Arte y trabajo: reflexiones iniciales en torno al sentido político de la conformación de las cooperativas de trabajo artístico en Uruguay

 

Art and work: initial reflections on the political meaning of the conformation of artistic work cooperatives in Uruguay

 

Itzel Ibargoyen

Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UdelaR

itzel.ibargoyen@gmail.com

 

Fecha de recibido: 18/04/2018

Fecha de aceptado: 25/06/2018

 

Resumen

El presente trabajo propone examinar brevemente el sentido político de la conformación de las cooperativas de trabajo artístico en Uruguay tras la promulgación de la Ley 18.384 —Estatuto del Artista y Oficios Conexos— aprobada por el gobierno del Frente Amplio en 2008. Se parte de la idea de la no excepcionalidad del trabajo cultural en el marco de las formas posfordistas de producción actuales para pensar en luchas que reorganicen el trabajo en favor de lo común y de la autonomía y que involucren lo social en un sentido amplio. Específicamente, interesa abordar dos dimensiones del problema. Por un lado, la ambigua situación de la producción cultural y artística en su vínculo con las luchas políticas y las formas de organización colectiva como espacios de transformación social en el capitalismo actual. Y, ligado a lo anterior, la otra dimensión refiere a la centralidad del trabajo autónomo hoy —paradigma del carácter del trabajo artístico— como renovada forma de dominación y las posibilidades de su reorganización y liberación a través de la acción colectiva. Se busca aportar a las discusiones sobre el potencial político de la cultura en su vínculo con las formas de producción cultural y de organización colectiva en Uruguay en el marco de gobiernos denominados progresistas y de cambio social.

Palabras clave: producción cultural, política, trabajo, cooperativas

 

 

Abstract
The present work proposes to briefly examine the political meaning of the conformation of the Cooperatives of Artistic Work in Uruguay after the promulgation of the law 18.384 – Statute of the Artist and related trades – approved by the government of the Broad Front in the year 2008. It starts from the idea of non-exceptionality of cultural work within the framework of current post-Fordist forms of production to think of struggles that reorganize work in favor of the common, autonomy and that involve the social in a broad sense. Specifically, it is interesting to address two dimensions of the problem. On the one hand, the ambiguous situation of cultural and artistic production in its link with political struggles and forms of collective organization as spaces of social transformation in current capitalism. And linked to the above, the other dimension refers to the centrality of autonomous work today – paradigm of the character of artistic work – as a renewed form of domination and the possibilities of its reorganization and liberation through collective action. It seeks to contribute to the discussions about the political potential of culture in its link with the forms of cultural production and collective organization in Uruguay within the framework of governments called “progressive” and “social change”.

Keywords: cultural production, politics, work, cooperatives

 

Introducción

Quisiera desarrollar muy brevemente unos pocos aspectos de las interrogantes centrales de trabajo en torno a mi proyecto actual de investigación de maestría. En él propongo examinar el sentido político de la conformación de las cooperativas de trabajo artístico en Uruguay tras la promulgación de la Ley 18.384 —Estatuto del Artista y Oficios Conexos—[1] aprobada por el gobierno del Frente Amplio (FA) en 2008.

 

Me interesa reflexionar sobre dos dimensiones del problema. Por un lado, la ambigua situación de la producción cultural y artística en su vínculo con las luchas políticas y las formas de organización colectiva como espacios de transformación social en el capitalismo actual. Y, ligado a lo anterior, la centralidad del trabajo autónomo hoy —paradigma del carácter del trabajo artístico— como renovada forma de dominación y las posibilidades de su reorganización y liberación a través de la acción colectiva.

 

Parto de la idea de la no excepcionalidad del trabajo cultural en el marco de las formas posfordistas de producción actuales, intentando trazar una línea de pensamiento que permita vincular la función política de la producción cultural y artística con las tensiones y dificultades de la organización colectiva del ámbito cultural en la explicitación reflexiva sobre sus propias condiciones de producción.

 

Con sentido político me refiero entonces, desde la perspectiva de la organización colectiva y el trabajo, a cuál es la visión que los integrantes de las cooperativas tienen sobre lo que la cooperativa debería llegar a ser y hacer, y en qué nivel de la política —macro o micro— están imaginando su actuar en tanto continuidades y rupturas con las tradiciones históricas cooperativistas y con los movimientos políticos culturales de las décadas del sesenta y del setenta.

 

No concibo la práctica artística como un espacio aislado, único, «extraordinario», que ubica al artista y a su producción como algo excepcional, como un reducto a resguardar escindido del mercado o como un tipo de producción por fuera de las lógicas neoliberales que invisibilizan la precariedad, la flexibilidad y la discontinuidad —característica del ámbito cultural—, sino, «como un ámbito de significaciones compartidas, que en su especificidad, es articulable con otros ámbitos de producción social» (Expósito, 2008 b).

 

Con producción cultural me refiero entonces, en sentido amplio, a las prácticas que se sitúan entre la creación expresiva, la invención de imaginarios colectivos, la producción simbólica, la crítica social y el trabajo en las instituciones artísticas o culturales (Precarias a la deriva, 2004). Siguiendo a Raymond Williams (1981), me interesa observar las instituciones de la producción cultural y los problemas generales y específicos de la organización cultural como sistemas significantes en su dimensión deliberadamente ampliada.

 

Importa dar cuenta de la especificidad de las prácticas, desde su interior, ahí donde la producción de subjetividad se enlaza con la práctica política, es decir, asumir los procesos de subjetivación como necesariamente políticos, «el frente de batalla principal para todo proyecto que busque reconstruir algunos puentes y anudamientos entre lo político y el arte» (Expósito, 2008 a).

 

Dos son las cooperativas a las que quiero acercarme: Valorarte, conformada por profesionales de las artes escénicas asociados a la Sociedad Uruguaya de Actores (SUA) y a la Asociación de Danza del Uruguay (ADDU) y Cooparte, que nuclea a músicos a través de Agremyarte (sindicato de músicos y anexos).

 

Ambas se rigen por la Ley 18.407 de Cooperativas, sus decretos reglamentarios y disposiciones jurídicas, y surgen para procurar formalizar las actividades que los «artistas intérpretes o ejecutantes y las actividades u oficios conexos a dicha profesión»[2] realizan y acceder así al sistema de seguridad social.

 

La cooperativa, en su función puramente instrumental de la herramienta de gestión —normas, reglas y procedimientos— que otorga derechos y seguridad, provoca a su vez procesos disímiles en cuanto a las posibilidades de organización del trabajo en su potencial transformador. Creo importante desentrañar estos aspectos de la organización en cooperativas, desde el punto de vista de la institucionalización del ámbito artístico en función del Estado y los límites y alcances de este vínculo. Pero también, su revés, como forma de organización del trabajo con la potencia de lo no completamente regulable, colectivo e inaprensible y los modos de subjetivación que esas formas de organización involucran.

 

Propongo establecer algunos caminos que permitan comprender, desde la experiencia particular de conformación de las cooperativas de trabajo artístico, las tensiones y ambivalencias que nacen en la relación entre las formas de producción cultural, la organización del trabajo y los procesos de conformación de subjetividad en Uruguay hoy en el marco de políticas neoliberales vigentes que atraviesan la realidad social. La intención es únicamente abrir una serie de interrogantes para pensar estos problemas a la luz de las fuertes y dramáticas transformaciones contemporáneas globales y locales que nos ayuden a vislumbrar otras formas de lo común desde las posibilidades culturales.

 

Conocimiento y producción de valor hoy

Desde la década del setenta se vienen gestando profundos cambios en el modo de producción capitalista y las formas en cómo se establecen las relaciones de poder. El dominio transnacional, la fuerte unidad del mercado mundial, el control policéntrico, la intervención política, la segmentación de la subjetividad colectiva, el control de la fuerza colectiva del trabajo y el descenso del Estado de bienestar asociado a la crisis del modelo taylorista-fordista como modelo productivo característico en los países centrales occidentales son algunos de los fenómenos de esta reestructuración capitalista (Guattari y Negri, 1999). Las transformaciones económicas sometidas a estas condiciones incorporan como novedad, al conocimiento, el trabajo inmaterial, la información, los servicios y la creatividad como nuevas formas de generación de valor, que conviven con las formas más tradicionales del capital, el trabajo y la tierra.

 

Algunos autores han denominado a este fenómeno como «capitalismo cognitivo» (Moulier Bountang, 2004), «sociedad de la información» (Castells, 1996), «sociedad posfordista» (Lazzarato, 2015) o «capitalismo cultural» (Brea, 2004) entre otras conceptualizaciones que dan cuenta de estas transformaciones productivas y subjetivas.

 

Por lo menos desde la perspectiva del norte global dominante, la importancia de lo simbólico y la autonomía para el modelo productivo actual, que Negri (2001) expresa en el concepto inaugurado por Marx de «trabajo inmaterial», atribuye a la producción artística y a las subjetividades asociadas una serie de funciones políticas en su carácter «desmaterializado» bajo la figura del trabajador autónomo.

 

La novedad de las relaciones de producción actuales en relación con el trabajo autónomo, resume Mauricio Lazzarato, estaría en «una socialización-intensificación de los niveles de cooperación, de los saberes, de la subjetividad de los trabajadores y de los dispositivos tecnológicos y organizativos», ya que «hoy el control “indirecto” se ejerce sobre la totalidad de la vida del trabajador autónomo» y pone así el acento en la función política del trabajo autónomo como nuevo yacimiento de productividad y como forma renovada de explotación (Lazzarato, 2015).

 

El arte que se ha contrapuesto, históricamente, con las nociones de trabajo clásico asalariado, regular, estable —donde el trabajador es, en esta «anomalía autónoma», dueño de sus medios de producción, vislumbrando un modo de producir que en el posfordismo (industrias culturales mediante) se generaliza (Raunig, 2008)—. Las características excepcionales en la producción de la actividad artística y cultural han mutado en norma «como paradigma de las nuevas formas de trabajo en el posfordismo por su discontinuidad, movilidad, flexibilidad, precariedad» (Expósito, 2008 b).

 

No casualmente han aparecido nuevos términos para designar estos cambios en la economía y en las formas de producción cultural, como son economía creativa, nueva economía, economía naranja,[3] y que en el ámbito cultural se traducen en el creciente aumento de la industria del entretenimiento, en el monopolio y la tercerización como funcionamiento habitual de las industrias culturales, en la promoción del emprendedurismo y en la mercantilización de todo tipo de conocimiento, ya sea filosófico, artístico, cultural o científico (Bayardo, 2007).

 

El proceso de sustitución de un modelo fordista a uno posfordista no es claro, lineal ni completo en términos de la efectiva organización del trabajo y del modelo de acumulación, en especial en Latinoamérica, donde los límites y desarrollos de los modelos productivos han sido muy desiguales, fruto de la intervención de otras variables que tienen que ver con «el modelo de desarrollo basado en la sustitución de importaciones, tales como la negociación colectiva, una relación salarial amarrada con el Estado, economías cerradas, etcétera» (Novick, 2003).

 

De todos modos, con sus variantes locales, es a partir de la década del noventa que se ejecuta en Latinoamérica una política pública que introduce el modelo de las industrias culturales, su sistema de protección de la propiedad intelectual y monetización de la producción cultural, bajo la figura del emprendedor cultural —emprendedor de sí mismo, productor de sí—, introduciendo lógicas de mercado, mecanismos de individuación y captura de conocimiento común en el marco de políticas neoliberales (Rowan, 2016), e implanta a su vez la «consideración actual de que lo social y cultural puede convertirse en parte en procesos industriales y tecnológicos» (Von Osten, 2008).

 

Este modelo ha sido debatido desde diferentes niveles por incrementar la desigualdad social y la discriminación por género, promover la gentrificación y generar precariedad laboral, entre otros fenómenos (Yproductions, 2009). Para Jaron Rowan (2016), las industrias culturales promueven un modelo no viable de desarrollo, con fuertes desigualdades al interior del sector, que es especialmente vulnerables a las crisis económicas y donde los beneficios económicos son capitalizados por muy pocas empresas. Ya en los años cuarenta Teodoro Adorno y Max Horkheimer (1969) cuestionaban la creciente influencia de la industria del entretenimiento contra la comercialización del arte, su uniformización y rechazo a la economización de la cultura en su análisis sobre la industria cultural.

 

Uruguay se suma a estas directrices históricas que entienden a la producción cultural como motor de desarrollo, sostenidas sobre nociones de trabajo autónomo del tipo emprendedor, reflejado en las políticas culturales que desde inicios del siglo XXI se vienen implementando. Ejemplo de ello son la formación del Departamento de Industrias Creativas (Dicrea), la Cuenta Satélite para la Cultura y los programas de descentralización de las Usinas Culturales y las Fábricas de Cultura,[4] como también las convenciones de la Unesco que Uruguay ha ratificado en materia de patrimonio inmaterial, diversidad, derechos de autor, Objetivos del Milenio, entre otros. Y, más recientemente, desde la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) se ha sumado una línea de apoyo y actividades de fomento para industrias creativas.[5]

 

Ante estas reformulaciones productivas, ¿cuáles son las actuales condiciones laborales en el ámbito cultural en Uruguay y qué significan estas transformaciones económicas para la organización del trabajo cultural? ¿Qué tipo de producción cultural genera y promueve? Si la ampliación del trabajo autónomo, con su flexibilidad, discontinuidad y precariedad es la norma y no la excepción, entonces, ¿qué clase de institución cultural son las cooperativas de trabajo artístico?

Lo político de la cultura

La concepción histórica del siglo XX le da al arte, o a una parte del arte, la tarea de la crítica como una función aparentemente intrínseca a él, abriendo espacio para diversas disidencias (Tapia, 2012). Las manifestaciones artísticas de los grupos que en la década de los setenta se plantean rebasar el ámbito de lo artístico oficial en su producción y circulación en lo que Cristina Híjar (2009) denominó como una política que busca «afectar todo el proceso», involucran al arte como imaginario de cambio social y político remitiendo a las tradiciones libertarias y marxistas.

 

Los diversos movimientos políticos y culturales del 68 en Uruguay no son ajenos a estas concepciones de cambio y de «imaginación utópica» a través del arte y la cultura como confrontación con los valores dominantes de la época. Para Ana Longoni, la relación entre vanguardia artística y política de izquierda no deja de ser confrontativa:

…mientras algunos sectores de la izquierda persistieron en la impugnación hacia la vanguardia como moda extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial, otros justificaron la superposición entre vanguardia y realismo, y algunos otros asumieron la defensa de la vanguardia como programa artístico-político (Longoni, 2005).

 

Concepciones paralelas sobre el lugar de la producción cultural que se dan en los años sesenta y setenta denotan posiciones de valor diferenciadas en relación con la tarea del arte como impulso detonador de cambios sociales: de fuerza revolucionaria a forastero en su propio ámbito de acción. Tanto desde la izquierda como desde la derecha se acentúa una concepción superficial del potencial político de la cultura que la reduce «exclusivamente a la superficie representativa», a lo que esta «a través de sus obras, puede decir, enunciar, o expresar iconográficamente» (Rowan, 2016).

 

Versiones de esta concepción descansan sobre el presupuesto teórico de una lectura del marxismo tradicional que entiende que el arte sería «reflejo» de la estructura socioeconómica de la sociedad en la que es producido y, por ende, accesorio para pensar el orden de lo social. Para Williams, esta teoría marxista no puede ser leída aisladamente, sino en consonancia, con la idea básica liberal de cultura,

…en la cual se supone que la fuente universal de la producción cultural es la «expresión individual», de modo que estudiar las relaciones sociales de la actividad cultural es describir las condiciones que atañen a esta norma, permitiendo o impidiendo su «libre ejercicio» (Williams, 1981).

 

Ambas concepciones —liberalismo y marxismo tradicional— desvincularían, a su manera, a las prácticas artísticas de su contenido social y de su potencial político, a la vez que oscurecen los procesos sociohistóricos de su producción, herencia del pensamiento moderno. La cultura desde esta óptica no encaja con la política e implica, para Rowan, obviar que «lo político está inserto en gestos, cuerpos y estéticas, pese a que no se enuncien siempre como elementos políticos» (2016). El concepto gramsciano de hegemonía cultural, siguiendo a Rowan, permite ir más allá de la visión representativista de la producción cultural hacia la comprensión de las formas de regulación y control social que suceden través de lo simbólico, imperceptibles, donde la producción cultural es fundamental. En palabras de Williams, «la cultura como el sistema significante a través del cual necesariamente un orden social se comunica, se reproduce, se experimenta y se investiga» (1981). ¿Por qué una práctica significante no sería política?

 

Las experiencias de movilización que desde el ámbito cultural y artístico acontecen se perciben, por lo general, como subsidiarias, parciales, acompañantes de las luchas de los espacios más tradicionalmente «políticos» como son sindicatos, partidos políticos, agrupaciones, gremios, instituciones, etcétera.

 

Es más natural identificar a los artistas al servicio del Estado (en Uruguay esto se evidencia en la relativa centralidad del Estado como mediador de imaginarios colectivos) antes que conformar espacios de confrontaciones genuinas, socialmente relevantes, que puedan plantear transformaciones políticas y culturales amplias, profundas y de largo aliento, que traspasen de alguna manera la noción de «un sujeto histórico» característico de las izquierdas. Cabría repensar así sobre «el papel de la izquierda uruguaya en la configuración de esas relaciones contradictorias entre resistencia cultural y lógicas de consumo capitalistas que la eclosión juvenil de 1968 puso de manifiesto en nuestro medio» (Markarian, 2012).

 

¿Qué fenómenos han diluido en la izquierda uruguaya el vínculo entre producción cultural y transformación política? Como sostiene Judith Butler, a partir de su crítica a cierto tipo de izquierda (y no solo la izquierda), se relegan estos movimientos sociales a la esfera de lo «meramente cultural» en una «combinación política de marxismos neoconservadores» y que «no sitúa[n], asimismo, la cultura en el marco de una comprensión sistemática de los modos de producción sociales y económicos» (Butler, 1996).

 

Aquí hay una distinción que hacer entre dos niveles vinculantes del potencial político de la cultura, por un lado, como fenómeno colectivo conformador de sentidos comunes del que hablaba Rowan y, por otro, la organización cultural capitalista y sus formaciones específicas a las que hace referencia Williams. Desde la perspectiva más acotada de la organización cultural capitalista (y burguesa), tenemos que preguntarnos por las dinámicas de reivindicación y contestación, es decir, cómo las formaciones concretas abordan la problemática sobre las propias condiciones laborales y los modos de producción cultural. ¿Qué tipo de trabajo es el arte y qué implicancias políticas tiene su regulación?

 

El carácter fuertemente individual, único, especial, de la creación artística sostenida cada vez sobre las industrias culturales y su subalternidad frente a otras dimensiones de lo social hacen del modelo productivo cultural actual poco conciliable con un proyecto político que genere interlocución con otros, con sí mismos, e introduzca cambios en la política y por ende en la subjetividad. ¿Cuál es la transformación política que le es específica al arte?

 

En paralelo, el paradigma sesentista asocia el lugar de la transformación política con la transformación artística, pero también asume que el lugar de la transformación política, «está siempre en otra parte, en el campo de lo otro», no en los propios «trabajadores» o «artistas» (Foster, 1999), El llamado que hiciera Walter Benjamin (1934) a que el artista interviniera como trabajador revolucionario en los medios de producción artística, para así, mediante la transformación técnica, modificar el aparato de la cultura burguesa, ubica al artista y al trabajador en un espacio que podría ser común, pero incierto, en palabras del propio Benjamin, «un lugar imposible» (citado por Foster, 1999).

 

Hall Foster advierte esta paradoja planteada por Benjamin, este «lugar imposible» con el peligro del «mecenazgo ideológico» en la medida en que la identificación con un otro trabajador o estudiante convierte a ese otro en un otro pasivo en cuyo nombre el artista comprometido lucha (Foster, 1999). ¿Cómo han asumido las cooperativas de trabajo artístico estas disyuntivas?

 

Precarios, autónomos y felices

Es innegable que la producción artística tiene sus especificidades y que en ese sentido tiene una relativa independencia, aunque necesariamente obedece a condiciones sociales, políticas, económicas, históricas, técnicas, de distribución y consumo que la determinan y modifican. Requiere tiempo, un determinado tipo de conocimiento, tiene un valor en el mercado —de uso y de cambio— por más mínimo que sea, es considerada una práctica significante, quien la realiza está sometido a reglas, condiciones y procedimientos institucionales definidos, además de necesitar garantizar su propia subsistencia.

 

En este evidente entramado social y económico se establecen oposiciones. El «arte como esfera diferencial y autónoma, dedicada a la búsqueda de valores particulares —“belleza”, “autenticidad”, “verdad”— serían la antítesis de los valores asumidos en el mundo de la economía —la búsqueda racional de ganancia o el ilimitado instrumentalismo», conjugándose así una suerte de sentidos valorativos opuestos que involucran también al trabajo y sus transformaciones— (Infantino, 2011). El trabajo tiene connotaciones positivas en tanto dignificante, mientras que el arte lleva vínculos ambiguos, «por momentos negativas en tanto pérdida de tiempo valioso y productivo; por momentos positivas como espacio de creatividad, liberación, emancipación» (Infantino, 2011).

 

Estas oposiciones diferencian entre una esfera productiva, económica, laboral, y una no productiva, ociosa. El régimen productivista que la economía política impone colabora a separar a las prácticas artísticas —con su supuesta autonomía— de las contradicciones propias del capitalismo. El quehacer artístico por ser «satisfactorio», no es considerado trabajo, así como la creatividad y el talento individual del «artista» no suponen trabajo colectivo. Conviven simultáneamente posturas que asumen la distancia «natural» de la producción cultural con las lógicas de mercado y, por el contrario, la cercanía viable —y deseable— con la economía.

 

La imposibilidad relativa de regirse por fuera de los sistemas de producción y la precariedad característica del ámbito convierten al deseo de querer vivir de lo que se hace y la ética del arte como motor de cambio o de la libertad creadora en una fuente de conflicto político y estético permanente.

 

Ahora bien, estos sentidos valorativos ambiguos que han generado procesos que opacan, diluyen, los mecanismos de explotación de la producción cultural, no solo son un hecho externo al sujeto, sino que forman parte de él.

 

La esclarecedora perspectiva de Isabell Lorey (2016) nos posibilita pensar esta naturalización de las condiciones de producción cultural como el resultado de un proceso de subjetivación o gubernamentalidad liberal a partir de la noción de precarización, como condición de vida pero también como forma de gobierno, en lo que la autora llama la «función hegemónica de la precarización» (Lorey, 2016).

 

Las ideas de autonomía y libertad que son fundamentales para la práctica artística estarían, siguiendo a la autora, «constitutivamente conectados con los modos hegemónicos de subjetivación en las sociedades capitalistas occidentales, en una ambivalencia entre sumisión y empoderamiento» (Lorey, 2008).

 

La óptica de Michel Foucault en la que se sostiene Lorey permite pensar cómo el sujeto se autoinstituye en un sistema de normas dado y cómo la precariedad es una condición autoimpuesta e interiorizada. Lo que importa es en qué medida la precarización «elegida para sí» contribuye a generar las condiciones que permiten ser parte activa de las relaciones políticas y económicas neoliberales a partir de la noción de la «libre» elección de tener una vida precaria (Lorey, 2008). E insiste en que pongamos atención en la precarización como un proceso que no solo produce sujetos, sino que inseguridad, en tanto preocupación central del sujeto y que nos prepara para la necesidad de seguridad como ideal político, «un ideal que sirve para acumular poder dentro del Estado y de las instituciones» (Butler ,2016).

 

Si como plantea Lazzarato (2015), el trabajo autónomo actual tiene la función política de la dominación y la explotación, donde estos procesos de subjetivación de los que habla Lorey son fundamentales. ¿Cómo manifiestan los integrantes de las cooperativas de trabajo artístico la precarización, en sentido de instrumento de gobierno y control social? ¿Qué sujetos políticos emergen en los procesos de organización de las cooperativas? ¿Son las cooperativas mecanismos de resistencia a esta subjetivación autoprecarizante?

 

Indeterminación cultural e internacionalismo

Las formas de dominación contemporánea y su relación con el trabajo son cada vez más opresivas, complejas y eficaces, incluso en ámbitos donde podría no ser tan evidente, como lo es la producción artística y cultural. Lo anterior no quiere decir que no haya prácticas de resistencia, de cooperación, de autonomía genuina, de libertad de trabajo, de reflexión y práctica crítica que desde múltiples espacios se planteen alternativas de vidas concretas y efectivas que puedan superar, aunque sea en algún aspecto de la vida, estas contradicciones. Existen, suceden, están —limitados o no—, acontecen. El asunto está en saber qué producen, qué generan, qué cambian.

 

Aquí hay dos niveles interconectados desde donde mirar los cambios posibles: la política de lo macro y la política de lo micro, y el neoliberalismo las cruza a ambas. Son amplios los debates en torno a esta cuestión. La larga tradición abierta por Félix Guattari (1999) de la micropolítica —que el Mayo del 68 puso en circulación— se interroga sobre dónde situar la batalla, en lo personal o en lo institucional y público estatal. Si para Guattari (1999) las revoluciones son moleculares e irreversibles, por su parte Marx señala que los intentos de superar el capitalismo a pequeña escala, «suponen una renuncia a transformar el viejo mundo y una vía forzosamente fracasada» (Merino, 2005). Sin querer profundizar ni dicotomizar estas dimensiones, la perspectiva de Santiago Castro Gómez (2007) permite pensar estos dos niveles de la política. El autor aborda, desde la teoría del poder heterárquica de Foucault, cómo los enfoques jerárquicos del poder vuelven determinantes las estructuras mayores en detrimento de la significancia de las «microfísicas» y los procesos locales.

 

En ese sentido, hay dos cuestiones que plantea que resultan pertinentes para pensar la relación entre producción cultural y trabajo: por un lado, la idea de que «el poder pasa siempre por el cuerpo» y que, por lo tanto, no es posible «hablar de estructuras que actúan con independencia de la acción de los sujetos» (Castro Gómez, 2007). E interconectado con esto pero en otro nivel de análisis, la idea de que el poder colonial no puede ser pensado únicamente como «determinado por la relación capital-trabajo», sino como «un paquete enredado y múltiple de relaciones de poder más amplio y abarcador, que bajo una perspectiva reduccionista económica propia de ciertas vertientes del pensamiento eurocéntrico no es posible entender» (Grosfoguel en Castro Gómez, 2007). Me pregunto entonces: ¿Cómo se establecen las relaciones capital-trabajo en la producción cultural en Uruguay? ¿Toda producción cultural es mercantilizable y por ende sujeta a relaciones de poder jerárquicas? Si, como dice el autor, nuestro modo de ser en el mundo (corporalidad, afectividad, intimidad) no está determinado necesariamente por la lógica global del nivel molar donde el poder también funciona, entonces es allí, en ese vínculo históricamente determinado por la biopolítica y la disciplina, donde se abre una fisura, un espacio de incertidumbre sobre la forma en que las relaciones de poder se hacen «carne».

 

Las «tecnologías del yo» aparecen, desde este enfoque, como posibilitadoras de impedir la normalización y la biopolítica. Cabría reflexionar entonces sobre si las formas específicas de la producción cultural son en sí mismas posibilitadoras de disidencias en tanto «tecnologías del yo» (Foucault, 1990) y qué forma concreta toma esa disidencia. Las heterarquías, en el sentido en que las analiza Castro Gómez, aparecen como aquello no unívoco, no estructurante-determinante de la formación de subjetividades y la afectación unilineal de los cuerpos y los sentimientos. Claro que lo local no deja de ser inmune y siempre es trastocado de alguna forma por los regímenes globales, pero en ese cruce está lo que Castro Gómez llama la «indeterminación residual» (2007). ¿Cuál es entonces el nivel de indeterminación residual de la producción cultural en Uruguay?

 

En los modos del hacer cultural aparece un espacio ambiguo donde se entremezclan de especial forma esta noción de libertad y autonomía con las de sujeción mercantil y productividad capitalista. Es este límite y posibilidad que interesa analizar; si hay una capacidad transformadora radical anidada en la suspensión momentánea de la relación capital-trabajo (jerárquica) propuesta por la práctica artística y cultural como determinante de su propia existencia. Interesa preguntarnos por la potencia que habita en los modos del hacer de la producción cultural y su especificidad y si estas son capaces de subvertir de alguna manera las lógicas jerárquicas del poder; y si en esa indeterminación residual radica su potencia de ser otra cosa.

 

La perspectiva planteada por Foucault, en detrimento de los postulados teóricos marxistas, estructuralistas o del análisis del sistema mundo, abre también la cuestión sobre lo que significa para la acción política entender el poder únicamente desde las teorías jerárquicas (como poder constituido) y no desde las heterarquías, con su «exterioridad relativa» y sus «disfuncionalidades» (Foucault, 1990). ¿Qué modificaría esta perspectiva para la acción política y cultural? ¿Es posible significar las acciones colectivas de modos más radicales en el marco de la teoría del poder heterárquica? Entonces volvemos al asunto de las potencias y cuánto son «otra cosa», pero, sobre todo, qué subjetividades se construyen a la sombra de una u otra perspectiva, porque, dice Castro Gómez, es «muy fácil hablar de una “decolonialidad” a nivel molar sin ver la colonialidad alojada en las propias estructuras del deseo que uno mismo cultiva y alimenta» (2007). En lo pequeño, lo creativo, lo que está por fuera, lo afectivo, lo local —parecen decirnos Foucault, Castro Gómez y Lorey—, está ese agenciamiento que permitiría lo poscapitalista, lo poscolonial y quizás el ámbito cultural tenga algo que aportar en este camino.

 

Ahora bien, es importante pensar cómo esta posibilidad de los modos del hacer en la producción cultural de ser otra cosa, esta intermediación residual que permitiría una construcción del sí mismo que limitaría las formas jerárquicas del poder de la que nos habla Castro Gómez, puede conformar una acción colectiva específica, más amplia y de largo aliento, en el marco de las democracias contemporáneas. Es decir, cómo esos procesos locales intermedios se articulan con la lógica del nivel molar y qué efectos políticos generan a escala ampliada. En ese sentido sería significativo analizar qué vinculo establecen los trabajadores culturales organizados en cooperativas de trabajo —en términos de prácticas autónomas, pensamiento propio, oposiciones, gestiones diferenciales— con el gobierno del Frente Amplio, fuerza política autodenominada «de cambio y justicia social; de concepción progresista; democrática, popular, antioligárquica y antiimperialista»[6] y cómo se vinculan con otros actores políticos.

 

El énfasis no está en visibilizar las posibles contradicciones o límites de la gestión del FA como fuerza política «progresista» o de «izquierda» —aunque necesariamente ahí están—, sino en identificar cuáles son los espacios de construcción de antagonismos y autonomías promovidos por los trabajadores culturales en la relación con lo público estatal y sobre qué noción de lo común se establecen esos ámbitos de acción conjunta. ¿Qué importancia se le adjudica en esta relación Estado-cooperativas al problema de la hegemonía cultural y cuáles han sido las estrategias de cambio de paradigma cultural reflejado en las políticas culturales y las nociones sobre trabajo cultural ahí expresadas en el marco de las dos últimas gestiones del FA?

 

La forma de organización en cooperativas de trabajo artístico puede entenderse como desviación, en tanto reorganización del trabajo, independencia y derechos laborales, o como continuidad de las líneas de subjetivación autónoma burguesa (Lorey, 2008). Qué idea de lo político, en el sentido que le da Jacques Rancière (2010), como imagen de comunidad y como manera de tratar los asuntos comunes, define para sí los trabajadores culturales. Porque si «ya no existe un vínculo natural entre la condición de erudito y la causa de la libertad, como así tampoco una vocación específica del artista y del poeta para resistir a los poderes», nos preguntamos si es posible conciliar la acción cultural con la transformación política y social (Rancière, 2010). ¿Puede la libertad del arte, en su sentido material y estético, subvertir de algún modo el orden de verdad reinante?

 

Referencias bibliográficas

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[1]                  Disponible en: https://www.impo.com.uy/bases/leyes/18384-2008/3 [Consultado el 3 de julio de 2018].

[2]                  Ley 18.407 de Cooperativas. Regulación, Constitución, Organización y Funcionamiento. Disponible en: https://www.impo.com.uy/bases/leyes/18407-2008/140 [Consultado el 3 de julio de 2018].

[3]                  El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) puso en circulación el concepto de economía naranja a través del libro Economía naranja. Una oportunidad infinita a cargo de Felipe Buitrago, consultor de la División de asuntos Culturales, Solidaridad y Creatividad del BID, e Iván Duque (2013). En él se define como economía naranja al «conjunto de actividades que de manera encadenada permiten que las ideas se transformen en bienes y servicios culturales, cuyo valor está determinado por su contenido de propiedad intelectual. El universo naranja está compuesto por: 1) la economía cultural y las industrias creativas, en cuya intersección se encuentran las industrias culturales convencionales, y 2) las áreas de soporte para la creatividad» (Ardila, 2015).

[4]                  En las propias palabras del Dicrea: «Preferimos el término industrias creativas (en vez de industrias culturales) por considerarlo más abarcativo (no se restringe únicamente a las actividades afectadas por el derecho de producción intelectual) y a la vez remite al concepto de creatividad y de economía creativa, una nueva lógica del desarrollo productivo, social y humano centrada en la incorporación cada vez más intensiva de creatividad y de conocimiento. La noción de industrias creativas, por lo tanto, no se limita a enumerar un grupo de actividades, sino que tiene que ver con una nueva forma de pensar y analizar la cultura» (Disponible en http://cultura.mec.gub.uy/mecweb/container.jsp?contentid=690&site=8&chanel=mecweb&3colid=690 [Consultado el 3 de julio de 2018]).

[5]                  El programa de innovación de las Industrias Creativas busca facilitar la conexión entre sectores no vinculados previamente para validar o desarrollar proyectos de innovación en conjunto, entre el sector de las Industrias Creativas y el resto de los sectores de la economía de Uruguay (Disponible en: http://creativas.anii.org.uy/ [Consultado el 3 de julio de 2018]).

[6]                  Tomado del sitio oficial del Frente Amplio (2016): http://www.frenteamplio.org.uy//index.php?Q=articulo&ID=1002 [Consultado el 3 de julio de 2018].