Centros MEC. Análisis de una política
pública cultural con anclaje territorial en el Uruguay de la última década.
Centros MEC.
Analysis of a cultural public policy with territorial base in Uruguay during
the last decade.
Damián
Berger
CURE-Udelar. Maldonado, Uruguay.
Federico Sequeira
PDU Políticas Culturales y Políticas de la
Cultura, CURE-Udelar. Maldonado, Uruguay
Fecha
de recibido: 10/12/2017
Fecha de aceptado: 25/06/2018
Resumen
La era
progresista, desde 2005, con el ascenso del Frente Amplio por primera vez al gobierno nacional hasta hoy, ha
marcado cambios en el diseño y la implementación de las políticas públicas en
Uruguay. Este cambio de concepción,
junto a una perspectiva de derechos humanos, operó también en las políticas
públicas de cultura y en el reconocimiento de derechos culturales. En este
sentido, por sus características y con la perspectiva generada a diez años de
su creación, Centros MEC (2007) se
constituye como un caso pertinente para el análisis. Considerando su dimensión
territorial —127 centros ubicados en todo el territorio nacional, que implican
articulación y coordinación de los tres niveles de gobierno— y su dimensión
institucional —consolidación como política cultural pública y jerarquía dentro
del Ministerio de Educación y Cultura
(MEC)— el presente artículo se propone indagar en sus alcances y
limitaciones en términos de inclusión —social, cultural, inter-generacional,
tecnológico-digital— y de acceso al consumo y a la creación de bienes
culturales. Para hacerlo en términos de democracia desde una perspectiva de
ciudadanía cultural, se considerarán particularmente dos aspectos de esta
política cultural pública: por un lado, su concepto de descentralización y, por
el otro, su proceso de construcción de la demanda.
Palabras clave: políticas
culturales, derechos culturales, territorio.
Abstract
The progressive era, since 2005 with the rise of the Frente Amplio for
the first time to national government until today, has marked changes in the
design and implementation of the public policies in Uruguay. This change of conception, together with a
human rights perspective, it also has operated in the public policies of
culture and in the recognition of cultural rights. In this sense, for its
characteristics and the perspective generated ten years after its creation, Centros MEC (2007) is a relevant case for
analysis. Considering its territorial dimension – 127 centers located
throughout the national territory that involve articulation and coordination of
the three levels of government – and its institutional dimension
– consolidation as a public cultural policy and hierarchy within the Department for Education and Culture
(MEC) – the present article proposes to investigate in its scope and
limitations in terms of inclusion – social, cultural, inter-generational,
technological-digital – and access to consumption and creation of cultural
assets. To do so in terms of democracy from a cultural citizenship perspective;
two aspects of this public cultural policy will be considered particularly: on
the one hand, its concept of decentralization and, on the other, its process of
construction of demand.
Keywords: cultural policies, cultural rights, territory.
Contexto
El inicio
del siglo XXI encontró a Latinoamérica en un proceso político particular: al
ascenso de Hugo Chávez en Venezuela (1999) se sumaron los ascensos de Ricardo
Lagos —Partido Socialista en el marco de la Concertación— en Chile (2000), Luiz Inácio Lula Da Silva en
Brasil (2003), Néstor Kirchner en Argentina (2003), Tabaré Vázquez en Uruguay
(2005), Evo Morales en Bolivia (2006), Rafael Correa en Ecuador (2007) y
Fernando Lugo en Paraguay (2008). La mayoría del continente estuvo gobernada
por líderes de partidos de signo progresista —izquierda y centroizquierda—, lo
que determinó un conjunto de políticas de redistribución y reconocimiento que
tuvieron importantes impactos en términos de justicia social para este conjunto
de países de una de las regiones más desiguales del planeta. Para Nancy Fraser:
Los partidos políticos que antes se
identificaban con proyectos de redistribución igualitaria abrazan hoy una
resbaladiza «tercera vía», cuya sustancia verdaderamente emancipatoria, cuando
la tienen, está más relacionada con el reconocimiento que con la redistribución
(2002).
Esta
afirmación de Fraser, que alimenta la idea de que para alcanzar la justicia
social resultan tan importantes las condiciones materiales —de redistribución—
como las simbólicas —de reconocimiento—, resulta ciertamente precisa para
encontrar sintonías entre estos procesos y entender cómo el terreno de los
derechos —particularmente los derechos culturales— ganó espacio en las
institucionalidades públicas.
El caso de
Brasil —hoy sumido en una compleja coyuntura político-institucional— resultó
uno de los más significativos en términos de consolidación de institucionalidad
cultural, dada la concepción de derechos culturales que se planteó en las
propuestas programáticas del Partido dos Trabalhadores
(PT) (2002).[1]
En Chile —hoy también en proceso de transición con el reciente cambio de
gobierno (y de signo de gobierno)— resulta interesante para visualizar, en
términos territoriales y de reconocimiento, el alcance institucional de la
cultura: el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio —con sus
correspondientes Consejo Nacional de las Artes, las Culturas y el Patrimonio y
Consejo Asesor de Pueblos Indígenas— cuenta a nivel territorial con sus correspondientes
Secretarías Regionales Ministeriales de las Culturas, las Artes y el Patrimonio
y sus respectivos Consejos Regionales de las Artes, las Culturas y el
Patrimonio.[2]
En términos de reconocimiento, corresponde mencionar las reformas
constitucionales de Ecuador (2008) y Bolivia (2009), que incluyen a los pueblos
originarios en su institucionalidad, desde la naturaleza, el respeto de las
autonomías y el reconocimiento de la interculturalidad, y se declaran estados
plurinacionales. En sus textos constitucionales establecen, respectivamente:
El
Ecuador es un Estado constitucional de derechos y justicia, social,
democrático, soberano, independiente,
unitario, intercultural, plurinacional y laico. Se organiza en forma de
república y se gobierna de manera descentralizada.[3]
Bolivia
se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional
Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado
y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político,
económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del
país.[4]
En el
caso de Uruguay, que desde el año 2005 hasta hoy ha estado gobernado por el
Frente Amplio (FA) —coalición de partidos de izquierda— una fuerte marca de
identidad del gobierno ha sido el ensanchamiento de la agenda de derechos. Esto
se ha traducido en numerosas leyes que van desde el reconocimiento a derechos
laborales como las leyes de Trabajo doméstico (2006)[5] o la de
Jornada laboral y régimen de descansos en el sector rural (2008),[6] pasando por
las leyes de Interrupción voluntaria del embarazo (2012)[7] o de
Matrimonio igualitario (2013),[8] hasta la Reforma de Salud
(2007),[9] entre
otras. En este contexto se han registrado importantes avances en materia
cultural: la creación por ley de fondos (2005):[10] Fondos
Concursables para la Cultura; Fondos de Incentivo Cultural y Fondos para el
Desarrollo de Infraestructuras Culturales en el Interior del país; la creación
de Centros MEC (2007);[11] la creación de la Dirección
Nacional de Cultura (DNC) como Unidad Ejecutora del Ministerio de Educación y
Cultura (MEC) (2007);[12] o las
leyes del Estatuto del artista y oficios conexos (2008)[13] y de Museos (2012);[14] han sido
algunos hitos en este proceso de fortalecimiento de la institucionalización
cultural pública. En este sentido, a nivel departamental también se han
registrado avances como la creación en 2012 de la Red de Direcciones de Cultura
Departamentales,[15] cuyos cometidos son
favorecer el diálogo, la negociación y la coordinación de políticas culturales
entre el gobierno nacional y los gobiernos departamentales. Actualmente se está
iniciando la discusión de una Ley Nacional de Cultura,[16] que dará
marco institucional y posibilitará mecanismos de coordinación para este
conjunto de políticas y derechos culturales.
Políticas
y derechos culturales
El Estado,
a partir del reconocimiento de las demandas e intereses de diferentes grupos y
clases sociales como derechos, da respuestas mediante la formulación de
políticas públicas. Para Ozslak y O’Donnell, las políticas públicas son:
Un
conjunto de acciones y omisiones que manifiestan una determinada modalidad de
intervención del Estado en relación con una cuestión que concita la atención,
interés o movilización de otros actores en la sociedad civil (1982: 90).
Es de este
modo, formulando las políticas públicas, que el Estado asume un rol de garante
para el pleno ejercicio de estos derechos por parte de la ciudadanía. En
materia de políticas culturales —que integran el conjunto de las políticas
públicas— además de “satisfacer las necesidades
culturales de la población y obtener consenso” (García
Canclini, 1987) el Estado, cuando las formula, está reconociendo derechos
culturales y en ese sentido coincidimos con Juan Luis Mejía, quien, a propósito
de los estados latinoamericanos, expresa:
Resulta
difícil pensar en un desarrollo humano sin una garantía de los derechos humanos
y culturales. Desde mi perspectiva, esta tarea es imposible sin un Estado que
los garantice. La realidad de América Latina enfrenta, entonces, una gran
encrucijada (2012).
Pensando
en la relación entre políticas y derechos culturales, Hugo Achugar
propone:
... la
fuerte heterogeneidad de nuestras sociedades —a veces claramente heterogéneas,
otras moderada o encubiertamente heterogéneas— obliga a precisar o a reubicar
la frontera entre los derechos culturales y las políticas públicas. Por lo
mismo, cabe sostener que la mencionada frontera entre los derechos culturales y
las políticas públicas está en el procesamiento y en la negociación. Es decir,
en otra forma de procesar el consenso (2003).
Desde esta
perspectiva, considerando su rol de garante y la necesidad de articulación para
procesar el consenso, Achugar (2003) propone
establecer como un derecho cultural la instrumentación de mecanismos de
participación popular mediante los cuales la población pueda formular su propia
visión y plantea que esto limitaría las políticas públicas porque colocaría al
Estado como un agente neutro cuya expresión sería formalizar lo propuesto por
la comunidad. A propósito de esta relación entre políticas y derechos
culturales, y replanteando el concepto de cultura en tanto desarrollo simbólico
(García Canclini, 1987), cabe referirnos a la Declaración de la UNESCO de 1982
(México),[17]
cuya concepción de cultura es más cercana a la antropológica y cuya concepción
de derechos culturales se traduce en sus manifestaciones de respeto por la
diversidad cultural y la revalorización del patrimonio inmaterial. Esta visión
se plasma —como mencionamos inicialmente— en las propuestas programáticas del
PT (2002) en Brasil y también del FA (2003)[18]
en Uruguay. En el primer caso se plantea fuertemente la dimensión cultural como
herramienta para la inclusión social y la construcción de ciudadanía cultural
y, en el segundo, se jerarquizan los derechos culturales y se los define como
componentes del núcleo irreductible de los derechos humanos. En ambos países, durante este
período, se promovió un proceso de fortalecimiento del rol del Estado, bien
diferenciado de las concepciones neoliberales en la región durante los años
noventa. En ese marco, la implementación de políticas culturales que
reconocieran derechos culturales no solo intentaron
operar para satisfacer las necesidades culturales de la población, sino que
intentaron generar también condiciones para obtener consenso (García Canclini,
1987) para las transformaciones sociales impulsadas por el modelo progresista.
Las modalidades de intervención (Ozslak y O’Donnell,
1982) de cada gobierno, traducidas en el diseño y la implementación de las
políticas públicas que promueve, traducen una orientación ideológica y una
concepción sobre el Estado, su rol y cuáles deben ser sus alcances y
limitaciones. En clave regional, actualmente cabe analizar el impacto que los
cambios de signo político de los gobiernos en los países de la región —con
algunas excepciones como Uruguay, que mantiene un gobierno de signo
progresista— ha tenido en las políticas promovidas por los gobiernos
progresistas regionales durante los últimos tiempos.
Centros
MEC: sus dimensiones territorial e institucional
La
ponencia que dio origen al presente artículo se titulaba: «Centros MEC.
Análisis de una política pública cultural con anclaje en el interior del país
en el Uruguay de la última década» (Berger y Sequeira, 2017) y avanzaba en el
análisis de esta política cultural pública, considerando además la existencia
de dos centros en la capital nacional y a propósito del intercambio reflexivo
con otros en relación con la polémica, y quizás falsa, dicotomía entre
Montevideo e interior, también presente en la discusión sobre políticas
culturales; resolvimos cambiar el término interior
por territorial, de modo que el
artículo quedó titulado: «Centros MEC. Análisis de una política pública
cultural con anclaje territorial en el Uruguay de la última década», lo cual, a
nuestro juicio y como veremos en su caracterización, refleja mucho mejor la
concepción desde la cual ha sido diseñada e implementada.
Centros MEC es una red territorial de espacios del
Ministerio de Educación y Cultura desarrollados fundamentalmente en coordinación
con gobiernos locales, departamentales y con ANTEL (Administración Nacional de Telecomunicaciones). En términos
institucionales, fue una Dirección y
recientemente fue designada, mediante la última Ley de Rendición de Cuentas
(2017)[19]
como Unidad Ejecutora dentro del MEC, lo cual refleja un fortalecimiento de
esta política en términos institucionales.
Estos
centros funcionan como lugares de construcción de ciudadanía y puntos de
encuentro entre los vecinos de cada localidad, las intendencias, los municipios,
distintas organizaciones sociales y los trabajadores del ministerio.
Según su
propia descripción, esta política de democratización se lleva adelante a través
de una práctica descentralizada en todo el país.[20]
Actualmente hay 127 centros[21]
desplegados en todo el territorio nacional: Artigas (nueve), Canelones (once),
Cerro Largo (seos), Colonia (nueve), Durazno (siete), Flores (seis), Florida
(diez), Lavalleja (cuatro), Maldonado (seis), Montevideo (dos), Paysandú
(diez), Río Negro (seis), Rivera (cinco), Rocha (nueve), Salto (ocho), San José
(seis), Soriano (cuatro), Tacuarembó (dos) y Treinta y Tres (seis). El primero
de ellos fue inaugurado en 2007 y se encuentran localizados en diversos lugares
del territorio nacional, generalmente con poblaciones menores a cinco mil
personas y alejados de los centros de poder.
Sus
objetivos[22]
son: mejorar el acceso de los ciudadanos a los bienes culturales y las
oportunidades educativas; promover la educación y sensibilización respecto a
los derechos humanos; implementar actividades de extensión, difusión y
desarrollo artístico-cultural; implementar proyectos y acciones de carácter
educativo no formal bajo el principio de «educación para todos durante toda la
vida»; contribuir al logro de una mayor comprensión social de la ciencia, la
tecnología y la innovación; promover la alfabetización digital —a través del
Plan Nacional de Alfabetización Digital[23]
(PNAD)— promover y difundir los contenidos culturales y educativos
locales a nivel nacional e internacional; y
profundizar los instrumentos de coordinación que
permitan un uso más racional de los recursos existentes en el país.
En
términos de infraestructura, para el desarrollo de sus actividades educativas,
culturales, vinculadas a la divulgación de innovaciones científicas y
tecnológicas, la alfabetización digital de adultos (PNAD) y la circulación de bienes y servicios culturales, cuentan
con equipos completos de informática, conexión universal a internet (con el
apoyo de ANTEL) y espacios adecuados
para las actividades, cedidos, generalmente, en acuerdos de cooperación con los
gobiernos locales (intendencias departamentales o municipios).
Son
aproximadamente cuartrocientas personas —algunas
dependientes del MEC, otras de los gobiernos departamentales o municipales—
entre integrantes de la dirección, equipo técnico y administrativos,
coordinadores departamentales, asistentes regionales de alfabetización digital,
docentes de alfabetización digital y animadores socioculturales, las que
posibilitan el desarrollo de esta política.
Para
comprender el alcance de este complejo y desafiante entramado en materia de
gestión —que implica la articulación interinstitucional en el territorio, con
los cruces y tensiones imaginables— resulta relevante dimensionar la
participación: según informes oficiales, en el período 2010-2013[24]
participaron más de 1.065.458 personas en actividades realizadas por Centros
MEC y para el período 2010-2014[25]
habían participado más de 1.313.264 personas. En este período además se realizaron
3401 cursos, talleres y charlas, 557 exposiciones, 1928 espectáculos musicales,
1229 espectáculos de artes escénicas, 1589 proyecciones audiovisuales, 867
actividades recreativas y otras. Se contrataron 4550 artistas, talleristas y
espectáculos emergentes y 3824 profesionales, de estos 5290 fueron de
procedencia local, 991 de otros departamentos y 2968 de Montevideo.
Algunos de
los programas[26]
más relevantes de Centros MEC son: Quinceañeras —en coordinación con el
Banco de Previsión Social (BPS) y el Ministerio de Turismo (Mintur)—,
Un pueblo al Solís —en coordinación con el Departamento de Cultura de la
Intendencia de Montevideo (IM)—, Pintando las veredas de tu ciudad, Expo-Educa
—en coordinación con instituciones educativas—, Verano a Pedal —en coordinación
con Efecto Cine—[27]
y RED UY-Exhibiciones de Cine Nacional —en
coordinación con la Dirección del Cine y Audiovisual Nacional (ICAU)—. También
les compete viabilizar a nivel territorial una serie de propuestas
artístico-culturales de carácter anual y concursable a nivel nacional (se imparten charlas de difusión, se asesoran a los
participantes y se reciben los proyectos), como por ejemplo el programa Fondo
Concursable para la Cultura (FCC),[28]
que depende de la DNC.
Según los
responsables del programa, todo esto implica un importante esfuerzo por lograr
una efectiva descentralización de una política pública cultural, para lo cual
hay un tipo de gestión más local —menos dependiente de la centralidad— que
requiere coordinaciones territoriales con organizaciones de la sociedad civil y
la comunidad en las cuales cada centro está localizado. En este sentido, es muy
importante el rol de los coordinadores
departamentales.
De alguna
manera, estos centros son una puerta de entrada al MEC a nivel territorial; lo cual, en un país fuertemente centralizado como el
nuestro, constituye una política que refleja una intención descentralizadora
positiva —o al menos desconcentradora— del aparato
estatal en materia cultural.
Centros MEC: sus alcances y limitaciones
A propósito de los conceptos
que hemos visto, fundamentalmente de políticas
públicas (Ozslak y O’Donnell, 1982), políticas culturales (García Canclini,
1987), el concepto de reconocimiento
(Fraser, 2002) y su relación con los derechos
culturales (Achugar, 2003), considerando además
la concepción desde la cual esta política —Centros MEC— ha sido diseñada e
implementada, nos surgen dos preguntas: cómo fue la construcción de la demanda para la implementación de esta política,
y si se trata de una política de descentralización
o de desconcentración del aparato
estatal en materia cultural.
Construcción de la demanda
Considerando
que el gobierno, desde la conducción del aparato estatal, “busca
satisfacer las necesidades culturales
de la población y obtener consenso” (García
Canclini, 1987) y entendiendo que el diseño e implementación de Centros MEC no
se debió a una demanda social sino a una visión desde el gobierno con el fin de
aplicar sus planes para lograr algún grado de transformación social
—introduciendo políticas de reconocimiento (Fraser, 2002) como parte de la
respuesta pública, en este caso a la cultura— y consolidar así su proyecto
político, podríamos afirmar que estamos frente a lo que Chiara y Di Virgilio
(2009) definen como modelo top down en la implementación de la política pública. Si bien
esto podría ser así —técnicamente—, resulta necesario, en este punto, regresar
sobre la importancia del rol de los coordinadores
departamentales como interlocutores válidos entre la política y la
comunidad, no solo para la validación de la propuesta en el territorio sino
para sus posibles transformaciones en términos operativos y también de
contenidos, lo cual constituye también la construcción(es) de la(s) demanda(s).
A
propósito de su rol, en el marco del Primer
Seminario Gestión Cultural en Clave Interinstitucional Territorial[29]
(2015) convocado por Centros MEC, una
de las coordinadoras departamentales,
de Maldonado, en este caso, sostenía en su ponencia:[30]
… una gestión cultural comprometida,
comprometida desde el punto de vista ideológico […], desde el punto ideológico
político, nosotros en los territorios, en las comunidades, en los barrios,
somos agentes políticos porque no carecemos de ideología […], tenemos como base
de nuestro trabajo la justicia social […] entendida como cuando un derecho está
vulnerado. Los derechos culturales son entendidos como derechos humanos […]
¿Por qué alguien que nació en Capilla de Cella no puede hacer hip hop? O ¿Por
qué alguien que nació en Pueblo Obrero no puede participar de un taller de arte
urbano?
Y agregaba:
Esta forma de posicionamiento (acceso a la
educación, al arte y a la cultura como derecho humano) nos ubica en una
interfase entre agentes políticos y agentes sociales, es desde ahí que uno
gestiona […] como todo agente político necesitamos de alguna manera que la
comunidad te convalide.
Este
punto, por un lado: «… base de nuestro trabajo la justicia social […]
entendida como cuando un derecho está vulnerado» y, por el otro: «los derechos
culturales […] entendidos como derechos humanos», nos remiten a la idea de que
… el
reconocimiento representa una extensión de la respuesta política y un nuevo
entendimiento de la justicia social. Ya no restringida al eje de la clase, la
respuesta abarca ahora otros ejes de subordinación, incluyendo la diferencia
sexual, la «raza», la etnicidad, la sexualidad, la religión y la nacionalidad
(Fraser, 2002).
A esta
enumeración de ejes de subordinación
alcanzados por una respuesta política de reconocimiento, enmarcada en la
búsqueda de justicia social, agregamos los derechos culturales, en clave de
posibilidades de acceso y de producción de cultura de toda la población. Esto
implica un reconocimiento por parte del Estado que contempla las dimensiones
materiales (de acceso-redistribución) y también las simbólicas (de
producción-reconocimiento) con el fin de alcanzar la justicia social que
«... ya no se ciñe solo a cuestiones de distribución, abarcando ahora
también cuestiones de representación, identidad y diferencia» (Fraser, 2002).
Los
espacios de participación son centrales en esta política que parte de ideas
fuerza tales como: «… en ninguna de nuestras prácticas nosotros estamos
solos, es imposible pensar Centros MEC sin un otro» o «… están en la
matriz de los Centros MEC el otro y el territorio».[31]
En este sentido, Fraser (2002) propone el «principio
de paridad de participación», que requiere «arreglos sociales que permitan a todos los miembros de la sociedad
interactuar entre sí como pares» generando —como se propone Centros MEC— condiciones
de posibilidad que van desde «una
distribución de recursos materiales que garantice la independencia y la voz de
los participantes» hasta que «los
patrones institucionalizados de valor cultural expresen igual respeto por todos
los participantes y garanticen iguales oportunidades para alcanzar la
consideración social».
En
términos de aplicación territorial, estos mecanismos propuestos, se encuentran
con complejidades, aquí se plantean dos posibles: por un lado, las
características del campo de las políticas (Chiara y Di Virgilio, 2009), lo
cual implica un desafío para la gestión social, y, por el otro, el rol y los
cometidos del Estado en este campo.
Chiara y
Di Virgilio (2009) plantean que el campo está atravesado por conflictos y que
el desafío desde la gestión social es conceptualizar —«deconstruir el sentido
común»— para encontrar posibilidades
de análisis y transformación a partir del reconocimiento del conflicto en dos
sentidos: «… reconocer la heterogeneidad y desigualdad en la realidad; y
reconocer el juego de intereses en el campo» (Chiara y Di Virgilio, 2009). Para O’Donnell, además de organizar a
los sectores sociales, el Estado «orienta los conflictos hacia su pacífica
resolución» garantizando y expandiendo los «derechos implicados por la
democracia» (2008).
Para el
caso Centros MEC, entendida como política cultural pública que supone una
expansión de los derechos culturales, cabe preguntarse cómo se entendió —en su
etapa de diagnóstico y diseño— el rol de lo cultural en una sociedad como la
uruguaya, quizás «encubiertamente heterogénea» (Achugar,
2003), desigual y conflictiva. Es
decir, si esta política implica algún nivel de transformación social, en
términos de reconocimiento y de ampliación de derechos culturales, o si se
trata más bien de una búsqueda de consenso, no muy transformador, en términos
del no conflicto.
Descentralización
o desconcentración
Centros
MEC, en su sitio web,[32]
define: «Esta política de democratización se lleva adelante a través de una
práctica descentralizada en todo el país».
Como ya hemos expresado, la concepción de Estado resulta determinante para
la implementación de las políticas públicas en general y de las políticas
culturales en particular. En ese sentido, se determina su «modalidad de
intervención» (Ozslak y O’Donnell, 1982). La
concepción de descentralización cultural
implícita en la primera definición —la de Centros MEC en su sitio web— y en la modalidad de intervención desde el
aparato estatal en el período que estamos analizando, responde a lo que Gonzalo
Carámbula (2011)
definió como una práctica funcional y territorial que resulte determinante
para la promoción y el respeto de la diversidad cultural, cuestión que compartimos,
pero entendemos que el análisis implica un paso más y en ese sentido nos
interesa referirnos a la descentralización cultural como un «proceso por el
cual las comunidades locales […] comienzan a autoadministrarse
en términos de política cultural» (Teixeira Coelho, 2009).
Sin negar
el avance que esta política ha significado en términos de acción territorial
para la promoción y el respeto de la diversidad cultural en el Uruguay de los
últimos tiempos, se entiende que al no cambiar las relaciones de poder con la
ciudadanía a los efectos de habilitar algún nivel de “autoadministración
en términos de política cultural”. Se trata más de una política que representa
cierto nivel de desconcentración en términos del aparato estatal en materia
cultural más que de descentralización cultural; quizás sí en términos
simbólicos en un país tan centralizado como el nuestro, pero quizás no tanto en
cuanto a la toma de decisiones, que en el campo de las políticas (Chiara y Di
Virgilio, 2009) siempre implica relación con el conflicto a la hora de disponer
de los recursos.
En
suma: algunas reflexiones finales
Las características del campo social (Chiara y Di Virgilio,
2009), atravesado por el conflicto y el desafío de construcción del consenso (Achugar, 2003) a la hora de pensar la relación entre
políticas y derechos culturales, componen el marco de análisis que propusimos
para aproximarnos a los alcances y las limitaciones que las políticas públicas
de cultura han tenido en el período de gobiernos progresistas en América
Latina, particularmente en Uruguay. En ese sentido, hicimos foco en Centros
MEC, que, a nuestro juicio, por sus
características como política cultural, fundamentalmente en términos de
reconocimiento (Fraser, 2002) de derechos culturales e institucionalidad y de
la perspectiva que diez años de implementación supone, representa un caso
relevante para el análisis.
Reconociendo
en el alcance de esta política pública con su concepción democratizadora en
términos de ciudadanía cultural, cuyo diseño surge como respuesta que
implícitamente reconoce derechos culturales (Oszlak y O’Donnell, 1982), lo que
ha significado una incidencia positiva en términos de inclusión social,
cultural, intergeneracional y tecnológico-digital para poblaciones más
vulnerables, nos interesó analizar aspectos que a nuestro juicio suponen
limitaciones de esta política en términos de democracia cultural, como, por
ejemplo, aquellos que no permiten grandes —o muy dispares— niveles de
apropiación de esta política por parte de la ciudadanía o aquellos que no
tienden a promover una transformación social en términos de las relaciones —de
poder— entre el Estado y la ciudadanía.
En este
período, considerando el caso uruguayo y particularmente Centros MEC, la
búsqueda de consenso implicó la implementación de un conjunto de reformas,
traducidas en políticas públicas a partir de un amplio reconocimiento de derechos,
que no surgieron necesariamente por demanda popular sino para consolidar un
proceso de transformación social (García Canclini, 1987) enmarcado en un
fortalecimiento del rol del Estado, proceso que caracterizó a los gobiernos
progresistas latinoamericanos del período. En ese sentido, a nuestro juicio,
una política implementada desde el gobierno, de modelo top down (Chiara y Di Virgilio,
2009), corre el riesgo de no ser apropiada por parte de la ciudadanía y de
reducir sus posibilidades de proyección e impacto. En el caso concreto al que
nos referimos, y con la intención de contribuir a una reflexión crítica, nos
preguntamos, a propósito de sus objetivos, si la búsqueda fue una
transformación social, en términos de democracia cultural a partir del reconocimiento
de la diversidad cultural en una sociedad atravesada por la desigualdad y el
conflicto, o si se trató de un consenso para evitarlo, es decir, de un consenso
para el no conflicto.
Para
pensar en términos de derechos culturales, tenemos necesariamente que hacer
referencia a la participación. Por un lado, a las condiciones de posibilidad de
esa participación: «principio de paridad de participación» (Fraser, 2002); por
otro, cómo entendemos esa participación, es decir, si se concreta en las demandas
de la comunidad hacia el Estado o si tiene que ver con los niveles de
involucramiento y de toma de decisiones que esa comunidad asume en lo público.
En este sentido, Achugar (2003) se refiere a pensar
mecanismos de participación “popular mediante los cuales la
población pueda formular su propia visión y entiende que el desafío del consenso pone de manifiesto una suerte de disputa por
el poder entre el Estado-comunidad”. Una
interpretación del rol del Estado que lo coloque a decir de O’Donnel
(2008) “como facilitador,
orientador de los conflictos hacia su pacífica resolución, proveedor de
valiosos bienes públicos y garante de expandir derechos”, revela esa asimetría entre Estado y comunidad. En
el caso uruguayo, con el reconocimiento de derechos reflejado en el conjunto de
políticas públicas implementadas desde 2005, que en su mayoría no surgieron por
demanda social sino que fueron definidas por un
gobierno que buscó consensos para la consolidación de su proyecto político, y
aun reconociendo la necesidad de ese marco legal para el ejercicio de los
derechos —también de los culturales—, cabe reflexionar sobre la participación
ciudadana en ese proceso de reconocimiento.
Al igual
que Carámbula (2011), entendemos que, en términos de
descentralización cultural, es determinante la promoción y el respeto de la
diversidad cultural y tiene mecanismos más democráticos de participación y toma
de decisiones. En ese sentido, no podemos afirmar que Centros MEC sea una
política —pensando en su etapa de diseño, proceso de implementación y alcances—
de descentralización cultural —stricto
sensu— sino que se trata más bien de una política de desconcentración
territorial del aparato estatal en materia cultural. Probablemente, esta
presencia territorial —de cercanía— del MEC, como expresión del aparato
cultural estatal, ha logrado incidir positivamente en muchas necesidades
culturales de la población y, también, ha logrado cierto nivel de
descentralización saludable —en cuanto a la toma de decisiones fundamentalmente
en términos organizativos— a través de los mecanismos de participación que
propone. Aparentemente, aún faltan condiciones para la autodeterminación de las
comunidades en materia de política cultural —proceso entendido como
descentralización cultural, mediante el cual la centralidad cede poder a la
comunidad en términos administrativos para la toma de sus propias decisiones —
quizás, para dejar camino abierto a la reflexión; un punto interesante en este
sentido sea el planteado por Carámbula cuando manifiesta:
Las políticas culturales, particularmente la
diversidad cultural, encuentran en la descentralización su ámbito natural y
apropiado, en la medida en que cada localidad pueda desenvolver sus propias
políticas culturales en forma independiente pero articulada en red o con los
espacios centrales (2011: 318).
Bibliografía
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