Tema Central

Fronteras en el mar, conversaciones a través de la niebla: soberanías en disputa en el Atlántico Sur entre negociación, fuerza y derechos (notas sobre el desalojo de Puerto Egmont, junio de 1770)

Darío G. Barriera
Universidad Nacional de Rosario, Argentina

Claves. Revista de Historia

Universidad de la República, Uruguay

ISSN-e: 2393-6584

Periodicidad: Semestral

vol. 7, núm. 13, 2021

revistaclaves@fhuce.edu.uy

Recepción: 30 Septiembre 2021

Aprobación: 02 Diciembre 2021



DOI: https://doi.org/10.25032/crh.v7i13.4

Resumen: El 10 de junio de 1770, una expedición española al mando de Juan Ignacio de Madariaga expulsó a la guarnición británica que se había establecido en Puerto Egmont (isla Trinidad, al norte de la Gran Malvina). Los libros de historia donde se aborda el tema —desde los más clásicos hasta los más recientes— se han interesado más por sus consecuencias que por el hecho en sí mismo. En este artículo, donde balizaré los orígenes historiográficos del tema en la Argentina para conectarlo luego con algunas perspectivas más recientes, voy a enfocarme sobre los intercambios mantenidos por los comandantes españoles y británicos alrededor de Puerto Egmont entre noviembre de 1769 y el 10 de junio de 1770. Voy a someterlos a un análisis situacional para relevar cómo, a mil millas de distancia de sus respectivos centros —allí donde se enredaban los imperios— esas voces que encarnaban los intereses de sus soberanos al ras del suelo lidian polémicamente con nociones tales como las de soberanía, fuerza y derecho —casi siempre estudiadas bajo el paraguas de la teoría política y con base exclusiva en escritos doctrinarios—.

Palabras clave: Malvinas, Atlántico Sur, Soberanía, Derechos, Fuerza.

Abstract: On June 10th, 1770, a Spanish expedition under the command of Juan Ignacio de Madariaga expelled the British garrison that had established itself in Puerto Egmont (Trinidad Island, north of Gran Malvina). On this occasion, Spanish military superiority was so evident that the British commanders had no choice but to make a deal on the best terms to be allowed to return to their homeland. History books on the subject – from the most classic to the most recent – have been more interested in its consequences than in the event itself. In this article, where I will trace the historiographical origins of the subject in Argentina and then connect it with some more recent perspectives, I will focus on the exchanges between the Spanish and British commanders around Port Egmont between November 1769 and June 10, 1770. I will submit them to a situational analysis to reveal how, a thousand miles away from their respective centers – where empires are entangled – those voices that embodied the interests of their sovereigns at ground level polemically dealt with notions such as sovereignty, force and law – almost always studied under the focus of political theory and exclusively on the basis of doctrinal writings –.

Keywords: Malvinas, South Atlantic, Sovereignty, Rights, Force.

1. Introducción

Entre noviembre de 1769 y junio de 1770, los gobiernos de Malvinas y de Buenos Aires se propusieron expulsar la guarnición británica que, desde 1765, se había establecido en la isla Trinidad (Saunders Island para los ingleses, al norte de la isla Gran Malvina). El sitio, llamado Puerto Egmont por los ingleses, Port de la Croissade por los franceses y Puerto de la Cruzada por los españoles, era un lejano, pero —aunque austral—, caliente punto de conflicto entre coronas europeas desde 1765. El objetivo se cumplió[1] el 10 de junio de 1770. En esta ocasión, la superioridad militar de la expedición española al mando de Juan Ignacio de Madariaga fue tan evidente que los jefes a cargo del establecimiento británico no tuvieron otra alternativa que pactar en los mejores términos para que se les permitiera regresar a su tierra.

Este episodio es muy conocido y ha sido consignado por historiografías de todos los niveles e inclinaciones sobre todo por sus consecuencias inmediatas.[2] Origina lo que se conoce como la crisis de 1770 en el Atlántico Sur, que no alude tanto a la refriega entre las fuerzas navales españolas destacadas en Montevideo y los comandantes británicos que custodiaban Puerto Egmont en sí misma, sino al fuerte enfrentamiento diplomático posterior, que casi lleva a la guerra entre las coronas borbónicas[3] y el Reino Unido.

La solución adoptada para evitar un nuevo enfrentamiento armado —permitir nuevamente el establecimiento inglés en Puerto Egmont al amparo de una famosa «promesa secreta» por parte de los británicos de desalojarlo más tarde— fue un verdadero dolor de cabeza para todos los participantes en el entendimiento. En efecto, aunque propiciada por Carlos III a través de su embajador en Londres, el príncipe de Masserano, haber hecho concesiones por escrito a cambio de una promesa oral[4] costó duras críticas tanto al rey como a su representante (Torre Revello 1952, 11-12).[5] En el archipiélago británico, por el mismo motivo, George III recibió igual cantidad de críticas de no menor virulencia, ya que la oposición política que pidió revisar la documentación en el Parliament evaluó que su rey había resignado soberanía sobre esos mares del Sur (Johnson).[6]

Si bien ambos hechos ameritan la importancia que se les ha asignado y la atención que recibieron, en este artículo me gustaría enfocar aquello que, hasta el momento, si bien no ha sido completamente ignorado, ha sido asordinado por el ruido que hace la secuencia. Voy a analizar los intercambios mantenidos entre los protagonistas de la negociación en el terreno durante los meses y hasta los momentos previos a la expulsión de junio. Propongo que esas negociaciones pueden revisarse como registro micro de un problema macro, en calidad de voces que expresan soberanías en disputa desde un emplazamiento que permite visualizar, mejor que ningún otro, la delicada relación configuracional y situada entre posesión de títulos, declamación de soberanía y exhibición de fuerza militar, cuya puesta en primer plano considero el principal aporte de mi propuesta. La hipótesis de trabajo en la que me apoyo sugiere que estas fuentes permiten un acceso a usos protocolizados y polemizantes de nociones como las de soberanía y dominio —atravesadas por las de fuerza, armonía, derecho o autoridad— en situaciones concretas por parte de actores que están en el terreno, permitiendo de esta manera superar divergencias entre «historias desde arriba e historias desde abajo» de los conflictos interimperiales (Herzog 19).

2. La historiografía y la documentación utilizada (o viceversa)

Si las Malvinas dieron poco que hablar durante los tres años (1767-1769) en que fueron ocupadas simultáneamente por España e Inglaterra, confesemos que se desquitaron ampliamente durante los dos que siguieron (Groussac Las islas, 126)

Algo que me parece todo, menos banal, es establecer las coordenadas de instalación historiográfica de este tema —al menos en la Argentina y en España, dos de los estados nacionales actuales que pueden legítimamente reclamar lo ocurrido en estas islas como parte del propio pasado—[7] y los materiales con las que fue confeccionada. Y esto es así porque el modo en que ingresó el tema en la historia de la historiografía es coetáneo y consustancial al modo en que ingresó el mismo material como insumo de tratamiento diplomático de la cuestión.

La primera publicación de fuentes en la República Argentina que permite estudiar los episodios de 1770 tanto como la primera interpretación que puede denominarse histórica sobre esos mismos hechos, se debe al trabajo de Paul Groussac. En 1910, el nativo de Toulouse —por entonces director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires— publicó el sexto volumen de la revista Anales de la Biblioteca. Allí incluyó «Les Iles Malouines», un extenso estudio escrito en lengua francesa sobre la disputa soberana alrededor del archipiélago, seguido de un pequeño, pero valioso apéndice documental en español (Groussac «Les Iles» 401-579).

La significativa dedicatoria —«A la república Argentina ofrece esta evidencia de su derecho un hijo adoptivo»— no fue desoída. Bien que no en forma inmediata, la obra fue recuperada por algunas vertientes antiimperialistas argentinas de la década de 1930 y el Congreso de la Nación Argentina, a través de la Ley 11904,[8] mandó traducir al español el ensayo redactado en francés para publicarlo en dos formatos: uno como obra completa —ensayo interpretativo y con la documentación anexa—, y otro (denominado «un compendio») con una porción cronológicamente ordenada de la parte argumentativa para distribuir sin costo en instituciones educativas.[9] De la obra se esperaba —y, dadas sus reimpresiones hasta tiempos recientes, puede colegirse que se espera todavía[10]— que fuera tanto un instrumento pedagógico como una colección de pruebas históricas de la soberanía argentina sobre el archipiélago malvinense.[11] La intención la había manifestado el propio autor en primera persona.

La intención, favorable a un gobierno argentino que se encontraba negociando la soberanía de las islas con el británico (era 1910), no le impedía a Groussac considerar —como lo había hecho en 1767 Louis-Antoine de Bougainville— que Francia, primera nación efectivamente ocupante del territorio en 1764, había tenido derechos sobre este, que cedió voluntariamente a España en 1766.[12] La cuestión de la lengua de publicación no se debe empero a esa circunstancia: Groussac afirma que escribió la obra en su lengua materna no por el pasado francés de Malvinas, sino porque el francés era la lengua del derecho de gentes y de las relaciones internacionales, lo cual volvía útil el escrito para los negociadores nacionales.

Mi impresión es que la fuerte impronta que tuvo la publicación de la obra de Groussac en español (1936) no debe tanto al carácter internacionalista de su primera publicación en lengua francesa (1910) ni a la indudable calidad del ensayo —que resiste con una solidez envidiable el paso de las décadas—, sino a un efecto que solo es perceptible en retrospectiva: esa obra estableció el corpus fundacional para abordar el problema de la soberanía argentina sobre las islas Malvinas tanto como el primer canon académico para interpretarlo históricamente.[13] Ese pequeño conjunto de documentos publicados por primera vez en español desde una institución estatal estuvo disponible para ser utilizado por quienes se acercaron al tema desde entonces, haya sido su interés el de hacer historia o diplomacia, y les prestó idéntico servicio.[14] Confeccionado con documentación de la sección Manuscritos de la Biblioteca Nacional que el mismo Groussac dirigía, contiene —entre otros[15]— la intimación de Fernando de Rubalcava[16] al responsable de un establecimiento con bandera británica (20 de febrero de 1770), la respuesta del este, la orden de Arriaga a Bucareli para que suspenda las acciones armadas, otra que indicaba que se evitara cualquier avance inglés y, por último, la versión en español de los State Papers relativos al incidente de 1770-1771.[17] Ese es el primer corpus documental publicado y masivamente difundido en la Argentina durante el siglo XX.

La interpretación vertida por Paul Groussac en el ensayo que lo precede —y que se basa en otros documentos que no lo componen— dice más o menos lo siguiente: que cuando Mc Bride llegó a las Islas en 1765, los ingleses ya conocían la existencia del establecimiento francés en Port-Louis (1764) y que de todos modos levantaron un fortín, algunas habitaciones y «… una gran barraca [que] alojaba los hombres de tropa y tripulación que no habían permanecido a bordo del navío fondeado»[18] en Puerto Egmont, «un punto de la costa sureste de la islita Saunders, frente a la isla Keppel o de la Vigie» [ver mapa 2].[19] Aunque los ingleses trataban de pasar desapercibidos, el conde de Aranda denunciaba desde 1766 su avance sobre dominios españoles —y recomendaba su expulsión— y desde 1767, cuando se llevó a cabo el traspaso del establecimiento francés de Port Saint-Louis al gobierno español de Felipe Ruiz Puente —quien lo renombró Puerto de la Soledad—, el ministro Arriaga advirtió al gobernador de Buenos Aires (Bucareli) sobre la intrusión.[20] El director de la Biblioteca Nacional señala los fogoneos cortesanos del duque de Aranda y los mensajes de Julián de Arriaga al gobernador de Buenos Aires como los disparadores de una crisis que, en un tris, pasó de improbable a inevitable. Incluso sugiere que fue la molicie de los funcionarios coloniales lo que impidió que tomaran nota del volumen de papeles que anunciaban el establecimiento inglés.[21] Hacia finales de 1769 Bucareli mandó al jefe de la división naval de Montevideo (Juan Ignacio de Madariaga) registrar las costas del archipiélago con tres embarcaciones. Groussac cuenta que el comisionado fue Fernando Rubalcava, quien llegó a destino a finales de enero de 1770 y que el 19 de febrero «descubrió, al fin, el puerto de la Cruzada (Egmont) donde se hallaba anclada la fragata Tamar, mandada por Antonio Hunt». (p. 127) Luego, hace alusión a una entrevista cortés —sugiriendo la conversación— y al posterior intercambio escrito que él mismo incluye como los documentos 5 y 6 de su volumen, hasta el «Váyanse!» de Hunt.[22] Groussac afirma que desde Buenos Aires se preparó el paso siguiente sin esperar órdenes de la corte por temor a que fueran contradictorias. Así, en mayo zarpó de Montevideo una nueva escuadra con 1500 hombres al mando de Madariaga que llegó a las cercanías de Puerto Egmont el 3 de junio. Hunt había vuelto con la fragata Tamar a Inglaterra y el asentamiento era custodiado por la corbeta Favourite (comandada por Maltby) ya que la Swift (que lo era por Farmer), se había malogrado en el Estrecho de Magallanes antes de que llegara Madariaga. A los efectos de lo que nos interesa en este trabajo, solo resta decir que Groussac no se detiene en las negociaciones: relata brevemente la expulsión y sus consecuencias —esto es, el posterior reclamo inglés, las concesiones españolas firmadas por Masserano y los festejos en Francia por parte de «… la Dubarry y su pandilla, vergüenza y ruina de Francia, estuviesen o no a sueldo de Inglaterra» (Groussac Las islas 136)—, y solo indica que la capitulación firmada por Farmer y Maltby, a la que caracteriza como de moderadas condiciones, se compone de un texto español «que figura en los Archivos» y uno inglés «publicado en el Annual Register de 1771» (Groussac Las islas 129).[23]

En 1938 se publicó Nuestras Malvinas, de Juan Carlos Moreno, quien no utilizó los documentos publicados por Groussac, se salteó [¿?] la expedición de Rubalcava y resumió el episodio del 10 de junio de 1770 muy sintéticamente siguiendo la obra de Julius Goebel.[24] La versión ofrecida por el misionero salesiano Mario Luis Migone,[25] de la cual se podía esperar menos porque eran sus memorias, es más detallada. Sin indicar sus fuentes —aunque se advierte el texto de Goebel como insumo—, resume bien la expedición de Rubalcava, el encuentro entre Ruiz Puente y Hunt en el archipiélago, las amenazas de Hunt al gobernador español de Malvinas, la llegada de Rubalcava a Puerto Egmont en febrero de 1770, el regreso de Hunt a Plymouth (que le tomó de marzo a junio), la llegada desde Montevideo de la flota de Madariaga y sus diálogos con William Maltby —quien había sido dejado a cargo del establecimiento por Hunt— y con George Farmer —el capitán de la fragata Favourite— así como el intercambio de algunos disparos para resumir rápidamente el problema diplomático y los acuerdos que incluyeron la famosa «promesa secreta» por parte de Gran Bretaña para evacuar Puerto Egmont (Migone 54-59).

Moreno conocía bien a Migone[26] y ambos tenían una magnífica opinión del libro de Julius Goebel, que el salesiano leyó en inglés, de su edición norteamericana, estando en Malvinas y por recomendación del gobernador Arnold Hodson,[27] quien además de prestarle el libro se prestó luego a polemizar con él sobre este.[28] Las obras de Migone y Goebel —esta última editada por primera vez en español en 1950, como un gesto de patriótico homenaje por el centenario de la muerte del General San Martín—[29] fueron las dos publicaciones más significativas sobre el tema durante los gobiernos de Juan Domingo Perón, que prolongan el renovado interés por la materia expresado por los gobiernos argentinos desde la segunda mitad de la década de 1930, cuando se editó la traducción al español de la obra de Groussac (1936). Pero sin negar en absoluto la calidad memorial de la primera obra y la historiográfica de la segunda, lo más significativo del período fueron las dos ediciones de las cuales gozó el trabajo de Ricardo Caillet-Bois Una tierra argentina, publicado por primera vez en 1948 y más tarde, con adiciones y correcciones, de nuevo en 1952.[30]

Durante un período que casi coincide con este, se editaron en España las obras de Camilo Barcia Trelles (1943), Manuel Hidalgo Nieto (1947) y Octavio Gil Munilla (1948),[31] que pusieron énfasis en diferentes cuestiones, pero sobre todo aportaron una renovada masa de fuentes impresas disponibles tanto para uso historiográfico como diplomático. En ese rubro, no obstante, las prensas argentinas dieron sus mejores frutos entre diez y veinte años después: los dos tomos publicados por la Universidad de Buenos Aires a cargo del mismo Ricardo Caillet-Bois —impresos entre 1957 y 1961— y la obra de José Luis Muñoz Azpiri, publicada por editorial Oriente en 1966, constituyen dos proyectos extraordinariamente sólidos, honestos y logrados de forma magnífica que pusieron a disposición de historiadores, diplomáticos y público en general documentación que supera en volumen y diversidad al conciso corpus fundacional ofrecido por Groussac. Las dos obras son no obstante muy diferentes: mientras que el primero es una compilación erudita de documentos provenientes de diferentes archivos internacionales que se concentra solo en el período 1764-1767, la segunda constituye un esfuerzo de hacer una historia larga de Malvinas dirigida al gran público, desde el siglo XVI y hasta la actualidad del autor (1966) e incluye documentación de todo tipo que cubre todo el período así como recursos visuales para compartir en familia o como material didáctico en escuelas (diapositivas).

En todas estas obras,[32] sin embargo, aunque hay más referencias a la documentación originada por las negociaciones de Rubalcava y Madariaga con los agentes británicos establecidos en Puerto Egmont —y que iremos citando a medida que el desarrollo del tema lo exija—, no hay mayores variantes interpretativas respecto de los punteos del historiador francés en lo que concierne a los episodios del primer semestre de 1770. El corpus documental propuesto por Groussac fue ampliado recién a partir de los años 1950, pero su canon interpretativo tuvo una vigencia casi secular.

3. Ampliando el cuadro de Groussac

El interés de Su Majestad Británica [SMB] por asentarse en algún punto del Atlántico Sur había sido azuzado por la publicación del diario de Anson y la oportuna reacción del embajador español en la corte británica, Ricardo Wall, evitó una expedición de SMB al archipiélago, protestando que era jurisdicción española (Caillet Bois 1952, 46-47 y ss). Algunos dicen que más que evitarla Wall la retardó, toda vez que las expediciones de Byron y Mc Bride (1764 y 1765)[33] deben encuadrarse en el mismo impulso. La presencia británica en Egmont había sido detectada ya por el gobierno de Nerville —durante la colonización francesa— y el de Felipe Ruiz Puente, después de haber asumido como gobernador subordinado al de Buenos Aires y en nombre del Rey de España (Barriera 2019 «Malvinas»). Esas islas, que funcionaban como antesala del gran archipiélago malvinense (las Sebaldinas) eran «la llave del Océano Pacífico».[34] Para los británicos, ocuparlas era útil también para presionar a la monarquía española en otros frentes, como la negociación de la salida británica de Filipinas. En palabras del propio Lord Egmont, poner un pie ahí satisfacía el deseo de SMB «… de disponer de algo para el canje, en el caso de que los españoles persistieran en su actitud de negarse a reconocer los giros firmados por el arzobispo…» de Manila Manuel Antonio Rojo para el rescate de esa ciudad, que todavía no estaba resuelto (Goebel 262).[35]

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Mapa 1

Algunas de las principales ciudades del virreinato peruano en 1770

Ubicación de las Islas Malvinas y la región del Estrecho.

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Mapa 2

Ubicación de los sitios del archipiélago malvinense mencionados en el texto. [Generados por SIG, Lic. Pablo E. Suárez (UNR)]

En noviembre de 1769, el gobernador Ruiz Puente envió hacia Puerto Egmont dos misiones que fueron repelidas. Una el 14 y otra el 28. Al regreso de la última, al mando del pilotín Ángel Santos, Ruiz Puente envió al teniente de infantería Mario Plata con notas para comunicar amablemente que suponía que la presencia inglesa era accidental y que, ante este simple aviso, abandonarían aguas bajo el dominio del rey de España. Aunque esta excursión al mando de Plata consiguió en un momento avistar Puerto Egmont, fue rechazada dos veces (Caillet-Bois Una tierra, 121-122). A comienzos de 1770, órdenes de Arriaga en mano, Francisco de Paula Bucareli —gobernador de Buenos Aires— comisionó una pequeña flota desde Montevideo con el objeto de explorar el asentamiento británico en Puerto Egmont. Fernando de Rubalcava partió desde ese puerto a finales de enero de 1770 «… levando [sic?] a bordo a dos ingleses que manifestaban conocer la exacta ubicación de Puerto Egmont» (121). Siempre siguiendo a Caillet-Bois, Rubalcava entró en la Bahía de la Cruzada el 17 de febrero y el 20 dirigió un oficio a Hunt, donde manifestaba «… su sorpresa al comprobar la existencia de un establecimiento británico en territorio español, violatorio de los tratados en vigor». El mismo día, «Hunt redactó su respuesta, concretándose a decir que, por derecho de descubrimiento (?),[36] las islas eran inglesas; de paso, intimó a Rubalcava para que abandonase las islas y sus aguas, aunque sin fijarle plazo» (122). Rubalcava se mantuvo anclado frente al puerto por ocho días más, tomó notas y elaboró un plano. No volvió a Montevideo, sino que fue a Puerto de la Soledad, donde ofreció a Ruiz Puente una descripción del asentamiento y el inventario de armas de los intrusos. En marzo, dos embarcaciones españolas fueron a Buenos Aires para a llevar información y pedir refuerzos. De su lado, Anthony Hunt volvía a Plymouth, donde llegó en junio. El 26 de marzo de 1770 Bucareli —a quien Caillet-Bois insiste en rescatar del olvido e incluso de alguna que otra desconsideración—[37] despachó las órdenes a Madariaga, quien partió de Montevideo el 8 o el 11 de mayo[38] al mando del propio Madariaga, compuesta esta vez por cinco embarcaciones, 1500 hombres y un tren de artillería.[39] Llegó a la bahía de Puerto Egmont el 3 de junio por la tarde. El resto de la flotilla lo hizo tres días después.[40]

El 7 de junio, Madariaga intimó al capitán de la fragata Favourite[41] —William Maltby— y al comandante del torreón —George Farmer— para que abandonaran la instalación. Allí comenzó un intercambio (que incluyó comunicaciones orales y escritas) que terminó poco después. Tras dos días de tormenta de nieve y granizo, Madariaga acercó sus embarcaciones a tiro de pistola de la Favourite y el 10 de junio de 1770 abrió fuego contra ella. La capitulación fue solicitada por un oficial británico, concedida y redactada por Madariaga y sus hombres. 156 hombres rindieron sus armas y durante los días siguientes debieron organizarse no pocas comisiones tendientes a sostener el resultado, ganar tiempo en las comunicaciones con la corte propia, evitar la llegada de noticias a la británica, todo esto sorteando un enorme número de dificultades operativas impuestas por el invierno austral (Caillet-Bois Una tierra 123-128).

4. La soberanía a la luz de la legal history

En la introducción a un reader que se ha vuelto clásico para los interesados en la legal history, Lauren Benton y Richard Ross escribían un párrafo con el cual no podríamos estar más de acuerdo:

Empires were legally plural in their core regions as well as in their overseas or distant possessions. Many empires assembled political communities boasting divergent constitutional traditions; uneasily maintained overlapping or clashing royal, ecclesiastical, local, and seigneurial jurisdictions; and encompassed a variety of forms and sources of law. Such pluralism often grew more complex in colonies and far-flung peripheries as administrators and settlers dealt with indigenous, enslaved, and conquered peoples. The resulting legal orders encompassed multiple zones with unstable and varied relationships to one another and to imperial centers (Benton y Ross 1).

Ahora bien: ¿qué pasaba en esos espacios coloniales cuando las variadas formas de decir derecho —y de arrogarse derechos— no colisionaban entre sí al amparo de una única unidad política, sino que chocaban con las interpretaciones y las pretensiones de otra? Dicho de otra manera: ¿tiene el mismo rango una superposición entre la jurisdicción eclesiástica y la secular en la ciudad de Santa Fe en el siglo XVIII —todo al amparo de la monarquía hispánica— que una disputa jurisdiccional entre dos monarquías, compartan o no el mismo lenguaje jurídico o confesión religiosa?

Si la pregunta parece impropia para los objetivos del texto de referencia, sus autores dejaron de todos modos elementos para su respuesta: «In defending Dutch imperial interests, Hugo Grotius addressed central problems of legal pluralism and empire, in particular in evaluating the ways that jurisdiction could extend into the sea independently of claims to dominion» (Benton & Ross 2). No es el pluralismo legal hacia adentro lo que aparece en el centro de ese enunciado, sino un problema diferente: el de la competencia por el dominio en los mares y sobre las islas no pobladas,[42] lo que equivale a plantearse la cosa en términos que, paradójicamente, no podemos dejar de llamar territoriales.

Estos problemas, claro está, no aparecieron porque los formulara Grocio. Existían desde el fondo de los tiempos y, por eso mismo, los juristas —fueran estos escolásticos aislados o, como en el caso del holandés, talentosos jóvenes a sueldo— trataron de referirse a ellos para establecer algunos criterios. Para no cavar tan hondo, podríamos reseñar apenas que en la alta cultura jurídica de comienzos del siglo XVI, una mixtura entre Bartolo y Baldo —quienes habían estabilizado las interpretaciones vigentes al siglo XIV para el mundo del Mediterráneo— había ganado plaza de paradigma (Calafat 50).[43]

La cosa comenzó a cambiar, y mucho, con los supuestos en los que se basaban las bulas papales de 1493 y la expansión ultramarina en clave de expansión de la fe católica tutelada por los reyes de las monarquías española y portuguesa. Ateniéndose solo a las disputas que pudieran surgir entre estos soberanos, dice Herzog, «… los criterios para que un territorio pudiera ser clasificado de español o portugués variaban de acuerdo con el autor, el lugar y la época…», pero podían organizarse en dos tipos: uno que se basaba en las bulas (1493), tratados y convenciones que le sucedieron (desde 1494),[44] y otro que «… apelaba a doctrinas jurídicas que, originadas en el derecho romano y desarrolladas en la Edad Media y Moderna, determinaban que el derecho al territorio dependía de la posesión» (Herzog 39).

La historia del derecho de gentes, como escribió sin ironía Carl Schmitt, «… también es una historia de tomas de la tierra, a las que se añaden en determinadas épocas las tomas del mar» (Schmitt 28). El caso es que las islas plantean un problema diferente de las posesiones continentales y también del mar abierto, porque están en el mar, pero no son el mar. Como expresó no sin poesía Edmundo O’Gorman para el período abierto después del reconocimiento del continente americano: «… puesto que la separación oceánica ya no desempeña la función de límite del orbis terrarum, es obvia la capacidad de este de incluir, no solamente las tierras antes conocidas y las recién halladas; no solo todas las que pudiesen existir en el océano, sino al océano mismo, puesto que los límites impuestos por este a las porciones de tierra no sumergida han dejado de ser eso respecto al orbis terrarum en el nuevo sentido que se le ha concedido» (O’Gorman 140).

Esos terrenos que aparecen en medio de un espacio, el mar —porciones de la tierra no sumergidas, como escribe O’Gorman (143)— según la lectura medieval y moderna del derecho de gentes, eran inapropiables (Vázquez de Menchaca 1559). Esto podía acompasarse con los buenos vientos que soplaban para los derechos naturales de trasladarse, comunicarse y comerciar impulsados por Francisco de Vitoria en Relectio de Indis (1539), volviendo contra el derecho natural cualquier tipo de título, incluso las donaciones pontificias (Calafat 51). Además —según lo agrega Carl Schmitt— en el ámbito cristiano la idea de una guerra por iusta causa es desplazada a comienzos de la edad moderna por la aparición en primer plano de una cuestión que ya no es teológica: la del iustus hostis, esto es, el enemigo que no es un criminal, que no es punible, sino que libra batallas de fuerza contra un igual, contra un otro que está en su mismo rango y condición política y jurídica (Schmitt 2003, 110-111).

Pero si el mar es común a todos y no hay título válido sobre él para ejercer jurisdicción: ¿Cómo se pensaban y se ejercían, en su vastedad, las acciones normalmente importadas por la soberanía y el gobierno (derechos extractivos o de impedimento de la extracción; acciones de mando y obediencia, administración de justicia, distribución de premios y castigos)? ¿Cómo se relacionan en la época de la primera globalización, esto es, cuando la vastedad de los mares ha vuelto escaso en cantidad y dudoso en lo cualitativo todo cuanto se había pensado en torno al Atlántico norte y al mundo Mediterráneo? ¿Qué pasa en los archipiélagos compactos? ¿Eran una y cada una de las doscientas islas que componen el archipiélago malvinense las que debían ser ocupadas para exhibir dominio según los términos de la época? ¿Cómo se pensaban los enclaves, situaciones todavía persistentes como una rémora del colonialismo clásico?[45]

Algunas cuestiones relativas a los derechos sobre los mares y en ellos fueron abordadas a comienzos del siglo XVII desde una plataforma —el derecho romano— en el capítulo quinto del manifiesto Mare Liberum (1609). Bien que al inicio publicado como anónimo, el texto calcaba el capítulo 12 de De rebus Indicis, luego conocido como De jure praedae, obra que los accionistas de la Compañía holandesa de las Indias orientales habían encargado al joven Hugo Grocio (Calafat 19). Grocio tomó tres decisiones interpretativas sobre dicha plataforma para legitimar la libertad de navegación: 1) dio por buena una cierta indistinción de uso entre las categorías de res comumunis y res publica; 2) dio por cierto que el mar es imposible de subordinar como propiedad (ni por particulares, ni por pueblos) —aunque habilitó una distinción entre los litorales y el mar abierto para poder admitir la posibilidad de dominium sobre los primeros y la imposibilidad sobre el segundo—, y 3) se aferró a la idea de la posesión o apropiación efectiva como condición de propiedad o de dominium —lo que podía travestirse sin muchos artificios en soberanía— (Calafat 26-28). Ahora bien: son interpretaciones y principios que estableció, como lo dicen con total claridad Benton & Ross, in defending Dutch imperial interests.[46]

Pero casi todos los teóricos coincidían en algo: el mar abierto (mare vastum) no podía ser objeto de restricción alguna, ni quedar sujeto a ningún tipo de superioridad. Tenía que ser liberrimum. El problema eran las costas, los litorales, hasta dónde alcanzaba entonces lo que en voz señorial era el dominium, pero entre las compañías comerciales comenzaba a tallarse más sinceramente como monopolium. Y además de bañar costas, los mares alojan codiciados frutos y, en ocasiones, separan o unen dominios de diferentes naciones. Por lo tanto, quedaba pendiente de resolución todo un conjunto de gravosos asuntos tales como los de la pesca, de los derechos de paso y de las islas inhabitadas.

Otro punto que Calafat (31) trae a la palestra retomando los planteos de Ulpiano, es el que concierne a los acuerdos, los contratos: si bien dos partes pueden ponerse de acuerdo sobre cualquier cosa, y luego respetar ese acuerdo, no es seguro que el mismo goce del respeto de terceros… incluso si, como quería Freitas, los contratantes no eran privados, sino públicos, es decir, príncipes soberanos —algo con lo que Selden (1635) estaba de acuerdo, y la voluntad pública de un príncipe expresa nada menos que imperium, el cual depende de una autoridad que se sostiene militarmente. Selden utiliza las ciudades-estado griegas para demostrar la antigüedad de la idea de un dominium marítimo y Grocio, en De jure belli ac pacis (1625) acude a las historias antiguas para dar ejemplos de límites convencionales en el derecho de gentes (Calafat 33-34).

Por último, en el libro de Pagden (1997) se revisan muchas de estas cuestiones. De su análisis me gustaría retener dos aspectos: que la cuestión de las bulas mantuvo su incidencia en las argumentaciones hasta mediados del siglo XVIII (70) y que el ejercicio de gobierno por parte de la monarquía española durante más de dos siglos sobre territorios americanos había llevado a teóricos de otras naciones a excluir a América de lo que podía considerarse res nullius (111).

5. Consensos jurídicos y cuestiones prácticas

Este impasse jurídico tiene un sentido. Su relación con el contenido no es mecánica, pero sí instrumental: me interesa plantear cómo se discutieron consensos en ese plano porque, aunque su recepción (bien que alimentada por una idea estatalista de la lectura del derecho) parece un poco plana, su armado no es ajeno a las negociaciones políticas o incluso a lo que ocurre en el plano de las pruebas de fuerza.

Giovanni Tarello afirma que la idea de ordenamiento jurídico —clave para fundamentar la existencia de una crisis del derecho común en la Europa del siglo XVIII—, al igual que otros esfuerzos teóricos, «… obviamente se han elaborado en función de exigencias prácticas, y sus soluciones han tenido usos prácticos» (Tarello 158).[47] Entonces, podemos pensar con él que así como Santi Romano «… no se proponía operaciones consistentes en atribuir importancia a otros ordenamientos en el derecho estatal cuando en el ordenamiento estatal no se descubrieran indicios de tal importancia…», Grocio, Selden, Welwod y Freitas —y más tarde, en el siglo XVIII, Vattel o Pérez Valiente, pero también Grimaldi, Masserano, Lord Chatham, Ignacio de Madariaga o William Maltby— también operaban orientados en función de exigencias prácticas.

El jurista italiano advierte que los esquemas pluralistas «… responden a exigencias de atribuir carácter ordenamental unitario […] a fenomenologías de contradicción y de desgarramiento» (Tarello 168, énfasis mío). Y el momento en que surge dicha exigencia —incluso si es una época muy diferente de la que acá analizamos— tiene un punto en contacto muy fuerte con ella: la primera posguerra mundial es, en términos de relaciones internacionales, un momento de contradicciones y de cambio de las relaciones de fuerza entre las naciones, y también de desgarramientos. Algo que a todas luces caracteriza también a lo que ocurre en 1770, salvo que no existe una comunidad de naciones, sino que hay, sobre todo, agentes que eluden compromisos firmados (pactos, acuerdos, tratados) y eligen imponerse a otros en un terreno bien conocido: el del uso de la fuerza por las armas —o la amenaza de emplearla—.

Pero tampoco todo se reduce a eso: las formas de decir el derecho o de ejercer jurisdicción sobre los mares variaban. Y lo hacían, entre otras cosas, no tanto con base en las características del objeto (por ejemplo, isla; por ejemplo, animales —considerados objeto de caza o pesca por los coetáneos—, lo cual ciertamente habilitó reflexiones) o del sujeto (por caso, población de las islas), sino y sobre todo —esta es mi hipótesis interpretativa—[48] en función de la magnitud de las fuerzas y las posiciones relativas que se jugaban en ese y en otros terrenos, esto es, tanto en la superficie del mar como en las lejanas oficinas del almirantazgo o en alguna embajada. Esto vale también para el Atlántico Sur en 1770. Bien que, refiriéndose a los conflictos entre España y Portugal, Tamar Herzog lo pone todavía más claro:

La imposibilidad de llegar a un acuerdo permitió a los interlocutores elegir soluciones conformes a sus propios intereses. En lugar de obedecer a una progresión cronológica, que indicara que los argumentos iban evolucionando paulatinamente, las teorías se fueron adoptando y abandonando de acuerdo con el lugar, el período y las necesidades (Herzog 40).[49]

Al hilo de estas certezas siempre tambaleantes parece legítimo que nos preguntemos qué es, en esta materia, una época, es decir, un consenso, un paradigma. No es una pregunta para responder con un artículo. Pero considero útil tenerla en el horizonte para permanecer sensible a los modos en que se dirimían en cada terreno —fuera este la batalla de las diplomacias, el de la guerra de los libros o el más salomónico de las balas— la manera en que algunos criterios convenientes para algunos intentaban ser emplazados como elementos permanentemente válidos (¿de derecho?) para una comunidad que podemos llamar internacional en un sentido blando (es decir, no hermenéutico) por quienes eran más potentes en algún campo práctico, o en el campo de las pruebas de fuerza —dominio que va más allá de la fuerza de las armas e incluye, por ejemplo, todas aquellas capacidades que posibilita la supremacía de la simple superioridad física o la que otorga la disponibilidad de recursos económicos— (Barriera (a) 2019, 661).

6. Conversaciones australes: palabras a través de la niebla

En este apartado vamos a revisar qué cosas escribieron y dijeron en Malvinas en general y en Puerto Egmont en particular, entre noviembre de 1769 y junio de 1770, agentes de la monarquía española e inglesa. Mi propósito es sondear qué contenidos disponibles combinaban —y cómo lo hacían— para configurar la idea de dominio sobre el archipiélago que cada uno de ellos asignaba a su soberano.[50]

Como se adelantó más arriba, el 14 de noviembre de 1769 Ruiz Puente envió hacia Puerto Egmont una misión que tuvo que abortarse por presencia inglesa y el 28 sucedió lo propio con la goleta San Felipe —al mando de Ángel Santos—, que fue interceptada y repelida por la fragata Tamer, a cargo del capitán Anthony Hunt. Al regreso de Santos, Ruiz Puente intentó una negociación amable,[51] enviando a través del teniente de infantería Mario Plata dos notas donde expresaba «su asombro por la actitud asumida para con un piloto hispano en aguas hispanas» y otra más en la que manifestaba «… la sorpresa que había experimentado al conocer la existencia de una embarcación británica en aguas españolas, presencia que, deducía, debía ser puramente accidental y que, en consecuencia, suponía que, al primer aviso, las abandonaría, pues su presencia era violatoria de lo dispuesto en los tratados celebrados entre las dos coronas» (Caillet-Bois Una tierra 121).

Las instrucciones escritas el 30 de noviembre de 1769 por el gobernador español de Malvinas Felipe Ruiz Puente al teniente de infantería Mario Plata —para que negociara con los ingleses establecidos en Puerto Egmont— dicen lo siguiente: que el capitán Santos fue detenido durante todo un día a bordo de una fragata de guerra inglesa fondeada en el estrecho que divide a las dos islas mayores del archipiélago (el que en la actualidad se denomina San Carlos)

… sin querer satisfacerse del salvoconducto, y Ynstrucción que llevaba mía, y le exivió, impidiéndole continuar su comisión, y obligándole al fin a retirarse aquí para que me digese que estas Islas estaban posehidas por ellos, y que a ningun otro Soberano pertenecen más que al Suyo y que esto mismo no tardaría mucho tiempo en venir a decírmelo en persona con dicha Fragata, otra que tenía en el Puerto de su Establecimiento, y un Comboy, que esperaba en breve de Inglaterra, para que Yo saliese con toda mi colonia de estas Yslas.[52]

A la sazón, Ruiz Puente dice ignorar el nombre de la fragata de guerra inglesa tanto como el de su capitán,[53] y apuesta fuerte por la incredulidad que le despierta la situación

En este supuesto y no siendo fácil de creer, sino increíble, que ningún oficial de honor de S. M. Británica, con pretexto alguno, haia querido cometer exceso semejante en los Dominios del Rey mi Amo, y a la vista de su Vandera quando estan ambas Potencias en constante paz; profiriendo amenazas y embiando mensages tan irrgulares; y sobre todo embarazando el paso a una Embarcación de S. M. destinada por mi a operaciones de su Real servicio, en las Costas y Tierras de mi Govierno; mando al prevenido dn. Mario Plata, que aprovechando los instantes egecute lo siguiente.[54]

Ruiz Puente había confiado a Plata varias comisiones: entregar una carta al capitán de la referida fragata; una «esquela amistosa con que se acompaña un pequeño regalo» al comandante del establecimiento (si fuera otra persona);[55] hacer una averiguación oral sobre el incidente con el pilotín Santos y, por último, requerirle sobre «el motibo que tiene, o le obliga a navegar en estas Mares, y principalmente para hallarse en dicho Estrecho; reconviniéndole, si no sabe que absolutamente no puede hacerlo sin expresa licencia de S. M. Católica, que le deberá exibir; y le amonestará que inmediatamente se retire de estos Dominios y Mares, y se abstenga en lo sucesivo de volver a ellos, sin dicho Superior Permiso, pena de que sea responsable de todas las consecuencias que se originen».[56]

El gobernador español situaba a sus interlocutores en un lugar para ellos ajeno, en el cual no podían estar sin motivo y menos aún sin permiso del rey español. Y para iniciar esta conversación —bien que a través de un comisionado—, elige un camino: les habla de papeles. Reclama la obstrucción a Santos que portaba un salvoconducto suyo, pero también les pide exhibir una licencia, que sabe que no tienen. Al capitán de la fragata le escribe sobre lo difícil que le resulta persuadirse de que un oficial de una «nación tan política […] faltase tan plenamente à la atención y respeto devido a la Vandera del Rey mi Amo, y principalmente en sus dominios» mandando una embarcación de guerra.[57] Trata de llevar la conversación a un terreno donde se siente fuerte. Para Ruiz Puente las reglas son claras y el dominio de su rey sobre esos mares no está en discusión. Pero no pierde los modales: aparte la amabilidad de las notas donde se dice sorprendido, envía esquela amistosa y regalo.

Si la protesta presentada por el capitán Mario Plata[58] no surte todo el efecto esperado por el gobernador de Malvinas, al menos nos deja saber cómo fueron las negociaciones: en primer lugar, el 10 de diciembre de 1769 hubo un intercambio oral que pasó por la mediación de un intérprete políglota, Joseph Bunce. Este hablaba con Plata en francés y con Hunt en inglés. Una vez enviadas las cartas al capitán de la fragata Tamer, Anthony Hunt le respondió primero oralmente a través de Bunce, quien explicó a Plata «en francés», que le daba seis meses de plazo «… para que salga del Puerto de la Soledad y sus Jurisdicciones, que dice pertenecientes àl Rey de la Gran Bretaña». Plata insiste ampliando con el repertorio léxico que había habilitado Ruiz Puente: era Hunt quien debía salir «… de estos Dominios de mi Rey mi Amo, porque el mantenerse en ellos es contra la Fe de los Tratados y la buena Armonía que hay entre las dos Coronas…», lo que protestó una, dos y tres veces «en la mejor forma».[59]

Plata añade que Hunt le impidió ir «a su Colonia» (Puerto Egmont) y que considerará «un insulto» que él se presente en Puerto de la Soledad incluso amistosamente. Todo esto dice Plata al intérprete Bunce, pero también lo escribe y lo firma a bordo de la Tamer anclada en la Bahía del Diamante, es decir, en terreno enemigo.[60] El 16 por la noche, y bajo amenaza de fuego si se movía de esa ubicación, Plata salió de nuevo hacia Puerto Egmont y a las cuatro de la tarde del día siguiente descubrió «la colonia ynglesa». Cuando fue advertido por la guarnición, tres botes lo abordaron: ellos mismos echaron las anclas y el comisario John Fowshend se llevó a tierra la segunda carta de Puente para Hunt, fechada ésta el 12 de diciembre.[61] Uno de los botes se quedó custodiándolo y, media hora más tarde, regresó uno de los dos que había partido con su carta. A bordo estaba el capitán de la Favourite, William Maltby, con la orden de hacerlo retroceder con un tiro de cañón. Un segundo bote se acercó más tarde con el solo propósito de responder la esquela amistosa: traía un recado para invitarlo a cenar a la fragata del comandante. El pilotín Santos también era convidado. Esa cena —nadie dice si por cuestiones meteorológicas o etílicas— se estiró hasta el amanecer, cuando Plata volvió a la San Felipe.

A la carta de Puente fechada el 12 de diciembre, Hunt —lamentándose por no llevar a bordo a nadie que pueda escribir español— responde reiterando que le da seis meses para abandonar la isla.[62] Los intercambios orales, no obstante, continúan. O al menos Plata registra cosas que dice haber dicho. En este caso, su respuesta (dice) fue «que la Vandera del Rey de España mi Amo sabía hacerse respetar y era mucho asunto para que la hiciesen servir de juguete».

Después de estas conversaciones y de la protesta escrita, Plata volvió a Puerto de la Soledad, desde donde envió un detallado informe de las negociaciones al ministro Arriaga. Incluyó la observación que pudo hacer de Puerto Egmont y el relato de su experiencia.[63]

El 17 de febrero llegó a la bahía de Puerto Egmont la expedición que Bucareli y Madariaga habían enviado desde Montevideo, al mando de Fernando de Rubalcava. El breve intercambio mantenido el día 20 del mismo mes entre Fernando de Rubalcava y el capitán Hunt, a cargo de la guarnición de Puerto Egmont, dice lo siguiente:

Habiendo entrado por casualidad en este puerto, he quedado admirado de encontrar en él una especie de establecimiento bajo la bandera inglesa puesta en tierra, y auxiliada de las embarcaciones de S. M. B., ocupando Vm. en una y en otra parte el empleo de Comandante en xefe.

Siendo estos dominios de S. M. C., este proceder es contra el espíritu de los tratados de paz, que privan introducirse en dominio ajeno, contra todo derecho, por lo que es de notar que los vasallos de S. M. B. se atrevan á quebrantar el sagrado de una paz, últimamente establecida […] en cuia inteligencia á Vm. protesto, de palabra y por escrito, se separe de la usurpación de este puerto y sus costas, dejando al Rey mi amo libres sus dominios, conteniéndome a proceder de otro modo, hasta dar parte á S. M. y recibir sus Reales órdenes (Rubalcava).[64]

En respuesta á su carta de Vm. de hoy, hago saber á Vm. que estas islas pertenecen a S. M. B. por derecho de descubierta, y con especial complacencia suya estoy aquí, con instrucciones para protexerlas con todo mi poder, y para manifestarlo contra los vasallos de otras potencias, haciendo un establecimiento en cualquiera de dichas islas: Por lo que en su nombre aviso y exhorto a Vm. y à todo lo que esté debajo de su mando, que las evaqúe (Hunt).[65]

Rubalcava escoge como estrategia de presentación la «casualidad» (que nosotros sabemos no existió) y, bajo el argumento de que se trata de los dominios del rey de España, alude a los tratados de paz, señalando que «introducirse en dominio ajeno, contra todo derecho» es quebrantarlos. La protesta del agente español conlleva una tímida amenaza del uso de la fuerza, muy disimulada, bajo el esfuerzo expresado en el «conteniéndome a proceder de otro modo». De su lado, el capitán Hunt, habla directamente de pertenencia de «estas islas» a SMB «por derecho de descubierta» —uno de los que se alegaban en forma habitual en las disputas—, pero que ni Vitoria —quien desde el siglo XVI niega el descubrimiento y la ocupación como títulos jurídicos ya que para él, por ejemplo, el suelo americano no era libre ni falto de dueño (Schmitt 99)— ni Vattel (quien en su compendio del XVIII asegura que al descubrimiento debía seguirse la ocupación y posesión continuada) consideraban suficientes per se y, respecto del uso de la fuerza, era menos sutil: el poder que menta y su manifestación son, efectivamente, una sinécdoque para mencionarla.

Poco después, en junio, se produjo el último intento de evicción de los ingleses de Puerto Egmont de 1770. Las primeras palabras que Ignacio de Madariaga envía por escrito desde la fragata Industria al capitán de la fragata Favourite William Maltby en la Bahía de la Cruzada fueron las siguientes:

«Muy Señor mío: hallandome con fuerzas impoderablemente superiores a esta Fragata y atendiendo a la buena armonia, que reyna entre nuestros soberanos y urbanidad con que se debe tratar a los que no se hallan en estado de defensa como lo está VM le intimo por una, dos y mas vezes dexe libre este Puertto pues de lo contrario me veré precisado â obligarle con el cañon, en cuya accion es regular que VM quede imposibilitado de salir de aquí, y yo contribuire a ello pues será VM tratado de diferente modo yendose que echadole por fuerza aunque en la Urbanidad seré siempre lo mismo».[66]

Madariaga empieza por algo que, podemos asumir, le importa dejar en claro desde el inicio: le dice a Maltby que, si van a jugar en el terreno de las pruebas de fuerza, él goza de una potencia imponderablemente mayor. Esto de saberse en plena superioridad es algo que no les había sucedido a sus predecesores —Ángel Santos, Mario Plata y Fernando Ruvalcaba—. Pero, incluso si tiene clara esta supremacía, también le subraya «la buena armonía» reinante entre sus respectivos soberanos y en honor a la urbanidad —algo que en el descampado no deja de ser curioso y que debemos traducir como civilidad—[67] asume esa superioridad por parte del más fuerte en forma pacífica y le advierte acerca de la diferencia entre irse motu proprio que expulsado por la fuerza. La intimación por trámite abreviado —enuncia en el mismo texto las tres veces que tendrá que reclamar de todos modos— es un último gesto de urbanidad que no está exento de impaciencia, pero que tampoco es protocolarmente infrecuente en los campos de batalla.

Similar es la nota que dirigió en el mismo momento al comandante del asentamiento en tierra, George Farmer, a quien insta a desalojar ese «principiado establecimiento». La diferencia estriba en que a Farmer le pasa una descripción de las fuerzas que cuenta para rendir la Plaza: «1400 hombres de desembarco, y los 526 de tropa escogida».[68]

Si bien hubo una respuesta oral –su registro es una nota marginal en la copia de las cartas remitidas al ministro Arriaga– en la cual los ingleses respondían a través de un oficial que «… se hallavan con fuerzas para defenderse de qualquier [v] insulto, y que así lo harian hasta perder la vida…»,[69] los increpados del día 7 respondieron también por escrito la mañana del 8 de junio: las notas consignan en primer lugar que Madariaga ha recibido «los refrescos de agua» (un gesto de caballerosidad marina, también urbanidad) y en segundo que era él quien debía irse con sus naves, puesto que «… las Islas llamadas Falkandnas [han] sido primeramente descubierttas por los subditos de la Corona de Inglaterra embiado a este fin por el gobierno de la nacion, cuyo soberano me ha confiado su proteccion con ordenes expressas de no permitir en ellas establecimiento o residencia a vasallos de otra Potencia sin expreso motivo del rey mismo» (Farmer) «… se vaya de este Puerto [11] e Islas llamadas Falckandnas pr haver sido primeramente descubiertas de Vasallos de la Corona de Inglaterra embiados a este fin por el Govierno Anglicano, y haviandolas puesto SMB bajo mi proteccion para defenderlas intimo a VM salga luego de este Puertto pues mis ordenes son de no permitir el establecer en ellas subditos de otras coronas que la de Inglaterra por ningun titulo ni pretexto, sino con permisso de mi soberano» (Maltby).[70] El discurso es calcado y apela a un primer descubrimiento por vasallos de SMB —esto es, trae al llano a Vattel—[71] tanto como a la obligación de defensa que cada uno de ellos dice tener respecto de las islas.

Pero como muy bien alegó Tamar Herzog en un libro que, justamente, trata de superar las contradicciones entre una historia de las fronteras vista desde arriba y otra vista desde abajo, si disponer de una interpretación unánime de los tratados era difícil, también lo era aplicar esas doctrinas romanistas de la primera posesión, ya que la «… identificación tanto del poseedor como del territorio poseído dependía de una información de la que los contemporáneos normalmente carecían. Dado que la ocupación tenía que ser continua, lo que estaba en juego no era solo saber quién había llegado primero al territorio, sino qué había pasado desde entonces» (Herzog 41).[72]

Madariaga, «… evitando duplicidad perjudicial â la brevedad» eligió responder en una sola carta, dado que los contenidos de las recibidas se reducían a intimarlo que se fuera de Puerto Egmont «… exponiendome razones que no me convencen para justificar la legitimidad de su nuevo establecimiento portuario». Aunque el comandante de la expedición tenía por objetivo expulsar militarmente a los invasores del archipiélago, se puso en un rol que nos permite observar un espectáculo: acunado por el movimiento de su barco y seguramente aterido por el frío, el oficial de la armada se permite jugar por un instante con el imaginario del diplomático:

Si yo fuera embaxador de España en Londres demostrara de palabra y por escrito los justos legitimos titulos con que possee mi soberano estas Islas, y tierras Magallanicas; pero ahora no es tiempo de palabras, sino de obras ni es de mi incumbencia promover questiones, sino executar operaciones dejando a nuestras corttes las disensiones en derecho: portanto repito a VMS quanto les intimo en la adjunta. Luego para servirles rogando a Dios les guarde muchos años.[73]

Res non verba. Una división del trabajo y de recursos tan clara y contundente que todos tendrían que darla por buena: para el embajador, la palabra; al oficial de armada, la fuerza. En otra más, del mismo día 8 de junio, les dice que ni ellos ni nadie «… debe de hacer establecimiento y mucho menos fortificarse en estas Islas, Puerttos y Costas Magallanicas sin permisso del Rey Catholico mi respetable soberano…» y les pide prueba cierta de que desalojarán todo «breve y buenamente». La promesa es la de tratar a las tropas «… de VMS con toda aquella consideracion y atencion que corresponde a la buena armonía, que subsiste entre nuestros soberanos, y permitiré lleven VSM quanto tengan en tierra, y les pertenezca legitimamente, y de aquello que no quisieran llevar les daré un recibo porque sobre este asumpto determinen, o convengan las respectivas corttes intereszzadas». La amenaza ante el incumplimiento sigue en pie: «me baldré de las fuerzas de mi mando para hacerles desaloxar con el fuego de mis cañones y fucil y VMS serán la causa de su propria ruina y de las funestas resultas de un ataque ardiente, que executaré por mar y tierra para conseguir con la fuerza el cumplimiento de mis ordenes». El rey de España es citado como el «legitimo Dueño» de esas islas.[74]

El cierre de esta última amenaza es en cierta forma hilarante:

… si a los 15 minutos de entregada esta cartta por mi offizial de ordenes en sus manos, y que no me quieran dar una respuesta categorica y favorable a mi intento principiaré las operaciones dirigidas a conseguirle considerando que la falta de la respuesta en el preferido tiempo es una cita negativa a no querer VMS dessaloxar buenamente y una expressa obstinacion de pensar sostener sus ideas, y en este caso experimentarán VMS la brillantez y espiritu con que saben obrar las tropas, y marinería de mi mando, no obstante las inclemencias de la estacion VMS premeditarán las fatales resultas que se seguirán a essos ignocentes vasallos de SMB si en lugar del benigno partido que les ofrezco me obligan a tomar le mas rigido como indispensable en el caso presente…[75]

Al día siguiente —y no a los 15 minutos— Farmer responde a Madariaga con mucha flema: dice estar seguro de que Madariaga no irá a más —«no siempre las amenazas son hostilidades, ni puedo creer que así sea en tiempo de una profunda Paz para ponerlas en execuzion especialmente concediendome VM que al presente subsiste la mayor armonia entre las dos Coronas»— apelando a la posibilidad de que fuera un amague, pero también a la paz entre las dos Coronas, algo en lo que están de acuerdo.

Por otra parte le recuerda algo que circulaba mucho en la corte, pero no tanto en el Atlántico Sur ni en el Río de la Plata: «… no pongo la menor duda de que está VM ciertamente convencido que el Rey de la gran Bretaña mi Real Amo tiene fuerzas suficientes para [14] pedir satisfacion en qualquiera partte del globo de qualquier poder que sea, que se atreva a insultar la vandera inglesa».[76] El planteo de Farmer, envalentonado, se vuelve más provocador sobre el final: «Portanto si fuere el tiempo limitado aun mas cortto que los 15 minutos que me ha concedido no haría alteracion en mi determinada resolución para defender el cargo, que me está cometido hasta el último de mi poder».[77] Maltby, de su lado, va por un camino similar al de su jefe: alega las mismas cosas y con las mismas palabras.[78]

Las respuestas de los comandantes ingleses tienden a que el español dude de ejecutar su acción, recordándole (sobre todo Farmer) que la superioridad de la armada británica puede hacerse presente en cualquier parte delglobo frente a quien se atreva a insultar «la bandera inglesa». Sobre este punto, defender al soberano o la bandera británica parece ser la misma tarea para los comandantes: la una remite al otro, no hay confusión posible. Además, izar una bandera contaba como el primero de esos «actos externos y visibles» de los que hablaba Pufendorf (1710) a través de los cuales el actor se manifestaba ante unos espectadores cuyo silencio podía traducirse en aceptación de la exclusión que supone la apropiación (Herzog 60).

Al día siguiente, a través del coronel de las tropas españolas Antonio Gutiérrez, George Farmer y William Maltby, «comandantes de las fuerzas de mar y tierra por SMB en el Puertto Egmont de las Islas Falckands» aceptaron entregar el torreón, la batería del muelle y el establecimiento «por reconocer la superioridad de mar y tierra con que nos bemos atacados». Propusieron al jefe de la escuadra española, don Ignacio Madariaga una capitulación que Madariaga se encargó de comentar y corregir antes de firmarla ese día.

En el intercambio suscitado por la confección del texto final de la capitulación se destacan algunos comentarios de Madariaga relativos a cómo se configuraba la soberanía a través de actos: mientras que los ingleses piden mantener enarbolada su bandera hasta embarcar (art. 2), Madariaga responde : «… y no hallo inconveniente en que tengan arbolada su vandera en su Fragata y quartel, pero sin que puedan exercer acto alguno jurisdicial, sino en sus gentes: pues solo por pura providencia interina deven permanecer en tierra hasta su salida».[79] Esto, que parece una obviedad, porque están capitulando, no lo es tanto para Madariaga. Entiende perfectamente los riesgos de dejar una bandera enarbolada: en alto, identificada con un soberano, habilita ejercicio jurisdiccional. Madariaga incluso lo reconoce y lo permite, pero acota su alcance en cuerpos y tiempo: solo sobre sus gentes (es decir, sobre los súbditos de ese soberano), y provisoriamente (hasta que se vayan).

Cuando los oficiales ingleses piden llevar sus cosas a la fragata Favorita e ir con ella «adonde mas nos cobenga» (art. 3), el comandante español los corrige: precisamente embarcar todo es lo que deben hacer, pero. además, le marca la dirección y el tiempo

fuera de los dominios americanos del Rey catholico mi amo despues que se hagan las entregas debidamente pues perteneciendo estas Islas Magallanicas al Govierno del Cavallero Dn Phelipe Ruiz Puente residente en la [v] de el Este se le dará aviso inmediatamente, porque venga en persona, o embie theniente sin dilacion para hacerse cargo y entrega delas casas, muebles e immobiles que dexan y dessaloxan los Ingleses, porque como aprte [sic?] de su gobierno es, y será a mi Soberano responsable aquel Governador de la buena administracion de lo que se le entrega a el o al Theniente o al comissionado suyo, y entretando, que estas entregas se executen en la formalidad devida y vajo de Invettntario individual no deverá la Favorita levarse a menos que por raro accidente se dilate demasiado la venida de dho Ruiz Puente o su theniente, en cuyo caso excediendo de 40 dias podrá la Favorita levarse e irse a Donde mas le combenga, aparezca con todo lo transportable en su [17] buque, pero nunca deverá salir hasta 20 días despues de la Fragata de mi mando, y para seguridad de la observancia de lo capitulado se ha de desarmar dicha Fragata Favorita y ha de poner su timón en tierra.[80]

Todos esos dichos apuntan a perfeccionar a través de gestos y actos de autoridad la jurisdicción española, lo cual también tenía sus costos materiales ya que, como era de uso, se les iba a entregar un recibo para pedir resarcimientos por todo aquello que no pudieran cargar en la fragata (art. 4).

Por último, los ingleses pidieron salir con todos los honores (art. 5)[81] a lo que Madariaga impuso condiciones diciéndoles que se irán «… en la hora y methodo [convenido] con el comandante de la esquadra pues no podrá salir de ella, ni tomar las armas los ingleses sin preceder este Aviso al comandante español afin de que pueda te [18] ner observancia lo mismo que piden de no ser incomodados, ni injuriados, pero si hiciesen lo contrario se reputará por atentado, y serán responsables de las resultas».[82] El último punto «que les tome la rendición un official con poca tropa» (art. 6) también fue denegado por el comandante español, quien dice que, justamente, para garantizar el orden entrará «… con todas sus tropas el Coronel Dn. Antonio Guttierez».[83] Ni el tiro del final.

7. Consideraciones finales

Los discursos y los actos durante la disputa por Puerto Egmont —que no terminó en el episodio que analizamos, sino que se completó recién en 1774, cuando fue desalojado por los británicos y luego destruido por la armada española— expresaba significados muy generales sobre la soberanía, pero también algunos más particulares: así lo hizo saber uno de los agentes que gobernó desde el terreno, el contador del gobierno de las Islas, Miguel Bernazani, quien consideraba al Puerto de la Cruzada (Egmont para los ingleses) «… más ventajoso que el de la Soledad de la otra Malvina por tener la entrada y salida para mayor número de vientos…».[84] Otros tipos de acciones, si se quiere menos físicas y más simbólicas, ya habían sido advertidas en numerosas oportunidades por los ministros que gobernaban la monarquía y habían disparado acciones en consecuencia. En medio del conflicto, en mayo de 1770, Grimaldi recibió del embajador en Londres, Príncipe de Masserano, un mapita publicado allí por los ingleses, y le encargó a Arriaga que hiciera unas copias, sugiriéndole que «… sería bueno poner alguna nota que declarase no deber causar perjuicio à la pertenencia de aquellas Islas a SM el que los Ingleses en su Mapa les hayan puesto sus nombres voluntariamente».[85] La aclaración, como se ve, era parte de una forma de proceder que configuraba la soberanía por muchos medios.

El episodio no derivó en una guerra, como se ha dicho, sino que:

«…merced a gestiones diplomáticas que culminaron en la declaración de 22 de enero de 1771 en la cual España refirmaba sus derechos. Temporalmente retornaron los ingleses a Puerto Egmont, bajo la promesa verbal de los ministros de la corte de Londres, de que lo abandonarían a corto plazo. De acuerdo con lo convenido los ingleses retornaron al lugar y lo ocuparon el 16 de septiembre de 1771, evacuándolo de acuerdo con lo prometido el 22 de mayo de 1774» (Torre Revello 1967, 12-13).

En otra línea luminosa sobre la cuestión de las soberanías y sus fuentes, Tamar Herzog escribió: «En pocas palabras, las bulas, los tratados y la doctrina no incluían respuestas, sino solo preguntas, y su materialización requería de interpretación legal, determinación científica y recopilación de datos» (Herzog 41). Pero según sugerencias que aparecen en el mismo libro, y sobre todo, según lo que surge de los diálogos a través de la niebla que analizamos —o, dicho de otro modo, lo que surge de la tensión entre los contratos y las situaciones prácticas de fuerza, tales como las que se atravesaban en el mar o en las cortes— el uso o la amenaza del uso de la fuerza, en el corto plazo, tornaba las situaciones menos doctrinarias, pero también menos inciertas.

Finalmente, hay algo del cruce de razones entre la corte y el terreno que me parece clave para trazar el bies por donde tienen que decantar estas conclusiones: la superioridad en un solo campo —el de los títulos, el recurso a las doctrinas jurídicas o el del uso la fuerza— no bastaba. Además, la situación debía ser considerada en un mapa que tuviera en cuenta todo el tablero, por lo cual los agentes negociadores tenían que estar en algún centro donde convergiera cierta concentración de información.

El caso analizado es elocuente: cuando la armada española, con Madariaga, se encontró militarmente muy superior a las fuerzas británicas en Puerto Egmont, consiguió de inmediato la rendición local de sus comandantes. Pero el embajador español en Londres accedió a una negociación que no se correspondía con esa situación, porque ante la sola posibilidad de no poder evitar una guerra que tuviera por escenario los mares europeos, los negociadores debían tener presente que se exponían a una situación de inferioridad militar y de gastos insostenibles. La experiencia reciente impedía al negociador cortesano no pudo refrendar en el papel la victoria militar obtenida en la Bahía de la Cruzada porque el escenario de la disputa no se reducía a las acciones de Puerto Egmont. La memoria de los furtivos desembarcos ingleses en la Patagonia a ambos lados de los Andes (desde el siglo XVI), la del incendio de Payta (1741), de la Guerra del Asiento (1739-1748), los rumores de la ocupación de la isla Juan Fernández en el Pacífico (1746),[86] pero sobre todo las muy recientes tomas de Manila y la Habana (ambas en agosto de 1762, superadas, pero muy onerosamente) y el ataque anglo-luso a Colonia de Sacramento en 1763 estaban muy presentes de las decisiones que tomaban los gobernadores australes como Bucareli o Ruiz Puente, de las conversaciones entre los cortesanos y en los informes desde las Audiencias.[87] Como los intercambios nos dejaron ver, también eran tenidas en cuenta por los ateridos comandantes que, enfrentando no solo rivales armados, sino también librando batallas contra las condiciones ambientales, tejían los engarces más finos de unas soberanías tan enredadas como polemizadas. Lo que parecen pequeñas disputas localizadas formaba parte de estrategias y tácticas que, en el archipiélago de gobierno que era la Monarquía hispánica, se ejecutaban de manera espacialmente discontinua, pero que exigían aspirar a una coordinación que debía expresarse a escala global.

8. Epílogo

Cuando el salesiano Migone narra su encuentro con el gobernador malvinense Hodson en los años 1930 para comentarle su lectura del libro de Julius Goebel decide hacerlo mediante la transcripción de este diálogo:

—Usted me entregó este libro de Goebel, que acabo de leer con sumo interés, aunque dudo mucho que por su parte haya hecho lo mismo.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Por la sencilla razón que, de haberlo usted leído, hubiera tenido forzosamente que dar por muertos y enterrados los pretendidos derechos de los ingleses a la posesión de estas Islas.

—Ahí es —me contestó— donde está usted equivocado, ya que, por lo visto, no toma en cuenta que la posesión constituye las nueve décimas partes del derecho (Migone 27).[88]

El religioso asegura que no tanto el contenido, sino la forma en que Hodson le espetó esa respuesta —«perentoria, rápida, segura, cortando por lo sano…»— fue la razón por la cual se lanzó a estudiar la cuestión, proceso del que salió «…profundamente convencido de que el mentado derecho inglés, no tenía más apoyo que la fuerza» (27). Migone experimentó en carne propia la violencia que supone el hecho de que ciertos criterios convenientes para algunos traten de ser impuestos como válidos universal y permanentemente. ♦

9. Obras citadas

9. Obras citadas

9.1. Fuentes

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Notas

[1] Aunque no en forma definitiva, puesto que los ingleses volvieron a establecerse en la isla de la Trinidad en 1771 y la desalojaron nuevamente en 1774.
[2] La fecha, por su parte, habilita a alguna que otra confusión, ya que coincide en día y mes con otra. Desde 1973, el Congreso Nacional Argentino estableció con carácter de ley que el 10 de junio se celebra el Día de la afirmación de los derechos argentinos sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur, y los espacios marítimos circundantes; pero esto no se debe al triunfo militar de Madariaga sobre los ingleses, sino al establecimiento de la Comandancia Política y Militar de las Islas Malvinas y las adyacentes al Cabo de Hornos en el Mar Atlántico por parte del gobierno de Buenos Aires, provisoriamente a cargo de Martín Rodríguez, ese mismo día del año 1829.
[3] Este conflicto hace converger las tensiones partisanas en el interior de la corte francesa que terminan por disparar la salida de Choiseul —quien fogoneaba la actitud belicista de Carlos III en contra de las intenciones de Luis XV—. quien intentaba evitar la guerra por todos los medios. ««Les dépêches de Mercy et la correspondance de Choiseul avec le marquis de Grimaldi et le marquis d'Ossun établissent, à n'en pas douter, que Choiseul fut disgracié parce qu'il fut accusé d'être l'instigateur de la guerre et de la résistance des parlements. Le premier grief était assez bien fondé. C'était Choiseul qui le premier au mois d'août, avait poussé l'Espagne à la guerre; plus tard il avait consciencieusement cherché à maintenir la paix suivant les intentions de Louis XV» (Flammermont, 189). En una carta escrita el 21 de diciembre y enviada el 30, cuando Choiseul ya había sido separado de su ministerio, Louis XV pedía a su sobrino «… faire quelques sacrifices sans blesser son honneur…», Flammermont (190), citando Archives Affaires Étrangères, Correspondance d'Espagne, Vol. 561, f. 453. Las aguas también estaban divididas del lado inglés donde, debe recordarse, la posibilidad de una nueva guerra era alentada desde la oposición mientras que el oficialismo –coordinado por el joven Conde de Guilford, de extracción Tory— se inclinaba por mantener una situación de entendimiento con España y Francia (Attala, introducción a Johnson).
[4] Que se da por buena además con base en este párrafo de las memorias de Lord North —que en 1771 formaba parte del gabinete inglés—: «efectivamente se había convenido secretamente la cesión absoluta de aquellas islas a España. El lord Weymouth [secretario de Estado de SMB], no queriendo ser el agente de esta transacción indecorosa a la dignidad de Inglaterra, tuvo por mejor dimitir su ministerio. En execución [sic] de este convenio secreto la Corte de Londres dirigió órdenes en 1774 para evacuar Egmont y sus dependencias», Historia de la administración de Lord North, primer ministro de Inglaterra y de la Guerra de la América Septentrional hasta la paz… Madrid, 1806, lib. I, cap. II. La obra había sido editada en inglés en 1781 y 1782 y fue traducida al francés por Michel René Hilliard d’Auberteuil en 1784 (copias de esta edición fueron enviadas por el Ministro de Relaciones Exteriores José Noguerol Armengol al presidente de la Academia Nacional de la Historia, Ricardo Zorraquín Becú, en 1965), Boletín de la Academia Nacional de la Historia, vol. 38, 1965, p. 340. La traducción española se hizo directamente del inglés. Véase también Zorraquín, 1975.
[5] El mismo autor escribió «Teniendo en cuenta las promesas verbales y secretas ofrecidas entonces por los ministros ingleses al embajador español en Londres príncipe de Masserano, de abandonar las Malvinas, una vez satisfecho el honor nacional, se firmó una declaración en la capital de Inglaterra el 22 de enero de 1771, en la que se establecía que se repondrían “las cosas en la Gran Malvina y Puerto Egmont en el mismo estado en que se hallaban antes del 10 de junio de 1770”, aclarándose que lo expresado “no perjudica de modo alguno a la cuestión de derecho anterior de soberanía de las islas Malvinas, por otro nombre Falkland. Es decir, que España reafirmaba sus derechos sin objeción por parte de Inglaterra. De acuerdo con lo establecido en la declaración, los ingleses retornaron a puerto Egmont, en la pequeña isla que los españoles denominaban Trinidad, el 13 de septiembre de 1771 y lo abandonaron de acuerdo a la promesa secreta arriba mencionada, el 22 de mayo de 1774. Así se dio término a la debatida ocupación de aquel lugar —puerto Egmont— por los ingleses» (Torre Revello «Historia» 513-530).
[6] La mentada aclaración, según la transcribe Groussac en la versión para su divulgación, rezaba: «el compromiso de S. M. C. de restituir a S. M. B. la posesión del Fuerte y Puerto llamado Egmont no puede ni debe en manera alguna afectar la cuestión de derecho anterior de soberanía de las islas Malvinas, de otro modo llamadas Falkland» (Groussac Compendio, 21).
[7] Dejo de lado el tratamiento dado por historiadores británicos y anglófonos no por desinterés ni por falta de propiedad, sino porque es el objeto de otro artículo en curso. En lo que concierne al período francés, cfr. mi trabajo «¿Quiénes se mueven y qué movilizan? Una relectura de la colonización francesa de Malvinas (1764-1767)», en Mediterránea, 53, 2021: 621-650. Muchos de los episodios ocurridos en el archipiélago durante el siglo XVIII también forman parte de historias binacionales de la Patagonia, historias navales, por supuesto hay conexiones con la historia uruguaya (Montevideo fue el puerto rioplatense más comunicado con Malvinas hasta 1811). Los cruces con la historia colonial chilena conforme las dificultades que enfrentaba el sur del virreinato peruano los ha señalado Lacoste (92) y yo mismo he indicado otros (Malvinas: de periferia). Mi perspectiva no pretende solicitar ningún tipo de exclusividad para tales o cuales discursos históricos nacionales sobre las islas, todo lo contrario: tratándose de un punto de paso que fue clave durante la primera globalización, una sensibilidad amplia sobre los flujos que atravesaron la historia del archipiélago no puede, sino enriquecer nuestras perspectivas y ampliar las informaciones disponibles para la producción de conocimiento histórico tanto como para las gestiones diplomáticas —las críticas de Groussac a Moreno son en este sentido particularmente educativas—. Guber (73-75) encuadró por su parte esas notas de Groussac dentro de una crítica más general al gobierno de Rosas formulada desde un ideario liberal.
[8] Promovida por el senador socialista Alfredo Palacios, autor también de Las Islas Malvinas. Archipiélago Argentino, Claridad, Buenos Aires, 1934. Esa iniciativa fue varias veces recordada y reivindicada por congresistas de este partido, una de las más recientes correspondió al senador por la provincia de Santa Fe, Rubén Giustiniani, durante la sesión ordinaria del 14 de marzo de 2012, mientras se trataba la firma de la Declaración de Ushuaia. Congreso de la Nación Argentina, Versión Taquigráfica, 14/03/2012, p. 32. Guber (75 y ss.) coloca la iniciativa de Palacios en una secuencia que demuestra, entre otras cosas, que la causa tiene múltiples orígenes y que de ninguna manera puede ser referenciada solo en posiciones de derecha.
[9] Groussac, Compendio. Sobre las incomodidades que provocaba a sus coetáneos y provocó después a los historiadores de la literatura y de la cultura la figura del nativo de Toulouse véase Eujanian, 223-227. Sobre el carácter antiimperialista del gesto de Groussac y su apropiación por intelectuales del nacionalismo y revisionismo, Lorenz, 12. En ese catálogo se publican fragmentos del texto de Groussac como el intelectual creador de Malvinas como causa nacional (30). En Unas islas demasiado famosas, el mismo autor coloca en este lugar a José Hernández y Paul Groussac (Lorenz 2013, 42 y 47).
[10] El Ministerio de Educación argentino reimprimió la versión breveen 2015.
[11] La edición de 1910 tuvo una calurosa acogida por parte de algunos políticos argentinos (Bruno, 51-52). La misma autora sostiene que la percepción general acerca de Groussac en el ámbito cultural argentino no era unánime: «la indiferencia no se contaba entre los efectos generados por sus movimientos, hecho que puede rastrearse en las repercusiones de cada una de sus acciones al frente de la biblioteca y en la recepción nacional e internacional de sus libros» (Bruno 54).
[12] Burlot (2012) hace un interesante seguimiento de la identificación del autor con un nosotros francés a lo largo de esta obra.
[13] En lo que concierne al problema diplomático, mayoritariamente conocido como la cuestión Malvinas, el corpus fundacional lo establece el memorial presentado ante SMB por Manuel Moreno en 1833, sobre el cual —como veremos enseguida— Groussac no se priva de formular algunas críticas severas.
[14] Creo, no obstante, que el carácter canónico del trabajo de Groussac no se debe solo a la reunión de los documentos y a su interpretación, sino además a la forma en que lo hace: en una breve serie de notas a pie, no se priva de utilizar fuentes citadas por terceros, hacer severas evaluaciones de los errores cometidos por algunos de esos terceros y hasta de castigar con soberbia e ironía al plagiario de un investigador mal informado (La fuente es una carta de Carlos III a Tanucci en la que alega estar cansado de los insultos de los ingleses; la obra de donde la saca —y a la cual corrige en otros renglones— es la Historia del reinado de Carlos III, de Antonio Ferrer del Río; su posible plagiario es «el historiador Lafuente», p. 129.) Si Groussac se sentía a gusto con el modelo erudito, no lo estaba menos con la crítica, todo lo cual configura la versión más profesional posible en aquel contexto.
[15] Como la carta de Bougainville desde Buenos Aires del 8 de febrero de 1767 (p. 171), o la también multicitada «Carta a un amigo» del franciscano Sebastián Villanueva, desde las Islas, el 25 de abril de 1767 (pp. 172-173) o la nota de Felipe de Mena al recibir el establecimiento de los franceses (pp. 176-177).
[16] Que en la transcripción de Groussac publicada en 1910 —y también en la de 1936— aparece firmada por Francisco de Rubalcava. El mismo error arrastra Muñoz Azpiri (vol. II 18). Laurio Destéfani (145) y Maeder (288) también lo llaman Francisco. Pero Destéfani expresa que «… era natural de Liérganes (Santander) donde había nacido en 1723 y cuando contaba quince años de edad ingresó en la Escuela Naval Militar de Cádiz». Esos datos corresponden a Fernando (Sojo y Lomba 81). No he podido establecer el grado exacto de parentesco entre Fernando y Francisco, ni entre Fernando y Joaquín, pero el mismo Sojo y Lomba sugiere que están emparentados. Es relevante porque esa rama de Francisco, Joaquín y Alejo —los Gutiérrez de Rubalcava— estaba integrada por todo lo alto con la Intendencia general de la Marina y la Casa de la Contratación —Alejo Gutiérrez de Rubalcava fue Intendente general de la Marina y su padre, homónimo, fue presidente de la Casa de Contratación e Intendente General de Cádiz—. Pablo Ortega del Cerro subraya la proximidad de esa familia a la Armada y a la oficialidad durante varias generaciones. Eran montañeses de Cantabria que, entre finales del siglo XVII y comienzos del siguiente, consiguieron —con base en servicios a la Corona— ascender dentro de la fuerza, y por eso se movieron a Cádiz —donde el abuelo de Francisco fue Intendente General de la Marina y Presidente de la Casa de Contratación—. Francisco fue nieto e hijo de los primeros mencionados, y Caballero de la Orden de Santiago —hábito que obtuvo cuando apenas tenía un año de edad, por solicitud de su padre, quien «maniobró para que sus seis hijos varones consiguieran el hábito» en 1744—. Su hermano mayor, Joaquín, «… asistía desde 1740 al Real Seminario de Nobles de Madrid, donde recibió la formación necesaria para convertirse, al igual que se padre y su abuelo, en Intendente General de la Marina». A mediados del siglo XVIII, esa «familia ya podía considerarse como parte de las élites estatales de servicio: totalmente alejados de su cuna cantábrica, se diluían entre esas parentelas que habían hecho del servicio a la Corona…» (Ortega del Cerro 187-188).
[17] Sobre cuyo origen y traductor Groussac nada dice. Se trata de algunas cartas intercambiadas entre Mr. James Harris y Lord Weytmouth entre agosto y noviembre de 1770, entre el propio Harris con el marqués de Grimaldi, de este con Lord Weytmouth y de Lord Rochford (reemplazante de Weymouth) con J. Harris (pp. 182-200).
[18] «… en febrero de 1770, era la fragata Tamar, comandada por A. Hunt» (Groussac Las islas, 126).
[19] Este punto es para Groussac muy importante no solo por mor de precisión historiográfica, sino también diplomática: una de las críticas que hace a Manuel Moreno, autor del primer memorial interpuesto por las Provincias Unidas ante SMB por la cuestión de las Islas —y por eso mismo, autor del primer corpus diplomático que conforma el yacimiento de la cuestión Malvinas—, le achaca haber cometido un error grosero y peligroso: «… el de conceder al adversario que el establecimiento de Puerto Egmont estaba situado en la “Gran Malvina”, cuando se encontraba, como lo hemos dicho, en la isleta Saunders» (Groussac, Las Islas, 56, nota a pie 56).
[20] La distancia entre Puerto de la Soledad y el Puerto de la Cruzada (llamado Egmont por los ingleses) en la isla de la Trinidad era de 180 millas y, según Groussac, si los ingleses hubieran permanecido quietos «por intrusos» y los españoles «por ser más débiles», la situación podría haberse prolongado por tiempo indefinido.
[21] Menciona «todo un legajo» en el Archivo de Indias (que no cita) y para descalificar al funcionariado colonial solo escribe: «¡Son tan largas las siestas!» (127). No es posible saber en quién está pensando exactamente, pero tampoco es imposible que sea en Pedro de Cevallos o algún funcionario suyo quienes, en cualquier caso, estaban consagrados por completo al frente portugués de la gobernación. Véase Barriera 2021.
[22] «Rubalcava, careciendo de órdenes, se limitó a responder a la insolente intimación con su permanencia en el puerto todo el tiempo necesario para levantar el plano y fijar la situación del establecimiento; hecho esto, volvió a entrar en Montevideo en los primeros días de abril» (Groussac Las islas 128).
[23] Toda esta parte de la historia malvinense «es la más conocida de todas, gracias —en primer lugar— a la resonancia de los debates parlamentarios ingleses, y más tarde, a la publicación de los documentos cambiados entre las cancillerías» (Groussac Las islas, 130).
[24] Publicada en inglés en 1927. Por lo tanto, no ignoraba los hechos, bien consignados en el libro del jurista norteamericano desde el primer cuarto del siglo XX. Escribió: «El 8 de mayo de 1770, por orden de Bucarelli, gobernador de Buenos Aires, zarpan de Montevideo cinco fragatas con 1500 hombres, al mando del capitán Juan Ignacio de Madariaga; y el 10 de junio llegan a Puerto Egmont e intiman a los ingleses la evacuación, invocando los derechos anteriores de la Corona de España. Previa inventariación de bienes, los ingleses abandonan la isla Saunders» (Moreno, 21).
[25] Nacido en Montevideo (Uruguay) en 1863 y fallecido en Puerto Stanley (Malvinas) en diciembre de 1937. Juan Carlos Moreno lo conoció personalmente en 1936 y, en 1948, prologó la edición póstuma de dichas memorias.
[26] Le dedica un afectuoso capítulo en su libro, el número XXIV, titulado «Un misionero».
[27] Sir Arnold Hodson gobernó las Islas entre junio de 1927 y febrero de 1931, cuando dejó el frío Atlántico Sur para aceptar una comisión en Sierra Leona (África). Según lo consigna Robert Headland citando a Jane Cameron en el Dictionary of Falklands Biography, su paso por las Islas fue por lo menos polémico. Se le reconocen logros tales como «…la abolición de los honorarios médicos, la introducción de la jornada de ocho horas, el alumbrado público en Stanley, la construcción de un gimnasio y baños públicos, y la provisión de viviendas del gobierno», pero también se le imputan serios errores en sus políticas agrícolas y marítimas. Ver: https://falklandsbiographies.org/biographies/hodson_sir
[28] Moreno resume y parafrasea la conversación entre Hodson y Migone, donde atribuye a este último haber dicho «Este libro prueba concluyentemente que las Malvinas son argentinas. Me parece más completo que el de Groussac» (Moreno 194). Migone (26-28) cuenta la anécdota en primera persona y en dos partes: cuando Hodson le ofrece el libro y cuando, después de leerlo, él se lo devuelve. Del testimonio de Hodson destaca su afirmación categórica de la superioridad de la posesión sobre cualquier otro criterio del derecho. Este capítulo fue republicado por Muñoz Azpiri Tomo I, 333-334.
[29] La obra de Goebel se conocía en la Argentina antes de su traducción gracias a una extensa reseña que le dedicara Teodoro Caillet-Bois en el Boletín del Centro Naval (Caillet-Bois «Un libro»). Esas mismas ideas fueron difundidas por Caillet-Bois durante los días 4, 7 y 11 de abril del mismo año a través del diario La Prensa, que publicó además tres notas sobre diferentes aspectos de la historia de Malvinas los días 30 de mayo, 3 de junio y 19 junio de 1928. Véase Caillet-Bois Una tierra, 441.
[30] Esta última edición fue objeto de una tercera, con presentación de Enrique Barba, a cargo de la Academia Nacional de la Historia que vio la luz después de la guerra de abril-junio de 1982. El tema por supuesto no está ausente en Ruiz Guiñazú 1945.
[31] Donde el problema es enfocado desde una perspectiva que incluye generalmente otros conflictos entre la corona española y la británica (tales como el de Gibraltar —herencia de los acuerdos de Utrecht (1713)— o las negociaciones por Nootka Sound (y el tratado de San Lorenzo en 1790, que incluyó también a las Malvinas y sobre el cual tenemos un trabajo en curso).
[32] Excepción hecha de la colección de Caillet-Bois porque la periodización excluye el episodio.
[33] Una explicación más extensa incluye la declamación de la soberanía de SMB sobre las Pepys, el triángulo con Puerto Deseado y Puerto del Hambre, los nombres de las islas (Saunders, Seebalds ¿sic?) y de los asentamientos tanto para franceses como españoles y los rituales de Byron (23 de enero de 1765). También que ignoraban que los franceses estaban en Malvinas (Caillet-Bois Una tierra 116).
[34] «Esta Isla debe dominar los puertos y el comercio de Chile, Perú, Panamá, Acapulco y, en una palabra, todo el Territorio Español que da sobre ese mar. Hará que en adelante todas nuestras expediciones a esos lugares nos resulten muy lucrativas, de carácter fatal para España, y ya no serán tan tediosas o inseguras en una guerra futura […]. Su Gracia se dará cuenta en su debida oportunidad de las prodigiosas ventajas que en el porvenir representará el establecimiento de una base a la primera nación que se instale en ella firmemente» Egmont a Grafton, 20 de julio de 1765, R. O. State Papers, Spain, Supp. 253 (cit. en Goebel 267).
[35] El «negocio» del que se habla aquí es la toma de Manila y su posterior desocupación. Las cruentas batallas que libraron en el océano Índico las armadas de las tres Coronas que también se cruzaron en el Atlántico Sur tienen una cronología compleja que se cruza con dinámicas locales (los conflictos karnáticos, por ejemplo). Resumiendo, en los años 1760 Manila había quedado en el fuego cruzado de las coronas borbónicas y la británica: entre 1758 y 1759 los franceses sitiaron (una vez más) Madrás, dominio inglés en la costa india, recuperado enseguida por una armada británica que, como contraataque, ocupó la colonia francesa más importante en la India (Pondichery). William Draper condujo varias de estas victorias británicas. De regreso a Londres oyó sobre la guerra con España y en 1761 presentó un proyecto para sitiar Manila con barcos de la marina británica y fuerzas de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. «El 30 de diciembre de 1761 los Directores de la Compañía mostraron de palabra su acuerdo y el 2 de enero de 1762, fecha sospechosamente cercana a la del acuerdo de la Compañía, Inglaterra declaró la guerra a España. El día 6 de enero el gobierno inglés aprobó el proyecto de ataque a La Habana redactado por el almirante Anson, primer lord del Almirantazgo, y el del ataque a Manila redactado por Draper» (Vila Miranda 170-171). El obispo había firmado letras pagaderas por el tesoro de España por dos millones de pesos y lo que dice Egmont es que las islas Sebaldinas o Sounders servirían, aunque sea, para presionar por este pago prometido desde Filipinas y exigido a Madrid.
[36] El «(?)» está en el original.
[37] Dice en este momento que obró como un «celoso funcionario, fiel cumplidor de las órdenes de su Rey. Las medidas que adoptó estaban debidamente respaldadas por las decisiones tomadas en la Corte» (Caillet-Bois Una tierra 125).
[38] Las divergencias entre Groussac y Torre Revello pueden estar vinculadas al mal tiempo y las fechas registradas y reales de la salida de las embarcaciones.
[39] Expresión que denotaba preparación suficiente o, como sugería por entonces la RAE (898), «el aparato y prevención de las cosas necesarias para algún viaje o expedición de campaña». La flota se compuso de cuatro fragatas (la Industria —al mando de Juan Ignacio de Madariaga, con 26 cañones y 262 soldados y marineros—, la Santa Bárbara —comandado por Joseph Díaz Veanes, con 26 cañones y 260 soldados y marineros—, la Santa Catalina —al mando de Fernando Rubalcava, con 26 cañones y 260 soldados y marineros— y la Santa Rosa —con 26 cañones y 122 soldados y marineros—. La quinta embarcación era el jabeque Andaluz —al mando de Domingo Perler, con treinta cañones y 179 soldados y marineros—, y un bergantín, el San Rafael —comandado por Crispín Francisco Díaz—. En la tropa había 294 de la compañía de Granaderos del Regimiento de Infantería de Mallorca y la única batería de desembarco que llevaban contaba con dos cañones de ocho libras, cinco cañones de montaña y dos obuses.
[40] «La expedición Madariaga tuvo un poeta que en octavas reales cantó sus incidencias y cuyo original se conserva en el Archivo General de Indias, en Sevilla, y que nosotros atribuimos a Diego de la Torre» y afirma Torre Revello que fue «hallado entre los papeles que le pertenecieron y que se recogieron en Cádiz después de su fallecimiento, por orden del Consejo de Indias, conservados actualmente en el Archivo General del mismo en Sevilla, nos da motivo para escribir estas líneas» (Torre Revello 1929, 588).
[41] También aparece mencionada como corbeta.
[42] Ya que, para tomar las pobladas, las situaciones de Cuba y Filipinas, entre muchas otras, ilustran perfectamente los procedimientos que los británicos consideraban de uso: invasión, sitio, saqueo, toma y posterior negociación.
[43] «La combinaison des idées de Bartole (juridiction criminelle sur les mers, limite maritime d'une juridiction proche…) et de celles de Baldo (distinction entre propriété, jurisdiction et usage, élaboration du concept de district maritime…» (Calafat 50).
[44] Tordesillas, sus modificaciones, rectificaciones y los tratados de 1681, 1715, 1750, 1761 y 1777.
[45] El libro de Olivier Marchon (2013) dedica varias páginas a este problema.
[46] Desde luego Grocio no era el único que producía doctrina en función de intereses prácticos. Calafat anota también que uno de sus polemistas, el profesor de St. Andrews William Welwod, le respondió en 1613 «sohaitant avant tout défendre la légitimité du monopole brittanique sur les pêcheries en mer du Nord…» [sic, para toda la frase], es decir que su inscripción en la defensa del mare clausum, apoyada en algunos pasajes del Digesto, no se debe tanto a la fuerza de las letras como a la naturaleza de los intereses que protegía.
[47] Tarello sugiere que la elaboración teórica de Santi Romano podía ser cualquier cosa menos general, toda vez que no parece «… utilizable si no es en las condiciones históricas de su elaboración» (162), donde el carácter de ese ordenamiento es institucional, despersonalizado y trascendente: «… como Kelsen podía decir no que el Estado tiene un ordenamiento, sino más bien que el Estado es un ordenamiento, así Romano dijo 'nosotros no creemos que la institución sea fuente del derecho, y que por lo tanto este sea un efecto, un producto de la primera, sino creemos que entre el concepto de institución y el de ordenamiento jurídico, unitaria y totalmente considerado, exista perfecta identidad» (164), lo cual, agrego de mi parte, despersonaliza la acción política que supone la producción de derecho y el ejercicio de la autoridad.
[48] Que se inspira en planteos de los libros de Calafat y de Herzog, con los cuales intento dialogar.
[49] La autora cita ejemplos donde los españoles, que se basaban con frecuencia en los títulos, alguna que otra vez han alegado que «… la posesión fuera de la esfera legítima de la expansión podía ser sanada por el paso del tiempo» (Herzog 40).
[50] Aunque algunos de los documentos fueron publicados en una o varias de las obras que mencioné, en el caso de los que he transcripto directamente de los archivos voy a manejarme con mis transcripciones, y señalaré diferencias solo en caso de que puedan aportar algo significativo.
[51] La cual puede haber sido rectificativa… Hidalgo Nieto (25) pensaba que Santos era un «… hombre de excelentes cualidades técnicas, pero desprovisto de las dotes de diplomacia y tacto necesarias en una misión un poco incierta…». Este primer episodio, en el que Santos encuentra una fragata inglesa fondeada en el estrecho San Carlos está en el Documento 20 del apéndice de Hidalgo Nieto. Las instrucciones de Ruiz Puente a Mario Plata (después del desastre que hizo Santos), las publica Hidalgo Nieto, quien dice transcribirlas de «… un cuadernito con el título “Yndice” de los papeles que se remiten a la Corte, producidos en el descubrimiento de los Yngleses, establecidos en Malvinas», dividido en papeles numerados y sin numerar. Yo revisé personalmente ese legajo de Indiferente General y, al menos en 2018, ese cuadernito no estaba ahí. Sí en cambio en AGI, Buenos Aires 552, ff. 868 y ss., de donde lo leí y transcribí. Plata exige explicaciones a la goleta inglesa, alegando intrusión en dominios de SMC. «La apelación española a la violación de los Tratados de Paz es constante y contrasta con el silencio que los ingleses hacen de esta cuestión en sus cartas y en sus contestaciones a las nuestras» (Hidalgo Nieto 29).
[52] «Instrucciones del gobernador Ruiz Puente al teniente Mario Plata, desde Malvinas» (en Hidalgo Nieto 610-612).
[53] Una está dirigida al capitán de la embarcación Antonio Hunt (al mando de la fragata Tamer) y la otra al comandante de un posible establecimiento en tierra (ff. 875-876), en la medida en que fuera otro diferente que el capitán de la Tamer. El sobre que llevaba Mario Plata decía «Al Comte Inglés dn. N. N. Del Governador de estas Islas Malvinas - En donde se hallare» (AGI, Buenos Aires, 552, f. 874). Plata completó con los nombres antes de entregar —porque los borradores no los tienen y habían dejado previsto el asunto—.
[54] «Instrucciones…», cit. (Hidalgo Nieto 611).
[55] Fechadas en Malvinas, 30 de noviembre de 1769. Ambas en AGI, Buenos Aires, 552, f. 870-872. La esquela amistosa, casi diplomática, dice: «Muy Señor mío: el Oficial dador de esta va encargado de una fineza para manifestar à vm por medio de ella el deseo que me asiste en obsequiarle, y à todos esos Cavalleros oficiales que le acompañan: Ella no ès proporcionada à lo que vm. se merece y yo quisiera; pero la situación de uno y otro lo hace disimulable. Dios guarde a vm muchos años como deseo — De vm su seguro servidor Ruiz Puente - hoy 30 de noviembre de 1769», AGI, Buenos Aires, 552, f. 873.
[56] «Instrucciones…», cit. (Hidalgo Nieto 611-612).
[57] AGI, Buenos Aires, 552, f. 871 v.
[58] «Protesta hecha por el oficial comisionado al comandante inglés dn Antonio Hunt sobre los excesos cometidos por esta hta aquella fha, en contravencion con los tratados, y de la buena fè y armonìa que subsiste entre las dos naciones», Bahía del Diamante o Escandallo, 10 de diciembre de 1769, AGI, Buenos Aires, 552, ff. 868 (es copia).
[59] AGI, Buenos Aires, 552, f. 869.
[60] Acota Hidalgo Nieto (627) que es la que los ingleses llamaban White Rock Port.
[61] AGI, BA, 552: 885-887.
[62] AGI, BA, 552: 890.
[63] «Dicha Colonia consiste en siete Casas havitadas por algunos de los que tripulan las dos Fragatas que estaban en ellas nombradas Tamer y Favorita; dichas Casas están en esta forma…» Mario Plata a Arriaga, Relación sumaria presentada por Mario Plata por los sucesos de Puerto Egmont, desde Malvinas, 29 de diciembre de 1769, AGI, BA, 552: 893-895.
[64] «Intimación del comandante español al comandante inglés», a bordo de la fragata Santa Catalina, 20 de febrero de 1770 (Groussac «Les îles», doc. 5, 558). Contrastado con la copia coetánea alojada en AGI, BA, 552: 923, donde claramente la firma dice Fernando de Rubalcava —y no Francisco, como ya se explicó—.
[65] «Respuesta» (Groussac «Les îles», doc. 6, 559). Contrastado con original autógrafo en inglés y copia de la traducción alojadas en AGI, BA, 552: 924-926.
[66] AHNM, Estado, 4847, 30, f. 9.
[67] Mónica Bolufer (329) ha destacado de qué manera la civilidad, durante el siglo XVIII, funcionó «… no solo como un criterio de distinción social entre individuos y grupos, sino como un distintivo para medir el grado de progreso de las sociedades y para construir identidades nacionales…». Las formas de la «hermandad de los hombres de letras y ciencias (conocida en la época como “república de las letras”) por encima de los enfrentamientos bélicos o diplomáticos entre distintos países» (344) no me parecen completamente desconocidas por los hombres de mar que, como deslicé en la lectura de estos registros, aunque de diferentes naciones enfrentadas, se dieron su tiempo para compartir cena en una fragata enemiga y mantuvieron relaciones cordiales enviándose notas no oficiales con saludos amistosos y hasta con regalitos personales. Un tema sin duda para desarrollar.
[68] AHNM, Estado, 4847, 30, f. 10.
[69] AHNM, Estado, 4847, 30, f. 10.
[70] AHNM, Estado, 4847, 30, ff. 10-11.
[71] Así lo hizo en su tratado Droit des Gens del siglo XVIII, donde afirmaba que «los navegantes van en viajes de descubrimientos dotados con ciertos poderes legales por sus soberanos y encontrando islas u otras tierras en un Estado desierto del que toman posesión en nombre de una nación, y este título se ha respetado por lo general, siempre que, poco después fuese seguida de una posesión real», Cfr. en Goebel citado por Díaz-Silveira Santos 322.
[72] Y a esta diacronía responde bien todo el desarrollo del trabajo de Díaz-Silveira Santos.
[73] Madariaga a Farmer y Maltby, en conjunto. Desde la Industria, en la Bahía de la Cruzada, 8 de junio de 1770. AHNM, Estado, 4847, 30, f. 11. [en las copias españolas, los nombres ingleses aparecen escritos de muy diferentes formas: Farner, Farmen, Maltoy, Maltoi. Los mantengo estabilizados en inglés para su correcta comprensión]
[74] Madariaga a Farmer y Maltby, en conjunto. Desde la Industria, en la Bahía de la Cruzada, 8 de junio de 1770. AHNM, Estado, 4847, 30, f. 12.
[75] Ibídem, f. 13.
[76] Farmer a Madariaga, Puerto Egmont, 9 de junio de 1770. AHNM, Estado, 4847, 30, f. 14.
[77] Farmer a Madariaga, Puerto Egmont, 9 de junio de 1770. AHNM, Estado, 4847, 30, f. 14.
[78] Ídem.
[79] Borrador comentado de las capitulaciones solicitadas por Farmer y Malbty a Madariaga, Puerto Egmont, 10 de junio de 1770. AHNM, Estado, 4847, 30, f. 15.
[80] Borrador comentado de las capitulaciones solicitadas por Farmer y Malbty a Madariaga, Puerto Egmont, 10 de junio de 1770. AHNM, Estado, 4847, 30, ff. 16-17.
[81] «… llevaran nuestras tropas armas al hombro tambor batiente en la Marcha y vanderas desplegadas hasta su embarco y en este tiempo no se nos incomodará ni injuriará de ningun modo».
[82] Borrador comentado de las capitulaciones solicitadas por Farmer y Malbty a Madariaga, Puerto Egmont, 10 de junio de 1770. AHNM, Estado, 4847, 30, ff. 17-18.
[83] Ibídem, 30, f. 18.
[84] Miguel Bernazani desde Puerto de la Cruzada o Egmont, 22 de julio de 1770, AGI, BA, 552: 913.
[85] Grimaldi a Masserano, Aranjuez, 30 de mayo de 1770, AGI, Buenos Aires, 552: 980.
[87] Desde luego que existía además una clara conciencia sobre los efectos mariposa que podían tener episodios en apariencia nimios en las relaciones entre monarquías: no aludo aquí a los casos que conciernen a la relación entre España y Portugal (y que, desde la década de 1730 informan buena parte de la relación fronteriza rioplatense, cuyo momento más álgido se ubica entre 1763 y 1777). Remito a Téllez Alarcia (2006, p. 79 y ss.), Reitano y Possamai (2015) y Prado (2021), entre otros.
[88] Este capítulo fue recuperado por José Luis Muñoz Azpiri (333-334). Moreno (194) parafrasea el diálogo de otra forma.
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