DOI: 10.29112/ruae.v10i2.2559
Artículo libre
Objetos persona entre los tének de la Huasteca potosina, México
Objects-person among the tének of the Huasteca potosina, México
Objetos pessoa entre os Tenek da Huasteca Potosina, México
Imelda Aguirre Mendoza1 ORCID: 0000-0001-7668-1947
1 Museo Regional Potosino, Instituto Nacional de Antropología e Historia. pulikbuk@gmail.com
Resumen
Este artículo analiza cómo ciertos objetos de las comunidades tének de la Huasteca potosina (México) son concebidos y tratados como entidades con atributos de persona. El estudio se centra en los procesos rituales mediante los cuales estos objetos llegan a considerarse poseedores de humanidad: se les infunde fuerza vital, se establece una forma de convivencia con ellos y, tras su uso en la vida ritual y comunitaria, se les concede «descanso». Entre los ejemplos examinados se encuentran las máscaras de diablos empleadas en las danzas de Semana Santa; el tecomate hecho para la danza de los voladores; los instrumentos musicales utilizados en los sones de costumbre (arpas, jaranas, teponaztle); los arcos ceremoniales dedicados a los difuntos; y los sahumadores de barro, fundamentales en la ritualidad tének.
Siguiendo las propuestas de Viveiros de Castro (2002), se argumenta que estos objetos poseen espíritu, dotándolos de intencionalidad y subjetividad semejante a la conciencia humana. Desde este enfoque, la interacción entre personas y objetos se comprende a partir de una ontología animista, definida, en términos generales, por la similitud de las interioridades y la diversidad de las fisicalidades (Descola, 2012, p. 190).
Palabras clave: humanidad, ritualidad, fuerza, espíritu, tének.
Abstract
This article analyzes how certain objects from the Tének communities of the Huasteca potosina (Mexico) are conceived and treated as entities with human attributes. The study focuses on the ritual processes through which these objects come to be considered possessing humanity: they are infused with life force, a form of coexistence is established, and, after their use in ritual and community life, they are granted «rest». Examples examined include the devil masks used in Holy Week dances; the tecomate made for the Dance of the Flyers; the musical instruments used in traditional sones (harps, jaranas, teponaztle); the ceremonial arches dedicated to the deceased; and the clay incense burners, fundamental to Tének rituality.
Following the proposals of Viveiros de Castro (2002), is argued that these objects possess a spirit, endowing them with intentionality and subjectivity like human consciousness. From this approach, the interaction between people and objects is understood from an animistic ontology, defined, in general terms, by the similarity of interiorities and the diversity of physicalities (Descola, 2012, p. 190).
Keywords: humanity, rituality, strength, spirit, tének.
Resumo
Este artigo analisa a forma como certos objetos das comunidades Tének da Huasteca potosina (México), são concebidos e tratados como entidades com atributos humanos. O estudo centra-se nos processos rituais pelos quais estes objetos passam a ser considerados possuidores de humanidade: são infundidos de força vital, estabelece-se uma forma de coexistência e, após a sua utilização no ritual e na vida comunitária, recebem «descanso». Exemplos examinados incluem as máscaras de diabo usadas nas danças da Semana Santa; o tecomate feito para a Dança dos Voadores; os instrumentos musicais utilizados nos sones tradicionais (harpas, jaranas, teponaztle); os arcos cerimoniais dedicados aos defuntos; e os incensários de barro, fundamentais para a ritualidade Tének.
Seguindo as propostas de Viveiros de Castro (2002), defende-se que estes objetos possuem um espírito, dotando-os de uma intencionalidade e subjetividade semelhantes à consciência humana. A partir desta abordagem, a interação entre pessoas e objetos é entendida a partir de uma ontologia animista, definida, em termos gerais, pela semelhança de interioridades e pela diversidade de fisicalidades (Descola, 2012, p. 190).
Palavras-chave: humanidade, ritualidade, força, espírito, tének.
Recibido: 31/03/2025
Aceptado: 02/10/2025
Introducción
Este texto tiene como objetivo examinar un conjunto de objetos que en las comunidades tének de la Huasteca potosina, México,[1] se les atribuyen cualidades de persona. Se analizan los procesos mediante los cuales estos objetos adquieren humanidad, considerando un conjunto de rituales que les otorgan fuerza, permiten la convivencia con ellos y, finalmente, les brindan un «descanso» tras haber cumplido con una vida útil de trabajo y participación comunitaria. Entre los objetos discutidos se incluyen las máscaras de los diablos, utilizadas por los danzantes durante la Semana Santa; el tecomate elaborado para la danza de los voladores; los instrumentos musicales de sones de costumbre, como las arpas, las jaranas y el teponaztle; los arcos construidos durante las celebraciones en honor a los muertos; y los sahumadores, enseres de barro que acompañan gran parte de la ritualidad tének.
Retomando los términos de Viveiros de Castro (2002), en todos los casos analizados, los objetos poseen un espíritu que les confiere intencionalidad y una subjetividad comparable a la conciencia humana. En este contexto, la relación entre los objetos y las personas puede ser examinada desde una ontología animista, que se caracteriza, a grandes rasgos, por un sistema de propiedades de los existentes en el que prevalece la similitud de interioridades y la diferenciación de fisicalidades (Descola, 2012, p. 190).
El presente trabajo se fundamenta en información etnográfica generada a lo largo de más de dos décadas de investigación en comunidades tének de la Sierra Gorda de Querétaro y del municipio de Aquismón, San Luis Potosí (véase Aguirre, 2017, 2018, 2019, 2021). A esta base se suman datos inéditos recabados en los municipios de Tancanhuitz y Tanlajás durante distintos períodos de trabajo de campo entre 2017 y 2023.
En términos generales, estas comunidades se distinguen por la práctica de la agricultura de maíz y café orientada al autoconsumo. En menor medida, se cultivan naranjas y se produce caña de azúcar. Así, la vida comunitaria está profundamente influenciada por los ciclos agrícolas y la ritualidad asociada a ellos. Los jóvenes suelen emigrar temporalmente hacia grandes centros urbanos, como las ciudades de San Luis Potosí y Monterrey, en el norte del país. También se dirigen a campos agroindustriales en los estados de Tamaulipas y Sinaloa. Los regresos a sus comunidades de origen suelen coincidir con períodos festivos, tales como la Semana Santa, el Día de Muertos, así como las festividades navideñas y de fin de año.
La información fue obtenida mediante observación, entrevistas semiestructuradas y conversaciones libres. Estas técnicas se aplicaron tanto en contextos rituales como en la vida cotidiana, lo que permitió registrar prácticas, relatos y significados asociados a la producción y uso de objetos rituales. Se trabajó principalmente con especialistas rituales (como rezanderos y curanderos), músicos, danzantes y mascareros, además de otros pobladores que participan en la confección y uso de objetos destinados a la vida ritual comunitaria.
El trabajo de campo se desarrolló en momentos clave del calendario ritual —Semana Santa, celebraciones de noviembre dedicadas a los muertos, rituales agrícolas entre mayo y septiembre, y fiestas patronales en honor a San Isidro y San Miguel Arcángel—. Asimismo, en algunas comunidades de Aquismón se realizaron estancias prolongadas de hasta cuatro meses por año, durante varios años, con convivencias cotidianas que permitieron observar prácticas fuera del ciclo festivo formal.
Los datos generados fueron registrados sobre todo en diarios de campo, que luego sirvieron de base para la elaboración de reportes e informes temáticos. Para este artículo, dichos datos han sido organizados y analizados comparativamente, en diálogo con los hallazgos de otros investigadores especializados en los instrumentos y danzas de la región.
Al afirmar que ciertos objetos son potencial y ontológicamente considerados como personas, se les atribuyen «las capacidades de intencionalidad consciente y de agencia» (Viveiros de Castro, 2002, p. 372) propias de los sujetos dotados de espíritu. En el caso tének, es el principio de fuerza (tsápláb) el que otorga a los objetos una cierta subjetividad espiritual. En términos generales, la fuerza es lo que permite a los seres humanos y a algunos otros existentes poseer un espíritu con capacidades de acción (Aguirre, 2017, p. 59). Se llevará a cabo un análisis, por tanto, sobre cómo los objetos en cuestión adquieren esta fuerza, así como los métodos para inhabilitarla. Sin embargo, antes de ello, se ofrecerán algunas claves que nos permitan contextualizar la vertiente del giro ontológico en la antropología, centrándonos en algunas de las principales contribuciones desarrolladas en México.
El giro ontológico como apuesta teórico metodológica
La información etnográfica que aquí se presenta puede comprenderse a partir de los enfoques teórico-metodológicos del llamado giro ontológico, el cual, desde hace por lo menos dos décadas, ha venido cuestionando de manera contundente los estudios sobre las representaciones culturales y la supuesta universalidad de la oposición entre naturaleza y cultura (Dos Santos y Tola, 2016). Retomando los planteamientos de Viveiros de Castro (2010, p. 208), el giro ontológico propone tomar en serio el pensamiento indígena y, más allá de ello, reconocer la existencia de múltiples mundos ontológicamente diversos.
Este giro en la antropología surge, en parte, como respuesta a las corrientes multiculturalistas de carácter occidental que plantean la existencia de diversas culturas, pero una sola naturaleza. En contraste, el giro ontológico postula la existencia de muchas naturalezas y, por lo tanto, de muchos mundos posibles. Este multinaturalismo implica reconocer que las diferencias entre humanos y no humanos no son meramente culturales, sino ontológicas; es decir, se trata de formas distintas de mundo que deben ser interpretadas en sus propios términos.
Entre los diferentes exponentes del giro ontológico, para este trabajo resultan especialmente sugerentes los planteamientos de Philippe Descola (2012) y Eduardo Viveiros de Castro (2010). En el caso del primero, destaca su propuesta sobre cuatro «principios de identificación» que devienen en tipos ontológicos, es decir, en «sistemas de propiedades de los existentes» (Descola, 2012, p. 190) que permiten contrastar cosmologías. Estos modelos ontológicos son el naturalismo, caracterizado por la diferencia de interioridades y la semejanza de fisicalidades; el totemismo, en el que interioridades y fisicalidades son semejantes; el analogismo, definido por la diferencia tanto de interioridades como de fiscalidades, y, finalmente, el animismo, en el cual hay semejanza de interioridades, pero diferencia de fisicalidades. Es este último modelo el que puede adscribirse a la etnografía documentada para este caso de estudio.
Por su parte, Viveiros de Castro (2010) desarrolla el llamado perspectivismo amerindio a partir de planteamientos cosmológicos originados en poblaciones amazónicas tupi-guaraní. En el perspectivismo, todos los seres son potencialmente sujetos en la medida en que poseen una corporalidad (término equivalente al de fisicalidades en Descola). Para este antropólogo, «la praxis indígena consiste en hacer cuerpos» (p. 30), y es de esa forma que se diferencian las especies. La corporalidad es entonces una condición general tanto de humanos como de no humanos. De acuerdo con Viveiros de Castro, el cuerpo es el que dota de una perspectiva diferencial, ya que es «un conjunto de maneras y modos de ser que constituyen un habitus, un ethos, un ethograma» (p. 55). En este sentido, define el perspectivismo como «un manierismo corporal» (p. 55), pero también como una teoría indígena en la que los diversos modos de corporalidad predisponen la experiencia del mundo. Siguiendo estas ideas, los objetos que aquí se analizan podrán considerarse sujetos en la medida en que poseen una corporalidad —según la perspectiva tének—, pero, sobre todo, una animicidad.
La apuesta metodológica del giro ontológico invita a formular conceptualizaciones a partir de categorías que emergen del trabajo de campo. Se trata de generar etnografías con conceptos propios, propuestos en gran medida por los interlocutores. Según las palabras de Antonela Dos Santos y Florencia Tola (2016), los planteamientos teórico-metodológicos de esta corriente «se hallan fuertemente anclados en la experiencia del sujeto que percibe, que compone un mundo y actúa en él» (p. 83).
Para reforzar estos principios metodológicos que guían el giro ontológico —y que, por tanto, condicionaron el registro y organización de las categorías etnográficas en este texto— se retoma la propuesta de Bruno Latour (2008), otro exponente del giro ontológico. Con su teoría del actor-red, este sociólogo demuestra que los interlocutores (a quienes se les puede identificar con actores) son capaces de proponer sus propias teorías, las cuales permiten dilucidar los efectos de determinadas acciones y crear así interpretaciones propias sobre las agencias y sus consecuencias. Como veremos en el análisis de los objetos tének, estos son considerados sujetos dadas sus condiciones de corporalidad y animicidad, y son pensados como agentes capaces de accionar e influir en un mundo concreto, en gran medida porque son categorizados como personas.
De acuerdo con los planteamientos de Viveiros de Castro (2002, pp. 251 y 358), la fisicalidad de dichos objetos se configura como un envoltorio que oculta una forma interna humana: un espíritu capaz de separarse del cuerpo. Estos objetos poseen intencionalidad y subjetividad; se «personifican» en el momento en que dejan de ser «algo» para convertirse en «alguien», es decir, en el momento en que se tornan en un sujeto, un agente. Así pues, los objetos son en sí mismos interlocutores a quienes se atribuye intencionalidad frente a determinadas acciones.
Por último, con base en las propuestas de Descola y su trabajo de campo con los achuar de la Amazonía ecuatoriana, se puede postular que un objeto adquiere el estatus de sujeto en la medida en que se le atribuye una personalidad, es decir, vida y características propias que lo distinguen del resto. Estos objetos poseen atributos de humanidad y normas que los rigen de manera similar a la sociedad en la que están inmersos. Además, se consideran dotados de un alma y de una vida hasta cierto punto autónoma, con facultades sensibles idénticas a las de los humanos, «aun cuando su apariencia no lo sea» (Descola, 1987, p. 132).
El estudio de las ontologías indígenas en México
Durante las últimas dos décadas se han desarrollado numerosas investigaciones que han puesto a prueba los planteamientos del giro ontológico en distintos casos de estudio entre las poblaciones indígenas de México. Este texto no tiene como objetivo ofrecer un recuento exhaustivo de ellas; únicamente, a manera de contexto analítico, se presentan algunas referencias sobresalientes. Algunos de estos trabajos no se identifican de forma explícita como representantes del giro ontológico; sin embargo, sus planteamientos han servido para alimentar la discusión dentro de esta corriente.
Un ejemplo es la obra de Alfredo López Austin (1994), quien sistematiza la idea mesoamericana de «entidades anímicas» (tonalli, ihiyotl, yolia), y muestra cómo dioses, humanos, animales y ciertos objetos rituales comparten la misma fuerza vital. Según sus investigaciones, el cosmos de los antiguos nahuas estaba formado por dos tipos de materia:
una materia sutil, imperceptible o casi imperceptible por el ser humano en condiciones normales de vigilia, y una materia humana que el hombre puede percibir normalmente a través de sus sentidos. Los dioses están compuestos por la primera clase de materia. Los seres humanos, en cambio, son una combinación de ambas materias, pues a su constitución pesada, dura, perceptible, agregan una interioridad, un ‘alma’ que no solo es materia sutil como la de los dioses, sino material de origen divino (1994: p. 23).
A partir de planteamientos como este, puede proponerse una ontología mesoamericana que no separa rígidamente naturaleza y cultura, sino que construye redes de relaciones entre humanos y no humanos.
En la Huasteca meridional, a partir de su trabajo de campo entre los otomíes orientales, Jacques Galinier (2005) propone considerar los sistemas de pensamiento de los pueblos indígenas a la par de los generados en la tradición intelectual occidental. Así, plantea que existe una contigüidad y una posibilidad de diálogo entre categorías propuestas por filósofos del mundo griego antiguo, como Aristóteles, y los saberes de las culturas mesoamericanas actuales, entre las que se encuentran nociones como la de sustancia, teorías sobre la física y la fuerza, así como el concepto del ser.
Por su parte, Pedro Pitarch (2011) ha profundizado en lo que podríamos denominar una ontología del cuerpo, derivada de sus investigaciones con los mayas tzeltales de Chiapas (Pitarch, 1996, 2011, 2013). A partir de estas indagaciones, ha propuesto un «modelo cuaternario» de la persona indígena, fundamentado en la homología entre cuerpos y almas. Este modelo se compone de «una forma sustancial (cuerpo-presencia), una sustancia sin forma (cuerpo-carne), una forma insubstancial (alma-humana) y una insubstancialidad sin forma (alma-espíritu)» (Pitarch, 2011, p. 151).
Entre los nahuas de la Huasteca veracruzana, Anath Ariel de Vidas retoma la definición de ontología propuesta por Harris y Robb, entendida como «un conjunto fundamental de entendimientos de cómo es el mundo: qué tipos de entes, procesos y cualidades pueden potencialmente existir y cómo interactúan» (citado por Ariel de Vidas, 2021, p. 37). Por su parte, formula el término emic de combinarismo para definir «la acción (o el arte) de poner en relación manifiesta en un solo espacio integrativo, universos concebidos de forma explícita como ontológicamente distintos y distinguidos en el plano temporal, para activar la convivencia» (Ariel de Vidas, 2021, p. 257). De acuerdo con la autora, este concepto permite reunir y organizar elementos procedentes de distintas tradiciones, los cuales se integran en la ritualidad de la comunidad nahua que estudió.
En cuanto a las investigaciones que han profundizado en la relevancia de los objetos persona en México, es necesario mencionar que, aunque no se han desarrollado explícitamente bajo esta categoría, existe un cuerpo de literatura etnográfica y antropológica que documenta cómo ciertos objetos (herramientas, imágenes rituales, figuras, vasijas, cruces, santos, etc.) son tratados como agentes sociales o personas no humanas. En este sentido, resultan relevantes una vez más los trabajos de Alfredo López Austin junto con Leonardo López Luján (2001), quienes han sistematizado fuentes coloniales y etnográficas para describir la idea mesoamericana de que ciertos objetos rituales contienen tonalli (energía vital) y pueden «vivir» o «morir».
Johannes Neurath (2013, 2020) es uno de los investigadores que ha generado con mayor consistencia estudios de carácter ontologista en México. Este etnólogo ha profundizado en temáticas como el chamanismo wixárika (huichol), examinando cómo los integrantes de este pueblo, a través de rituales, arte y mitos, establecen relaciones con seres no humanos, incluidas deidades, ancestros y objetos sagrados que son sujetos con agencia. Asimismo, ha problematizado temas de alteridad al reflexionar sobre las transformaciones de personas en ancestros, definiendo a la humanidad como «un estado efímero y transitorio» (Neurath, 2008, p. 33).
Entre el pueblo maya tsotsil de Chiapas, Robert M. Laughlin (1988) elaboró un diccionario etnográfico-lingüístico que incluye ejemplos de uso ritual donde se muestra cómo las imágenes de los santos son tratadas como personas vivientes: se les da de comer, se les habla, se les pide favores y se les castiga o suplica. Las entradas en este diccionario presentan fórmulas rituales y vocabulario que reflejan la relacionalidad y agencia de estas imágenes, quienes son consideradas miembros del pueblo, con obligaciones y derechos. Laughlin aporta evidencia lingüística de cómo el lenguaje cotidiano y ritual construye a estos objetos como actores sociales.
En el caso tének de San Luis Potosí, son escasas las investigaciones de carácter ontologista y, en particular, aquellas centradas en el estudio de los objetos persona. No obstante, para este trabajo son de interés los estudios desarrollados desde la etnomusicología por Gonzalo Camacho (2013), así como por María Eugenia Jurado y Camilo Camacho (2011), quienes analizan instrumentos utilizados para los sones de costumbre en la región, identificando las propiedades y potencialidades de elementos como el arpa y el rabel, que adquieren estatus de persona en distintos contextos rituales.
Las máscaras de diablos en Tamapatz[2]
Las máscaras utilizadas por los diablos que danzan durante las celebraciones de Semana Santa en la comunidad de Tamapatz, Aquismón, están elaboradas con la madera de un árbol conocido como pemoche o pemuche (Erythrina herbacea),[3] que en tének se denomina jutukú’. De acuerdo con los habitantes de la región, esta madera es ideal para la confección de máscaras debido a su durabilidad y su maleabilidad, lo que facilita el tallado con navajas y cinceles.
Las máscaras se confeccionan siguiendo la lógica de los días considerados débiles, como el lunes, sábado y domingo, en contraposición a los días fuertes. Tallar una máscara en un día fuerte, como el viernes, conlleva el riesgo de lesiones debido al filo de las herramientas utilizadas. Desde su creación, estas máscaras son objetos extremadamente delicados, ya que albergan una considerable cantidad de fuerza asociada al Diablo. Por esta razón, pueden interpretarse como índices de su agencia (Gell, 1998, p. 23), es decir, instrumentos que facilitan la manifestación de su poder.
Tomando en consideración los términos propuestos por Danièle Dehouve (2016, pp. 134 y 136), tanto los diablos como sus máscaras pueden ser considerados una personificación de lo nefasto, ya que se configuran como una «metáfora ontológica», en este caso, una concepción abstracta del mal dentro de la cosmología tének. De acuerdo con esta historiadora y antropóloga, tales personificaciones poseen un carácter temporal, ya que estas entidades no coexisten de manera permanente entre los humanos; más bien, se les antropomorfiza con el propósito de eliminarlas rápidamente, lo que a su vez permite erradicar sus características maléficas. En síntesis, la personificación implica dotar de cualidades humanas a entidades no humanas que encarnan aspectos de negatividad.
Los diablos se rigen por ciclos que tienen como valor principal el número siete (figura 1). Un diablo debe permanecer, como mínimo, siete años en la cuadrilla; preferentemente, cada siete años debe renovar su máscara y traje. Sus actividades comienzan siete días antes de la Semana Santa y concluyen siete días después de esta festividad. Según don Diego, uno de mis principales interlocutores, «danzar de diablo» es el resultado de una promesa que debe cumplirse durante siete años, durante los cuales se llevan a cabo una serie de rituales. La omisión de alguno de estos rituales puede conllevar a la enfermedad del danzante en cuestión. Él comenta:
Muchos lo consideran un juego, pero al empezar, deben terminar; es una carga pesada. El próximo viernes, posterior a la Semana Santa, bailan para clausurar la música. [4] Se dirigen a un lugar a dar una barrida y convocan al curandero para llevar a cabo un ritual en una cueva situada en el barrio de Paxaljá. Allí bailan, colocan ofrendas, rezan, hacen travesuras y disfrutan de puras comidas tradicionales, como bolím[5] de nopal, caldo de pollo con pipián y nueve tamalitos. (Don Diego, comunicación personal, 20 de marzo de 2016).
Figura 1: Cuadrilla de diablos danzando
Fuente: fotografía del autor (2016)
Don Diego señala que este último ritual tiene como finalidad la «entrega del equipo», lo que implica la renuncia al traje y a la máscara que permiten a los hombres convertirse en diablos. La desposesión de estos elementos conlleva un conjunto de disposiciones que, de no ser cumplidas, pueden acarrear consecuencias adversas para el propietario. Así, cada vez que se concluye la actividad del diablo, se suspende también el poder conferido por su máscara y vestimenta.
Se establece que las máscaras de plástico y otros materiales sintéticos deben desecharse cada año, ya que son menos resistentes a la acumulación de la fuerza nefasta generada por la presencia del Diablo. En contraste, las máscaras de madera pueden utilizarse hasta por siete años. Al finalizar este plazo, deben ser abandonadas en la cueva donde se llevan a cabo las ceremonias concluyentes de la cuadrilla de danzantes, específicamente en la piedra de la colmena,[6] en alguna llegada ritual (ul taláb)[7] situada en el monte, o en cualquier oquedad dentro del solar doméstico, como podría ser un tronco hueco. De acuerdo con los especialistas rituales, estos lugares están asociados con el inframundo y son considerados hábitats del Diablo.
Si la máscara no se desecha dentro del plazo establecido, «le pueden ocurrir cosas» al danzante diablo en cuestión. Don Fidel menciona que entre estas eventualidades se encuentran «los sustos» y «las enfermedades». La fuerza nefasta acumulada del Diablo a lo largo de los años en la máscara puede resultar perjudicial para la persona que la porta. De manera similar, el traje puede usarse durante siete años consecutivos, pero después de este período, debe ser abandonado en alguno de los lugares mencionados. De lo contrario, podría volverse peligroso para quien lo lleva, debido a la considerable cantidad de energía que se ha acumulado tras siete años de «cumplir como diablo». Esta acumulación puede acarrear diversas enfermedades, sueños recurrentes con el Diablo, así como un estado de susto y debilidad que incluso podría conducir a la muerte.
A través de los rituales de clausura, no solo se inhabilita, aunque de manera temporal, el ser diablo, sino que también se silencia la música que lo acompaña. Mientras los diablos ejecutan su último baile, los músicos tocan el carrizo y el tambor. Por esta razón, es común que los habitantes de la comunidad se refieran a esta práctica como «la clausura del son» o, igualmente, como «la clausura de los diablos».
De acuerdo con las investigaciones realizadas por Félix Báez-Jorge (2003), en las antiguas culturas de occidente existía un espíritu del mal infraterrestre que emergía durante períodos de duelo y tensión, especialmente durante los cinco días de mal agüero de las tradiciones antiguas, los cuales coinciden con la Semana Santa en el contexto cristiano. En relación con las poblaciones totonacas que fueron estudiadas por Alain Ichon en la Huasteca veracruzana, el autor observa:
al imponerse la noción católica del espíritu del mal en los pueblos americanos, fue natural que esta se asimilara a sus divinidades ctonianas, dueños del fuego y del demonio subterráneo, cuyo color simbólico era el negro, rasgo característico del Diablo (Báez-Jorge, 2003, p. 415).
En este caso de estudio, el color negro es el que adoptan las máscaras de los diablos de mayor jerarquía dentro de la cuadrilla. No obstante, las máscaras de diablos no pueden reducirse a símbolos o representaciones del Diablo, sino que son entendidas en la ontología tének como participantes activos en la relación con potencias no humanas: almacenan y liberan fuerza, actúan sobre las personas, y requieren protocolos rituales para desactivar su agencia peligrosa. El calendario ritual, los materiales, los lugares de desecho y los números no son arbitrarios, sino parte de un sistema donde el Diablo no es una metáfora moral, sino una persona-otra con la que se negocia mediante objetos-agentes, prácticas de contención y liberación, y un régimen de deuda y reciprocidad.
El tecomate en la danza de los voladores de Tamaletom
Las danzas de voladores son prácticas de origen prehispánico que se llevan a cabo principalmente entre las comunidades nativas de la Huasteca y la Sierra Norte de Puebla, en México. Sin embargo, también se han documentado en pueblos de origen maya en Guatemala y Nicaragua. En estas danzas, los participantes se atan una cuerda a la cintura y ascienden hasta la cima de un gran tronco, que se encuentra enterrado en uno de sus extremos. Como se aprecia en la figura 2, desde esta altura, se sientan en una estructura cuadrangular de madera, mientras que uno de sus integrantes, conocido como el capitán, se posiciona sobre el tronco, que sostiene al tecomate. En lo alto, como lo describió Stresser Péan (1948/2008), los danzantes,
atados por la cintura, pasan por debajo del marco de madera y se dejan ir hacia atrás. Suspendidos en el aire, descienden lentamente hacia el suelo, trazando una amplia espiral a medida que las cuerdas se desenrollan. La dificultad radica en que deben tomar la cuerda con los dedos de los pies para mantenerse cabeza abajo, con los brazos extendidos, imitando el vuelo de un ave que describe grandes círculos en el cielo. Por su parte, el capitán espera unos momentos antes de deslizarse a lo largo de la cuerda de uno de los danzantes (p. 82).
Figura 2: Pequeño gavilán en ascenso
Fuente: fotografía del autor (2019)
En el estado de San Luis Potosí, solo hay una cuadrilla que ejecuta la danza de los voladores, ubicada en la comunidad de Tamaletom, en el municipio de Tancanhuitz de Santos. En dicho lugar, esta práctica se conoce como la danza de los gavilanes, en la cual los voladores se convierten en compañeros del sol durante su ocaso. Esta tradición había caído en desuso hasta que Stresser Péan (1948/2008) facilitó su reactivación con el propósito de documentarla. El investigador menciona: «En 1938, tras una serie de complicadas diligencias, logramos que los huastecos dieran nuevamente vida a la danza del Volador, que habían dejado caer en el olvido» (p. 81).
El tecomate es, sin lugar a dudas, uno de los elementos más significativos en la ejecución de la danza. También conocido como manzana o chomol en la lengua tének, el tecomate ostenta la mayor jerarquía dentro de la estructura del palo volador. Este se elabora con madera de cedro y es considerado el abuelo del palo volador, título que adquiere tras una ceremonia de consagración en la que se ofrecen dos corazones de gallos vigorosos y un par de flores en botón. Estas ofrendas se depositan en un pequeño orificio que se realiza en uno de los costados de la pieza. En la opinión de don Benigno, líder espiritual de los danzantes, los corazones confieren fuerza al tecomate y aseguran la protección de los voladores. En concordancia con los registros etnográficos del antropólogo Ernesto Ibarra (2022), uno de los voladores expresó que «se usa el corazón de un gallo joven porque es durante la juventud cuando todos tenemos más fuerza para poder hacer las cosas, para trabajar y para no enfermarnos» (p. 113).
De acuerdo con Descola (2012), las ontologías animistas, como la que aquí se examina, están fundamentadas en «la atribución que los humanos hacen a los no-humanos de una interioridad idéntica a la suya» (p. 199). Esto implica que existe una tendencia a humanizar plantas, animales y, en este caso particular, objetos, a los cuales se les atribuye un espíritu que les permite no solo comportarse conforme a las normas sociales y a los preceptos éticos de los humanos, sino también establecer relaciones de comunicación tanto con estos como entre ellos. La similitud de las interioridades, por lo tanto, permite una expansión del concepto de cultura a los no humanos, abarcando todos los atributos que esto conlleva, desde la intersubjetividad hasta el dominio de técnicas, así como los comportamientos ritualizados y el respeto de convenciones (p. 199). Sin embargo, como el autor mencionado señala, esta humanización no es absoluta, dado que las fisicalidades siempre presentan diferencias.
Retomando el análisis etnográfico, antes de depositar las flores y corazones, se llevan a cabo oraciones, y cada integrante de la cuadrilla se encarga de sahumar el tecomate. Durante este proceso, los corazones son colocados en una pequeña jícara, que se sitúa frente al altar custodiado por la imagen del Santo Niño de Atocha, donde también se les aplica sahumerio. Posteriormente, el capitán de la cuadrilla vierte aguardiente sobre «la manzana», brindándole así un trago. Esta acción se considera un acto de convivencia con el tecomate, en el cual se establece un vínculo inextricable entre el propio tecomate y el capitán.
De manera similar, cuando el tecomate ha cumplido su ciclo de vida y presenta signos de deterioro, es necesario prepararlo para su descanso a través de un ritual de clausura. En este ritual, se ofrece aguardiente, se comparten bolimes y se liberan los amarres y cuerdas que lo sostenían, elementos utilizados por los voladores durante su ascenso y descenso. Por lo general, los tecomates «clausurados» se almacenan en algún lugar del Centro Ceremonial de los Voladores de Tamaletom o se incorporan al Museo Comunitario del mismo sitio.
El enfoque ontológico propuesto nos lleva a cuestionar la reducción del tecomate a un mero artefacto funcional o un símbolo cultural de la danza del gavilán. En el caso de Tamaletom, el tecomate es explícitamente designado como el abuelo del palo volador: una figura ancestral con agencia, memoria y capacidad de protección. Esta atribución no es una metáfora: constituye una relación ontológica en la que el tecomate participa como un sujeto no humano en la red ritual y social.
Los instrumentos de los sones de costumbre
En la cultura tének, existen melodías específicas asociadas a la ritualidad, categorizadas por los etnomusicólogos como «sones de costumbre». Entre ellas, destaca especialmente el son chiquito (tsakam son en lengua tének), que se interpreta durante celebraciones relacionadas con el ciclo agrícola y se dedica a Dhipák, el espíritu del maíz, a quien, en el ámbito mitológico, se le atribuye la invención de la música y de instrumentos como el pequeño rabel. Una interlocutora relata que
Dhipák sabe tocar música. En las historias que narran los ancianos, siempre se escapa de su abuela K’olének, que intenta quemarlo y encerrarlo para que no pueda salir. Pero Dhipák siempre logra escapar. Y cuando finalmente lo quema, se come las cenizas, de las cuales se dice que nació el maíz, que es Dhipák, el maíz. (Aurora, comunicación personal, 1 de septiembre de 2016).
En un relato mítico recopilado por Van’t Hooft y Cerda (2003), se narra que, siguiendo los mandatos de su abuela, Dhipák construyó un jacal. Entonces, en el jacalito, la abuela colocó un pequeño asiento y le proporcionó un rabel para que lo tocara. Una vez que estuvo dentro y comenzó a tocar el rabel, la abuela incendió el jacalito, y provocó que él también ardiera. Esta narrativa destaca la habilidad innata de Dhipák para interpretar el rabel, sugiriendo que este espíritu, de alguna manera, otorga a los instrumentos una cierta animicidad.
Retomando las propuestas de Descola (2012, p. 378) sobre los modos de relación animistas, podemos observar que, en el caso de los instrumentos, los seres no humanos comparten con los humanos la misma condición, dado que se les han atribuido características similares a fin de establecer normas comunes de convivencia. Así, el animismo, como modelo antropogénico, permite, según el autor mencionado, extender a los no humanos las consideraciones necesarias para que reciban igual trato que los humanos.
Además del rabelito, los instrumentos fundamentales para interpretar los sones de costumbre son el arpa y la jarana. Por lo general, todos estos instrumentos se colocan cerca del altar doméstico, ya que se les considera sagrados. Es así que en la figura 3, la jarana y el rabelito de don Tomás se aprecian descansando sobre dicho espacio. Estos instrumentos, están elaborados principalmente con cedro, una madera conocida por su durabilidad. Aunque en la actualidad muchos instrumentos utilizan cuerdas sintéticas, fabricadas de nylon o acero, lo «tradicional» implica confeccionarlas con tripas de animales como el zorrillo y el mapache, que son cazados en los montes cercanos a las comunidades.
Figura 3: Rabelito y jaranas en el altar junto a las imágenes santas
Fuente: fotografía del autor (2019)
De acuerdo con los registros etnográficos del etnohistoriador Joel Lara, en la comunidad de Santa Bárbara, Aquismón, las arpas son consideradas «abuelas», instrumentos que pertenecen a épocas pasadas. Un interlocutor mencionó: «Es como la abuela de nosotros, la madre», estableciendo una conexión entre el arpa y la Madre Tierra. Otro interlocutor le describió el tsakam son como la danza del arpa, y afirmó que «es una danza de cosas muy grandes porque es danza de la madre, la abuela, la mamá de la madre; esa es el arpa, es una danza de cosas muy fuertes y muy poderosas» (Lara, 2022, p. 131).
Tanto los rabelitos como las arpas presentan un elemento distintivo en forma de figura animal, los cuales se tallan en las volutas de los primeros instrumentos y en los clavijeros de los segundos. Por ejemplo, la venerable arpa de don Domingo, un músico del municipio de Tanlajás, exhibe un felino que él describe como un gato (figura 4), mientras que una pequeña paloma sirve como afinador de cuerdas. De acuerdo con el etnomusicólogo Gonzalo Camacho (2013, p. 323), en la Huasteca potosina existen dos tipos de arpas: aquellas con figuras y aquellas sin ellas. La que carece de «animalitos» se utiliza en casi todas las ocasiones, mientras que la que los incluye posee mayor fuerza, lo que la hace adecuada para ceremonias que requieren mayor eficacia, como algunos costumbres para curar enfermedades o para solicitar lluvia. En el caso del arpa de don Domingo, además de contar con un felino, presenta un afinador en forma de paloma, ave que en la cosmología tének es considerada el espíritu (ts’itsin) que otorga fuerza vital a las personas y, en este contexto, al propio instrumento (Aguirre, 2021).
Figura 4: El felino del arpa
Fuente: fotografía del autor (2019)
La elaboración de instrumentos musicales conlleva una serie de prescripciones rituales. Algunos lauderos, por ejemplo, practican un ayuno, y al finalizar la construcción de los instrumentos, los bendicen con copal. Antes de su uso, se les brindan ofrendas y plegarias, marcando así su inauguración en la vida ritual para la cual fueron concebidos. En un estudio sobre los rabelitos elaborados por los tének, Jocelyn Vázquez (2010) documentó que se prefiere fabricar estos instrumentos durante los días de luna llena. Por otro lado, Gonzalo Camacho (2013) registró que los nahuas, un grupo vecino de los tének, suelen verter aguardiente en las embocaduras del arpa, además de colocar pedacitos de patlache;[8] de esta manera, se les proporciona alimento y sustento. Todos estos procedimientos contribuyen a la obtención de la fuerza necesaria que los instrumentos requieren para cobrar vida; de lo contrario, «los animalitos no tienen fuerza, solo son adornos» (p. 323).
En el contexto del ritual tének, es esencial rociar los instrumentos de aguardiente, lo que les proporciona calor y fuerza. María Eugenia Jurado y Camilo Camacho (2011) documentan que el «bautizo» de los instrumentos y accesorios de danza se acompaña de un k’ayum son (término que se traduce como danza lenta), a través del cual los instrumentos, músicos y danzantes adquieren fuerza y poder. Con relación a esto, uno de sus interlocutores mencionó:
La ceremonia es como un bautizo. El primer mayul (representante o encargado) me ofrece una copita, que echo en el arpa, para asegurar que nada adverso ocurra durante la noche. Un arpa que ya ha recibido su copita no puede ser vendida, ya que los danzantes han interactuado con ella, pues requiere su copita. Si se vendiera, podría causar problemas (marear). No se vende nada, porque se considera como recibido por el Señor, por lo tanto, no se debe comercializar (Antenógenes Castillo en Jurado y Camacho, 2011, p. 101).[9]
Los instrumentos, al igual que las personas, adquieren fuerza (tsápláb) a lo largo de los años y en función de su grado de implicación en la vida ritual de sus comunidades. Una vez que los instrumentos han cumplido su propósito, es decir, cuando han alcanzado el final de su vida útil, obtienen el derecho a descansar. En este contexto, se organiza un ritual que «se asemeja al descanso de una persona al morir» (Jurado y Camacho, 2011, p. 104). En este caso, los instrumentos son llevados al interior de una cueva, donde «se colocan sobre las altas rocas que conforman una repisa natural de piedra. Junto a los trajes de los danzantes, coronas desgastadas y maracas rotas, descansan los instrumentos musicales» (Camacho, 2013, p. 330). En la comunidad de Tamapatz, la cueva de San Nicolás es el lugar designado para tal ceremonia, y también es el sitio al que músicos y danzantes acuden para llevar a cabo diversas acciones rituales.
Hasta este punto, hemos examinado los instrumentos utilizados para interpretar el tsakam son. A continuación, nos enfocaremos en la flauta y el tambor, que presenta características de un teponaztle. Estos instrumentos son fundamentales para la producción del denominado nukub son, el cual, en la actualidad, solo se interpreta en la comunidad de Quelabitad Cuaresma, ubicada en el municipio de Tanlajás, San Luis Potosí.
La flauta utilizada para interpretar el nukub son está confeccionada a partir de caña o madera e incluye un resonador de mirlitón: una membrana vibrante elaborada con papel encerado u otros materiales, como las telarañas, especialmente utilizadas por las comunidades pames.[10] Esta membrana cubre la abertura del tubo de la flauta, lo que genera un efecto de vibración adicional al ser soplada.
Con relación al tambor, don Zacarías, un anciano de aproximadamente 84 años y experto músico en este son, menciona que el instrumento está elaborado a partir del «corazón de chijol», un árbol notablemente resistente, también conocido como jabín (Piscidia piscipula), cuyo diámetro puede llegar hasta los ochenta centímetros. En caso de no contar con chijol, el teponaztle también puede ser confeccionado con la madera del árbol denominado pemoche (Erythrina coralloides).
De acuerdo con don Zacarías, el tambor utilizado para el nukub son es considerado «una mujer». Su forma corporal se distingue por tener «una chichi grande y una chichi chica». Al ser tocado, emite un sonido similar a los latidos de un corazón, el corazón de esta mujer teponaztle. Por otro lado, la flauta de mirlitón es asociada con «un hombre». Ambos instrumentos conforman una pareja dentro del son, trabajando en conjunto para propiciar la abundancia a través de los rituales de petición y agradecimiento en los que se ejecutan.
Las melodías del nukub son están dirigidas principalmente a Muxi, el trueno que reside en el fondo del mar y es benefactor de las lluvias, así como a Dhipák, el espíritu del maíz. Se les invoca mediante el viento producido por la flauta y los latidos del corazón de la teponaztle, para que se nutran de las ofrendas de tamales y otros alimentos que se preparan en los rituales a los que se les convoca. El nukub son se interpreta en diversos rituales, acompañados por una cuadrilla de danzantes. Estas prácticas tienen como propósito agradecer las dádivas recibidas a lo largo del año, así como en rituales terapéuticos destinados a restablecer la salud de las personas. Además, el nukub son se presenta en eventos culturales de carácter folclórico organizados por la radiodifusora La voz de las Huastecas, que transmite programación en los distintos idiomas indígenas de la región, como el náhuatl, tének y pame, junto con sus principales variantes dialectales. En todos estos rituales, es común la degustación de tamales y las libaciones de aguardiente, especialmente destinadas a fomentar la convivencia entre los seres humanos, las entidades a las que se dirigen los rituales y los instrumentos consagrados.
Al igual que el tsakam son, el nukub son también hace referencia a lo pequeño, una característica que se asocia particularmente con la figura de la mujer teponaztle. Para mayor precisión, don Zacarías la describe como una anciana diminuta, «una abuelita que no creció». De manera general, el término tének «nukub» se utiliza para identificar tanto a personas como a frutos de tamaño reducido. Incluso existe una variedad de plátanos pequeños que se denomina «nukub». En el ámbito mitológico, esta «abuelita que no creció» podría estar relacionada con K’olének, la abuela de Dhipák, quien lo lleva a desarrollar sus habilidades musicales, según lo señalado en una narrativa anteriormente citada.
El tambor que posee don Zacarías, presentado en la figura 5, data de la década del ochenta y es una herencia que le dejó su padre. Este instrumento es uno de los pocos de su tipo que aún existen entre las comunidades tének de San Luis Potosí. Según el interlocutor, la teponaztle destinada para el nukub son no se deja de tocar ni se reemplaza «hasta que se desbarata de vieja», lo que implica que su uso cesa únicamente cuando ya no es funcional. En ese momento, los especialistas en la tradición se encargan de buscar otro árbol de chijol o pemoche que les proporcione la madera necesaria para tallar la siguiente «abuelita chiquita», que reemplazará a la que ha quedado inservible debido al desgaste.
Figura 5: Don Zacarías y la abuela chiquita
Fuente: fotografía del autor (2023)
Los instrumentos de los sones de costumbre tének pueden ser pensados como actores sociales con interioridad, parentesco y agencia: se consideran abuelas, madres, mujeres u hombres; se bautizan, se alimentan, descansan al morir y participan en redes de reciprocidad con humanos y con potencias no humanas como Dhipák o Muxi. Así, la fabricación, el uso y el retiro ritual de estos instrumentos forman parte de un cosmos relacional donde humanos y no humanos coproducen la vida social y cósmica.
La clausura de los arcos de Todos Santos
Los arcos que adornan los altares durante las celebraciones en honor a los muertos se elaboran con palmilla y pequeños racimos de flores de cempasúchil, los cuales se sujetan a un par de troncos flexibles recolectados en el entorno local o en el monte. Estos arcos deben ser depuestos el 30 de noviembre, día de San Andrés, como una forma de «despedir a los muertos». De acuerdo con don Plácido, habitante de La Cercada en la Sierra Gorda de Querétaro, al derribar este arco «se está tirando la casa de los muertos, lo que les indica que deben partir hacia el al tsemláb», término que se utiliza en lengua tének para referirse al «lugar de los muertos».
A través de acciones como el declive del arco, se cierra el portal que facilita el vaivén de los muertos entre la tierra y el lugar de donde proceden. «La puerta está abierta, y al tirar del arco, la puerta se cierra», comentó el curandero Mateo, de la comunidad de Tamapatz. Él explicó que, si el arco no es depuesto, existe el riesgo de soñar con aquellos muertos que se aferran a la tierra y que no desean partir hacia el al tsemláb.
En la casa de este curandero, se pudo observar que mientras las mujeres se encargaban de retirar las flores de cempasúchil secas, los hombres desataban las puntas del arco que permanecían fijadas a la mesa, para posteriormente trasladarlo a un área específica del solar doméstico. A decir de don Diego, vecino de la misma comunidad, «siempre debe ser el mismo lugar», ya que «el arco tiene su lugar» en ese espacio. Así, en la figura 6 observamos varios arcos sobrepuestos en un mismo sitio, correspondientes a distintos años.
Figura 6: El descanso de los arcos
Fuente: fotografía del autor (2019)
En el solar, don Mateo colocó bajo el arco una piedra plana, que sirvió como ul taláb para esperar la llegada de los difuntos. Sobre esta piedra, se encendió una vela, se colocó un sahumerio con copal, una botella de aguardiente y algunos tamales, los cuales se distribuyeron entre los asistentes a medida que pasaban a sahumar el arco. En primer lugar, sahumaron los niños, seguidos por las mujeres, y finalmente, los hombres. Tras realizar el pajúx taláb (sahumación), rociaron la Tierra y el arco con aguardiente, «para que agarre fuerza», tal como indicó el curandero. Al concluir esta ceremonia, el arco fue dejado en el solar.
La deposición del arco también se manifiesta a nivel comunitario en espacios como la capilla, donde los vecinos se congregan llevando ofrendas que incluyen tamales de pollo y de un tipo de frijol conocido como koloni en el idioma tének. A estas ofrendas se suman chayotes cocidos, naranjas, mandarinas, pan, galletas, atole blanco espeso y café. En la comunidad de Tamapatz, cada persona que se une al ritual se acerca al altar para sahumar el arco y las imágenes sagradas que protegen la capilla, entre las cuales destacan San Miguel, la Virgen de Guadalupe y San Isidro.
Generalmente, hay un rezandero que lidera el ritual, quien establece las acciones a seguir antes de tirar el arco. Estas acciones incluyen una oración, un pajúx taláb y la distribución de la ofrenda de alimentos recolectada entre los asistentes. Al concluir el rosario, el rezandero dedica una oración a las ánimas y da inicio al ritual de bendición de los puntos cardinales, que comienza con los niños y continúa con los adultos.
Concluido este ritual, el tamborilero se sitúa en un extremo del gran arco que resguarda las imágenes sagradas de la capilla y comienza a tocar, señalando así su declive. A continuación, el rezandero y un voluntario lo toman por ambos lados y lo guían hacia el exterior. Al frente, una persona avanza portando el sahumerio, mientras que otras, generalmente mujeres, se encargan de transportar los alimentos ofrenda que han sobrado.
El arco es colocado en el solar designado a la capilla. Al pie del arco, se encienden restos de cera y se disponen bolsas de tamales, junto a botellas de atole y café. Se reanuda el pajúx taláb, así como la distribución de los tamales. Una vez que el arco está completamente instalado, el sonido del tambor cesa. La ceremonia concluye cuando la ofrenda ha sido completamente repartida entre los participantes, momento en el cual se apagan las velas y se abandona el sahumerio en el mismo lugar donde el arco reposará.
La imperiosa necesidad de «tirar el arco» erigido durante la celebración de Todos Santos se fundamenta en lógicas profundas. Doña Sofía, habitante de La Cercada, explica que
el arco se lleva a donde va a descansar, y con eso cumple uno; se deja secar y se le quitan las flores para llevarlo a reposar. Pienso —señala— que esto simboliza el término del año, marcando su final. Se dice que, si no se realiza este ritual, se puede perder la vida rápidamente. (Doña Sofía, comunicación personal, 30 de noviembre de 2016).
Acorde con esta perspectiva, el acto de tirar el arco cierra, aunque sea de manera parcial, las obligaciones contraídas con los difuntos, cumpliendo así con ellos y, al mismo tiempo, contrarrestando su poder sobre la vida. Adicionalmente, como menciona doña Sofía, esta acción permite «completar el año», lo que implica un cierre de los ciclos agrícolas y rituales.
Don Diego sugiere que omitir la tirada del arco puede acarrear consecuencias graves, dado que este arco es considerado «el más fuerte». Al respecto, explica:
Se puede levantar un altar para algún santo o para la Virgen, y puede permanecer en la casa todo el año; sin embargo, el altar de Santorom (Todos Santos) debe ser derribado, ya que, si se deja, los muertos no se irán, y la familia podría enfermarse debido a la fuerza de estos espíritus. (Don Diego, comunicación personal, 29 de noviembre de 2016).
De este modo, la influencia de los muertos puede volverse perjudicial, evidenciando que, en ciertas circunstancias, la muerte puede engendrar más muerte.
La retirada del arco puede ser interpretada como un ritual de expulsión del mal, según los términos propuestos por Danièle Dehouve (2016, p. 149, 153, 224). Este análisis se fundamenta en diversas metáforas de desplazamiento, entre las cuales destacan, en este contexto, el acto de arrojar, colocar a distancia y «hacer morir» dichos portales. Este tipo de rituales son disyuntivos, ya que su intención es establecer una separación clara entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
El ritual de clausura de los arcos en las comunidades tének revela una forma de habitar el mundo que responde a un régimen relacional. En este marco, los arcos no son simples objetos decorativos o símbolos conmemorativos: son espacios vivientes, puertas ontológicas, y cuerpos rituales que median entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Desde la lógica animista, los arcos están dotados de una interioridad semejante a la humana. No se trata de creer que tienen «alma» en sentido cristiano, sino de asumir que son entes con voluntad, fuerza y capacidad de afectar y ser afectados. Al derribar el arco, no se desecha un adorno, sino que se rompe una relación activa, se cierra un canal de comunicación entre mundos y se suspende una forma de presencia.
El descanso de los sahumadores
El uso de sahumadores implica una acción fundamental en la ritualidad tének: el pajúx taláb, que consiste en la sahumación hacia los vientos. Al igual que otras piezas de barro, es preferible moldearlas durante la luna llena, considerada «la más fuerte»; de lo contrario, se obtendrán piezas frágiles, susceptibles a cuarteaduras. Parafraseando a Lévi-Strauss (1986), la alfarería puede definirse como «un arte celoso», dado que, durante el proceso de moldeado, los artesanos suelen ocultar sus creaciones de las miradas ajenas. Este momento es delicado, ya que el objeto puede deformarse o romperse si es observado por alguien con «vista pesada», que le podría causar «mal de ojo». Así, se evidencia que estos objetos, al igual que las personas —en especial, los niños— son vulnerables a la influencia negativa de quienes los codician. En el caso de las personas, el mal de ojo puede manifestarse en malestares como dolor de cabeza y debilidad, mientras que los objetos de barro afectados no lograrán consolidarse de forma adecuada. Una vez moldeadas, las piezas deben secarse durante varios días. A mayor tamaño, las piezas requerirán más días en su proceso de secado. Cuando el sahumerio esté completamente seco, se procederá a cocerlo durante aproximadamente una hora en un horno de piedra encendido con leña, lo que asegura una cocción adecuada y, por ende, su durabilidad.
En la sierra de Aquismón, la extracción de barro se lleva a cabo en yacimientos ubicados en sótanos, cuevas, riachuelos y en la humedad del suelo montañoso. Los expertos en esta actividad destacan que la arcilla amarilla es la más adecuada para moldear utensilios como comales y sahumerios, mientras que la tierra roja se utiliza como colorante para las piezas.
Como se aprecia en la figura 7, este tipo de enseres se depositan en lugares de llegada (ul taláb), cuevas y diversos puntos del monte una vez que han cumplido su vida útil. Este ritual se lleva a cabo en el contexto de otras ceremonias, donde la pieza se utiliza para sahumar por última vez. Un ejemplo de ello son los rituales agrícolas realizados en las milpas, así como aquellos que se efectúan en cuevas y otras oquedades para solicitar salud para las personas. También se incluyen los rituales comunitarios que se llevan a cabo durante el mes de mayo, donde se pide fortaleza y vitalidad para los miembros de la comunidad, y la tirada de arcos el día de San Andrés. En todos estos casos, los sahumadores se consideran parte de las ofrendas (junto con tamales, aguardientes, panes) que se entregan a la tierra como alimento.
Figura 7: Depósito de sahumadores al pie de un árbol
Fuente: fotografía del autor (2019)
El caso de los sahumadores tének permite apreciar con claridad la diferencia entre ver los objetos rituales como «cosas» inertes y entenderlos, como propone el giro ontológico, como seres relacionales y agentes dentro de un mundo habitado por múltiples tipos de existencia y de interioridad. El sahumador no es solo un utensilio para quemar copal, sino un participante activo en la relación entre humanos, no humanos y fuerzas del mundo. Su fabricación, uso, desgaste y descanso ritual forman parte de un ciclo vital comparable al de los seres vivos.
Conclusiones
Para muchas comunidades tének, las máscaras, los enseres de danza, los instrumentos musicales, los arcos y los sahumerios, al igual que las personas, son considerados poseedores de un espíritu que les confiere vida y fuerza. Por ejemplo, el arpa se acompaña de un afinador con forma de ave, que en la cosmología de este pueblo es la manifestación del espíritu que la anima. Además, este instrumento es decorado con imágenes de ciertos animales que potencian su poder; los felinos son un notable ejemplo.
Asimismo, la etnografía muestra que las máscaras de pemoche no son simples artesanías con un carácter estético: almacenan fuerza, generan peligro, exigen calendarios rituales precisos. No basta decir que simbolizan al Diablo: ellas son el Diablo o, más precisamente, son su vehículo material y su modo de presencia en el mundo humano. La distinción entre máscaras de plástico y madera revela un conocimiento técnico-ontológico sobre su capacidad de contener o resistir la acumulación de fuerza nefasta. En este sentido, la fuerza no es una metáfora, sino una cualidad ontológica que circula entre humano y no humano.
Los objetos adquieren significado y fuerza desde el momento de su creación, y esta energía puede intensificarse a través de diversas acciones que inauguran su vida ritual dentro de la colectividad, a menudo referidas como su «bautizo». Con el paso del tiempo, estos objetos requieren ser alimentados para mantener su vitalidad; por ejemplo, el tecomate se nutre de los corazones de gallos vigorosos, o se le ofrece aguardiente como bebida. Al igual que los seres humanos, algunos de estos objetos necesitarán desempeñar ciertas funciones y llevar a cabo tareas específicas para el beneficio y la continuidad de la comunidad.
A lo largo de este texto, se ha argumentado que las relaciones entre objetos y humanos pueden asociarse con una forma de ontología animista. Siguiendo la propuesta de Descola (2012, p. 391), esta puede entenderse como un modelo «antropogénico», dado que considera a los humanos como el elemento mínimo necesario para que los no humanos sean tratados precisamente como humanos. En este sentido, se construyen relaciones de sociabilidad en torno a estos objetos, donde la categoría de persona se vuelve integral y coextensiva. A través de estos vínculos, se brinda apoyo, se convive, se dialoga y se establecen lazos de parentesco; un ejemplo de ello son la abuela arpa, el abuelo tecomate y la abuela teponaztle, quienes son considerados, ante todo, ancianos fuertes y sabios.
Siendo así, los instrumentos no representan seres vivos o fuerzas naturales, sino que los encarnan y participan en sus redes de agencia: el tambor-teponaztle no tiene «forma femenina» como recurso estilístico, sino porque es una mujer, una abuelita pequeña con corazón sonoro que late en sincronía con el cuerpo ritual de la comunidad. Del mismo modo, el arpa no es símbolo de la abuela o de la madre tierra, sino que deviene madre o abuela en virtud de un proceso relacional y ritual que establece obligaciones de cuidado, respeto y reciprocidad.
De igual forma, los rituales de clausura se vuelven esenciales para desactivar e invalidar el poder y la capacidad de agencia de ciertos elementos. En algunas ocasiones, estos rituales se conciben como «rituales de descanso», como sucede con los instrumentos musicales que han cumplido su función. La importancia de los rituales de clausura se hace evidente cuando la energía acumulada comienza a volverse «peligrosa». Un ejemplo de esto es el caso de las máscaras de diablos, que se entregan en una cueva a través de la celebración de un costumbre, o los arcos de Todos Santos, que neutralizan la presencia perjudicial de los muertos, quienes intentan aferrarse a la tierra y se resisten a partir hacia el otro mundo.
En ese último ejemplo, los arcos constituyen ontológicamente el lugar de los muertos, su permanencia puede prolongar el dominio o la presencia de los difuntos en el mundo humano. El hecho de que cada arco tenga su lugar fijo en el solar doméstico y se sobrepongan año con año en un mismo sitio, habla de una geografía ritualizada, donde los objetos y sus historias ocupan lugares definidos, con memoria acumulativa. Esto corresponde a una lógica que no separa lo social de lo espacial, ni lo material de lo espiritual.
Por su parte, el sahumador tének no puede analizarse solo como herramienta. Es un actor social y ritual con interioridad y agencia, nacido en el tiempo lunar, vulnerable a relaciones sociales, transformado por el fuego, y finalmente retirado de forma ritual para desactivar su potencia. Su ciclo vital es análogo al humano, y evidencia una cosmología donde la materia no está muerta, sino relacionada y viva, donde las prácticas técnicas y rituales no están separadas, sino unidas por un mismo tejido de obligaciones y potencias compartidas.
Este principio relacional es la base de muchas ontologías indígenas: los humanos toman de la tierra y deben devolver, y el sahumador, en este caso, se convierte en un vehículo de intercambio donde la tierra, los muertos y los vivos se alimentan mutuamente.
Para terminar, considero que este trabajo ofrece una contribución al estudio de los pueblos originarios de la Huasteca al documentar y analizar con detalle la dimensión relacional de los objetos rituales tének. Además de describir las formas, materiales y usos de máscaras, instrumentos musicales, arcos o sahumadores, el texto se propuso mostrar cómo estos objetos-persona participan activamente en redes de reciprocidad, agencia y parentesco con humanos y potencias no humanas. Al destacar su fabricación ritualizada, sus ciclos de vida y sus disposiciones finales, se evidencia una ontología local que no reduce estos objetos a simples símbolos, sino que los reconoce como actores con interioridad y capacidad de afectar y ser afectados.
Esta perspectiva enriquece los estudios regionales al desplazar las explicaciones funcionalistas o simbolistas y dar cuenta de un mundo tének relacional y plural, donde la vida social y ritual se produce en interacción con seres no humanos. Además de articular teoría antropológica con etnografía detallada y voces locales.
Para futuros trabajos, se pueden abrir líneas de reflexión comparativa con otras comunidades de la Huasteca o grupos vecinos (nahuas, pames), explorando convergencias y diferencias en sus ontologías rituales. De igual forma, sería fructífero indagar cómo estas prácticas se transmiten y se transforman en el marco de las nuevas generaciones, dando cuenta de la vitalidad y plasticidad de estas ontologías indígenas en el presente.
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Contribución de los autores (Taxonomía CRediT): 1. Conceptualización; 2. Curaduría de datos; 3. Análisis formal; 4. Adquisición de fondos; 5. Investigación; 6. Metodología; 7. Administración del proyecto; 8. Recursos; 9. Software; 10. Supervisión; 11. Validación; 12. Visualización; 13. Redacción: borrador original; 14. Redacción: revisión y edición. I. A. M. contribuyó en 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14.
Editado por: El comité editorial ejecutivo Juan Scuro, Pilar Uriarte, Victoria Evia y Martina García aprobó este artículo.
Disponibilidad de datos. El conjunto de datos que apoya los resultados de este estudio se encuentra parcialmente disponible en:
Aguirre, I. (2017). Las formas de la fuerza. El concepto de fuerza en una comunidad teenek de la Huasteca potosina (Tesis de doctorado, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México). Recuperado de http://132.248.9.195/ptd2016/diciembre/0753940/Index.html
Aguirre, I. (2018). El poder de los seres. Organización social y jerarquías en una comunidad teenek de la Huasteca potosina. El Colegio de San Luis, Secretaría de Cultura de San Luis Potosí.
[1] Los tének son un grupo de origen maya que habita principalmente en los estados de Veracruz, Querétaro y San Luis Potosí, es decir, ocupa localidades del centro-oriente de México cercanas a la Costa del Golfo.
[2] Una información más extensa sobre este apartado puede encontrarse en Aguirre (2019).
[3] El nombre científico fue consultado en Fernández Nava y Ramos Zamora (2001).
[4] La música se compone del toque del tambor y de una flauta de carrizo.
[5] El bolím es un gran tamal elaborado con masa de maíz, que puede alcanzar el tamaño de un pollo.
[6] La «piedra de la colmena» es una roca de gran tamaño ubicada en las afueras del barrio El Zopope, en la comunidad de Tamapatz, Aquismón, San Luis Potosí.
[7] La palabra «ul taláb» proviene del verbo ulel (llegar), y está fonéticamente relacionada con «ul» (caracol), mientras que «taláb» es un morfema reverencial. Estas llegadas o mesas son piedras planas localizadas en distintos puntos del monte y en ciertas cuevas, donde se pueden disponer ofrendas para diversos seres. Algunos ancianos afirman que estos sitios de ofrenda fueron establecidos por los antepasados, al ser lugares donde «los dioses» reciben fácilmente lo que se les lleva y donde se pueden formular peticiones (Aguirre, 2017, pp. 19-20).
[8] Tamal del tamaño de un pollo, análogo al bolím entre los tének.
[9] El texto citado cuenta con correcciones propias de redacción y sintaxis.
[10] Para obtener información más detallada sobre este tipo de flautas y su proceso de elaboración entre los pames, se puede consultar el trabajo de Antonio González (2016). Por su parte, Lizette Alegre (2008) realizó una investigación referente a este instrumento y las danzas relacionadas entre los nahuas de la Huasteca hidalguense.