos de los propios sublevados. Si se repasan los informes y las notas que publicó la Gaceta de Montevideo en 1812, por ejemplo, se corroborará que la sublevación fue presentada como levantamiento contra «el yugo» y «la ambición de los tiranuelos» que «ocultaron su sistema republicano». Pero esa retórica tradicional no debiera opacar que los mismos rebeldes realistas ponían de manifiesto las novedades en curso: el alineamiento con Montevideo y la Regencia se legitimó a través de la unión de la voluntad de la tropa y del «pueblo», es decir a través de un pronunciamiento, un modo de acción político intensamente practicado durante la crisis de la Monarquía y de perdurable persistencia a lo largo del siglo XIX hispanoamericano (Fowler, 2009). Para llevarlo a cabo se convocó al «pueblo» e incluso se sostuvo que la incierta situación debía resolverse «a pluralidad de los votos». La alternativa planteaba a la tropa y a los vecinos era tan clara como dilemática y lo confirma el relato de Ansay: en la noche del 20 de abril de 1812 el sargento Fernández entró al cuerpo de guardia y le consultó a la tropa: «Señores, ¿V.md. Quieren servir al Rey o a la Patria? Todos respondieron que querían servir al rey. Pues si es así, yo no me contemplo capaz, dijo Fernández, de dirigir cualquier empresa, y por tanto, yo cedo mi mando al teniente coronel Faustino Ansay. ¿V.md. son gustosos de esta elección? Sí, señor, respondieron.» Una vez que triunfó la sublevación, la consulta se le planteó a los vecinos presentándoles un papel para que «lo firmasen libremente» y en el cual debían responder «¿a qué autoridades querían obedecer? Si a las de España o a las de la patria. No hubo en qué tropezar pues todos a su vez dijeron obedecían a las autoridades españolas, y por ningún estilo a las de la Patria. Así firmaron todos y solo a dos conocimos no lo hacían de buena voluntad» (Ansay, 1960: 3421-3425). De este modo, aún para los propios líderes de la sublevación, se trataba de elegir por el rey y España o por la patria.
El dilema volvió a plantearse en 1815 y Fernández del Olmo fue acusado de «conspirar contra la Patria» y condenado a muerte «por traidor a la patria». Según el comandante Vera los antagonismos habían llegado a tal punto que en ocasión de un baile y al terminar de cantar el cielito «dieron los Americanos Viva la Patria y los malos Europeos Viva Fern.do 7º echando manos a los cuchillos p.r lo q.e salieron heridos tres de los fernandistas» que habían atacado al teniente de cívicos José María García «sin más motivo que ser Americano».[22] A la hora de la confrontación, entonces, los gritos de cada bando dejaban en claro cuál era su opción y delimitaban dos campos: de un lado, los «americanos» y la «Patria» y del otro, los «europeos» y «fernandistas».
Por supuesto, los discursos y las acciones no demarcaban campos fijos, homogéneos ni definitivos. Como se vio, contra el comandante Vera en 1815 podían actuar conjuntamente europeos fieles a Fernando vii y oficiales de la revolución como Moldes. La polarización, por tanto, no anulaba ni subsumía todas las disputas políticas y personales existentes. Y la inestabilidad de la situación produjo tanto realineamientos como una clara tendencia al incremento de la violencia. De esta manera, en 1817 las líneas de demarcación se modificaron y si bien los prisioneros sublevados enarbolaron el «pabellón español» y proclamaron su fidelidad al rey, sus oponentes —fueran «americanos» o «europeos», anteriores partidarios de las causas «de la patria» o del «rey»— se unieron contra un enemigo común. Así lo entendió el fraile Faramiñán cuando tras la violenta «revolución» emitió una proclama convocando a los habitantes a perseguir a los que calificó tanto de «bandidos» como de «tiranos», una proclama que, además, buscaba interpelar un nuevo sujeto colectivo: «los virtuosos patagones» (Biedma 449). Parece evidente que su estrategia no fue exitosa pues los principales vecinos prefirieron a Sancho de comandante, pero ellos ya no se presentaron como «fernandistas» sino como garantes de la restauración del orden.
En Patagones, por tanto, se intensificó al máximo una forma de las luchas políticas que estaba cobrando enorme centralidad con la revolución: las disputas por el gobierno local y por elegir, imponer o negociar en manos de quien quedaría la comandancia militar; una forma de lucha política que en los pueblos de campaña y de frontera era tanto o más decisiva que las nuevas prácticas electorales (Fradkin 2014 y 2015). En los tres episodios esta cuestión estuvo en el centro de la disputa, cualquiera fuera el origen, trayectoria o alineamiento político de los actores. Y parece claro que en 1817 la crisis era tan profunda que ni los presidiarios ni la tropa sublevada ni todos los pobladores consideraban que fuera imprescindible que el comandante debiera ser necesariamente un oficial. La experiencia demostraba que también podían serlo sargentos, presidiarios o frailes siempre que concitaran el apoyo de la tropa y del «pueblo».
Esta exploración, más que ofrecer conclusiones sugiere los problemas que quedan abiertos: ante todo, examinar cómo se vivió en los diferentes pueblos rurales y de frontera la crisis general de la Monarquía y qué formas adoptaron en ellos las luchas políticas más allá del acatamiento a una fuerza militar de ocupación; luego, analizar con mayor precisión la composición de las fuerzas de guerra y, en particular, las que se mantenían leales al rey; por último pero no por eso menos importante, explorar más sistemática y profundamente las historias de los condenados a presidio y las tripulaciones de la marina pues tanto estos indicios como la bibliografía internacional sugieren que pueden haber sido espacios sociales aptos para el entrelazamiento de tradiciones, experiencias y relaciones que pueden haber nutrido las culturas políticas populares y sus modos de acción.♦
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Notas