Tema Central
Fronteras en el mar, conversaciones a través de la niebla: soberanías en disputa en el Atlántico Sur entre negociación, fuerza y derechos (notas sobre el desalojo de Puerto Egmont, junio de 1770)
Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 7, núm. 13, 2021
Recepción: 30 Septiembre 2021
Aprobación: 02 Diciembre 2021
Resumen: El 10 de junio de 1770, una expedición española al mando de Juan Ignacio de Madariaga expulsó a la guarnición británica que se había establecido en Puerto Egmont (isla Trinidad, al norte de la Gran Malvina). Los libros de historia donde se aborda el tema —desde los más clásicos hasta los más recientes— se han interesado más por sus consecuencias que por el hecho en sí mismo. En este artículo, donde balizaré los orígenes historiográficos del tema en la Argentina para conectarlo luego con algunas perspectivas más recientes, voy a enfocarme sobre los intercambios mantenidos por los comandantes españoles y británicos alrededor de Puerto Egmont entre noviembre de 1769 y el 10 de junio de 1770. Voy a someterlos a un análisis situacional para relevar cómo, a mil millas de distancia de sus respectivos centros —allí donde se enredaban los imperios— esas voces que encarnaban los intereses de sus soberanos al ras del suelo lidian polémicamente con nociones tales como las de soberanía, fuerza y derecho —casi siempre estudiadas bajo el paraguas de la teoría política y con base exclusiva en escritos doctrinarios—.
Palabras clave: Malvinas, Atlántico Sur, Soberanía, Derechos, Fuerza.
Abstract: On June 10th, 1770, a Spanish expedition under the command of Juan Ignacio de Madariaga expelled the British garrison that had established itself in Puerto Egmont (Trinidad Island, north of Gran Malvina). On this occasion, Spanish military superiority was so evident that the British commanders had no choice but to make a deal on the best terms to be allowed to return to their homeland. History books on the subject – from the most classic to the most recent – have been more interested in its consequences than in the event itself. In this article, where I will trace the historiographical origins of the subject in Argentina and then connect it with some more recent perspectives, I will focus on the exchanges between the Spanish and British commanders around Port Egmont between November 1769 and June 10, 1770. I will submit them to a situational analysis to reveal how, a thousand miles away from their respective centers – where empires are entangled – those voices that embodied the interests of their sovereigns at ground level polemically dealt with notions such as sovereignty, force and law – almost always studied under the focus of political theory and exclusively on the basis of doctrinal writings –.
Keywords: Malvinas, South Atlantic, Sovereignty, Rights, Force.
1. Introducción
Entre noviembre de 1769 y junio de 1770, los gobiernos de Malvinas y de Buenos Aires se propusieron expulsar la guarnición británica que, desde 1765, se había establecido en la isla Trinidad (Saunders Island para los ingleses, al norte de la isla Gran Malvina). El sitio, llamado Puerto Egmont por los ingleses, Port de la Croissade por los franceses y Puerto de la Cruzada por los españoles, era un lejano, pero —aunque austral—, caliente punto de conflicto entre coronas europeas desde 1765. El objetivo se cumplió[1] el 10 de junio de 1770. En esta ocasión, la superioridad militar de la expedición española al mando de Juan Ignacio de Madariaga fue tan evidente que los jefes a cargo del establecimiento británico no tuvieron otra alternativa que pactar en los mejores términos para que se les permitiera regresar a su tierra.
Este episodio es muy conocido y ha sido consignado por historiografías de todos los niveles e inclinaciones sobre todo por sus consecuencias inmediatas.[2] Origina lo que se conoce como la crisis de 1770 en el Atlántico Sur, que no alude tanto a la refriega entre las fuerzas navales españolas destacadas en Montevideo y los comandantes británicos que custodiaban Puerto Egmont en sí misma, sino al fuerte enfrentamiento diplomático posterior, que casi lleva a la guerra entre las coronas borbónicas[3] y el Reino Unido.
La solución adoptada para evitar un nuevo enfrentamiento armado —permitir nuevamente el establecimiento inglés en Puerto Egmont al amparo de una famosa «promesa secreta» por parte de los británicos de desalojarlo más tarde— fue un verdadero dolor de cabeza para todos los participantes en el entendimiento. En efecto, aunque propiciada por Carlos III a través de su embajador en Londres, el príncipe de Masserano, haber hecho concesiones por escrito a cambio de una promesa oral[4] costó duras críticas tanto al rey como a su representante (Torre Revello 1952, 11-12).[5] En el archipiélago británico, por el mismo motivo, George III recibió igual cantidad de críticas de no menor virulencia, ya que la oposición política que pidió revisar la documentación en el Parliament evaluó que su rey había resignado soberanía sobre esos mares del Sur (Johnson).[6]
Si bien ambos hechos ameritan la importancia que se les ha asignado y la atención que recibieron, en este artículo me gustaría enfocar aquello que, hasta el momento, si bien no ha sido completamente ignorado, ha sido asordinado por el ruido que hace la secuencia. Voy a analizar los intercambios mantenidos entre los protagonistas de la negociación en el terreno durante los meses y hasta los momentos previos a la expulsión de junio. Propongo que esas negociaciones pueden revisarse como registro micro de un problema macro, en calidad de voces que expresan soberanías en disputa desde un emplazamiento que permite visualizar, mejor que ningún otro, la delicada relación configuracional y situada entre posesión de títulos, declamación de soberanía y exhibición de fuerza militar, cuya puesta en primer plano considero el principal aporte de mi propuesta. La hipótesis de trabajo en la que me apoyo sugiere que estas fuentes permiten un acceso a usos protocolizados y polemizantes de nociones como las de soberanía y dominio —atravesadas por las de fuerza, armonía, derecho o autoridad— en situaciones concretas por parte de actores que están en el terreno, permitiendo de esta manera superar divergencias entre «historias desde arriba e historias desde abajo» de los conflictos interimperiales (Herzog 19).
2. La historiografía y la documentación utilizada (o viceversa)
Algo que me parece todo, menos banal, es establecer las coordenadas de instalación historiográfica de este tema —al menos en la Argentina y en España, dos de los estados nacionales actuales que pueden legítimamente reclamar lo ocurrido en estas islas como parte del propio pasado—[7] y los materiales con las que fue confeccionada. Y esto es así porque el modo en que ingresó el tema en la historia de la historiografía es coetáneo y consustancial al modo en que ingresó el mismo material como insumo de tratamiento diplomático de la cuestión.
La primera publicación de fuentes en la República Argentina que permite estudiar los episodios de 1770 tanto como la primera interpretación que puede denominarse histórica sobre esos mismos hechos, se debe al trabajo de Paul Groussac. En 1910, el nativo de Toulouse —por entonces director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires— publicó el sexto volumen de la revista Anales de la Biblioteca. Allí incluyó «Les Iles Malouines», un extenso estudio escrito en lengua francesa sobre la disputa soberana alrededor del archipiélago, seguido de un pequeño, pero valioso apéndice documental en español (Groussac «Les Iles» 401-579).
La significativa dedicatoria —«A la república Argentina ofrece esta evidencia de su derecho un hijo adoptivo»— no fue desoída. Bien que no en forma inmediata, la obra fue recuperada por algunas vertientes antiimperialistas argentinas de la década de 1930 y el Congreso de la Nación Argentina, a través de la Ley 11904,[8] mandó traducir al español el ensayo redactado en francés para publicarlo en dos formatos: uno como obra completa —ensayo interpretativo y con la documentación anexa—, y otro (denominado «un compendio») con una porción cronológicamente ordenada de la parte argumentativa para distribuir sin costo en instituciones educativas.[9] De la obra se esperaba —y, dadas sus reimpresiones hasta tiempos recientes, puede colegirse que se espera todavía[10]— que fuera tanto un instrumento pedagógico como una colección de pruebas históricas de la soberanía argentina sobre el archipiélago malvinense.[11] La intención la había manifestado el propio autor en primera persona.
La intención, favorable a un gobierno argentino que se encontraba negociando la soberanía de las islas con el británico (era 1910), no le impedía a Groussac considerar —como lo había hecho en 1767 Louis-Antoine de Bougainville— que Francia, primera nación efectivamente ocupante del territorio en 1764, había tenido derechos sobre este, que cedió voluntariamente a España en 1766.[12] La cuestión de la lengua de publicación no se debe empero a esa circunstancia: Groussac afirma que escribió la obra en su lengua materna no por el pasado francés de Malvinas, sino porque el francés era la lengua del derecho de gentes y de las relaciones internacionales, lo cual volvía útil el escrito para los negociadores nacionales.
Mi impresión es que la fuerte impronta que tuvo la publicación de la obra de Groussac en español (1936) no debe tanto al carácter internacionalista de su primera publicación en lengua francesa (1910) ni a la indudable calidad del ensayo —que resiste con una solidez envidiable el paso de las décadas—, sino a un efecto que solo es perceptible en retrospectiva: esa obra estableció el corpus fundacional para abordar el problema de la soberanía argentina sobre las islas Malvinas tanto como el primer canon académico para interpretarlo históricamente.[13] Ese pequeño conjunto de documentos publicados por primera vez en español desde una institución estatal estuvo disponible para ser utilizado por quienes se acercaron al tema desde entonces, haya sido su interés el de hacer historia o diplomacia, y les prestó idéntico servicio.[14] Confeccionado con documentación de la sección Manuscritos de la Biblioteca Nacional que el mismo Groussac dirigía, contiene —entre otros[15]— la intimación de Fernando de Rubalcava[16] al responsable de un establecimiento con bandera británica (20 de febrero de 1770), la respuesta del este, la orden de Arriaga a Bucareli para que suspenda las acciones armadas, otra que indicaba que se evitara cualquier avance inglés y, por último, la versión en español de los State Papers relativos al incidente de 1770-1771.[17] Ese es el primer corpus documental publicado y masivamente difundido en la Argentina durante el siglo XX.
La interpretación vertida por Paul Groussac en el ensayo que lo precede —y que se basa en otros documentos que no lo componen— dice más o menos lo siguiente: que cuando Mc Bride llegó a las Islas en 1765, los ingleses ya conocían la existencia del establecimiento francés en Port-Louis (1764) y que de todos modos levantaron un fortín, algunas habitaciones y «… una gran barraca [que] alojaba los hombres de tropa y tripulación que no habían permanecido a bordo del navío fondeado»[18] en Puerto Egmont, «un punto de la costa sureste de la islita Saunders, frente a la isla Keppel o de la Vigie» [ver mapa 2].[19] Aunque los ingleses trataban de pasar desapercibidos, el conde de Aranda denunciaba desde 1766 su avance sobre dominios españoles —y recomendaba su expulsión— y desde 1767, cuando se llevó a cabo el traspaso del establecimiento francés de Port Saint-Louis al gobierno español de Felipe Ruiz Puente —quien lo renombró Puerto de la Soledad—, el ministro Arriaga advirtió al gobernador de Buenos Aires (Bucareli) sobre la intrusión.[20] El director de la Biblioteca Nacional señala los fogoneos cortesanos del duque de Aranda y los mensajes de Julián de Arriaga al gobernador de Buenos Aires como los disparadores de una crisis que, en un tris, pasó de improbable a inevitable. Incluso sugiere que fue la molicie de los funcionarios coloniales lo que impidió que tomaran nota del volumen de papeles que anunciaban el establecimiento inglés.[21] Hacia finales de 1769 Bucareli mandó al jefe de la división naval de Montevideo (Juan Ignacio de Madariaga) registrar las costas del archipiélago con tres embarcaciones. Groussac cuenta que el comisionado fue Fernando Rubalcava, quien llegó a destino a finales de enero de 1770 y que el 19 de febrero «descubrió, al fin, el puerto de la Cruzada (Egmont) donde se hallaba anclada la fragata Tamar, mandada por Antonio Hunt». (p. 127) Luego, hace alusión a una entrevista cortés —sugiriendo la conversación— y al posterior intercambio escrito que él mismo incluye como los documentos 5 y 6 de su volumen, hasta el «Váyanse!» de Hunt.[22] Groussac afirma que desde Buenos Aires se preparó el paso siguiente sin esperar órdenes de la corte por temor a que fueran contradictorias. Así, en mayo zarpó de Montevideo una nueva escuadra con 1500 hombres al mando de Madariaga que llegó a las cercanías de Puerto Egmont el 3 de junio. Hunt había vuelto con la fragata Tamar a Inglaterra y el asentamiento era custodiado por la corbeta Favourite (comandada por Maltby) ya que la Swift (que lo era por Farmer), se había malogrado en el Estrecho de Magallanes antes de que llegara Madariaga. A los efectos de lo que nos interesa en este trabajo, solo resta decir que Groussac no se detiene en las negociaciones: relata brevemente la expulsión y sus consecuencias —esto es, el posterior reclamo inglés, las concesiones españolas firmadas por Masserano y los festejos en Francia por parte de «… la Dubarry y su pandilla, vergüenza y ruina de Francia, estuviesen o no a sueldo de Inglaterra» (Groussac Las islas 136)—, y solo indica que la capitulación firmada por Farmer y Maltby, a la que caracteriza como de moderadas condiciones, se compone de un texto español «que figura en los Archivos» y uno inglés «publicado en el Annual Register de 1771» (Groussac Las islas 129).[23]
En 1938 se publicó Nuestras Malvinas, de Juan Carlos Moreno, quien no utilizó los documentos publicados por Groussac, se salteó [¿?] la expedición de Rubalcava y resumió el episodio del 10 de junio de 1770 muy sintéticamente siguiendo la obra de Julius Goebel.[24] La versión ofrecida por el misionero salesiano Mario Luis Migone,[25] de la cual se podía esperar menos porque eran sus memorias, es más detallada. Sin indicar sus fuentes —aunque se advierte el texto de Goebel como insumo—, resume bien la expedición de Rubalcava, el encuentro entre Ruiz Puente y Hunt en el archipiélago, las amenazas de Hunt al gobernador español de Malvinas, la llegada de Rubalcava a Puerto Egmont en febrero de 1770, el regreso de Hunt a Plymouth (que le tomó de marzo a junio), la llegada desde Montevideo de la flota de Madariaga y sus diálogos con William Maltby —quien había sido dejado a cargo del establecimiento por Hunt— y con George Farmer —el capitán de la fragata Favourite— así como el intercambio de algunos disparos para resumir rápidamente el problema diplomático y los acuerdos que incluyeron la famosa «promesa secreta» por parte de Gran Bretaña para evacuar Puerto Egmont (Migone 54-59).
Moreno conocía bien a Migone[26] y ambos tenían una magnífica opinión del libro de Julius Goebel, que el salesiano leyó en inglés, de su edición norteamericana, estando en Malvinas y por recomendación del gobernador Arnold Hodson,[27] quien además de prestarle el libro se prestó luego a polemizar con él sobre este.[28] Las obras de Migone y Goebel —esta última editada por primera vez en español en 1950, como un gesto de patriótico homenaje por el centenario de la muerte del General San Martín—[29] fueron las dos publicaciones más significativas sobre el tema durante los gobiernos de Juan Domingo Perón, que prolongan el renovado interés por la materia expresado por los gobiernos argentinos desde la segunda mitad de la década de 1930, cuando se editó la traducción al español de la obra de Groussac (1936). Pero sin negar en absoluto la calidad memorial de la primera obra y la historiográfica de la segunda, lo más significativo del período fueron las dos ediciones de las cuales gozó el trabajo de Ricardo Caillet-Bois Una tierra argentina, publicado por primera vez en 1948 y más tarde, con adiciones y correcciones, de nuevo en 1952.[30]
Durante un período que casi coincide con este, se editaron en España las obras de Camilo Barcia Trelles (1943), Manuel Hidalgo Nieto (1947) y Octavio Gil Munilla (1948),[31] que pusieron énfasis en diferentes cuestiones, pero sobre todo aportaron una renovada masa de fuentes impresas disponibles tanto para uso historiográfico como diplomático. En ese rubro, no obstante, las prensas argentinas dieron sus mejores frutos entre diez y veinte años después: los dos tomos publicados por la Universidad de Buenos Aires a cargo del mismo Ricardo Caillet-Bois —impresos entre 1957 y 1961— y la obra de José Luis Muñoz Azpiri, publicada por editorial Oriente en 1966, constituyen dos proyectos extraordinariamente sólidos, honestos y logrados de forma magnífica que pusieron a disposición de historiadores, diplomáticos y público en general documentación que supera en volumen y diversidad al conciso corpus fundacional ofrecido por Groussac. Las dos obras son no obstante muy diferentes: mientras que el primero es una compilación erudita de documentos provenientes de diferentes archivos internacionales que se concentra solo en el período 1764-1767, la segunda constituye un esfuerzo de hacer una historia larga de Malvinas dirigida al gran público, desde el siglo XVI y hasta la actualidad del autor (1966) e incluye documentación de todo tipo que cubre todo el período así como recursos visuales para compartir en familia o como material didáctico en escuelas (diapositivas).
En todas estas obras,[32] sin embargo, aunque hay más referencias a la documentación originada por las negociaciones de Rubalcava y Madariaga con los agentes británicos establecidos en Puerto Egmont —y que iremos citando a medida que el desarrollo del tema lo exija—, no hay mayores variantes interpretativas respecto de los punteos del historiador francés en lo que concierne a los episodios del primer semestre de 1770. El corpus documental propuesto por Groussac fue ampliado recién a partir de los años 1950, pero su canon interpretativo tuvo una vigencia casi secular.
3. Ampliando el cuadro de Groussac
El interés de Su Majestad Británica [SMB] por asentarse en algún punto del Atlántico Sur había sido azuzado por la publicación del diario de Anson y la oportuna reacción del embajador español en la corte británica, Ricardo Wall, evitó una expedición de SMB al archipiélago, protestando que era jurisdicción española (Caillet Bois 1952, 46-47 y ss). Algunos dicen que más que evitarla Wall la retardó, toda vez que las expediciones de Byron y Mc Bride (1764 y 1765)[33] deben encuadrarse en el mismo impulso. La presencia británica en Egmont había sido detectada ya por el gobierno de Nerville —durante la colonización francesa— y el de Felipe Ruiz Puente, después de haber asumido como gobernador subordinado al de Buenos Aires y en nombre del Rey de España (Barriera 2019 «Malvinas»). Esas islas, que funcionaban como antesala del gran archipiélago malvinense (las Sebaldinas) eran «la llave del Océano Pacífico».[34] Para los británicos, ocuparlas era útil también para presionar a la monarquía española en otros frentes, como la negociación de la salida británica de Filipinas. En palabras del propio Lord Egmont, poner un pie ahí satisfacía el deseo de SMB «… de disponer de algo para el canje, en el caso de que los españoles persistieran en su actitud de negarse a reconocer los giros firmados por el arzobispo…» de Manila Manuel Antonio Rojo para el rescate de esa ciudad, que todavía no estaba resuelto (Goebel 262).[35]
En noviembre de 1769, el gobernador Ruiz Puente envió hacia Puerto Egmont dos misiones que fueron repelidas. Una el 14 y otra el 28. Al regreso de la última, al mando del pilotín Ángel Santos, Ruiz Puente envió al teniente de infantería Mario Plata con notas para comunicar amablemente que suponía que la presencia inglesa era accidental y que, ante este simple aviso, abandonarían aguas bajo el dominio del rey de España. Aunque esta excursión al mando de Plata consiguió en un momento avistar Puerto Egmont, fue rechazada dos veces (Caillet-Bois Una tierra, 121-122). A comienzos de 1770, órdenes de Arriaga en mano, Francisco de Paula Bucareli —gobernador de Buenos Aires— comisionó una pequeña flota desde Montevideo con el objeto de explorar el asentamiento británico en Puerto Egmont. Fernando de Rubalcava partió desde ese puerto a finales de enero de 1770 «… levando [sic?] a bordo a dos ingleses que manifestaban conocer la exacta ubicación de Puerto Egmont» (121). Siempre siguiendo a Caillet-Bois, Rubalcava entró en la Bahía de la Cruzada el 17 de febrero y el 20 dirigió un oficio a Hunt, donde manifestaba «… su sorpresa al comprobar la existencia de un establecimiento británico en territorio español, violatorio de los tratados en vigor». El mismo día, «Hunt redactó su respuesta, concretándose a decir que, por derecho de descubrimiento (?),[36] las islas eran inglesas; de paso, intimó a Rubalcava para que abandonase las islas y sus aguas, aunque sin fijarle plazo» (122). Rubalcava se mantuvo anclado frente al puerto por ocho días más, tomó notas y elaboró un plano. No volvió a Montevideo, sino que fue a Puerto de la Soledad, donde ofreció a Ruiz Puente una descripción del asentamiento y el inventario de armas de los intrusos. En marzo, dos embarcaciones españolas fueron a Buenos Aires para a llevar información y pedir refuerzos. De su lado, Anthony Hunt volvía a Plymouth, donde llegó en junio. El 26 de marzo de 1770 Bucareli —a quien Caillet-Bois insiste en rescatar del olvido e incluso de alguna que otra desconsideración—[37] despachó las órdenes a Madariaga, quien partió de Montevideo el 8 o el 11 de mayo[38] al mando del propio Madariaga, compuesta esta vez por cinco embarcaciones, 1500 hombres y un tren de artillería.[39] Llegó a la bahía de Puerto Egmont el 3 de junio por la tarde. El resto de la flotilla lo hizo tres días después.[40]
El 7 de junio, Madariaga intimó al capitán de la fragata Favourite[41] —William Maltby— y al comandante del torreón —George Farmer— para que abandonaran la instalación. Allí comenzó un intercambio (que incluyó comunicaciones orales y escritas) que terminó poco después. Tras dos días de tormenta de nieve y granizo, Madariaga acercó sus embarcaciones a tiro de pistola de la Favourite y el 10 de junio de 1770 abrió fuego contra ella. La capitulación fue solicitada por un oficial británico, concedida y redactada por Madariaga y sus hombres. 156 hombres rindieron sus armas y durante los días siguientes debieron organizarse no pocas comisiones tendientes a sostener el resultado, ganar tiempo en las comunicaciones con la corte propia, evitar la llegada de noticias a la británica, todo esto sorteando un enorme número de dificultades operativas impuestas por el invierno austral (Caillet-Bois Una tierra 123-128).
4. La soberanía a la luz de la legal history
En la introducción a un reader que se ha vuelto clásico para los interesados en la legal history, Lauren Benton y Richard Ross escribían un párrafo con el cual no podríamos estar más de acuerdo:
Ahora bien: ¿qué pasaba en esos espacios coloniales cuando las variadas formas de decir derecho —y de arrogarse derechos— no colisionaban entre sí al amparo de una única unidad política, sino que chocaban con las interpretaciones y las pretensiones de otra? Dicho de otra manera: ¿tiene el mismo rango una superposición entre la jurisdicción eclesiástica y la secular en la ciudad de Santa Fe en el siglo XVIII —todo al amparo de la monarquía hispánica— que una disputa jurisdiccional entre dos monarquías, compartan o no el mismo lenguaje jurídico o confesión religiosa?
Si la pregunta parece impropia para los objetivos del texto de referencia, sus autores dejaron de todos modos elementos para su respuesta: «In defending Dutch imperial interests, Hugo Grotius addressed central problems of legal pluralism and empire, in particular in evaluating the ways that jurisdiction could extend into the sea independently of claims to dominion» (Benton & Ross 2). No es el pluralismo legal hacia adentro lo que aparece en el centro de ese enunciado, sino un problema diferente: el de la competencia por el dominio en los mares y sobre las islas no pobladas,[42] lo que equivale a plantearse la cosa en términos que, paradójicamente, no podemos dejar de llamar territoriales.
Estos problemas, claro está, no aparecieron porque los formulara Grocio. Existían desde el fondo de los tiempos y, por eso mismo, los juristas —fueran estos escolásticos aislados o, como en el caso del holandés, talentosos jóvenes a sueldo— trataron de referirse a ellos para establecer algunos criterios. Para no cavar tan hondo, podríamos reseñar apenas que en la alta cultura jurídica de comienzos del siglo XVI, una mixtura entre Bartolo y Baldo —quienes habían estabilizado las interpretaciones vigentes al siglo XIV para el mundo del Mediterráneo— había ganado plaza de paradigma (Calafat 50).[43]
La cosa comenzó a cambiar, y mucho, con los supuestos en los que se basaban las bulas papales de 1493 y la expansión ultramarina en clave de expansión de la fe católica tutelada por los reyes de las monarquías española y portuguesa. Ateniéndose solo a las disputas que pudieran surgir entre estos soberanos, dice Herzog, «… los criterios para que un territorio pudiera ser clasificado de español o portugués variaban de acuerdo con el autor, el lugar y la época…», pero podían organizarse en dos tipos: uno que se basaba en las bulas (1493), tratados y convenciones que le sucedieron (desde 1494),[44] y otro que «… apelaba a doctrinas jurídicas que, originadas en el derecho romano y desarrolladas en la Edad Media y Moderna, determinaban que el derecho al territorio dependía de la posesión» (Herzog 39).
La historia del derecho de gentes, como escribió sin ironía Carl Schmitt, «… también es una historia de tomas de la tierra, a las que se añaden en determinadas épocas las tomas del mar» (Schmitt 28). El caso es que las islas plantean un problema diferente de las posesiones continentales y también del mar abierto, porque están en el mar, pero no son el mar. Como expresó no sin poesía Edmundo O’Gorman para el período abierto después del reconocimiento del continente americano: «… puesto que la separación oceánica ya no desempeña la función de límite del orbis terrarum, es obvia la capacidad de este de incluir, no solamente las tierras antes conocidas y las recién halladas; no solo todas las que pudiesen existir en el océano, sino al océano mismo, puesto que los límites impuestos por este a las porciones de tierra no sumergida han dejado de ser eso respecto al orbis terrarum en el nuevo sentido que se le ha concedido» (O’Gorman 140).
Esos terrenos que aparecen en medio de un espacio, el mar —porciones de la tierra no sumergidas, como escribe O’Gorman (143)— según la lectura medieval y moderna del derecho de gentes, eran inapropiables (Vázquez de Menchaca 1559). Esto podía acompasarse con los buenos vientos que soplaban para los derechos naturales de trasladarse, comunicarse y comerciar impulsados por Francisco de Vitoria en Relectio de Indis (1539), volviendo contra el derecho natural cualquier tipo de título, incluso las donaciones pontificias (Calafat 51). Además —según lo agrega Carl Schmitt— en el ámbito cristiano la idea de una guerra por iusta causa es desplazada a comienzos de la edad moderna por la aparición en primer plano de una cuestión que ya no es teológica: la del iustus hostis, esto es, el enemigo que no es un criminal, que no es punible, sino que libra batallas de fuerza contra un igual, contra un otro que está en su mismo rango y condición política y jurídica (Schmitt 2003, 110-111).
Pero si el mar es común a todos y no hay título válido sobre él para ejercer jurisdicción: ¿Cómo se pensaban y se ejercían, en su vastedad, las acciones normalmente importadas por la soberanía y el gobierno (derechos extractivos o de impedimento de la extracción; acciones de mando y obediencia, administración de justicia, distribución de premios y castigos)? ¿Cómo se relacionan en la época de la primera globalización, esto es, cuando la vastedad de los mares ha vuelto escaso en cantidad y dudoso en lo cualitativo todo cuanto se había pensado en torno al Atlántico norte y al mundo Mediterráneo? ¿Qué pasa en los archipiélagos compactos? ¿Eran una y cada una de las doscientas islas que componen el archipiélago malvinense las que debían ser ocupadas para exhibir dominio según los términos de la época? ¿Cómo se pensaban los enclaves, situaciones todavía persistentes como una rémora del colonialismo clásico?[45]
Algunas cuestiones relativas a los derechos sobre los mares y en ellos fueron abordadas a comienzos del siglo XVII desde una plataforma —el derecho romano— en el capítulo quinto del manifiesto Mare Liberum (1609). Bien que al inicio publicado como anónimo, el texto calcaba el capítulo 12 de De rebus Indicis, luego conocido como De jure praedae, obra que los accionistas de la Compañía holandesa de las Indias orientales habían encargado al joven Hugo Grocio (Calafat 19). Grocio tomó tres decisiones interpretativas sobre dicha plataforma para legitimar la libertad de navegación: 1) dio por buena una cierta indistinción de uso entre las categorías de res comumunis y res publica; 2) dio por cierto que el mar es imposible de subordinar como propiedad (ni por particulares, ni por pueblos) —aunque habilitó una distinción entre los litorales y el mar abierto para poder admitir la posibilidad de dominium sobre los primeros y la imposibilidad sobre el segundo—, y 3) se aferró a la idea de la posesión o apropiación efectiva como condición de propiedad o de dominium —lo que podía travestirse sin muchos artificios en soberanía— (Calafat 26-28). Ahora bien: son interpretaciones y principios que estableció, como lo dicen con total claridad Benton & Ross, in defending Dutch imperial interests.[46]
Pero casi todos los teóricos coincidían en algo: el mar abierto (mare vastum) no podía ser objeto de restricción alguna, ni quedar sujeto a ningún tipo de superioridad. Tenía que ser liberrimum. El problema eran las costas, los litorales, hasta dónde alcanzaba entonces lo que en voz señorial era el dominium, pero entre las compañías comerciales comenzaba a tallarse más sinceramente como monopolium. Y además de bañar costas, los mares alojan codiciados frutos y, en ocasiones, separan o unen dominios de diferentes naciones. Por lo tanto, quedaba pendiente de resolución todo un conjunto de gravosos asuntos tales como los de la pesca, de los derechos de paso y de las islas inhabitadas.
Otro punto que Calafat (31) trae a la palestra retomando los planteos de Ulpiano, es el que concierne a los acuerdos, los contratos: si bien dos partes pueden ponerse de acuerdo sobre cualquier cosa, y luego respetar ese acuerdo, no es seguro que el mismo goce del respeto de terceros… incluso si, como quería Freitas, los contratantes no eran privados, sino públicos, es decir, príncipes soberanos —algo con lo que Selden (1635) estaba de acuerdo, y la voluntad pública de un príncipe expresa nada menos que imperium, el cual depende de una autoridad que se sostiene militarmente. Selden utiliza las ciudades-estado griegas para demostrar la antigüedad de la idea de un dominium marítimo y Grocio, en De jure belli ac pacis (1625) acude a las historias antiguas para dar ejemplos de límites convencionales en el derecho de gentes (Calafat 33-34).
Por último, en el libro de Pagden (1997) se revisan muchas de estas cuestiones. De su análisis me gustaría retener dos aspectos: que la cuestión de las bulas mantuvo su incidencia en las argumentaciones hasta mediados del siglo XVIII (70) y que el ejercicio de gobierno por parte de la monarquía española durante más de dos siglos sobre territorios americanos había llevado a teóricos de otras naciones a excluir a América de lo que podía considerarse res nullius (111).
5. Consensos jurídicos y cuestiones prácticas
Este impasse jurídico tiene un sentido. Su relación con el contenido no es mecánica, pero sí instrumental: me interesa plantear cómo se discutieron consensos en ese plano porque, aunque su recepción (bien que alimentada por una idea estatalista de la lectura del derecho) parece un poco plana, su armado no es ajeno a las negociaciones políticas o incluso a lo que ocurre en el plano de las pruebas de fuerza.
Giovanni Tarello afirma que la idea de ordenamiento jurídico —clave para fundamentar la existencia de una crisis del derecho común en la Europa del siglo XVIII—, al igual que otros esfuerzos teóricos, «… obviamente se han elaborado en función de exigencias prácticas, y sus soluciones han tenido usos prácticos» (Tarello 158).[47] Entonces, podemos pensar con él que así como Santi Romano «… no se proponía operaciones consistentes en atribuir importancia a otros ordenamientos en el derecho estatal cuando en el ordenamiento estatal no se descubrieran indicios de tal importancia…», Grocio, Selden, Welwod y Freitas —y más tarde, en el siglo XVIII, Vattel o Pérez Valiente, pero también Grimaldi, Masserano, Lord Chatham, Ignacio de Madariaga o William Maltby— también operaban orientados en función de exigencias prácticas.
El jurista italiano advierte que los esquemas pluralistas «… responden a exigencias de atribuir carácter ordenamental unitario […] a fenomenologías de contradicción y de desgarramiento» (Tarello 168, énfasis mío). Y el momento en que surge dicha exigencia —incluso si es una época muy diferente de la que acá analizamos— tiene un punto en contacto muy fuerte con ella: la primera posguerra mundial es, en términos de relaciones internacionales, un momento de contradicciones y de cambio de las relaciones de fuerza entre las naciones, y también de desgarramientos. Algo que a todas luces caracteriza también a lo que ocurre en 1770, salvo que no existe una comunidad de naciones, sino que hay, sobre todo, agentes que eluden compromisos firmados (pactos, acuerdos, tratados) y eligen imponerse a otros en un terreno bien conocido: el del uso de la fuerza por las armas —o la amenaza de emplearla—.
Pero tampoco todo se reduce a eso: las formas de decir el derecho o de ejercer jurisdicción sobre los mares variaban. Y lo hacían, entre otras cosas, no tanto con base en las características del objeto (por ejemplo, isla; por ejemplo, animales —considerados objeto de caza o pesca por los coetáneos—, lo cual ciertamente habilitó reflexiones) o del sujeto (por caso, población de las islas), sino y sobre todo —esta es mi hipótesis interpretativa—[48] en función de la magnitud de las fuerzas y las posiciones relativas que se jugaban en ese y en otros terrenos, esto es, tanto en la superficie del mar como en las lejanas oficinas del almirantazgo o en alguna embajada. Esto vale también para el Atlántico Sur en 1770. Bien que, refiriéndose a los conflictos entre España y Portugal, Tamar Herzog lo pone todavía más claro:
La imposibilidad de llegar a un acuerdo permitió a los interlocutores elegir soluciones conformes a sus propios intereses. En lugar de obedecer a una progresión cronológica, que indicara que los argumentos iban evolucionando paulatinamente, las teorías se fueron adoptando y abandonando de acuerdo con el lugar, el período y las necesidades (Herzog 40).[49]
Al hilo de estas certezas siempre tambaleantes parece legítimo que nos preguntemos qué es, en esta materia, una época, es decir, un consenso, un paradigma. No es una pregunta para responder con un artículo. Pero considero útil tenerla en el horizonte para permanecer sensible a los modos en que se dirimían en cada terreno —fuera este la batalla de las diplomacias, el de la guerra de los libros o el más salomónico de las balas— la manera en que algunos criterios convenientes para algunos intentaban ser emplazados como elementos permanentemente válidos (¿de derecho?) para una comunidad que podemos llamar internacional en un sentido blando (es decir, no hermenéutico) por quienes eran más potentes en algún campo práctico, o en el campo de las pruebas de fuerza —dominio que va más allá de la fuerza de las armas e incluye, por ejemplo, todas aquellas capacidades que posibilita la supremacía de la simple superioridad física o la que otorga la disponibilidad de recursos económicos— (Barriera (a) 2019, 661).
6. Conversaciones australes: palabras a través de la niebla
En este apartado vamos a revisar qué cosas escribieron y dijeron en Malvinas en general y en Puerto Egmont en particular, entre noviembre de 1769 y junio de 1770, agentes de la monarquía española e inglesa. Mi propósito es sondear qué contenidos disponibles combinaban —y cómo lo hacían— para configurar la idea de dominio sobre el archipiélago que cada uno de ellos asignaba a su soberano.[50]
Como se adelantó más arriba, el 14 de noviembre de 1769 Ruiz Puente envió hacia Puerto Egmont una misión que tuvo que abortarse por presencia inglesa y el 28 sucedió lo propio con la goleta San Felipe —al mando de Ángel Santos—, que fue interceptada y repelida por la fragata Tamer, a cargo del capitán Anthony Hunt. Al regreso de Santos, Ruiz Puente intentó una negociación amable,[51] enviando a través del teniente de infantería Mario Plata dos notas donde expresaba «su asombro por la actitud asumida para con un piloto hispano en aguas hispanas» y otra más en la que manifestaba «… la sorpresa que había experimentado al conocer la existencia de una embarcación británica en aguas españolas, presencia que, deducía, debía ser puramente accidental y que, en consecuencia, suponía que, al primer aviso, las abandonaría, pues su presencia era violatoria de lo dispuesto en los tratados celebrados entre las dos coronas» (Caillet-Bois Una tierra 121).
Las instrucciones escritas el 30 de noviembre de 1769 por el gobernador español de Malvinas Felipe Ruiz Puente al teniente de infantería Mario Plata —para que negociara con los ingleses establecidos en Puerto Egmont— dicen lo siguiente: que el capitán Santos fue detenido durante todo un día a bordo de una fragata de guerra inglesa fondeada en el estrecho que divide a las dos islas mayores del archipiélago (el que en la actualidad se denomina San Carlos)
A la sazón, Ruiz Puente dice ignorar el nombre de la fragata de guerra inglesa tanto como el de su capitán,[53] y apuesta fuerte por la incredulidad que le despierta la situación
Ruiz Puente había confiado a Plata varias comisiones: entregar una carta al capitán de la referida fragata; una «esquela amistosa con que se acompaña un pequeño regalo» al comandante del establecimiento (si fuera otra persona);[55] hacer una averiguación oral sobre el incidente con el pilotín Santos y, por último, requerirle sobre «el motibo que tiene, o le obliga a navegar en estas Mares, y principalmente para hallarse en dicho Estrecho; reconviniéndole, si no sabe que absolutamente no puede hacerlo sin expresa licencia de S. M. Católica, que le deberá exibir; y le amonestará que inmediatamente se retire de estos Dominios y Mares, y se abstenga en lo sucesivo de volver a ellos, sin dicho Superior Permiso, pena de que sea responsable de todas las consecuencias que se originen».[56]
El gobernador español situaba a sus interlocutores en un lugar para ellos ajeno, en el cual no podían estar sin motivo y menos aún sin permiso del rey español. Y para iniciar esta conversación —bien que a través de un comisionado—, elige un camino: les habla de papeles. Reclama la obstrucción a Santos que portaba un salvoconducto suyo, pero también les pide exhibir una licencia, que sabe que no tienen. Al capitán de la fragata le escribe sobre lo difícil que le resulta persuadirse de que un oficial de una «nación tan política […] faltase tan plenamente à la atención y respeto devido a la Vandera del Rey mi Amo, y principalmente en sus dominios» mandando una embarcación de guerra.[57] Trata de llevar la conversación a un terreno donde se siente fuerte. Para Ruiz Puente las reglas son claras y el dominio de su rey sobre esos mares no está en discusión. Pero no pierde los modales: aparte la amabilidad de las notas donde se dice sorprendido, envía esquela amistosa y regalo.
Si la protesta presentada por el capitán Mario Plata[58] no surte todo el efecto esperado por el gobernador de Malvinas, al menos nos deja saber cómo fueron las negociaciones: en primer lugar, el 10 de diciembre de 1769 hubo un intercambio oral que pasó por la mediación de un intérprete políglota, Joseph Bunce. Este hablaba con Plata en francés y con Hunt en inglés. Una vez enviadas las cartas al capitán de la fragata Tamer, Anthony Hunt le respondió primero oralmente a través de Bunce, quien explicó a Plata «en francés», que le daba seis meses de plazo «… para que salga del Puerto de la Soledad y sus Jurisdicciones, que dice pertenecientes àl Rey de la Gran Bretaña». Plata insiste ampliando con el repertorio léxico que había habilitado Ruiz Puente: era Hunt quien debía salir «… de estos Dominios de mi Rey mi Amo, porque el mantenerse en ellos es contra la Fe de los Tratados y la buena Armonía que hay entre las dos Coronas…», lo que protestó una, dos y tres veces «en la mejor forma».[59]
Plata añade que Hunt le impidió ir «a su Colonia» (Puerto Egmont) y que considerará «un insulto» que él se presente en Puerto de la Soledad incluso amistosamente. Todo esto dice Plata al intérprete Bunce, pero también lo escribe y lo firma a bordo de la Tamer anclada en la Bahía del Diamante, es decir, en terreno enemigo.[60] El 16 por la noche, y bajo amenaza de fuego si se movía de esa ubicación, Plata salió de nuevo hacia Puerto Egmont y a las cuatro de la tarde del día siguiente descubrió «la colonia ynglesa». Cuando fue advertido por la guarnición, tres botes lo abordaron: ellos mismos echaron las anclas y el comisario John Fowshend se llevó a tierra la segunda carta de Puente para Hunt, fechada ésta el 12 de diciembre.[61] Uno de los botes se quedó custodiándolo y, media hora más tarde, regresó uno de los dos que había partido con su carta. A bordo estaba el capitán de la Favourite, William Maltby, con la orden de hacerlo retroceder con un tiro de cañón. Un segundo bote se acercó más tarde con el solo propósito de responder la esquela amistosa: traía un recado para invitarlo a cenar a la fragata del comandante. El pilotín Santos también era convidado. Esa cena —nadie dice si por cuestiones meteorológicas o etílicas— se estiró hasta el amanecer, cuando Plata volvió a la San Felipe.
A la carta de Puente fechada el 12 de diciembre, Hunt —lamentándose por no llevar a bordo a nadie que pueda escribir español— responde reiterando que le da seis meses para abandonar la isla.[62] Los intercambios orales, no obstante, continúan. O al menos Plata registra cosas que dice haber dicho. En este caso, su respuesta (dice) fue «que la Vandera del Rey de España mi Amo sabía hacerse respetar y era mucho asunto para que la hiciesen servir de juguete».
Después de estas conversaciones y de la protesta escrita, Plata volvió a Puerto de la Soledad, desde donde envió un detallado informe de las negociaciones al ministro Arriaga. Incluyó la observación que pudo hacer de Puerto Egmont y el relato de su experiencia.[63]
El 17 de febrero llegó a la bahía de Puerto Egmont la expedición que Bucareli y Madariaga habían enviado desde Montevideo, al mando de Fernando de Rubalcava. El breve intercambio mantenido el día 20 del mismo mes entre Fernando de Rubalcava y el capitán Hunt, a cargo de la guarnición de Puerto Egmont, dice lo siguiente:
Habiendo entrado por casualidad en este puerto, he quedado admirado de encontrar en él una especie de establecimiento bajo la bandera inglesa puesta en tierra, y auxiliada de las embarcaciones de S. M. B., ocupando Vm. en una y en otra parte el empleo de Comandante en xefe.
Rubalcava escoge como estrategia de presentación la «casualidad» (que nosotros sabemos no existió) y, bajo el argumento de que se trata de los dominios del rey de España, alude a los tratados de paz, señalando que «introducirse en dominio ajeno, contra todo derecho» es quebrantarlos. La protesta del agente español conlleva una tímida amenaza del uso de la fuerza, muy disimulada, bajo el esfuerzo expresado en el «conteniéndome a proceder de otro modo». De su lado, el capitán Hunt, habla directamente de pertenencia de «estas islas» a SMB «por derecho de descubierta» —uno de los que se alegaban en forma habitual en las disputas—, pero que ni Vitoria —quien desde el siglo XVI niega el descubrimiento y la ocupación como títulos jurídicos ya que para él, por ejemplo, el suelo americano no era libre ni falto de dueño (Schmitt 99)— ni Vattel (quien en su compendio del XVIII asegura que al descubrimiento debía seguirse la ocupación y posesión continuada) consideraban suficientes per se y, respecto del uso de la fuerza, era menos sutil: el poder que menta y su manifestación son, efectivamente, una sinécdoque para mencionarla.
Poco después, en junio, se produjo el último intento de evicción de los ingleses de Puerto Egmont de 1770. Las primeras palabras que Ignacio de Madariaga envía por escrito desde la fragata Industria al capitán de la fragata Favourite William Maltby en la Bahía de la Cruzada fueron las siguientes:
Madariaga empieza por algo que, podemos asumir, le importa dejar en claro desde el inicio: le dice a Maltby que, si van a jugar en el terreno de las pruebas de fuerza, él goza de una potencia imponderablemente mayor. Esto de saberse en plena superioridad es algo que no les había sucedido a sus predecesores —Ángel Santos, Mario Plata y Fernando Ruvalcaba—. Pero, incluso si tiene clara esta supremacía, también le subraya «la buena armonía» reinante entre sus respectivos soberanos y en honor a la urbanidad —algo que en el descampado no deja de ser curioso y que debemos traducir como civilidad—[67] asume esa superioridad por parte del más fuerte en forma pacífica y le advierte acerca de la diferencia entre irse motu proprio que expulsado por la fuerza. La intimación por trámite abreviado —enuncia en el mismo texto las tres veces que tendrá que reclamar de todos modos— es un último gesto de urbanidad que no está exento de impaciencia, pero que tampoco es protocolarmente infrecuente en los campos de batalla.
Similar es la nota que dirigió en el mismo momento al comandante del asentamiento en tierra, George Farmer, a quien insta a desalojar ese «principiado establecimiento». La diferencia estriba en que a Farmer le pasa una descripción de las fuerzas que cuenta para rendir la Plaza: «1400 hombres de desembarco, y los 526 de tropa escogida».[68]
Si bien hubo una respuesta oral –su registro es una nota marginal en la copia de las cartas remitidas al ministro Arriaga– en la cual los ingleses respondían a través de un oficial que «… se hallavan con fuerzas para defenderse de qualquier [v] insulto, y que así lo harian hasta perder la vida…»,[69] los increpados del día 7 respondieron también por escrito la mañana del 8 de junio: las notas consignan en primer lugar que Madariaga ha recibido «los refrescos de agua» (un gesto de caballerosidad marina, también urbanidad) y en segundo que era él quien debía irse con sus naves, puesto que «… las Islas llamadas Falkandnas [han] sido primeramente descubierttas por los subditos de la Corona de Inglaterra embiado a este fin por el gobierno de la nacion, cuyo soberano me ha confiado su proteccion con ordenes expressas de no permitir en ellas establecimiento o residencia a vasallos de otra Potencia sin expreso motivo del rey mismo» (Farmer) «… se vaya de este Puerto [11] e Islas llamadas Falckandnas pr haver sido primeramente descubiertas de Vasallos de la Corona de Inglaterra embiados a este fin por el Govierno Anglicano, y haviandolas puesto SMB bajo mi proteccion para defenderlas intimo a VM salga luego de este Puertto pues mis ordenes son de no permitir el establecer en ellas subditos de otras coronas que la de Inglaterra por ningun titulo ni pretexto, sino con permisso de mi soberano» (Maltby).[70] El discurso es calcado y apela a un primer descubrimiento por vasallos de SMB —esto es, trae al llano a Vattel—[71] tanto como a la obligación de defensa que cada uno de ellos dice tener respecto de las islas.
Pero como muy bien alegó Tamar Herzog en un libro que, justamente, trata de superar las contradicciones entre una historia de las fronteras vista desde arriba y otra vista desde abajo, si disponer de una interpretación unánime de los tratados era difícil, también lo era aplicar esas doctrinas romanistas de la primera posesión, ya que la «… identificación tanto del poseedor como del territorio poseído dependía de una información de la que los contemporáneos normalmente carecían. Dado que la ocupación tenía que ser continua, lo que estaba en juego no era solo saber quién había llegado primero al territorio, sino qué había pasado desde entonces» (Herzog 41).[72]
Madariaga, «… evitando duplicidad perjudicial â la brevedad» eligió responder en una sola carta, dado que los contenidos de las recibidas se reducían a intimarlo que se fuera de Puerto Egmont «… exponiendome razones que no me convencen para justificar la legitimidad de su nuevo establecimiento portuario». Aunque el comandante de la expedición tenía por objetivo expulsar militarmente a los invasores del archipiélago, se puso en un rol que nos permite observar un espectáculo: acunado por el movimiento de su barco y seguramente aterido por el frío, el oficial de la armada se permite jugar por un instante con el imaginario del diplomático:
Res non verba. Una división del trabajo y de recursos tan clara y contundente que todos tendrían que darla por buena: para el embajador, la palabra; al oficial de armada, la fuerza. En otra más, del mismo día 8 de junio, les dice que ni ellos ni nadie «… debe de hacer establecimiento y mucho menos fortificarse en estas Islas, Puerttos y Costas Magallanicas sin permisso del Rey Catholico mi respetable soberano…» y les pide prueba cierta de que desalojarán todo «breve y buenamente». La promesa es la de tratar a las tropas «… de VMS con toda aquella consideracion y atencion que corresponde a la buena armonía, que subsiste entre nuestros soberanos, y permitiré lleven VSM quanto tengan en tierra, y les pertenezca legitimamente, y de aquello que no quisieran llevar les daré un recibo porque sobre este asumpto determinen, o convengan las respectivas corttes intereszzadas». La amenaza ante el incumplimiento sigue en pie: «me baldré de las fuerzas de mi mando para hacerles desaloxar con el fuego de mis cañones y fucil y VMS serán la causa de su propria ruina y de las funestas resultas de un ataque ardiente, que executaré por mar y tierra para conseguir con la fuerza el cumplimiento de mis ordenes». El rey de España es citado como el «legitimo Dueño» de esas islas.[74]
El cierre de esta última amenaza es en cierta forma hilarante:
Al día siguiente —y no a los 15 minutos— Farmer responde a Madariaga con mucha flema: dice estar seguro de que Madariaga no irá a más —«no siempre las amenazas son hostilidades, ni puedo creer que así sea en tiempo de una profunda Paz para ponerlas en execuzion especialmente concediendome VM que al presente subsiste la mayor armonia entre las dos Coronas»— apelando a la posibilidad de que fuera un amague, pero también a la paz entre las dos Coronas, algo en lo que están de acuerdo.
Por otra parte le recuerda algo que circulaba mucho en la corte, pero no tanto en el Atlántico Sur ni en el Río de la Plata: «… no pongo la menor duda de que está VM ciertamente convencido que el Rey de la gran Bretaña mi Real Amo tiene fuerzas suficientes para [14] pedir satisfacion en qualquiera partte del globo de qualquier poder que sea, que se atreva a insultar la vandera inglesa».[76] El planteo de Farmer, envalentonado, se vuelve más provocador sobre el final: «Portanto si fuere el tiempo limitado aun mas cortto que los 15 minutos que me ha concedido no haría alteracion en mi determinada resolución para defender el cargo, que me está cometido hasta el último de mi poder».[77] Maltby, de su lado, va por un camino similar al de su jefe: alega las mismas cosas y con las mismas palabras.[78]
Las respuestas de los comandantes ingleses tienden a que el español dude de ejecutar su acción, recordándole (sobre todo Farmer) que la superioridad de la armada británica puede hacerse presente en cualquier parte delglobo frente a quien se atreva a insultar «la bandera inglesa». Sobre este punto, defender al soberano o la bandera británica parece ser la misma tarea para los comandantes: la una remite al otro, no hay confusión posible. Además, izar una bandera contaba como el primero de esos «actos externos y visibles» de los que hablaba Pufendorf (1710) a través de los cuales el actor se manifestaba ante unos espectadores cuyo silencio podía traducirse en aceptación de la exclusión que supone la apropiación (Herzog 60).
Al día siguiente, a través del coronel de las tropas españolas Antonio Gutiérrez, George Farmer y William Maltby, «comandantes de las fuerzas de mar y tierra por SMB en el Puertto Egmont de las Islas Falckands» aceptaron entregar el torreón, la batería del muelle y el establecimiento «por reconocer la superioridad de mar y tierra con que nos bemos atacados». Propusieron al jefe de la escuadra española, don Ignacio Madariaga una capitulación que Madariaga se encargó de comentar y corregir antes de firmarla ese día.
En el intercambio suscitado por la confección del texto final de la capitulación se destacan algunos comentarios de Madariaga relativos a cómo se configuraba la soberanía a través de actos: mientras que los ingleses piden mantener enarbolada su bandera hasta embarcar (art. 2), Madariaga responde : «… y no hallo inconveniente en que tengan arbolada su vandera en su Fragata y quartel, pero sin que puedan exercer acto alguno jurisdicial, sino en sus gentes: pues solo por pura providencia interina deven permanecer en tierra hasta su salida».[79] Esto, que parece una obviedad, porque están capitulando, no lo es tanto para Madariaga. Entiende perfectamente los riesgos de dejar una bandera enarbolada: en alto, identificada con un soberano, habilita ejercicio jurisdiccional. Madariaga incluso lo reconoce y lo permite, pero acota su alcance en cuerpos y tiempo: solo sobre sus gentes (es decir, sobre los súbditos de ese soberano), y provisoriamente (hasta que se vayan).
Cuando los oficiales ingleses piden llevar sus cosas a la fragata Favorita e ir con ella «adonde mas nos cobenga» (art. 3), el comandante español los corrige: precisamente embarcar todo es lo que deben hacer, pero. además, le marca la dirección y el tiempo
Todos esos dichos apuntan a perfeccionar a través de gestos y actos de autoridad la jurisdicción española, lo cual también tenía sus costos materiales ya que, como era de uso, se les iba a entregar un recibo para pedir resarcimientos por todo aquello que no pudieran cargar en la fragata (art. 4).
Por último, los ingleses pidieron salir con todos los honores (art. 5)[81] a lo que Madariaga impuso condiciones diciéndoles que se irán «… en la hora y methodo [convenido] con el comandante de la esquadra pues no podrá salir de ella, ni tomar las armas los ingleses sin preceder este Aviso al comandante español afin de que pueda te [18] ner observancia lo mismo que piden de no ser incomodados, ni injuriados, pero si hiciesen lo contrario se reputará por atentado, y serán responsables de las resultas».[82] El último punto «que les tome la rendición un official con poca tropa» (art. 6) también fue denegado por el comandante español, quien dice que, justamente, para garantizar el orden entrará «… con todas sus tropas el Coronel Dn. Antonio Guttierez».[83] Ni el tiro del final.
7. Consideraciones finales
Los discursos y los actos durante la disputa por Puerto Egmont —que no terminó en el episodio que analizamos, sino que se completó recién en 1774, cuando fue desalojado por los británicos y luego destruido por la armada española— expresaba significados muy generales sobre la soberanía, pero también algunos más particulares: así lo hizo saber uno de los agentes que gobernó desde el terreno, el contador del gobierno de las Islas, Miguel Bernazani, quien consideraba al Puerto de la Cruzada (Egmont para los ingleses) «… más ventajoso que el de la Soledad de la otra Malvina por tener la entrada y salida para mayor número de vientos…».[84] Otros tipos de acciones, si se quiere menos físicas y más simbólicas, ya habían sido advertidas en numerosas oportunidades por los ministros que gobernaban la monarquía y habían disparado acciones en consecuencia. En medio del conflicto, en mayo de 1770, Grimaldi recibió del embajador en Londres, Príncipe de Masserano, un mapita publicado allí por los ingleses, y le encargó a Arriaga que hiciera unas copias, sugiriéndole que «… sería bueno poner alguna nota que declarase no deber causar perjuicio à la pertenencia de aquellas Islas a SM el que los Ingleses en su Mapa les hayan puesto sus nombres voluntariamente».[85] La aclaración, como se ve, era parte de una forma de proceder que configuraba la soberanía por muchos medios.
El episodio no derivó en una guerra, como se ha dicho, sino que:
En otra línea luminosa sobre la cuestión de las soberanías y sus fuentes, Tamar Herzog escribió: «En pocas palabras, las bulas, los tratados y la doctrina no incluían respuestas, sino solo preguntas, y su materialización requería de interpretación legal, determinación científica y recopilación de datos» (Herzog 41). Pero según sugerencias que aparecen en el mismo libro, y sobre todo, según lo que surge de los diálogos a través de la niebla que analizamos —o, dicho de otro modo, lo que surge de la tensión entre los contratos y las situaciones prácticas de fuerza, tales como las que se atravesaban en el mar o en las cortes— el uso o la amenaza del uso de la fuerza, en el corto plazo, tornaba las situaciones menos doctrinarias, pero también menos inciertas.
Finalmente, hay algo del cruce de razones entre la corte y el terreno que me parece clave para trazar el bies por donde tienen que decantar estas conclusiones: la superioridad en un solo campo —el de los títulos, el recurso a las doctrinas jurídicas o el del uso la fuerza— no bastaba. Además, la situación debía ser considerada en un mapa que tuviera en cuenta todo el tablero, por lo cual los agentes negociadores tenían que estar en algún centro donde convergiera cierta concentración de información.
El caso analizado es elocuente: cuando la armada española, con Madariaga, se encontró militarmente muy superior a las fuerzas británicas en Puerto Egmont, consiguió de inmediato la rendición local de sus comandantes. Pero el embajador español en Londres accedió a una negociación que no se correspondía con esa situación, porque ante la sola posibilidad de no poder evitar una guerra que tuviera por escenario los mares europeos, los negociadores debían tener presente que se exponían a una situación de inferioridad militar y de gastos insostenibles. La experiencia reciente impedía al negociador cortesano no pudo refrendar en el papel la victoria militar obtenida en la Bahía de la Cruzada porque el escenario de la disputa no se reducía a las acciones de Puerto Egmont. La memoria de los furtivos desembarcos ingleses en la Patagonia a ambos lados de los Andes (desde el siglo XVI), la del incendio de Payta (1741), de la Guerra del Asiento (1739-1748), los rumores de la ocupación de la isla Juan Fernández en el Pacífico (1746),[86] pero sobre todo las muy recientes tomas de Manila y la Habana (ambas en agosto de 1762, superadas, pero muy onerosamente) y el ataque anglo-luso a Colonia de Sacramento en 1763 estaban muy presentes de las decisiones que tomaban los gobernadores australes como Bucareli o Ruiz Puente, de las conversaciones entre los cortesanos y en los informes desde las Audiencias.[87] Como los intercambios nos dejaron ver, también eran tenidas en cuenta por los ateridos comandantes que, enfrentando no solo rivales armados, sino también librando batallas contra las condiciones ambientales, tejían los engarces más finos de unas soberanías tan enredadas como polemizadas. Lo que parecen pequeñas disputas localizadas formaba parte de estrategias y tácticas que, en el archipiélago de gobierno que era la Monarquía hispánica, se ejecutaban de manera espacialmente discontinua, pero que exigían aspirar a una coordinación que debía expresarse a escala global.
8. Epílogo
Cuando el salesiano Migone narra su encuentro con el gobernador malvinense Hodson en los años 1930 para comentarle su lectura del libro de Julius Goebel decide hacerlo mediante la transcripción de este diálogo:
—Usted me entregó este libro de Goebel, que acabo de leer con sumo interés, aunque dudo mucho que por su parte haya hecho lo mismo.
—¿Por qué? —me preguntó.
—Por la sencilla razón que, de haberlo usted leído, hubiera tenido forzosamente que dar por muertos y enterrados los pretendidos derechos de los ingleses a la posesión de estas Islas.
—Ahí es —me contestó— donde está usted equivocado, ya que, por lo visto, no toma en cuenta que la posesión constituye las nueve décimas partes del derecho (Migone 27).[88]
El religioso asegura que no tanto el contenido, sino la forma en que Hodson le espetó esa respuesta —«perentoria, rápida, segura, cortando por lo sano…»— fue la razón por la cual se lanzó a estudiar la cuestión, proceso del que salió «…profundamente convencido de que el mentado derecho inglés, no tenía más apoyo que la fuerza» (27). Migone experimentó en carne propia la violencia que supone el hecho de que ciertos criterios convenientes para algunos traten de ser impuestos como válidos universal y permanentemente. ♦
9. Obras citadas
9. Obras citadas
9.1. Fuentes
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Notas