DOI: 10.29112/ruae.v10i2.2576

Artículos libres

Discapacidad y hermandad en el conocimiento antropológico

Disability and sisterhood in anthropological knowledge

Deficiência e irmandade no conhecimento antropológico

Luisina Castelli Rodríguez1 ORCID: 0000-0001-8713-3065

1 Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. castelliluisina@gmail.com

Resumen

El propósito de este artículo es analizar los vínculos entre hermandad, discapacidad y conocimiento antropológico tomando como insumo la experiencia de la autora junto a su hermana y las implicancias epistemológicas de este vínculo con una investigación etnográfica en curso. Se ahonda en tres dimensiones: (i) las relaciones entre discapacidad y antropología en la investigación y en la construcción de enfoques y análisis; (ii) el lugar de la experiencia corporal, de parentesco y la afectación en procesos de conocimiento y (iii) la construcción de un lugar de enunciación y compromiso etnográfico donde la hermandad ocupa un lugar de relevancia. El artículo desarrolla un posicionamiento epistemológico y político a favor del conocimiento afectivo, corporal y relacional y propone ampliar los enfoques de la antropología recuperando experiencias de discapacidad y hermandad como fuentes de crítica y análisis.

Palabras clave: antropología, conocimiento, discapacidad, hermandad, trabajo de campo.

Abstract

This article aims to analyze the relationship between sisterhood, disability, and anthropological knowledge, drawing on the author's experience with her sister and the epistemological implications of this bond in an ongoing ethnographic study. It explores three dimensions: (i) the relationship between disability and anthropology in research and in the construction of approaches and analysis; (ii) the place of bodily and kinship experience and affectation in knowledge processes; and (iii) the construction of a standpoint and an ethnographic commitment where sisterhood occupies a place of relevance. The article develops an epistemological and political stance in favor of affective, corporal, and relational knowledge and proposes to broaden anthropological perspectives by recovering experiences of disability and sisterhood as sources of critique and analysis.

Keywords: anthropology, knowledge, disability, sisterhood, fieldwork.

Resumo

O objetivo deste artigo é analisar as relações entre irmandade, deficiência e conhecimento antropológico, tomando como base a experiência da autora com sua irmã e as implicações epistemológicas desse vínculo com uma pesquisa etnográfica em andamento. Aprofunda-se em três dimensões: (i) a relação entre deficiência e antropologia na pesquisa e na construção de abordagens e análises; (ii) o lugar da experiência corporal, do parentesco e da afetação nos processos de conhecimento; e (iii) a construção de um lugar de enunciação e de um compromisso etnográfico em que a fraternidade ocupa um lugar de relevância. O artigo desenvolve uma postura epistemológica e política a favor do conhecimento afetivo, corporal e relacional e propõe ampliar os enfoques da antropologia, recuperando experiências de deficiência e irmandade como fontes de crítica e análise.

Palavras-chave: antropologia, conhecimento, deficiência, irmandade, trabalho de campo.

Recibido: 05/05/2025

Aceptado: 03/10/2025

Presentación

Este artículo y las consideraciones que en él se despliegan surgen en el contexto de una investigación etnográfica realizada entre 2018 y 2022 con integrantes de dos grupos de danza inclusiva conformados por personas con y sin discapacidad, uno de ellos radicado en la ciudad de Buenos Aires y otro en la de Montevideo, en el transcurso de estudios de doctorado en antropología social.[1] Si bien lo desarrollado en el artículo podría responder a un abordaje autoetnográfico, y si bien son retomados trabajos elaborados desde allí, se opta por un encuadre que pone el acento en los devenires del abandono etnográfico y en una perspectiva relacional que se ensambla a aspectos biográficos de la autora. En este marco hubo al menos dos elementos que condujeron a que las corporalidades —en sus diversas dimensiones— demandaran especial atención para definir la postura y el enfoque epistemológico. Por una parte, la danza y el movimiento implicados en el trabajo de campo hicieron inevitable observar lo corporal, las prácticas e interacciones físicas; y por otro, ser hermana de una mujer con discapacidad y las circunstancias que rodean este vínculo, requirieron atender la autobiografía y la interacción de saberes propios de esa trama con el campo etnográfico.

Con atención a estos aspectos, el propósito de este artículo es explorar los ensamblajes entre hermandad, discapacidad y antropología contemplando tres dimensiones: (i) las relaciones entre discapacidad y antropología en la investigación y en la construcción de enfoques y análisis; (ii) el lugar de la experiencia corporal, de parentesco y la afectación en procesos de conocimiento y (iii) la construcción de un lugar de enunciación y un compromiso etnográfico donde la hermandad ocupa un lugar de relevancia. Se plantea en este sentido un posicionamiento epistemológico y político a favor del conocimiento afectivo, corporal y relacional y se propone ampliar los enfoques de la antropología recuperando experiencias de discapacidad y hermandad como fuentes de crítica y análisis.

Para poner en contexto a les lectores, es de orden introducir algunas informaciones. Por un lado, buena parte del trabajo de campo consistió en participar de las prácticas de danza de ambos grupos, con lo cual, si bien en toda instancia de investigación se involucra la corporalidad, aquí fue centro de atención de acuerdo a las distintas posibilidades del movimiento y la diferencia (corporal) que supone la discapacidad. Se suscitaron así interrogantes sobre cómo la danza, la copresencia y el contacto corporal configuran formas de autonomía, confianza y sentidos sobre lo común y las diferencias entre personas con y sin discapacidad.

A su vez, si bien el vínculo de hermandad es acercado al campo como parte de la historia biográfica de la investigadora, las circunstancias también tuvieron su efecto. Durante la investigación se dio una circulación geográfica entre las dos ciudades donde se realizó el trabajo de campo (Buenos Aires y Montevideo) y una tercera ciudad donde reside el núcleo familiar y como parte de él la hermana de la investigadora, dándose sucesivos encuentros. De este modo, si bien geográficamente los espacios de trabajo de campo estaban delimitados y eran distintos a esta tercera locación, sí estaban en circulación afectos, pensamientos, prácticas e inquietudes de la autora.

Los movimientos espacio-temporales dieron lugar a circulación de prácticas y afectos en dos direcciones: desde los espacios de danza hacia los de la vida familiar y puntualmente de interacción entre hermanas y desde este espacio personal hacia los de trabajo de campo. De este modo, se fue percibiendo que el vínculo con la discapacidad, primero a través de la experiencia de hermandad y luego en el campo, así como la atención a las corporalidades de les interlocutores no eran características secundarias, sino estructurantes de este proyecto etnográfico en concreto.

Con atención a estos emergentes y retomando las ideas de que entre espacio, cuerpo y etnografía existe una relación dialéctica (Wright, 2005) y que la afectación corporal es una forma de conocimiento (Favret-Saada, 2013), el artículo propone el siguiente recorrido. La primera sección se refiere al trabajo de campo y a la implicación de quien investiga a partir del viaje, el abandono y la experiencia corporal. La segunda sección trata de las relaciones entre discapacidad y antropología, observando de qué forma la antropología se ha interesado por la discapacidad, y qué desafíos teóricos y epistemológicos acerca la discapacidad a la antropología. La tercera y cuarta sección aluden a aspectos específicos de la investigación mencionada: se indaga la dimensión afectiva del conocimiento a partir del vínculo de hermanas, el papel del movimiento corporal y los desplazamientos geográficos; y a continuación en las implicancias del lugar de enunciación de la autora como hermana-antropóloga y la construcción del compromiso etnográfico. Por último, en las reflexiones finales se esboza una síntesis de las principales discusiones.

Viaje, abandono, cuerpo

Se ha planteado al abandono (Wacquant, 2006) y al viaje (Clifford, 1996) como condiciones epistemológicas de la etnografía, entendidos respectivamente como la suspensión de preconceptos y valoraciones morales de quien investiga para abrir lugar a una nueva experiencia; y como un movimiento de interrogación de lo conocido y aproximación a lo extraño. Estos requerimientos, aunque tienden a concebirse como actividades exclusivamente mentales o racionales y como modelos que pueden replicarse, son indisociables de una actitud corporal de predisposición a la cotidianidad de los otros, así como de las características de los «lugares etnográficos» (Wright, 2005). La predisposición puede requerir de mucha disciplina —como le ocurrió a Wacquant— y aprendizaje de técnicas de danza —como en este caso— o puede adoptar otras múltiples expresiones, como un acompañamiento sutil, la asunción de riesgos o la puesta en servicio de un conocimiento o experticia determinada, entre muchas otras posibilidades. En cualquier caso, para dar lugar al conocimiento la tríada cuerpo-abandono-viaje no puede permanecer fija, sino que demanda movimiento (temporal, espacial, simbólico e interpretativo). Por eso, ni el viaje ni el abandono equivalen a la procura de un lugar neutro, abstracto o desprovisto de todo contexto por parte de quien investiga, ni al borramiento de su historia personal y corporal, sino a un gesto de apertura, descentramiento de sí y a un ejercicio de puesta en relación de entidades, experiencias y procesos. El abandono puede llevar, en estos términos, a poner a disposición del conocimiento entramados de la biografía personal que no habían sido contemplados previamente.

Aquí la idea de «poner en relación» cobra relevancia en tanto característica saliente de la perspectiva antropológica y etnográfica contemporánea y de las últimas décadas, la cual me interesa enfatizar para luego argumentar que la historia personal, la corporalidad y los vínculos tienen su lugar en las investigaciones que realizamos. «Poner en relación», en los términos de Ingold (2012), no quiere decir conectar dos puntos o elementos de una red. Por el contrario, implica reconocer como punto de partida «que el mundo no está hecho de entidades estructuradas (…) (sino) de procesos que se están desplegando» (p. 60). Para Ingold, la antropología podría hacer del pensamiento relacional una ontología alternativa, que supere de una vez la dicotomía entre lo biológico y cultural o lo universal y lo particular. El foco está en los procesos más que en la estructura, dice, pues al no existir elementos predefinidos que conectamos, lo que existe son «senderos a lo largo de los cuales las cosas se mueven» (p. 63) y esos senderos son las relaciones.

Ahora bien, tejer un campo de investigación siempre nos ha desafiado a observar cuidadosamente las interacciones, relaciones y ámbitos por los que transitamos con nuestros interlocutores. Sin embargo, en el desarrollo histórico de la antropología y la etnografía la atención brindada a dichas interacciones fue cambiando, y pasó de focalizarse en la vida de «los otros» a abarcar también la posición y las circunstancias de quienes investigan. En este devenir y como parte de la experiencia, la corporalidad tomó relevancia. En la procura de alternativas al modelo cartesiano de racionalidad descorporizada, a la pretensión de objetividad «absoluta» y al relativismo a ultranza, el cuerpo y sus facultades pasan de objeto de estudio a entidades de conocimiento, siendo cada vez más pujante la atención hacia la experiencia, en tanto locus vivo que ensambla distintas formas de conocimiento. Este cambio no debería entenderse como producto de un acumulado lineal, ni como un emergente ajeno a su época, tal como lo advierte Zandra Pedraza Gómez:

El surgimiento mismo de los estudios del cuerpo no puede atribuirse sin más a una evolución académica orientada a superar problemas de las teorías y de los métodos de la investigación social como la relación entre el individuo y la sociedad, entre la representación y la práctica, entre la mente y el cuerpo o la conciencia y la experiencia. (…) Si los estudios del cuerpo se han consolidado, es porque la inquietud de la experiencia corporal y una acrecentada sensibilidad subjetiva inundaron las sociedades en la segunda mitad del siglo XX y han hecho impostergable ampliar el horizonte epistemológico de las ciencias sociales (Pedraza Gómez, 2009, p. 156).

En lo que atañe en concreto al trabajo de campo y a la escritura se suscitó una revisión de la autoridad que se ha conceptualizado en términos de «crisis», «malestar» e incluso «enfermedad» en la etnografía (Epele y Guber, 2019; Stocking, 2002, p. 25). Este malestar —que podemos considerar como un elemento persistente hasta hoy y plausible de ser resignificado como una potencia—, nos recuerda la necesidad de no dar por sentado cómo se genera el conocimiento. Ello nos impulsa a sopesar la pertinencia y despliegue de las técnicas y métodos en distintos escenarios, las éticas e intereses individuales, institucionales y geopolíticos, y también la forma en que las corporalidades son indisociables de la forma que toma el conocimiento.

Las maneras de entender el trabajo de campo y sus límites han cambiado y ello implica reconocer qué pasa con y a través del cuerpo en los distintos lugares que habita y por donde se desplaza. Es decir, qué senderos relacionales —en términos de Ingold— se desenvuelven desde y a través de la corporalidad. En tal sentido, hace ya décadas fue superada una visión del campo etnográfico como un espacio predefinido o un lugar dado, del cual quien investiga mantiene una suerte de «distancia óptima». En su lugar se afianzó una perspectiva que ve en el campo un entramado espeso, del cual hacen parte las relaciones interpersonales, corporales y con el entorno.

Estos cambios, como la categoría de malestar dan a entender, no han sido sencillos de atravesar y han puesto en evidencia conflictos de diversa índole vinculados a cuestiones éticas, asimetrías de poder, violencias y riesgos que se toman en el trabajo de campo. Pero al mismo tiempo, el devenir en la antropología —que acontece en un contexto más amplio de crítica y revisión de los sesgos etnocéntricos, de género, clase, étnico-raciales del proyecto de la ciencia moderna— abrió la posibilidad de explorar aspectos desatendidos en las formas de conocer, interpretar y analizar y en lo que se considera, en efecto, conocimiento válido. De este modo, las emociones, afectos, experiencias corporales, vínculos, memorias y trayectorias personales cobran relevancia en los procesos de conocimiento como materia sensible y como crítica a las formas preestablecidas (Aschieri y Puglisi, 2011; Csordas, 1993; Thajib et al., 2019).

Al prestarse atención a las potencialidades de los cuerpos en los procesos de conocimiento y su relación intrínseca con los lugares, una pregunta es planteada a la antropología desde los estudios en discapacidad: ¿cómo se relaciona una disciplina que tiene por eje el conocimiento de la diferencia con la discapacidad, en tanto sujeto constituido como alteridad social y corporal?[2]

Discapacidad y antropología

Para explorar los ensamblajes entre discapacidad y antropología tomaremos dos vías de aproximación: en primer lugar, veremos cómo la antropología se planteó el desarrollo de estudios en discapacidad, para luego detenernos en los aportes desde la discapacidad a la antropología que llevan a diseñar nuevos marcos de comprensión. El cometido no es proponer una historización pormenorizada, sino colocar algunos de los principales hitos a fin de observar sus emergentes.

Durante las primeras décadas del siglo XX el interés antropológico hacia la discapacidad fue escaso. No había «lugar antropológico» para un sujeto tan marginal, que era totalizado por el saber médico. En uno de sus primeros textos, Ruth Benedict (1934) abordó la relación entre la antropología y las categorías de «normal» y «anormal», y señaló que son producto de la modernidad occidental y que se moldean en los distintos contextos socioculturales. Si bien el texto no trató en específico sobre la discapacidad, sí constituye un aporte para trabajos posteriores. Algunos años más tarde Jane Hanks y L. M. Hanks Jr. (1948) se preguntaron por la posición social y el estatus que se otorgaba en sociedades no occidentales a los «minusválidos» o «impedidos físicos», notando que dicha posición también era variable y se asociaba al nivel de producción y distribución de la riqueza, al tipo de organización social y al fomento de comportamientos como la competencia o colaboración entre los individuos. Primaba por entonces el interés comparativo y clasificatorio entre sociedades occidentales y no occidentales y la pregunta por la influencia cultural en supuestos patrones universales.

Fue la etnografía de Robert Edgerton (1967) con adultos diagnosticados con «retardo mental» en el sur de California la que instaló una nueva perspectiva antropológica sobre la discapacidad. Edgerton documentó la vida cotidiana de estas personas y encontró que no ignoraban la discriminación de la que eran objeto y hacían grandes esfuerzos por enmascarar su condición para ser percibidos como normales. Así, el concepto de «enmascaramiento» —actualmente conocido como passing— constituye un aspecto nodal de su trabajo. Destaca aquí la atención brindada a la vida cotidiana, el acercamiento de las discusiones sobre la diferencia a las sociedades de origen de las y los antropólogos y la incipiente construcción de una dimensión social de la discapacidad que no se conforma con la definición biomédica.

Edgerton (1984) defendió la idea de que el «retardo mental» era social y cultural, y planteó que la antropología debía desarrollar su propio enfoque al respecto, de manera independiente de los postulados biomédicos y con particular atención a los ensamblajes con la pobreza y la desigualdad. Si la antropología se extraña de lo familiar y se acerca a lo desconocido, las preguntas que toman forma, entonces, son: ¿qué es la discapacidad para la antropología? y ¿qué conocimiento específico puede aportar esta disciplina? Comenzaba a ser evidente la necesidad de conocer de primera mano las experiencias de las personas con discapacidad, pero también de no asumir las definiciones y enfoques de otros campos de conocimiento.

Durante décadas los estudios antropológicos se acercaron a la discapacidad desde el presupuesto del padecimiento y la narrativa de la «tragedia personal» (Oliver, 1990), reproduciendo así el enfoque biomédico. No era extraño que se refiriera a esta población como «minusválidos» o «impedidos» (‘handicapped’), pero es de orden decir que este era el sentido común extendido en la sociedad en general, y la mirada antropológica no fue la excepción. Volviendo a la noción de abandono etnográfico mencionada más arriba y su requisito de suspensión de prenociones y valoraciones, nos preguntamos ¿de qué certezas se desprendían las y los antropólogos de mediados de siglo XX que se interesaban por el estudio de la discapacidad? Este cambio de perspectiva, sin embargo, llevó tiempo. Hacia los años setenta, cuando cobra entidad un nuevo enfoque acerca del cuerpo, la discapacidad permanecía como un asunto del subcampo de la antropología médica (Reid-Cunningham, 2009). Hay que reconocer, no obstante, que estos trabajos aportaron a la comprensión de experiencias de rehabilitación, medicalización, padecimiento y cuidados desde la óptica de las personas con discapacidad y también desde los efectos de las instituciones, línea que había sido instalada por los trabajos de Goffman y Foucault.

Fue a mediados de los años ochenta que cobraron fuerza vías de análisis que atendían la interacción con el entorno, los procesos de estigmatización y las narrativas de vida de las personas con discapacidad. Los trabajos de Joan Ablon (1984), referidos a las experiencias de niños con enanismo y de personas con neurofibromatosis son emblemáticos de este momento. Ablon prestó atención a la identidad de las personas que sufren estigmatización y procuró documentar cómo se transitan procesos de «aceptación de sí». Como Ablon, Gelya Frank también se ocupó de la «adaptación» a la vida en sociedad de una mujer amputada congénita de sus extremidades. El trabajo más conocido de Frank, publicado en el año 2000, es una investigación etnográfico-fenomenológica sobre la historia de vida de Diane DeVries, su interlocutora, donde buscó desarmar una imagen estereotipada de la discapacidad describiendo la experiencia familiar, laboral, de estudio, afectivo-sexual y de violencia de género de Diane.

Hasta aquí, como vemos, la antropología se interesó en la discapacidad principalmente en lo relativo a experiencias médicas por un lado y sociales y de estigmatización por otro. Se había introducido una discusión sobre la especificidad del conocimiento antropológico que la disciplina no asumió de inmediato. Dos muestras de ello las hallamos en la casi total ausencia de antropólogas o antropólogos con discapacidad y en que llevó tiempo desmontar el estatus de hecho biológico/patológico de la discapacidad sostenido por el modelo biomédico, en contraste con la deconstrucción y discusión de las categorías de género y raza (Battles, 2011; Oliver, 1990).

En la transición hacia el nuevo siglo se advierte la necesidad de ampliar las perspectivas, en concordancia con el desarrollo del modelo social de la discapacidad y los Estudios Críticos en Discapacidad. Faye Ginsburg y Rayna Rapp (2020) mencionan, en este sentido —retomando los postulados del giro corporal y afectivo— que es preciso dedicar atención a las corporalidades o experiencias encarnadas de las personas con discapacidad, el parentesco, la tríada género, sexualidad y reproducción, el ensamblaje con lo étnico-racial, las secuelas discapacitantes de la violencia a escala global, la ciudadanía y la precariedad, entre otros asuntos. Ginsburg y Rapp (2020) exponen, además, que los estudios antropológicos de la discapacidad resultan clave para revisitar dilemas centrales de la disciplina, entre ellos, la conceptualización de la diferencia —en un contexto de precarización de la vida a escala global— y de la normalidad. Y plantean la necesidad de superar miradas condescendientes hacia la discapacidad, ponderando los desafíos creativos que acerca a la vida social (p. S7).

Es en esta dirección que apreciamos el proceso de construcción de una crítica que consiste en «discapacitar la antropología» (aleijar as antropologías) (Guedes de Mello et al., 2022),[3] donde la corporalidad en tanto lugar con y través del cual creamos conocimientos, tiene un lugar saliente. Se toma como punto de partida el carácter fragmentario e inestable de la tarea que realizamos no como carencia, sino como dato de la realidad o, como ellas señalan, se reconoce la propia incapacidad de la antropología para captar la totalidad (p. 20). No se trata de delimitar un nuevo subcampo de estudios —una antropología de la discapacidad, donde la disciplina es la que dispone y ordena los términos de la relación con dicho subcampo y desarrolla teorías sobre el «problema» en cuestión (Reid-Cunningham, 2009)—, sino de posicionar un tipo de crítica que busca mirar hacia las bases disciplinarias. De este modo, si hasta hace algunas décadas la antropología tomaba a la discapacidad como un objeto de investigación, ahora la postura comienza a ser otra, situándose la interrogante sobre cómo la antropología observa el mundo desde las lentes de la discapacidad. Esto quiere decir enfocar los análisis en las matrices de producción de los imaginarios y prácticas de la normalidad antes que en la discapacidad, revisar el capacitismo que impregna los supuestos de conocimiento de la disciplina y aportar a dilucidar nuevas formas del cuidado y la convivencia humana en un mundo donde la discapacidad no es una excepción o rareza, sino una realidad extendida y creciente.

Una de las principales advertencias de esta mirada es repensar qué es lo que la antropología percibe como otredad y qué ocurre si se ubica en el lugar de análisis lo Uno en lugar de lo Otro. La presencia de antropólogas y antropólogos con discapacidad refuerza esta línea de discusión en términos de perspectiva teórica, así como metodológica, ya que el abandono y el viaje, como vimos más arriba, son indisociables de la corporalidad. La clásica observación participante, la escucha y la escritura son redefinidas cuando quienes las desenvuelven son corporalidades no normativas y discapacitadas (Guedes de Mello, 2019).

La discapacidad llama a revisar supuestos de la investigación y la teoría etnográfica y antropológica vinculados a la presencia de quien investiga en el campo, a sus capacidades corporales y a los modos de reflexionar, analizar, comprender y escribir. ¿Hay cuerpos no aptos para investigar? ¿Hay sujetos cuyos conocimientos no son válidos? Hemos tendido a dar por sentado que quien hace etnografía (observa, escucha, escribe) lo hace desde un cuerpo convencional. En consecuencia, descuidamos las potencialidades —en términos de percepción, prácticas, experiencias, análisis— que otras corporalidades tienen. Desde las comunidades de la discapacidad, no obstante, lleva tiempo registrándose un tipo de experticia propia.

Afecto, movimiento, corporalidad

Viajo de Montevideo a Buenos Aires, de Buenos Aires a Paysandú, de Paysandú a Montevideo. Transito este circuito en sus distintas combinaciones una y otra vez mientras transcurre la investigación. Montevideo es la ciudad donde vivo desde hace al menos una década, donde está mi lugar de trabajo y donde realicé parte del campo. En Buenos Aires me radiqué prácticamente por dos años para realizar el doctorado y también para emprender este proyecto. Y en Paysandú se encuentra mi familia, allí es donde nací y crecí hasta migrar a la capital. Entro y salgo de estas ciudades y al hacerlo me sumerjo en distintos estados corporales de acuerdo a lo que cada lugar me demanda y a lo que en cada uno puedo dar. Mi experiencia del trabajo de campo es en movimiento y se asemeja a la respiración: por unos momentos se expande y por otros se contrae.

A pesar de los recorridos y la distancia geográfica, la sensación es de estar habitando esos lugares al mismo tiempo: los espacios y las personas reverberan en mí de una forma que es difícil hacer tangible, pero que sin embargo percibo. La circulación y el lazo con cada lugar configuró una suerte de cotemporalidad y coespacialidad. Aunque era una sensación presente en mí, considero que todes quienes se encontraban en estos tiempos-lugares también fueron partícipes del proceso de conocimiento. Parece oportuno recordar que el conocimiento no es «nuestro», sino una actividad comunicativa e intersubjetiva (Fabian, 2012), donde la corporalidad resulta cardinal en tanto espacio y práctica de transmisión.

Mi cuerpo devino puente, un entre lugares, entre tiempos, entre personas. Me encuentro en Buenos Aires o Montevideo participando en los talleres de danza y se hace presente en mi sensación y pensamiento mi hermana. Recurro a aprendizajes que tengo junto a ella para interpretar consignas de la danza, para disponer mi cuerpo para asistir a otras personas o para dialogar sobre sus historias de vida. También noto los contrastes en las formas de resolver el cotidiano, en los relatos, en la organización de los cuidados, entre las situaciones de mis interlocutores entre sí y con respecto a lo que yo tenía incorporado en el seno familiar. Mientras estoy danzando recreo la expresión corporal de mi hermana, fuertemente marcada por la tonicidad y espasticidad producto de la parálisis cerebral. O a la inversa, estoy con ella en Paysandú y recuerdo situaciones del campo

La cuestión de cómo el cuerpo de una puede estar habitado         por dimensiones de los cuerpos de otras personas o seres recibe distintas respuestas de acuerdo a los terrenos etnográficos. Florencia Tola (2012) en su trabajo con los Tobas del Chaco argentino muestra cómo los cuerpos-persona se conectan y cohabitan con otros         humanos y no humanos a través de extensiones corporales que pueden ser fluidos, sombras, sueños, el calor e incluso el nombre. Mariana Del Mármol (2016), por su parte, introduce la noción de «corporalidad expandida» para describir y analizar lo que ocurre con el cuerpo en las prácticas de formación de actores y actrices. De acuerdo a Del Mármol, mediante el entrenamiento los cuerpos se abren unos hacia los otros y sus límites se tornan menos definibles (p. 42) y en la configuración de esta corporalidad los afectos y emociones ocupan un lugar de relevancia. Para ella,

el cuerpo que se construye mediante el entrenamiento para la actuación es un cuerpo que amplía su capacidad de ser afectado y, al mismo tiempo, su capacidad de afectar; un cuerpo receptivo y reactivo, permeable y productivo; un cuerpo que se vuelve más perceptivo tanto de su «adentro» (sus sentimientos, su imaginario, sus sensaciones corporales en relación a la temperatura, la tensión muscular, la respiración) como de su «afuera» (lo que producen el público, los otros actores y la totalidad de la escena) y capaz de reaccionar expresivamente ante estas percepciones, de modo tal que aquello que lo afecta se irradie hacia otros y los afecte, volviendo luego transformado hacia él (Del Mármol, 2020, p. 7).

Si bien, como plantea, esta es una característica que diferencia al teatro de otras artes escénicas, considero que algunos de estos aspectos están presentes en dos prácticas que formaron parte de la investigación: por una parte la danza, en este caso desenvuelta mediante técnicas adaptadas a la diversidad de cuerpos con y sin discapacidad donde la disposición hacia el otro era trabajada con recurrencia; y por otra parte en las interacciones con mi hermana, que también requerían una apertura corporal y afectiva orientada a sus posibilidades de movilidad. Esa conexión corpoafectiva me ayudó a comprender la vida de mis interlocutoras e interlocutores y sus experiencias dancísticas.

Creo que la confluencia entre, por un lado, la necesidad de mi hermana de asistencia permanente por parte de otras personas para su día a día, y por otro, la importancia del acercamiento y el contacto físico en la danza y la búsqueda de conexión entre quienes comparten esa experiencia, propició esta suerte de lazo de reciprocidad entre espacios, temporalidades y corporalidades. No se trataba simplemente de intercambiar técnicas entre un lugar y otro, de realizar inferencias que redujeran la multiplicidad de experiencias de los sujetos o de creer que se produce un mismo sentir que puede ir de cuerpo en cuerpo de forma inmutable. Lo que aconteció fue una transferencia y reinterpretación de sensaciones, reflexiones y disposiciones corporales que, en su constante reconfiguración, abonaron el trayecto etnográfico en el sentido de que permitieron abrir preguntas y reflexiones o, en otras palabras, de desenvolver el «pensamiento relacional» (Ingold, 2012).

Pero también fue necesario poner nuestra proximidad corporal de hermanas en perspectiva para darle espacio a otras formas de disponer el cuerpo con las personas que iba conociendo. Recordar que mi vínculo de hermana es además de personal, particular, fue útil para reconocer otras configuraciones de lo particular con mis interlocutores. Al tomar distancia pude además prestar mayor atención a las distintas experiencias de género manifiestas en el terreno y a sus variadas intersecciones con la edad, la movilidad, la apariencia corporal, la posición socioeconómica, entre otros aspectos.

Curiosamente, el distanciamiento espacial de los lugares donde hice trabajo de campo generó un acercamiento etnográfico y entiendo que es así porque, como señala Wright (2005), no existen los lugares per sé, vacantes de sentido, sino como «producto» de «la interacción que establecen investigadores con el bagaje humano o documental que los contiene» (p. 67). Así es que observo —y vivo— cómo la labor etnográfica y mi «trama de existencia» (p. 57) se tensan, se nutren y se coimplican. La paulatina identificación de este lugar etnográfico ampliado, que incluye los desplazamientos y transferencias espacio-temporales que acabo de aludir, fue posible también y en buena medida, porque explícitamente procuré prestar atención a los estados corporales que me atravesaban.

Es en este sentido que, en diálogo con trabajos como los de Tola (2012) y Del Mármol (2012), planteo que el cuerpo de una puede estar habitado por dimensiones de los cuerpos de otras personas a través de formas que toma la afectación. Además de notarlo en mi propia experiencia, donde como mencioné fue crucial mi bagaje como hermana de una mujer con discapacidad, la afectación de unos cuerpos a otros también fue referida por algunos de mis interlocutores de los grupos de danza. En los espacios de danza no era raro escuchar decir a alguien que al ver o danzar con otra persona había percibido su estado físico o emocional y también lo había podido sentir. Se podría decir que se trata de empatía o simplemente de reflejos de emoción y subjetividad que no aportan a la construcción de conocimiento. Aquí buscamos argumentar lo contrario, apoyándonos en las contribuciones de Jeanne Favret-Saada (2013) sobre la afectación como medio de conocimiento.

De acuerdo a Favret-Saada, quien desarrolló sus ideas en torno al ser afectada mientras estudiaba la brujería del Bocage, al aceptar participar en las prácticas de brujería se desarrolla una operación de conocimiento específica. Esta operación de conocimiento no tiene que ver con la empatía hacia lo que le pasa al otro, sino con ocupar una posición que requiere dejarse afectar y esta afectación, dice, «moviliza o modifica mi propio bagaje de imágenes sin instruirme sobre aquello que le ocurre a mis compañeros» (Favret-Saada, 2013, p. 64). De este modo «se abre un tipo de comunicación específica con los nativos» (p. 64).

En este caso sucedió algo semejante, ser afectada por la relación de hermandad, abrió una comunicación con las personas de los grupos de danza, una comunicación que se constituía fundamentalmente a través de la práctica de danza más que de la palabra o la conversación. Volviendo a la idea de la relación como un proceso/senda (Ingold, 2012), no se trató de unir dos puntos distintos y distantes entre sí, apreciando racionalmente sus semejanzas y diferencias, sino de reconocer dominios de la experiencia personal que ponemos a disposición de la labor etnográfica para conocer y comprender corporalmente las circunstancias de los otros.

Compromiso y lugar de enunciación

Como se expuso, el proceso de conocimiento fue mediado por la afectación del vínculo de hermandad y sus circunstancias. Este transcurso estuvo acompañado por la definición de un lugar de enunciación de la autora que está enlazado, a su vez, a la forma que adopta el compromiso con las personas interlocutoras. En esta sección se ahonda en estas cuestiones; se plantea —en diálogo con la idea del abandono etnográfico— que la historia personal-corporal de quien investiga hace parte del proceso de conocimiento de maneras que no podemos anticipar.

Estos tópicos vienen siendo abordados al menos desde los años noventa, con una fuerte influencia de la teoría decolonial y feminista, sin embargo, no por asentada la discusión ha dejado de ser pertinente. Si en décadas pasadas sirvió para desvelar la ficción de la universalidad de la ciencia occidental, blanca, moderna y llevada adelante por varones, así como la trama entre poder y conocimiento, en la actualidad aún es necesaria para resistir las nuevas configuraciones del autoritarismo y el supremacismo que se reproducen también a través de los enfoques de la teoría social.

En lo que respecta a esta investigación, fui construyendo un lugar de enunciación como hermana-antropóloga. Este lugar tuvo sentido para mí pues me recordaba por qué había decidido introducirme en los estudios en discapacidad desde la antropología y porque constituyó un encuadre para reflexionar sobre la investigación mientras esta se desarrollaba. Ahora bien, como todas las posiciones, la de hermana-antropóloga era inestable en el sentido de que no era una posición cerrada o fija, pues, aunque mi intención era exponer una experiencia de proximidad e involucramiento con los mundos de la discapacidad, así como un compromiso político con ellos, también podía interpretarse como un uso de la discapacidad para legitimar un lugar en el campo o de otras formas. Esto era un asunto de preocupación. Hay que tomar en cuenta que el principal lema de los colectivos de personas con discapacidad es «nada sobre nosotros sin nosotros», el cual alude a la sistemática exclusión y borramiento de sus perspectivas de múltiples ámbitos sociales y en particular de cuestiones que tienen que ver con su propia vida. Creo pertinente, entonces, acercar algunas consideraciones sobre los procesos de enunciación y compromiso, ahondando en su carácter relacional y problematizando la creencia de que son lugares estables, unívocos y fijos. Para ello, veremos algunos desdoblamientos de la categoría de hermandad en relación con la dimensión del compromiso etnográfico.

Las relaciones entre hermandad y discapacidad recibieron una atención secundaria en la investigación y la teoría social en comparación a otros vínculos de parentesco, como por ejemplo la maternidad. Las personas con discapacidad suelen ser representadas como dependientes, pero a la vez carentes de redes y vínculos afectivos, entre ellos de hermandad y amistad. Sin embargo, en los últimos tiempos creció el interés por dar a conocer cómo se desarrollan a lo largo del tiempo distintos vínculos de parentesco junto con la discapacidad. De acuerdo a Ginsburg y Rapp (2011) la presencia de la discapacidad en alguno de sus integrantes lleva a las familias a replantearse imaginarios sobre el parentesco que se daban por sentado y a crear nuevas formas de organización que interpelan supuestos normativos. Por su parte, Beatriz Miranda-Galarza (2015) —también hermana de varones con discapacidad— menciona que este vínculo afronta sus propios retos afectivos y llama a construir formas del amor no convencionales.

Donde sí es referida con mayor profundidad la categoría de hermandad es en la teoría feminista, pero no estrictamente con alusión al parentesco. En particular, contribuciones del feminismo negro, mestizo y decolonial emplean el término hermana para referirse a sus pares y ven con inquietud el uso más extendido de esta categoría para referir a una experiencia de opresión común a todas las mujeres. Al decir hermandad, sostiene Chandra Talpade Mohanty (2003, p. 107), se supone que todas las mujeres somos oprimidas de la misma forma por el patriarcado y se silencian otras dimensiones de opresión como la raza y la clase. Por eso, Mohanty encuentra más apropiadas las categorías de solidaridad o coalición feminista para mostrar cómo las formas históricas de opresión se articulan con la categoría mujer en vez de subsumir unas a otras (p. 116). En este caso hablo de hermandad no para aludir a una experiencia común de opresión, sino para visibilizar un vínculo de parentesco y afectividad que fue decisivo para definir el tema de investigación como para el desarrollo de esta tarea. En el marco de la investigación, la posición de hermana-antropóloga que se fue construyendo junto con el campo, me permitió presentarme ante las personas con las que trabajé y, como vimos antes, tuvo un lugar de relevancia en el proceso de conocimiento.

Enunciar un lugar tiene implicancias de distinto tipo, entre otras la del compromiso. Así, desde el momento en que se instaló la discusión sobre los lugares desde donde investigamos y la relación entre poder y conocimiento, el debate sobre el compromiso fue de suyo. En el marco del quehacer etnográfico, el compromiso no es un concepto o idea abstracta, por el contrario, se configura a través del vínculo con los lugares y las personas. Veamos algunos ejemplos. Mediante la etnografía de experiencias de maternidad en un contexto de extrema pobreza y violencia, Nancy Scheper-Hughes (1995, p. 414) introdujo un modelo de compromiso que enlaza militancia y ética. Su propósito fue desmontar el posicionamiento del antropólogo como mero observador y la «distancia orgullosa» que justifica un relativismo moral y cultural inadmisible en situaciones extremas. João Biehl (2016, p. 229) expresó su compromiso con Caterina, su principal interlocutora —una mujer abandonada en un asilo para «enfermos mentales»—, con el argumento de que la etnografía debe resistirse a las síntesis y a las verdades absolutas. Biehl ofreció especial dedicación a la elaboración narrativa, donde buscó darle entidad a lo fragmentario, lo discontinuo y los contraconocimientos que los informantes y colaboradores fabrican en sus vidas (p. 228). Alcida Rita Ramos (2007), a partir de investigaciones con pueblos indígenas del Brasil, propuso transitar del «compromiso» al «desprendimiento» como gesto de adaptación a los contextos históricos más que como dos modelos antagónicos, entendiendo que es una manera de que sus interlocutores conquisten su capacidad de acción plena (p. 233). Para Ramos, en determinadas circunstancias el compromiso puede requerir dar espacio antes que aproximarse, es decir construir una nueva distancia etnográfica. Estas modalidades en que el compromiso cristaliza en decisiones concretas de trabajo de campo, de narrativa y de elaboración teórica nos hablan de un esfuerzo por comprender las circunstancias de los sujetos, sus contextos, así como el sentido y las implicancias que puede tener la investigación y producción de conocimiento. Toda decisión de este orden juega un papel sustantivo, en la medida en que construimos un lugar de autoridad con nuestras interpretaciones y representaciones sobre los otros.

En este caso, la forma que adoptó el compromiso es indisociable de mi vínculo de hermandad, por un lado, como del hecho de que soy una persona sin discapacidad. En este sentido, una de las preguntas que más me interpeló fue: ¿cómo investigar experiencias de discapacidad sin ser una persona con discapacidad? Esa interrogante tenía tanto peso debido al hecho de que las vidas de las personas con discapacidad han sido innumerables veces habladas y decididas por otros, y sus decisiones y voces quedaron relegadas. Este colectivo, además, lidia con un «enemigo interno»: algunas organizaciones no gubernamentales y religiosas que operan en los mundos de la discapacidad como promotoras de derechos, pero se ciñen al «modelo de caridad de la discapacidad» que ve a la discapacidad como un problema del individuo y, sobre todo, que hace a los sujetos depositarios de lástima y de la necesidad de ser compadecidos (Berghs et al., 2020, p. 5). Por este motivo y más allá de las distintas visiones a la interna del colectivo, para las personas con discapacidad —como para otros grupos subalternizados— es un dilema que haya presencias ajenas estudiando, analizando y refiriéndose a ellas.

En mi postura articulé el reconocimiento de una estructura de desigualdad histórica que afecta a este grupo y la proximidad afectivo-política desde mi lugar de hermana-antropóloga. Pero si la antropología y la etnografía se proponen contribuir a transformar dichas estructuras —como otres autores sostienen y postura a la cual adhiero— no es suficiente con pensar en otros sujetos, sino que hay que hacer con otros (Castelli Rodríguez, 2020). Ello implica reconocer que el otro hace parte —afectiva, somática, política, simbólica— del conocimiento que se está elaborando. Una de las maneras de expresar compromiso fue a través de la figura de la alianza: concibo a las personas con discapacidad como sujetos políticos y expreso mi apoyo a sus luchas con mis herramientas como antropóloga y desde la experiencia junto a mi hermana. La alianza delinea un lugar secundario, que no busca tomar el lugar de los otros y que rechaza la caridad; está afectada por la proximidad y desde allí tiene la posibilidad de aportar conocimiento.

Reflexiones finales

Los enfoques antropológicos sobre el conocimiento han pasado por distintos momentos. En las primeras décadas del siglo XX se trataba de observar y describir con detenimiento las prácticas y costumbres de los nativos desde un lugar próximo espacialmente (estando ahí), pero distante socialmente (marcando una distinción clara entre nosotros y los otros). Aquí, lo que le sucedía a quien investigaba ocupaba páginas en diarios de campo, pero no así en los informes etnográficos. Con el giro decolonial se esbozó una importante crítica a los lugares de poder y a la autoridad, lo que obligó a iniciar procesos de reflexión sobre los lugares que ocupamos. La posición de quienes investigan queda al descubierto, y se comienza a delinear un paradigma de conocimiento situado que llama a explicitar quiénes investigan, por qué y desde donde, es decir con qué herramientas, trayectos personales/sociales, intereses, desde qué instituciones y con qué cuerpos. Como parte de este giro epistemológico en las últimas décadas el cuerpo tomó especial relevancia no solo como tópico de investigación, sino —y fundamentalmente— entendido como devenir y experiencia que hace parte de las formas del conocimiento. De este modo, más recientemente asistimos a análisis que se interesan por las formas de percepción e incorporación de las interacciones con otras personas y con el entorno, es decir por la amplitud y densidad de la experiencia en tanto formas de conocimiento.

Este artículo buscó plantear un análisis de este tópico tomando como insumo una investigación etnográfica con personas con y sin discapacidad donde el lugar de hermana de una mujer con discapacidad por parte de quien suscribe y la interacción con ella por un lado y con las y los interlocutores por otro, delinearon una forma de conocimiento afectiva y corporal. Como fue dicho, si bien se abrevó en aspectos biográficos y de la vida íntima de la autora, las consideraciones aquí extendidas no fueron concebidas desde una búsqueda autoetnográfica —aunque bien podría dialogar con ella—. Por el contrario, se procuró discutir los alcances del abandono etnográfico y los necesarios descentramientos que requieren los trayectos antropológicos y etnográficos. En particular, el artículo ahondó en tres cuestiones: las relaciones entre discapacidad y antropología en la investigación y en la construcción de enfoques y análisis; el lugar de la experiencia corporal, de parentesco y la afectación en procesos de conocimiento y la construcción de los lugares de enunciación y de compromiso que se pueden asumir.

A propósito del primer punto y tras décadas en que la discapacidad se situó como objeto de estudio, nos hallamos en un momento que podríamos describir en términos de apertura y de un incipiente desplazamiento de roles donde la discapacidad coloca retos éticos, metodológicos y epistemológicos a la antropología. Pensar en la existencia de múltiples mundos de la discapacidad, como plantean Ginsburg y Rapp (2013) implica observar la heterogeneidad de experiencias y formas de habitar la discapacidad —e incluso otras identidades y configuraciones de sentido— en distintas sociedades, por lo que debemos resistir cualquier forma de simplificación o reducción de esta categoría y de los sujetos que la encarnan. Se plantea, en este sentido, la necesidad de revisar los sesgos capacitistas de la disciplina en los modos de investigar y en la propia definición del conocimiento válido y en este punto la presencia de antropólogos con discapacidad resulta crucial. Pero también se procura un cambio de perspectiva en las concepciones de la diferencia y la normalidad. Desde la discapacidad y en tanto otredad, se desafía a la antropología a analizar las matrices de normalidad que establecen que las corporalidades que no cumplen con atributos y desempeños considerados estándar son percibidas y significadas como lo indeseado. En esta dirección, un proyecto de discapacitar la antropología está en curso (Guedes de Mello et al. 2022), lo cual implica repensar qué espacio otorgamos a les interlocutores que encarnan la diferencia para pensar las formas de convivencia y las relaciones de poder en el mundo actual. El estudio de la vida cotidiana de las personas con discapacidad, aparece como un lugar crítico para analizar cómo se construye precariedad a gran escala, con base en modelos económicos y sociales centrados en el individuo capaz (Ginsburg y Rapp, 2020). Por otra parte, también se advierte que los vínculos de parentesco donde está presente la discapacidad son todavía un campo desatendido por la antropología. A propósito de ello, en este artículo intenté mostrar que las experiencias de hermandad entre mujeres con y sin discapacidad pueden aportar a la construcción de nuevos marcos interpretativos para comprender la vida de otras personas.

En esta investigación vimos que el lugar antropológico se constituyó a partir de sucesivos desplazamientos geográficos y encuentros de la investigadora con las personas interlocutoras y con su hermana. De este modo, aunque había lugares de trabajo de campo claramente definidos, la experiencia de reflexión y conocimiento etnográfico los desbordaba y estaba afectada por el vínculo de hermandad. Las nociones de afectación de Favret-Saada (2013) y de corporalidad expandida de Mariana Del Mármol (2016) fueron apoyos clave para dar cuenta que el cuerpo puede estar habitado por afectaciones que se producen mediante el vínculo con otras personas, las cuales, aunque pueden tomarse como un aspecto personal, son un aspecto clave del proceso de conocimiento y en tal sentido no deberían ser ignoradas. En este recorrido, se observó que los procesos de conocimiento antropológico se desenvuelven en conjunto con la configuración de los lugares de enunciación y que estos delinean, a su vez, formas específicas del compromiso con las y los interlocutores.

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Contribución de los autores (Taxonomía CRediT): 1. Conceptualización; 2. Curaduría de datos; 3. Análisis formal; 4. Adquisición de fondos; 5. Investigación; 6. Metodología; 7. Administración del proyecto; 8. Recursos; 9. Software; 10. Supervisión; 11. Validación; 12. Visualización; 13. Redacción: borrador original; 14. Redacción: revisión y edición. L. C. R. contribuyó en 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14.

Editado por: El comité editorial ejecutivo Juan Scuro, Pilar Uriarte, Victoria Evia y Martina García aprobó este artículo.

Nota: El conjunto de datos que apoya los resultados de este estudio no se encuentra disponible.


[1] Doctorado en Antropología Social, Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín. Para el desarrollo de los estudios de doctorado recibí apoyo de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) de Uruguay a través de su programa de becas en el exterior.

[2] Es de orden hacer una aclaración respecto a cómo entiendo la relación entre cuerpo y discapacidad. Ciertamente, no adhiero al modelo biomédico que reduce la discapacidad a una patología o atributo individual a rehabilitar. Tampoco adhiero plenamente a una corriente del modelo social que, al enfatizar que la discapacidad es una construcción social terminó por apartarla de la experiencia y corporalidad de los sujetos. Tal como lo considero, la discapacidad es corporal y social a la vez y no hay posibilidad (ni necesidad) de disociar plenamente ambos dominios. De igual modo, el cuerpo desborda lo biológico. En mi perspectiva, además, la discapacidad no es un fenómeno a estudiar, sino una postura política a través de la cual interpretar el mundo.

[3] En un sentido próximo a Mike Oliver, quien en los años noventa planteó la pregunta de si era necesaria una sociología de la discapacidad o una sociología discapacitada (Oliver, 1990).