Tema Central
Transitar espacios confinados: la dialéctica entre la movilidad en la inmovilidad y la inmovilidad en la movilidad
Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 7, núm. 13, 2021
Recepción: 14 Noviembre 2021
Aprobación: 08 Diciembre 2021
Resumen: en la película, hay líneas blancas que representan la planta urbana de la ciudad en la que transcurre la historia; en la pieza de teatro, los propios actores colocan, sacan y vuelven a colocar cintas adhesivas en el suelo para ir cartografiando las escenas. El mapa pierde toda geometría de la racionalidad y se vuelve un rizoma envolvente, que fagocita y alimenta las almas de los protagonistas al mismo tiempo. El mapa ya no es la representación de un espacio, sino que es un dispositivo que opera como la encarnadura material de ciudades que en las obras son «invisibles». El eje analítico de este artículo está puesto en la potencia de la escenografía cartográfica y en las formas en que el diseño cartográfico articula una red de emociones.
Palabras clave: espacio, performance, escenografía, emociones.
Abstract: in the film, there are white lines that represent the urban plan of the city in which the story takes place; in the play, the actors themselves place, remove and reposition adhesive tapes on the floor to map the scenes. The map loses all geometry of rationality and becomes an enveloping rhizome, which engulfs and feeds the souls of the protagonists at the same time. The map is no longer the representation of a space but rather a device that operates as the material incarnation of cities that are “invisible” in the performances. The analytical axis of this article is placed on the power of cartographic scenography and the ways in which cartographic design articulates a network of emotions.
Keywords: Space, performance, scenography, emotions.
1. Introducción
Espacios confinados no son siempre espacios de opresión y control, como la cárcel, el neuropsiquiátrico y otras instituciones foucaultianas de la misma alcurnia.[1] En la actualidad, el confinamiento toma formas dinámicas y se nos impone desde ángulos inesperados. Incluso, desde mucho antes que la pandemia Covid 19 nos obligara a resignificar brutalmente el movimiento y la inmovilidad, el adentro y el afuera y, en general, las formas de pensar las experiencias cuerpo-espacio, las artes vienen desafiando nuestra imaginación espacial y, en particular, nuestra imaginación cartográfica.
El film Dogville (Lars von Trier, 2003) y la pieza teatral «El cartógrafo. Varsovia, 1:400.000» (Juan Mayorga, 2010) son dos performances que, sin golpes bajos, nos llevan a explorar espacios íntimos traumáticos, de esos de los que siempre es difícil hablar. Ese silencio latente se juega en complicidad con silencios (o murmullos) escenográficos: ambas obras transcurren en escenarios despojados. Dogville y Varsovia son ciudades que los espectadores «ven» solo a partir de líneas trazadas en el piso, y de algún que otro topónimo. El punto de encuentro que nos ofrecen estas dos obras radica en la cartografialización del espacio: en la película, hay líneas blancas que representan la planta urbana de la ciudad en la que transcurre la historia; en la pieza de teatro, los propios actores colocan, sacan y vuelven a colocar cintas adhesivas en el suelo para ir cartografiando las escenas.
En este tipo de escenarios cartográficos se ejecutan ambas performances. Y elijo el término «performance» en forma deliberada, para oponerlo a la idea tradicional de representación (o mejor dicho de re-presentación, de hacer presente lo ausente) tan cara a las artes dramáticas.
Aquí la performance será entendida como aquello que Roland Barthes, curiosamente, denominó representación: «La representación es eso: nada sale, nada sale afuera del marco del cuadro, del libro, de la pantalla» (Barthes 1970, 90). Según Barthes, ese enmarcamiento es fundamental para crear los «espacios de ilusión» que definen a las artes dióptricas, tales como teatro, pintura, cine, literatura (Barthes 1970, 90). ¿Por qué recuperar a Barthes para pensar la performance como acto creativo cuando él mismo utiliza un término que aquí quiero desterrar de plano? Pues porque su idea sobre el enmarcamiento y los límites físicos de los objetos es lo que utilizaré para pensar los espacios en contextos de confinamientos (formas de aislamiento impuesto sobre personas o grupos por autoridades que se arrogan ese poder coercitivo) y encierros (voluntarios o forzados, en los que la comunicación con el exterior es mínima). Tanto en Dogville como en El Cartógrafo…, el mapa se nos presenta como el único mundo posible, fuera del cual no hay nada: todas las posibilidades están dentro del mapa y los bordes del mapa (el «enmarcamiento» de Bourdieu) son muros.
El enfoque del análisis aquí propuesto intersecta dos tendencias conceptuales contemporáneas que proveen herramientas para repensar experiencias, objetos, emociones: por un lado, el giro de la movilidad y, por otro, el giro afectivo. Proponer el análisis a partir de una serie de «giros» implica producir conocimiento situado en forma explícita (geográfica e históricamente, en tiempo y en espacio), ya que si todo giro es «un nuevo conjunto de problemas aparece y los antiguos comienzan a desaparecer» (Mitchell 1992, 19), la empatía con ciertos giros o movimientos implica hacerse eco de una serie de inquietudes e interrogantes abiertos y compartidos por una comunidad intelectual. Lo interesante de esta propuesta es que, a diferencia de los paradigmas kunhianos (que se suceden unos a otros y que son autoexcluyentes), los giros se entrelazan de manera rizomática y nos ofrecen un prisma dinámico y caleidoscópico para desenvolver nuestras reflexiones. En este ensayo me apoyaré en concepciones ancladas en el mobility turn y el emotional turn, atravesadas por algunos aportes derivados de los estudios que se autodenominan spatial turn y los visual studies.[2]
Desde el mobility turn o nuevo paradigma de la movilidad (Sheller y Urry 2006) se piensa la movilidad como «el movimiento (real o imaginado, potencial o deseado) de personas, objetos orgánicos e inorgánicos, dinero, información, recursos, etc. así como los momentos de fricción, estasis, inmovilidad» (Zunino, Gucci y Jirón 2017, 13). Dice Walter Imilan que «el espacio de la movilidad no es el mismo que observan los estudios del transporte. Mientras que desde la perspectiva del transporte el espacio está dado, fijado por la infraestructura y sus materialidades, técnicas y normas, la performatividad de la movilidad planta un espacio que se produce en la medida en que se “hace” la movilidad [por lo que] este es de carácter contingente, cambiante e inestable» (2017, 150).
El emotional turn, también llamado giro afectivo, pivotea en torno de la noción amplia de afecto que engloba conceptos tan diversos como las pasiones, los estados de ánimo, las sensaciones, los sentimientos y las emociones.[3] Estos ya habían sido temas recurrentes en la historia de la filosofía, pero recientemente se multiplicaron los trabajos académicos sobre el papel del afecto en los estudios sobre la cultura. Irene Depetris Chauvin analiza los estudios de la geografía humana que se interesan por la exploración de la espacialidad de la emoción y del afecto. Señala que los investigadores que se interesan por las “geografías afectivas” desarrollan concepciones alternativas y no abstractas del espacio y del cuerpo donde el afecto describe dominios de la experiencia que son “más que subjetivo” y, sin embargo, son al mismo tiempo “formativos de sentidos del ser en relación al paisaje» (Depetris Chauvin 2019, 11).
Este artículo pretende revisar los modos de transitar espacios confinados en una ficción (la ciudad de Dogville, pura ficción) y en la ficcionalización de un evento histórico (Varsovia y el gueto que se impuso en la Segunda Guerra Mundial). Ambas tramas se prestan a múltiples niveles de lectura, que van más allá de la historia narrativa de cada una de estas obras. Son obras que interpelan a los espectadores y los lectores desde los traumas compartidos, los dilemas morales insondables, la relación entre la memoria (individual y colectiva) y el olvido (individual y colectivo). Aquí, siguiendo los «giros» ya mencionados, analizaré una selección de eventos puntuales, de aspectos materiales de la puesta en escena y de fragmentos de los guiones.
El eje analítico, en lugar de priorizar el relato lineal de las obras, estará puesto en la potencia de la escenografía cartográfica y en las formas en que el diseño cartográfico articula una red de emociones. El análisis de este tipo de fuentes presenta desafíos metodológicos, narrativos y argumentativos nuevos que son diferentes a los utilizados tradicionalmente en el análisis de la dramaturgia. Los guiones y la dramaturgia textual son el eje y la base sobre los que se montaron ambas obras. Sin embargo, las inquietudes que este artículo propone debatir no aparecen en el registro textual por razones obvias: previsiblemente, las performances no se ajustan con exactitud a lo guionado; además, en el caso de las piezas teatrales, cada montaje/dirección/elenco suele hacer modificaciones sustantivas (a lo que se suma el hecho de que no existen dos funciones iguales). Estos aspectos son de crucial importancia cuando el objetivo es analizar las obras desde perspectivas afines a los giros de la movilidad y de lo emocional. Anticipo aquí la hipótesis central: el mapa no representa el espacio, sino que lo construye; y lo construye en la tensión cuerpo – movimiento que se actúa sobre lo que aquí voy a llamar «escenografías cartográficas». A partir de estos elementos pretendo poner en movimiento reflexiones teóricas y conceptuales que pueden ser activadas para interrogar la dialéctica entre la movilidad en la inmovilidad y la inmovilidad en la movilidad.
2. De mapas y espacios, de confinamientos y movimientos
Antes de perdernos en los recorridos laberínticos de Dogville y Varsovia, es necesario volver una vez más sobre la naturaleza del objeto-imagen cartográfico, entendido, a priori, como una «representación gráfica que facilita el conocimiento espacial de cosas, conceptos, condiciones, procesos o eventos que conciernen al mundo humano» (Harley y Woodward 1997, xvi). Esta enunciación significó un gran aporte para los estudios culturales porque iba a contrapelo de la concepción del mapa como imagen mimética de lo real, muy ampliamente instalada en el sentido común de nuestro tiempo. Pero, aun así, esa definición fue concebida para pensar lo que en forma genérica llamaríamos mapas geográficos. Para saltar esta dificultad de pensar «mapas fuera de la cartografía», esto es fuera de los cánones del campo profesional de los cartógrafos, propongo pensar las imágenes cartográficas como imágenes situacionales en las que prevalecen las relaciones espaciales por sobre otras propiedades, tanto epistémicas como gráficas. David Buisseret expresa una idea similar en los siguientes términos:
Tanto en el caso de la película como en el de la pieza de teatro que se analizan aquí, el mapa es, además de todo lo mencionado, el espacio mismo: está trazado sobre el piso, sobre el escenario…, pero también está trazando el espacio narrativo o el espacio de referencia de las historias. Entonces, ¿qué pasa cuando el escenario de una obra artística es mapa y espacio a la vez? Dado que no es posible formular una única respuesta para esta pregunta, aquí ensayaré algunas claves interpretativas apoyándome en dos casos específicos que, en los casos analizados aquí, puede ser pensada como la tensión entre la(s) movilidad(es) y la(s) inmovilidad(es) que se activa cuando el mapa y el espacio se encuentran en el escenario. En los mapas, más allá de todo género y naturaleza, se despliega un verdadero «pensamiento tópico» (Palsky 2017, 289) y ya no es el espacio lo que se proyecta/proyecta sobre el mapa sino todo lo contrario: es el mapa el que proyecta y crea el espacio (Roberts 2012).
El mapa, como dispositivo cultural de la Modernidad, goza de una legitimidad tanto científica como social y, por tanto, parece un lugar seguro y estable,[4] las performances artísticas subvierten estos sentidos cuando usan mapas para relatar historias profundamente desestabilizadoras (tanto para los protagonistas como para los espectadores). En particular, en el caso de este artículo, la tirantez entre estabilidad-inestabilidad se tensa en el encierro. Si hay una emoción asociada al encierro, esa es precisamente la ansiedad. Y esa ansiedad encarna tanto en el cuerpo como en el mapa.
La expresión «ansiedad cartográfica» acuñada por el geógrafo Derek Gregory se inspira en la noción «ansiedad cartesiana» que Richard Bernstein (1983) usó para sintetizar el principio de Descartes: la aplicación de la razón humana es la única base válida para la búsqueda de la verdad.
El objetivo de Descartes de excluir todas las pretensiones de conocimiento que no podían fundarse en la Razón encuentra su contrapartida geográfica en el deseo de hacer el espacio social objetivamente mapeable y, por lo tanto, visible y cognoscible. Solo que la «razón cartográfica» no es estática ni inmutable…, sino todo lo contrario:
Sébastien Caquard y William Carwright lo dicen de manera más sintética: desde una perspectiva cartográfica posrepresentacional, el mapa es menos importante que el proceso que lo construye y los usos que se hacen de él (2014, 106). En estas obras, aparecen conjuntos de puntos, líneas y áreas que son reconocidas como mapas no solo para «trabajar en el mundo», como dicen Kitchin y Dogde, sino para habitarlo.
La ansiedad cartográfica movilizada por el deseo de hacer el espacio social objetivamente mapeable lleva a que el lector o el espectador deposite toda la confianza en un mapa cuyos presupuestos desconoce, pero considera que no es necesario conocer porque son «verdaderos» en el sentido cartesiano (Lois 2017). Así, la ansiedad cartográfica se ha tornado constitutiva como sintomática de las formas modernas de «ver» en las sociedades contemporáneas (a las que Guy Débord ha llamado «sociedades del espectáculo»): personas y comunidades que habitan el mundo como si este fuera una exhibición, pero «no una exposición del mundo, sino el mundo organizado y captado como si fuera una exposición» (Mitchell 1992, 296). No es casualidad que Jean Baudrillard (1994), al abordar la crisis entre el modelo y su representación, comience el libro Simulacra and Simulation con una reflexión sobre los mapas. Para despegar a estos últimos de su referente y plantearlos ya no como una representación geográfica, sino como arquetipos del simulacro, Baudrillard usa el archicitado fragmento de Jorge Luis Borges en que el escritor ridiculiza el intento de hacer un mapa que sea con exactitud igual a la realidad para introducir la idea de «divina irreverencia de las imágenes». Según Baudrillard, en el simulacro se generan modelos de lo real que no remiten a nada verdaderamente real. Esta operación suplanta la realidad, dando lugar a la hiperrealidad: esto es, la dificultad por distinguir la realidad misma de las representaciones o interpretaciones que se hacen o que hacemos de ellas. Cuando creamos nuevas hiperrealidades, y creemos en ellas, vivimos a través de nuevos tipos de intuición. La mayoría de los aspectos de la hiperrealidad pueden pensarse como formas de vivenciar la realidad a través de la ayuda de otro, un «otro» que es algo ajeno o que suplanta al sujeto que está experimentando. El mapa ocupa ese lugar y sustituye al espacio.
Dentro del enmarcamiento intrínseco a los mapas, ¿es la inmovilidad la negación de la circulación? La etimología del término circulación «corresponde al latín circulatio, aquello que forma un círculo» y que «su uso en inglés se refiere, sobre todo, aunque no únicamente, al descubrimiento de la circulación de la sangre por William Harvey en Londres a principios del siglo XII» (López Galviz 2017, 57). Esta idea sugiere el acoplamiento de dos movilidades: el movimiento perpetuo de la sangre viva dentro de un cuerpo que la encierra doblemente: primero, la canaliza en venas y arterias; luego, la confina al cuerpo. El movimiento continuo se da en círculos ad infinitum, dentro de un circuito del que no se puede escapar, pero que, justamente debido a eso mismo, hace posible la vida. La idea de dar vueltas en círculos también suele estar asociada a la inmovilidad, en tanto no se consuma un desplazamiento de un punto a’ a un punto b’ (un segmento geométrico que representaría una extensión geográfica) entre el punto de partida y el punto de destino.
Los modos en los que los realizadores ponen a jugar el mapa revelan con mucha nitidez algo que en los usos tradicionales del mapa queda diluido: los mapas no hablan solamente de la métrica espacial sino que, sobre todo, son formas de espacializar el pensamiento (Lois 2015).
3. Dogville (Lars von Trier, 2003)
Dogville, una historia relatada en nueve capítulos (más un prólogo y un epílogo), narra las desventuras de Grace Margaret Mulligan (interpretada por la actriz australiana Nicole Kidman). Grace es una fugitiva que llega a un pequeño pueblo escapando de otro lugar, de su historia y de sí misma, aunque los espectadores no tenemos información sobre los motivos ni la historia previa ni el contexto ni, mucho menos, los fantasmas que visiblemente atormentan el alma de Grace. Ese pueblo al que llega es Dogville.
El nombre de la película (Dogville, «ciudad de perro») evoca al que es conocido como el animal más leal al hombre y, justamente por la misma razón, es el más expuesto a padecer el maltrato del amo. De eso se trata la película: la confianza, el cuidado, la solidaridad…, pero también la desprotección, el maltrato físico y psicológico, el abuso en sus diversas formas.
La puesta en escena es eminentemente teatral y el mapa es toda la escenografía: el trazado urbano y la infraestructura edilicia solo resulta visible cuando el espectador, con su mirada, les da espesor a esas líneas blancas pintadas sobre el piso (que aparecen tal como se verían en una planta de diseño arquitectónico). Es decir: la escenografía-mapa coquetea con el mapa borgeano de 1:1. Desde el punto de vista estrictamente escenográfico, Dogville es un mapa hecho ciudad y, al mismo, tiempo una ciudad hecha mapa.
El minimalismo escenográfico llevado al extremo deja expuesta la relevancia crucial que tiene la espacialidad de la escenografía: «lejos de ser el simple decorado sobre el cual se ejecuta la acción, el espacio es un socio activo de la narración, a partir del momento en que interviene como una de las fuerzas actuantes del relato» (Gardies, 2014, 112). En este sentido, la esencia y la estética cartográficas de la escenografía evocan formas específicas de percibir (y hacer percibir) el espacio: a la lógica racional de la organización del espacio tal como se lo retrata en las plantas urbanas, el espectador deposita en esas líneas sin espesor ni volumen una carga material y a partir de ellas levanta muros.
Aunque por momentos la cámara nos hace sentir que estamos asistiendo a una obra de teatro, la recurrencia de tomas oblicuas y cenitales ofrece al espectador diferentes visiones panorámicas de Dogville. En esos puntos de vista elevados se arma el mapa. Desde la mirada elevada, equivalente a la no-perspectiva cenital de los mapas, como si no tuvieran puntos de fuga (cf. Jacob 1992) o fueran meras superficies o mesas de trabajo (Alpers 1987), los espectadores vemos el trazado de la planta urbana de Dogville, el pueblo entero está trazado sobre el suelo. Este juego de perspectivas escalares nos acerca y nos aleja, nos mueve y nos fija, nos moviliza y nos inmoviliza.
En Dogville, viven apenas quince habitantes y algunos niños. Parece un pueblo apacible, o al menos así lo sugieren las escenas rutinarias en las que se ve inmersos a los personajes en los primeros paneos. El hecho de que los personajes habitan sus moradas como si no existieran paredes, contribuye a crear una atmósfera de transparencia. Dogville parece una gran comunidad, sin secretos. Se nos cuenta que «los residentes de Dogville son buenos, gente honesta y que gustan de su pueblo» (von Trier, 2003, 2). Poco después, esa idea es reformulada de un modo sutil, pero lo suficientemente contundente como para advertir al espectador que, detrás de esa fachada (¿decorado?) de urbanidad y buenas costumbres se esconden misterios insondables: «somos muy buena gente, sobre todo si tienes mala memoria».[5] Así, al mismo tiempo que el espectador ha repuesto paredes allí donde no existían solo porque el mapa la impone, también se siente interpelado a derribar esos muros que ha levantado para desnudar acciones impropias que los protagonistas viven en la intimidad in/visible. Lo que al principio parecía un pueblo tranquilo y apacible, sin secretos (algo que quedaba sugerido por la falta de paredes o escenografía), se nos comienza a presentar en toda su opacidad. En este gesto dramatúrgico resuena, también, una crítica a la razón cartográfica: todos los mapas son opacos, a pesar de su aparente transparencia.
Una voz en off explica que Dogville está situado en algún lugar de las Montañas Rocallosas, pero esa topografía irregular queda aplanada por el espacio-mapa-plató. En efecto, el pueblo está encerrado dentro de las paredes del decorado escenográfico, pero aunque esas paredes son físicas, Von Trier recurre a efectos visuales que las invisibilizan.[6] Eso asegura la complicidad de los espectadores, que son llevados a romper la cuarta pared.[7] Así, lo cerrado se confunde con un horizonte que parece infinito.
Cuando Grace le pregunta a Tom: «Oye, ¿a dónde se dirige este camino?», él responde: «A ningún lugar. Es un camino sin salida que, además, desemboca en una mina abandonada. Si quiere pasar, dé la vuelta, regrese por Georgetown» (Von Trier, 2003, 8). De hecho, bien al inicio de la película, en el Capítulo 1, una voz en off dice «Dogville es un buen lugar para esconderse» (Von Trier, 2003, 12). Todo esto plantea un encierro y formas de movilidad e inmovilidad.
La sensación de encierro forzado se instala apelando a recursos estéticos variados. Una escena que sintetiza el ahogo que genera la imposibilidad de huir ocurre cuando Grace abre una ventana y entra una fuerte luz cálida como si viniera del exterior. Ese exterior es, a la vez, la propia ciudad Dogville (en un sentido literariamente literal, ya que Grace abre la ventana desde un cuarto) y todo lo exterior a Dogville (que, en un sentido metafórico, significa luz y libertad). Esa luz quiebra la oscuridad ambiente que predomina a lo largo de la película. La oscuridad no solo habla del encierro, sino también de una sociedad en penumbras, en la que en nombre del moralismo y del puritanismo se justifican secretos atroces.
La dialéctica entre el interior y el exterior, el adentro y el afuera, no es meramente euclideana. El contrapunto entre el montaje escenográfico de Dogville y la narración de la historia dinamita la dicotomía del adentro-afuera, «una dialéctica de descuartizamiento y la geometría evidente de dicha dialéctica» (Bachelard 2005, 250). Sin embargo, sigue Bachelard, «lo de dentro y lo de fuera vividos por la imaginación no pueden ya tomarse en su simple reciprocidad [hablando] de geometría» (255). Al fin de cuentas, «lo de afuera y lo de adentro son, los dos, íntimos; están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad. Si hay una superficie límite entre tal adentro y tal afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados» (256). Cuando Grace quiere huir, los habitantes de Dogville no solo se lo obstaculizan, sino que también la castigan con vejaciones varias. Dogville se transforma en otro espacio confinado del que no puede salir fácilmente. En este aspecto, tal vez la escena más elocuente es el intento de Grace por escapar del pueblo con la ayuda del conductor de un carro de manzanas. Este hombre, que se había mostrado empático y solidario con la desesperación de la protagonista, termina violándola en la camioneta y llevándola de vuelta a Dogville. Este gesto de movilidad hacia afuera la conduce a un encierro mucho más cruel: Grace queda atrapada en Dogville, sometida a la mirada desconfiada de los habitantes de personas que se consideran traicionadas. Este sometimiento llega a un punto de humillación brutal que se ve en el capítulo 8, cuando Grace trabaja a destajo atrapada por un grillete que garantiza su inmovilidad.
En efecto, el mapa como escenografía puede ser interpretado como una representación racionalizada del lugar que es bastante limitada para transmitir emociones. Sin embargo, en el caso de Dogville, esas líneas significan despojo y desnudez, y, al mismo tiempo, son la marca de fronteras interiores y exteriores.
La escenografía se vuelve, más que nunca, una geografía háptica: los ojos «tocan» paredes. El «sentido háptico de la vista» (en oposición al tradicional sentido óptico de la vista) aniquila esa distancia que presupone una visión distante y pasiva. Aunque Gilles Deleuze usó este término para referirse a la pintura, la idea de «visión háptica» aplicada al análisis de la espacialidad remite a pensar en modos de aprehender el espacio en los que intervienen el cuerpo y todos los sentidos. Al tratar la visión como un sentido que solo funciona en colaboración con los otros, la cuestión de la mirada no solo es háptica: también es sonora.[8] De hecho, el sonido materializa espacios; por ejemplos, las campanadas de la iglesia, los pájaros que cantan en el parque.
Dice Irene Depetris Chauvin: «Giuliana Bruno regresa al cuerpo, al comprender lo háptico, enfatizando la espacialidad: “como nos dice la etimología griega, háptico significa ‘capaz de entrar en contacto”. Como función de la piel, entonces, lo háptico —el sentido del tacto— constituye el contacto recíproco entre nosotros y el medio ambiente […] Pero lo háptico también está relacionado con la kinestesia, la capacidad de nuestros cuerpos para sentir su propio movimiento en el espacio» (Depetris Chauvin 2019, 15).[9] Pensar esta escenografía desde la perspectiva de las geografías afectivas sirve para poner el acento en el cuerpo y en su capacidad de «afectar y de ser afectado» (Depetris Chauvin 2019, 11). Pero lo más interesante es que esa corporalidad no se refiere solo a los cuerpos de los personajes o de los espectadores, sino también al escenario y a la escenografía como formas espaciales: se le da la palabra al cuerpo (Planella 2006), a los cuerpos.
Retomando el planteo propuesto en el título, podría sugerirse que, por un lado, los eventos narrados transcurren en diversos lugares de Dogville y esos lugares están conectados por itinerarios que transitan sus personajes; pero esa movilidad de los personajes queda atrapada en la inmovilidad que caracteriza a un pueblo cuyo camino principal es una calle sin salida. Esa movilidad, llamémosla interior, está fuertemente condicionada a punto tal que se transforma en un modo de inmovilidad (sobre todo, por el hecho de que la movilidad sea interior sumado al hecho de que no se puede salir de Dogville). Es decir, las restricciones de movimiento en el espacio son impuestas de manera externa a la voluntad de los personajes. La trama nos habla de inmovilidad a partir diversas escenas de explícito confinamiento (la más brutal, sin duda, es el intento fallido de escape de Grace). Por otro lado, dialécticamente, a los espectadores la inmovilidad en Dogville se nos hace visible a través de los modos en que opera el «ojo móvil» de la cámara: desde el recurso de primeros planos de rostros angustiados o resentidos, pasando por las tomas tipo travellings o cámara Dolly (cámaras sobre rieles que permiten seguir el desplazamiento de los personajes) y las ventanas que nos muestran un afuera vacío, hasta las tomas cenitales que muestran todo el pueblo con mirada totalizante que encapsula e inmovilizada.
4. El cartógrafo. Varsovia, 1: 400.000 (Juan Mayorga, 2010)
La obra cruza dos historias: por un lado, la de la leyenda del cartógrafo del gueto, protagonizada por un anciano impedido de movilizarse y una niña que lo está ayudando a trazar el mapa del gueto de Varsovia en 1942 con la urgencia de registrar esa geografía antes de que se desvanezca en el tiempo y caiga en el olvido; y por otro, la historia de Blanca, una mujer que llega a la Varsovia de hoy para acompañar a su esposo Raúl, el embajador español en Polonia, y se aventura a recorrer la ciudad con la ayuda de un mapa turístico proporcionado por el hotel en el que se alojan.
La génesis de esta pieza es indisociable de una experiencia de su realizador, Juan Mayorga. Durante un viaje a Varsovia que hizo en 2008, descubrió azarosamente que se estaba montando en las paredes de una sinagoga una exhibición fotográfica sobre la vida cotidiana en la época del gueto.[10] La anécdota de Mayorga en Varsovia es transferida a Blanca, la protagonista de esta pieza de teatro.[11] Durante el recorrido que Blanca emprende a través de Varsovia, entra en una sinagoga creyendo que se trata de una iglesia católica. Allí observa la organización de una exposición fotográfica y repara en el hecho que cada una de las fotos estaba acompañada por una leyenda que indicaba el lugar en que había tomada la imagen. Blanca localiza en un mapa los puntos fotografiados y se lanza a visitarlos desde el presente. Obviamente, ninguno de aquellos lugares existía ya.[12] En la mayoría de los casos, ni siquiera había quedado huella alguna y, en ese contexto, las fotografías forman parte de las poéticas de la ausencia que nos trae la obra (March y Martínez 2012). El mapa de Varsovia, como muchos otros, aquí es puesto a funcionar como una prótesis para retener el pasado: si, como sostiene Karl Schlögel «en el espacio leemos el tiempo», Blanca percibe, desde el inicio, que «en la planta de ciudades y edificios toma uno conciencia de cómo pudieron haber sido. El trazado de una planta da fe: aquí estaba, aquí pasó. Esto sirve particularmente para lugares y emplazamientos de los que nada más queda» (Schlögel 2007, 120).
Como alter ego de Mayorga, Blanca encuentra en esa exposición fotográfica interrogantes que la movilizan a una búsqueda. La ausencia de marcas materiales del gueto sobre el espacio urbano la impulsa a buscar rastros de esa historia en algún otro lado. Y ahí se arma una suerte de ansiedad cartográfica: Blanca ansía conocer un mapa que nadie vio hecho por un cartógrafo sin nombre del que ningún burócrata tiene registro. Podría incluso ser un mapa mítico. Pero Blanca no maneja esa posibilidad en ningún momento, sino que se deja llevar por el deseo de creer que todo espacio social es objetivamente mapeable y, además, en este caso, depositario de retazos de una historia invisibilizada.
En la sala de teatro, [13] un espacio ya de por sí confinado, la obra cruza esas dos historias: por un lado, la de la leyenda del cartógrafo del gueto, protagonizada por un anciano impedido y una niña que le está ayudando a trazar el mapa del gueto de Varsovia en 1942 con la urgencia de registrar esa geografía antes de que se desvanezca en el tiempo y caiga en el olvido; y por otro, la historia de Blanca que, en el siglo XXI, pone su empeño para rehacer un mapa de lo que ya no existe, pero es necesario recordar. Aquí nos encontramos «ante el tiempo» (Didi-Huberman) o, mejor dicho, ante varios tiempos: se juegan el tiempo de la Historia y el tiempo de la historia.
El papel de acompañante pasiva que le había sido destinado a Blanca se ve trastocado por dos eventos. Uno es el momento en que, anclada en el presente, descubre el pasado mirando el mapa y le dice estupefacta a un marido que no reacciona a la altura de las circunstancias: «Esta casa [donde están ellos], mira el mapa. ¿Te das cuenta de que nuestra casa está dentro del gueto?» (Mayorga 2010, 6).
Blanca se proyecta ella misma hacia ese espacio-pasado (Nold 2009). Ella, en su condición de ciudadana europea que puede hacer uso del derecho a la circulación libre en el espacio Schengen, se sorprende «habitando» un lugar que fue confinado. La pregunta retórica que formula Blanca encarna una «conciencia espacial» (Harvey 1990), esa que permite al individuo reconocer el rol del espacio en su propia biografía, relacionarse con los espacios que lo rodean y reconocer cómo las transacciones con otros individuos y organizaciones son afectadas por esos espacios (Depetris Chauvin 2019). Esa sorpresa que manifiesta se transforma en un interrogante autobiográfico. De hecho, en una entrevista Juan Mayorga declaró: «El cartógrafo nació una mañana en que salí a pasear por Varsovia con un mapa lleno de consejos publicitarios. Mi sueño es que su puesta en escena lleve a un espectador a trazar, además de un mapa de una Varsovia invisible, otro de su propia ciudad, de su propio cuerpo, de su propia vida.»[14] Blanca (también el cartógrafo y la niña) hacen los mapas de sus vidas con sus cuerpos mientras transitan espacios que, de diferentes maneras, son vividos como confinados.
El otro evento que marca el rumbo de la obra es que Blanca escucha una leyenda que ya era muy conocida en Varsovia. Se trataba de un anciano que se había propuesto hacer un mapa del gueto de Varsovia en 1942. Debido a las circunstancias represivas impuestas en el gueto y también a su edad avanzada, al anciano le resulta imposible transitar los vericuetos de ese espacio de confinamiento. Por eso le encarga a su nieta la tarea de recorrer a pie el gueto y apuntar las calles, las plazas, las avenidas, las fachadas, y hasta los detalles del muro que los confina en el horror.[15] Concretamente, le indica:
Blanca experimenta in situ la historia espacial, siente el gueto en sus pies. Se empeña en buscar información para hacer su propio mapa. La tarea que se propone Blanca es mucho más que resituar arquitecturas del pasado sobre un mapa. En palabras de Walter Benjamin:
Quien solo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos, se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logró atraparlos (Benjamin 2011, 128).
En el proceso de búsqueda, Blanca va a dar con un burócrata que le dice:
Aquí se plantea un paralelismo entre el interés de Blanca y el mapeo que hizo la niña: ambas le ponen el cuerpo al proceso del mapeo. El antropólogo Tom Ingold distingue entre «cartographic map» y «sketch map» o, lo que es lo mismo, entre «occupant knowledge» y «inhabitant knowledge» (Ingold 2007: 72-103). Mientras que el conocimiento del ocupante está limitado al mapa que se impone desde arriba y no construye espacialidades personales, el «conocimiento habitado» se construye a medida que el caminante avanza, un derrotero azaroso, que diseña el mapa con el cuerpo. Puede ser un mapa efímero o puede permanecer en la memoria (sobre todo, en la memoria corporal, porque el andar conecta el cuerpo con el espacio). Blanca no se contenta con el inhabitant knowledge que le viene servido en el mapa del hotel, sino que se lanza por la ciudad para retrazarlo con su propio cuerpo. Desde la perspectiva del mobility turn, «observar la performatividad de las prácticas de la movilidad cotidiana implica poner atención a cómo los sujetos son activos en la producción del espacio de la movilidad a la vez que la movilidad los produce como sujetos» (Imilan 2017, 147).
Paralelamente, en la obra, las escalas son inestables el hogar escondido del anciano, las calles anónimas, el gueto, la Embajada, Varsovia… Todo se monta en un único escenario, de modo que una oficina pública puede ocupar casi la misma superficie de espacio escénico que un parque. Las escalas no guardan consistencia geométrica entre sí. Esta movilidad de la escala hace que el espectador, quien permanece inmóvil (aunque no inmovilizado) en su butaca, transite tanto espacios de confinamiento como itinerarios urbanos flexibles y abiertos. El cambio permanente de escalas nos arrastra a un laberinto espacial y emocional que, en lugar de servir de anclaje racional es visceral. Nunca sabremos la ratio de todas esas escalas: nos quedamos con 1:400.000 Esta escala hace visible, sobre todo, la ausencia de esas 400.000 almas que fueron deglutidas por el gueto para siempre.
En El Cartógrafo…, el espacio escénico consiste en una superficie negra, un espacio casi desnudo en el que la historia, al igual que en Dogville, se apoya en pocos elementos (sillas, mesas, archiveros, ventanas de utilería). El escenario que no está elevado sobre una plataforma, sino que está a igual altura que las butacas de los espectadores. Así, el público queda ubicado alrededor del escenario y confina el gueto con sus propios cuerpos. Al mismo tiempo, los cuerpos de ese público quedan inmersos en el gueto. Además, durante los intervalos en que los actores no participan de la escena en acción, se sientan entre el público, desvaneciendo aún más el límite entre el observador, el personaje y el verdadero protagonista histórico. Se desdibujan las distinciones entre escenario y platea, entre actores y espectadores (opera un movimiento diametralmente opuesto al de la demarcación intransigente que impone los muros del gueto). De este modo, la corporalidad en las experiencias espaciales de observación y las técnicas de representación del espacio construyen una «corporalidad colectiva». Los observadores/lectores/espectadores son, a su vez, actores activos: el espectáculo se completa en la función, el mapa se convierte en espacio cuando es visto como tal y viceversa (Crary 2008).
A diferencia de Dogville, donde el espectador es «llevado» por la cámara, aquí los espectadores actúan. La actuación de los espectadores es un acto de la mirada: los espectadores eligen la dirección de su propia mirada. El público está conformado por espectadores panópticos: todo lo ven, dirigen su mirada hacia donde quieren, escogen entre las diversas situaciones que acontecen en simultáneo (por un lado, lo obvio: la actuación; por otro lado, los varios personajes sentados en la platea y, además, la reacción de aquellos espectadores que, inesperadamente, ven a un personaje de la pieza sentarse a su lado que actúa ser un espectador concentrado en la performance).
Cuando se la piensa en clave de tríadas tradicionales (actor-tema-público o, en los ensayos, actor-tema-director), la primera tríada es «director-tema-escenógrafo» (Brook 2012, 140), en la que la reflexión sobre la escenografía ocupa un lugar preponderante (en el espectáculo, la escenografía termina ocupando un lugar menor, si no invisible, el espacio deviene un soporte invisible, lo que en este caso significa que el mapa es invisible).
5. Cerrando este artículo: Ce n’est pas une conclusion
Es regla en estos tiempos no usar la apalabra conclusión para titular las reflexiones o el balance final en los artículos académicos. Se trata de algo más complejo que una simple moda semántica. Es, probablemente, el modo en que percibimos el conocimiento: como algo incompleto, siempre en proceso, nunca acabado. De manera similar, los mapas son estrategias de espacialización de experiencias y de vidas, que crean un lenguaje para dejar registrada una intención de comunicar que, al final de cuentas, siempre queda incompleta e inacabada.
Sin embargo, las conclusiones son, a su modo, espacios confinados. En cierto modo, cuando debemos cerrar (un texto), pero queremos abrir (nuevos interrogantes) nos enfrentamos a los mismos problemas que tuvieron nuestros personajes.
El enmarcamiento barthesiano, a su vez, me ha llevado a dejar afuera aspectos cruciales de ambas historias. Por ejemplo, solo para mencionar uno: los nombres de las protagonistas de cada obra configuran otro paralelismo, esta vez emancipatorio: encarnan una positividad que contrarresta la negatividad de los confinamientos con los que están lidiando. Por un lado, Grace (y su aspecto angelical) parece encarnar la gracia divina que debe lidiar con una sociedad que se autoconcibe como puritana y a la vez se sabe podrida por dentro. Por otro lado, Blanca lleva en su nombre connotaciones que remiten a la pureza, la paz y la luz, mientras ella transita las tinieblas de un espacio abyecto.
Muchos autores han planteado preguntas sobre la relación entre espacio y tiempo, representación y espacio, materialidad e inmaterialidad, movilidad e inmovilidad: ¿cómo representar secuencias y eventos espacio-temporales? ¿Cómo visualizar las múltiples escalas en las que se desarrollan las historias? ¿Cómo transmitir emociones que en las historias, a menudo, se asocian con lugares? ¿Cómo transmitir la naturaleza aproximada de ciertos lugares en las historias? ¿Cómo vincular los lugares narrativos fantaseados con la estructura euclidiana del mapa de referencia? Previsiblemente, no es posible responder estas cuestiones de manera categórica de una vez y para siempre. Pero es cierto que
Aunque el potencial de los mapas para contar historias ya ha sido ampliamente reconocido (Conley 2007, Jameson 1992, Cresswell y Dixon 2002, Elsaesser y Barker 1989, Castro 2009), enfatizamos el creciente reconocimiento de la importancia de vincular mapas con narrativas que describen críticamente el proceso cartográfico y el contexto en el que los mapas se despliegan y cobran vida (Caquard y Carwright 2014, 106).
El mapa es una imagen performativa y, como todas las imágenes performativas no solo representan algo, sino también crea y producen lo que supuestamente representan. La categoría «performatividad» que utilizo aquí para relacionar los mapas-espacios con las performances, es una noción que está vagamente inspirada en la filosofía del lenguaje y del habla, que considera que las expresiones performativas son frases que no solo describen una realidad dada, sino que también cambian la realidad social que describen.[16] Además, la expresión performativa no es evaluable por la verdad, lo que significa que nada de lo dicho puede ser juzgado con base en la verdad o la falsedad (esto es particularmente interesante para los mapas, porque en general son juzgados a partir de criterios tales como verdad / exactitud o falsedad / inexactitud).
Ahora bien: la ficción no es necesariamente algo irreal, opuesto a lo factual. Por lo tanto, hay mapas ficcionales que, a la vez, son factuales. El mapa-escenografía se nos opone tanto a la ficción como a la realidad. Dicho de manera sintética: en tanto representación de lo real, no es ficción y en tanto a representación, no es realidad. Por lo tanto, aquellos que, a partir de las dos performances artísticas aquí analizadas, quieran trazar un límite neto o una distinción historiográfica entre aquello que podría llamarse una imagen performativa puramente estética y lo que desde ciertas posiciones historiográficas sería más específico de una imagen performativa que alude procesos sociales e históricos, tendrán que lidiar con la inestabilidad performática que caracteriza a ambas obras. Ni Juan Mayorga ni Lars von Trier buscan elucidar problemas éticos, sino marcar la tensión dialéctica de lo irresoluble. El hecho de que la obra El cartógrafo esté referenciada en el gueto de Varsovia no la transforma en un documento o fuente histórica. Mayorga sortea ese dilema tomando distancia de la necesidad imperativa del rigor histórico que requeriría un documental cuando nos lleva al gueto de la mano de Blanca
En el inicio del artículo propuse revisar los modos de transitar espacios confinados en una ficción (la ciudad de Dogville, pura ficción) y en la ficcionalización de un evento histórico (Varsovia y el gueto que se impuso en la Segunda Guerra Mundial). Esta distinción historiográfica que señalé al principio y que podría ser absolutamente relevante para ciertos abordajes y lecturas de estas mismas piezas, se fue desvaneciendo a lo largo del análisis encarado desde el ángulo teórico-conceptual aquí propuesto, en tanto no se detectaron distinciones relevantes ni técnicas ni estéticas respecto de las formas en que los realizadores se apropiaron del dispositivo cartográfico para utilizarlo como recurso dramatúrgico (sino, más bien, todo lo contrario).
Estos artistas hacen uso de los mapas desde una perspectiva más amplia, en sintonía con un renovado interés por las dimensiones culturales e históricas de «lo subjetivo» —ya sea el dolor (Moscoso), el miedo (Delumeau), la belleza y la fealdad (Eco)— para poner en evidencia que los modos de vivir y sentir el espacio no pueden seguir apegados a categorías cartográficas euclidianas. En este sentido, la estética cartográfica es performativa porque crea el espacio narrado y narra el espacio. En palabras de Jacques Rancière:
Quisiera apuntar tres cuestiones sobre la relación entre espacio, confinamiento y movilidad que atraviesan lo teórico, lo experiencial, lo ficcional, y lo geográfico.
La primera es que una escenografía cartográfica despojada de los recursos materiales escenográficos tradicionales, a contrapelo de una supuesta invisibilidad de lo espacial, pone el foco en el espacio. Al no hacerlo visible, nos empuja a verlo (al menos a buscarlo). El hecho de que se asuma que podemos «ver» una ciudad o incluso un gueto que ya no existe a partir de líneas debería ser suficiente para abrir el debate sobre los modos de percibir el espacio que habitamos.
La segunda es que tanto Lars von Trier como Juan Mayorga procuran en forma deliberada que los espectadores empaticen emocionalmente con la narrativa apelando a escenografías performáticas. Tanto la historia ficticia de Dogville como la ficcionalización de la tragedia del gueto de Varsovia lanzan al espectador a sus propios espacios emocionales confinados con la promesa de un escape.
La tercera es que, si el mapa tiene enmarcamientos y bordes, también nos puede indicar caminos de escape. Es esa línea de fuga lo que, subrepticiamente, nos pone ante el mapa como un escenario de emancipación. El mapa es, en definitiva, un dispositivo que orienta la movilidad: tal vez para realizar un movimiento en el espacio, pero no necesariamente. Los movimientos emocionales son los más tremendos e irreversibles. Y estas obras nos llevan ahí, a esos movimientos inmateriales que transforman nuestra percepción de la existencia. Al mismo tiempo son relatos: son las maneras de contar cómo nos movemos en este tiempo.
El lugar que ocupan los mapas en estas dos obras es desestabilizador. El mapa pierde toda geometría de la racionalidad y se vuelve un rizoma envolvente, que fagocita y alimenta las almas de los protagonistas a la vez.
Si aceptamos que no todo viaje es desplazamiento, que la circulación puede no ir hacia ningún lado, que la espera es parte de la movilidad y que el movimiento es vital tanto para conocer el mundo como a nosotros mismos, podemos leer estas obras como interrogantes espiralados propios de la Modernidad, siempre reformulado y movilizados por la pulsión de entender nuestro lugar en el mundo.
Ya no se trata de reflotar la discusión bizantina sobre si los mapas son el territorio, si lo representan o si lo crean. Mapa y espacio se funden y confunden. Tenemos el desafío de reflexionar sobre aquellos otros mapas que la ciencia cartográfica viene dejando de lado porque son ellos los que nos darán pistas para comprender cómo nos relacionamos emocional y corporalmente con el mundo que habitamos. Esperamos que este artículo aporte alguna contribución en este sentido. ♦
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Notas