Tema Central
La política a través de las armas. Milicianos Nacionales y Voluntarios Realistas en la Lérida de Fernando VII
Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 6, núm. 11, 2020
Recepción: 02 Septiembre 2020
Aprobación: 17 Octubre 2020
Resumen: La Guerra de la Independencia otorgó a los sectores populares un inesperado protagonismo histórico que, mediante diversas formas de movilización social —las juntas y la guerrilla—, les permitió experimentar una nueva organización política, ciertamente, más participativa y representativa. Merced a la revolución abanderada por Riego la organización de la Milicia Nacional Voluntaria a cargo del gobierno municipal permitió a la ciudadanía armarse con el fin de defender los derechos y libertades concedidos por la Constitución de 1812. Tras la segunda restauración en el trono de Fernando VII la formación de los cuerpos de Voluntarios Realistas permitió a la oligarquía local que dominaba el Ayuntamiento de la ciudad ilerdense designar a los oficiales, estableciéndose así un poder armado capaz de controlar la esfera pública y la vida cotidiana.
Palabras clave: Milicia Nacional, Voluntarios Realistas, Lérida y Fernando VII.
Abstract: The Peninsular War gave an unexpected historical role to the grassroots sectors that, through various forms of social mobilization -the junta and the guerrilla-, allowed them to experience a new political organization, certainly more participatory and representative. Thanks to the revolution led by Riego, the National Volunteer Militia in charge of the municipal government allowed citizens to arm themselves in order to defend the rights and freedoms granted by the Constitution of 1812. After the second restoration of the throne of Fernando VII, the formation of the corps of Royalist Volunteers allowed the local oligarchy that dominated the City Hall of Lleida to appoint officers, establishing an armed power capable of controlling the public sphere and everyday life.
Keywords: National Militia, Royalist Volunteers, Lérida and Ferdinand VII.
1. El pueblo en armas: Guerra y revolución (1808-1814)
En Cataluña la conocida como Guerra Gran (1793-1795) (véase Roura 1993; Frábregas 2000), contra la Francia revolucionaria, propició la resurrección del histórico sometent (cuerpo armado popular en defensa de las instituciones y privilegios vigentes hasta la promulgación por parte de Felipe V del Decreto de la Nueva Planta de 1716) y la recuperación de los tercios de miquelets, dando lugar a la participación «del pueblo» en la contienda bélica mediante el uso directo de las armas. Asimismo, el conflicto bélico fronterizo inauguró el fenómeno del juntismo, ya que se erigieron unas Juntas de Promotores para proteger «la Religión, la Patria y el Rey» y «procurar la reunión de la Provincia y su mutua defensa» (Moliner 1982 23). De esta manera, ante la debilidad militar y la decadencia de las estructuras político-administrativas de la monarquía absoluta borbónica la sociedad civil catalana tuvo que organizarse con el fin de preservar la libertad de la nación, conservar el orden público y salvaguardar sus bienes y propiedades.
En Lérida, el vacío de poder provocado por las renuncias de Bayona auspició una revuelta popular conocida con el nombre de Sagrament dels lleidatans (Sacramento de los leridanos). El 28 de mayo de 1808 los ilerdenses se juramentaron contra los franceses y se reconoció a Fernando VII como el verdadero monarca de España. Del mismo modo, se enviaron emisarios a diversas ciudades para extender la insurrección por todo el Principado de Cataluña. Lérida tuvo el honor de ser la primera urbe catalana en alzarse contra los napoleónicos. Los políticos que integraban La Paeria (nombre histórico del ayuntamiento) junto a diversas dignidades eclesiásticas instituyeron una Junta de Gobierno y Defensa, ampliada hasta alcanzar la cifra de veintinueve personas una vez que fueron incorporados ciertos individuos procedentes de las profesiones liberales y de los gremios. Su cometido no era otro que el de gestionar los recursos locales disponibles para fomentar el patriotismo y la resistencia antinapoleónica, por medio del recurso de la propaganda política antifrancesa, el cobro de ingentes tributos y la coordinación de los esfuerzos bélicos (Sánchez i Carcelén 2009 41-61). Así, en el tránsito del Antiguo Régimen a la sociedad liberal, el pueblo se erigió en el eje central de la guerra y de la revolución.[1]
Una vez confirmada la caída de las viejas instituciones y autoridades del régimen borbónico la Junta de Gobierno y Defensa de Lérida contribuyó decisivamente a la instauración de la Junta Superior de Cataluña, establecida en la ciudad ilerdense el 18 de junio: «Como Lérida es una Plaza fuerte y la más distante de las incursiones enemigas, se pensó reunir allí la Junta, para que con la tranquilidad que se necesita pudiese deliberar acerca de las medidas que debían tomarse en tan apuradas circunstancias» (Moliner 2010 125).
Para oponerse con garantías a la Grande Armée la Junta Superior de Cataluña intentó formar un ejército de cuarenta mil hombres dando lugar a la militarización de la población mediante la imposición de las impopulares quintas: «se haga un alistamiento en todos los pueblos del Principado, de todos los vecinos en general de la edad de diez y seis años hasta los quarenta ambos cumplidos».[2] A últimos de junio se levantaron en Lérida tres tercios de migueletes (tres mil combatientes) (Moliner 90 y 257), más una compañía de artilleros urbanos (aproximadamente unos dos mil hombres armados), unas milicias honradas que teóricamente cumplían funciones de defensa civil armada del territorio pero que en realidad eran cuerpos de vigilancia interna para asegurar el mantenimiento del orden social y económico vigente (Canales 2003). De cualquier modo, la entrada de nuevas tropas napoleónicas en la Península Ibérica en los últimos meses de 1808 provocó la incorporación de los tercios de migueletes a los regimientos del ejército desde diciembre de 1808,[3] hecho que incrementó una desafección popular espoleada por la miseria, el hambre y una elevada mortandad. Hasta el extremo que a lo largo de los tres primeros días del mes de enero del año 1809 tuvo lugar en la ciudad de Lérida la revuelta popular más significativa dentro del ámbito catalán durante la Guerra de la Independencia.[4]
El oficial del ejército en grado de capitán de artillería Ramón Gómez se erigió en el promotor principal de la rebelión y movilizó a buena parte de los vecinos por medio de unas arengas patrióticas destinadas a acrecentar la irritación popular para con una traidora Junta de Gobierno, acusada de tener mal defendida la plaza fuerte ante el inminente ataque de las tropas francesas. Los leridanos más radicalizados tomaron el castillo principal (La Seu Vella) y se hicieron con un importante botín: quinientos fusiles. El pueblo en armas, esta vez, no para combatir al invasor napoleónico, sino para trastocar el orden social, la estructura económica y la organización política. Por aclamación popular, Ramón Gómez fue ascendido a segundo comandante de artillería de Lérida y fue nombrado juez de las causas llamadas «de traición». Acto seguido, se erigió una comisión revolucionaria radical presidida por el verdugo de la ciudad. El pregonero de La Paeria ocupó el cargo de secretario. El pueblo se había alzado con el poder. La comisión modificó la composición de la Junta introduciendo nuevos vocales afines al proceso insurgente. Además, los amotinados amenazaron con reemplazar al gobernador (José Casimiro de Lavalle, vicepresidente)[5] y al obispo (Jerónimo María de Torres, presidente) (Sánchez i Carcelen 2012), por considerar que habían «vendido» la urbe a los franceses. Una vez cuestionadas las máximas instancias del poder local Ramón Gómez pretendió hacerse con algunos cañones «ya para asestarlos contra el lugar en que residía la Junta y contra el cuartel en que se hallaba el regimiento de Granada, ya para dispersar en las calles con la metralla a los buenos ciudadanos que auxiliasen al Gobierno, habiéndose formado el plan de asesinar indistintamente todas las autoridades y personas acomodadas, y llegando al extremo delirio de tener elegido un nuevo rey».[6]
Recurriendo al uso de la violencia los amotinados no descartaron la eliminación física de sus oponentes (oligarquía y ejército) llegando al extremo de tratar de imponer un nuevo régimen, incluso idearon la coronación de un nuevo soberano. Ante el cariz y la magnitud de tales acaecimientos, la antigua Junta de Lérida se vio obligada a armar a «todos los ciudadanos honrados», organizar rondas de día y de noche, establecer un tribunal criminal y solicitar al capitán general de Cataluña el envió de una numerosa fuerza armada. Asimismo, la Junta Superior de Cataluña apoyó cuantas resoluciones había tomado la Junta leridana y remitió, de acuerdo con el capitán general Redding, un regimiento de soldados para restablecer el orden público en la plaza fuerte ilerdense. Máxime cuando los amotinados solamente cedieron ante la intervención de trescientos soldados del ejército: «Tres días duró la anarquía, presidiendo siempre Gómez todos los actos de desenfreno a que la plebe se entregó». El motín del Femeret fue reprimido duramente. El 4 de enero los principales causantes y dirigentes de la asonada, siete en total, a excepción del verdugo del consistorio, que había logrado escapar, fueron ejecutados públicamente en la Plaza Real de Lérida, actual Plaza de San Juan, para brindar un escarmiento ejemplar a las masas sublevadas y disuadir a todo aquel que pretendiera iniciar un nuevo movimiento subversivo. A tenor del veredicto del Tribunal de la Audiencia de Guerra del Ejército y Principado de Cataluña Ramón Gómez fue sentenciado a muerte por «alta traición», degradado por considerársele «indigno del fuero, insignias y uniforme a que tenía derecho» y, finalmente, públicamente ahorcado, es más, su cadáver fue decapitado y descuartizado, «colgándose la cabeza en la ciudad de Lérida, y los cuartos en las de Balaguer, Cervera, Tortosa y Gerona» (Sánchez 2015).
Ciertamente, el proceso revolucionario popular se vio favorecido por la descomposición de las instituciones borbónicas, el severo contexto bélico y la difusión del ideario liberal defensor de un nuevo régimen político representativo de poderes limitados y repartidos, de la igualdad de derechos civiles y políticos de los ciudadanos, de un nuevo orden social con la supresión de los estamentos y del desarrollo de la libertad económica.(Duverger 196-202; Artola 11-13) El pueblo, empoderado merced a la posesión de armas, fue consciente que podía intervenir en la vida pública con el propósito de modificar las políticas y resoluciones de sus dirigentes. Prueba de ello es la firme adhesión de los migueletes a la sedición, tal y como se explicitita en la versión de los hechos que emitió el corregidor y gobernador militar de la plaza fuerte de Lérida José Casimiro de Lavalle:
La dimensión del motín del Femeret superó la esfera regional. La Junta Superior de Cataluña informó de los sucesos acaecidos a la Junta Central por razón de un oficio fechado el 19 de febrero de 1809.[8] La Junta Central Suprema Gubernativa del Reino hizo llegar unas directrices para reafirmar la potestad de los gobernantes, asegurar el acatamiento de las leyes, conservar el orden social mediante la creación de unas rondas armadas integradas por la oligarquía local (los ricos en armas) e impartir justicia:
Del mismo modo, cabe destacar que la revuelta provocó la instauración de una nueva Junta de Gobierno y Defensa de Lérida. Esta vez, al precisar de la legitimación de los estratos sociales más humildes, los vocales fueron designados por voluntad popular, por medio de una sonora y efusiva aclamación o recusación. De los veintiocho miembros únicamente eligieron un antiguo integrante del ayuntamiento leridano, en concreto, al regidor José Antonio Bufalà. La drástica rebaja numérica revela una desaprobación popular de la gestión consistorial. En cambio, hallamos diversos individuos procedentes de los sectores más populares que durante el absolutismo no tenían posibilidades de acceder a los principales cargos municipales, como por ejemplo, tres labriegos (Miguel Oliet, Jaime Lamarca y José Sales); un confitero (Manuel Fàbregues); un comerciante de tejidos (Juan Mensa); y, por último, un alpargatero (Antonio Bordalba). Sin duda, el movimiento juntero propició la apertura de un espacio político de poder y una mayor representatividad ciudadana. De hecho, por disposición popular accedieron al poder, ahora sí, auténticos liberales, si se sigue su trayectoria política posterior (Sánchez 2006 y 2009¸ Casals 149-157): Manuel Fuster ejerció el cargo de regidor en los primeros ayuntamientos constitucionales (1820-1821) y formó parte de la Milicia Nacional Local en calidad de comandante del batallón de artillería, méritos más que suficientes para ser acreedor de la represión fernandina durante la Década Ominosa; la misma que experimentó Francisco Javier Soldevila, primer alcalde del consistorio liberal exaltado de 1823. Además, contamos con Agustín Pleyan, regidor de los ayuntamientos constitucionales de 1821-1822; Pedro Jordà y Jaime Lamarca, respectivamente, síndico y regidor del consistorio liberal de 1823; Juan Bergés, miliciano voluntario desde 1820; y Manuel Fàbregues, considerado por las autoridades absolutistas «adicto al sistema liberal» (Sánchez 2009). De las actuaciones promovidas por la Junta de cara a la organización de las fuerzas militares conviene recalcar la creación de los «Voluntarios de Lérida» y los «Escopeteros de Lérida» (Sánchez 2008, 90). En definitiva, la Guerra de la Independencia, al restaurar el somatén, los tercios de miqueletes y el movimiento juntero, permitió la primera experiencia pseudo-liberal, eso sí, asociada a un grado importante de movilización popular armada.
2. Ciudadanos en armas: la Milicia Nacional durante el trienio liberal
A raíz del pronunciamiento militar abanderado por Rafael del Riego que proclamó la Constitución de 1812 y la sucesión de una serie de movilizaciones cívico-populares en las principales ciudades españolas a favor del sistema liberal el 9 de marzo de 1820 Fernando vii no tuvo más remedio que jurar la carta magna y proferir su cínico «marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional».[10] Las cadenas del absolutismo se habían roto pero el régimen liberal no podía confiar en un ejército que en 1814 mediante un golpe de Estado había contribuido decisivamente a la derogación de la Pepa. De este modo, un Real Decreto sancionado el 21 de marzo de 1820 autorizó la restitución de la Milicia Nacional,[11] dependiente de los ayuntamientos, establecida como la fuerza civil armada en defensa y apoyo del liberalismo para así poder hacer frente a las tentativas contrarrevolucionarias. Una vez que la ley fue dada a conocer por el Alcalde Mayor de Lérida José Ruiz Manzano La Paeria procedió a elaborar un nuevo padrón con el propósito de configurar una lista de los candidatos que podrían ser considerados aptos para incorporarse a la Milicia y decidió publicar un bando con la finalidad de promover el alistamiento.[12] No obstante, transcurrido un tiempo prudencial, solamente treinta y cuatro ciudadanos estuvieron dispuestos a enrolarse en la milicia por iniciativa propia.[13] La actividad profesional más numerosa de los primeros milicianos fue la menestralía y el comercio, destacando la parca participación de los labradores. Ciertamente, dada la estructura socioeconómica de Lérida, el escaso poder de convocatoria se debe al exiguo arraigo del liberalismo en una urbe que «se compone casi toda de gente de campo y de esta de muy poca o ninguna educación. Apenas hay comercio ni industria que obligue a la gente a viajes que ilustre».[14] Además, debemos sumar la obligatoriedad de los ciudadanos a costearse el uniforme y la prestación altruista del servicio por no recibir a cambio ningún estipendio. Sin embargo, precisamente, éste era el objetivo del Reglamento provisional que acompañó el decreto fundacional de la Milicia Nacional emitido por el ejecutivo liberal el 24 de abril (Ruiz 151-155), es decir, formar una milicia voluntaria de propietarios que tuvieran un cierto nivel económico. Pero, en el caso de la agrícola Lérida, dicha resolución condicionó en demasía el apoyo popular al constitucionalismo porque los estratos sociales más humildes y cuantitativamente mayoritarios (jornaleros y asalariados) quedaron excluidos. Justamente, tal y como habíamos apreciado en el caso del movimiento juntero, las autoridades liberales recelaron de armar al «populacho», aquellas masas populares consideradas proclives a propagar la anarquía (Soboul 79).
De cualquier modo, pese a las graves dificultades financieras, el consistorio leridano, consciente de la importancia de la Milicia Nacional en la consolidación del régimen liberal, resolvió imponer un impuesto sobre la carne con el fin de sufragar la confección de treinta uniformes y solicitó al Gobernador Militar José Bellido treinta fusiles para que los primeros milicianos voluntarios pudieran hacer la debida instrucción.[15]
Entretanto, a lo largo del período estival tuvo lugar en las cortes la discusión del nuevo reglamento de la Milicia Nacional, conocida en lo sucesivo como Reglamentaria o Legal, al imponerse la corriente partidaria de la obligatoriedad del servicio. En concreto, el reglamento definitivo se aprobó el 31 de agosto y se publicó el 13 de setiembre de 1820. De acuerdo con el artículo primero «todo español desde la edad de 18 años hasta la de 50 se encuentra obligado a prestar servicio en la Milicia Nacional». Eso sí, excepto los incapacitados físicos y algunas categorías profesionales, como los ordenados in sacris, los funcionarios públicos (civiles y militares), los médicos, los cirujanos, los maestros de primeras letras, los marineros, los jornaleros y los estudiantes, comprendiéndose también en dicha exclusión a todos aquellos ciudadanos que no poseyeran rentas ni propiedades o bien que trabajaran a cambio de un salario. En contrapartida, los exentos tenían que pagar cinco reales mensuales, menos los jornaleros, debido a su escaso poder adquisitivo. Con relación a sus funciones, bajo la potestad de la autoridad civil, los milicianos debían custodiar las casas consistoriales, escoltar a los presos y patrullar día y noche para mantener la seguridad pública y salvaguardar los bienes y las propiedades privadas. De manera paralela, las anteriores compañías formadas en cumplimiento del reglamento provisional del mes de abril podían subsistir conservando el título de voluntarios.[16]
Conforme al citado reglamento a una ciudad de unos diez mil habitantes como Lérida le correspondía la formación de diez compañías integradas en dos batallones. En total, incluyendo a los oficiales y la tropa, 868 milicianos. La Paeria efectuó un nuevo censo, procedió a la distribución de los forzosos milicianos en compañías mediante un sorteo y designó a los abogados Fermín Gigó y Ramón Hostalric comandantes de los dos batallones.[17] De manera significativa, Gigó aprovecharía su prominente cargo para salir elegido alcalde primero del ayuntamiento liberal de 1822, ostentando al unísono el control de las armas y el poder civil. No obstante, debido a unas depauperadas arcas municipales, a la falta de entusiasmo, voluntad y compromiso de los agraciados y a las draconianas condiciones impuestas por el gobierno constitucional, estos datos oficiales fueron más teóricos que reales, hasta el punto que «ni Milicia casi puede llamarse la de la Ley, pues que cuenta solamente cuarenta y seis fusiles, para ochocientos cuatro hombres, que existen en los dos batallones».[18] De hecho, sin estímulos materiales ni convicciones político-ideológicas, Ramón Hostalric comunicó que bastantes milicianos, por una razón u otra, no hacían acto de presencia y, por ende, no realizaban servicio alguno. Podemos entender la falta de motivación de los milicianos a la hora de efectuar la instrucción puesto que solamente los oficiales tenían acceso a los treinta y dos fusiles asignados al segundo batallón.[19] Ante tales adversas circunstancias, cincuenta y ocho milicianos, en su mayoría pertenecientes a los diversos gremios, explicitaron su decisión de no formar parte de la Milicia Nacional para poderse dedicar en cuerpo y alma a sus quehaceres profesionales, prefiriendo abonar los cinco reales mensuales que establecía la ley para este caso.[20] Es más, aunque sin éxito, setenta leridanos se congregaron en las casas consistoriales aduciendo diversas casuísticas con el prosaico objetivo de eximirse del servicio personal. Mientras que paradójicamente muchos campesinos dispuestos a alistarse fueron excluidos,[21] enrolándose en lo sucesivo en las partidas realistas que pretendieron acabar con el liberalismo, eso sí, en el contexto de una crisis económica marcada por el desempleo y la inflación, a cambio de la percepción de un salario diario.
Exclusivamente la Milicia Nacional Reglamentaria o Legal recobró cierto protagonismo debido a la aparición de los primeros movimientos contrarrevolucionarios, desde la circulación de impresos realistas[22] a violentos altercados[23] que pretendían desestabilizar el régimen constitucional. La Paeria adquirió nuevos fusiles con bayoneta, hasta alcanzar la cifra de 154, y formó una milicia ecuestre integrada por quince jinetes con el propósito de cortar el paso a los facciosos.[24]
Asimismo, ante la negativa de un número nada menospreciable de ciudadanos a sumarse a la Milicia Reglamentaria o Legal, los liberales, tanto moderados como exaltados, entendieron que también era necesaria una milicia de carácter voluntario para poder salvaguardar el sistema constitucional. El 21 de abril de 1821 el brigadier Esteban Llobera propuso la creación de la nueva Milicia Nacional Voluntaria que coexistió con la obligatoria hasta la unificación de las dos milicias según lo establecido por el Real Decreto de las Cortes de 29 de junio de 1822.[25] La Milicia Nacional Voluntaria se convirtió en un auténtico termómetro de la adhesión popular al régimen liberal y en uno de los principales puntales de la revolución constitucional y, dentro de ésta, de los sectores más radicales, representando el mejor instrumento para defender la libertad y la propiedad (Arnabat 2001 111-126). Sin demora en Lérida se procedió a la formación de una compañía de infantería compuesta por ochenta y seis milicianos voluntarios bajo las órdenes del capitán Bartolomé Vidal.[26] Entre los meses de junio y octubre de 1821[27] de los noventa y uno leridanos que quisieron enrolarse solamente sesenta y siete fueron admitidos, fundamentalmente, como expuso el regidor Joaquín Mensa, a causa del temor a armar a «enemigos declarados de la Constitución». En dicho sentido, el igualmente regidor Antonio Benito de Queraltó abogó por una depuración y un control más exhaustivo tanto de los nuevos miembros de la Milicia Nacional Voluntaria como también de los individuos que ya formaban parte de la forzosa. Siendo necesario para acceder y continuar en las dos milicias un informe favorable del alcalde de barrio y del rector de la parroquia atorgando la certificación de hombre honrado.[28]
Ante el peligroso avance de la contrarrevolución, con el designio de activar un profuso y franco reclutamiento, el 8 de septiembre se alistó en calidad de miliciano voluntario de la ciudad de Lérida Rafael del Riego, el artífice de la revolución liberal, quién con su gesto alentó el empeño de las autoridades municipales por promover el espíritu constitucional.[29] En su oficio Bartolomé Vidal declaró:
El ejemplo de Riego permitió elevar la cifra de milicianos voluntarios a 189, pudiéndose formar una segunda compañía.[31] Hecho que nos permite corroborar la importancia simbólica que las clases populares otorgaron a dicho cuerpo cívico. Aproximadamente, una tercera parte de los milicianos voluntarios, en su mayoría jóvenes de 20 a 29 años, eran menestrales y el resto se repartió entre labradores (medianos y pequeños propietarios), comerciantes, profesionales liberales y empleados públicos, precisamente, en dicho orden y proporción, los sectores sociales más interesados en la consolidación del régimen constitucional. En buena medida, el componente socioeconómico también se puso de manifiesto en su propia jerarquización interna, ya que los puestos de oficiales de alta graduación estuvieron adscritos a los hijos de las casas más ricas de Lérida, es decir, pertenecían a las familias de labradores, profesionales liberales y comerciantes (Arnabat 123-124).
Además de la consolidación de la Milicia Nacional Voluntaria, la llegada de Riego a Lérida, acaecida por su destitución como capitán general de Aragón, impulsó el establecimiento de una especie de sociedad patriótica en el hostal de San Luis, lugar de reunión de los núcleos liberales, sobre todo milicianos, oficiales y suboficiales del ejército, funcionarios, propietarios y profesionales liberales, tanto para entretenerse como para leer y comentar la Constitución de Cádiz, los papeles públicos, los periódicos, pronunciar discursos y debatir las cuestiones políticas más candentes (Sánchez 2006 156; Gil Novales 10-11; 25-36; 245-288).
De este modo, el paso de Riego por la ciudad ilerdense fue aprovechado por los liberales exaltados para incrementar el número de seguidores y propagar sus ideales. Especialmente cuando a la natural división entre constitucionales y realistas se añadió la propia entre liberales doceañistas y veinteañistas. Hasta el extremo que, haciendo alarde del poder que conferían sus armas, en un contexto de elevada confrontación político-ideológica, los milicianos voluntarios más radicalizados se reunieron cada noche en la Plaza de la Constitución (antigua Plaza Real), lugar donde se ubicaban sus dos cuarteles, para cantar el «Trágala»,[32] el himno popular liberal, al tiempo que se hicieron notar con el ruido del repique de sus sables, no dudando en insultar, intimidar y agredir a los considerados enemigos del sistema liberal. En palabras del obispo Rentería «apenas se podía dar un paso sin oír las mayores blasfemias y sin sufrir algún insulto de parte de los militares constitucionales y de los milicianos voluntarios» (Sánchez 2005 365). De hecho, el labrador José Sales y toda su familia sufrieron constantes amenazas, incluso de muerte; y Jaime Mangués fue apuñalado de gravedad por el miliciano Juan Samperri.[33]
De la misma manera, la tensión social se trasladó a unos comicios municipales que rápidamente se convirtieron en un punto de conflicto y de debate político de primer orden. En las elecciones celebradas a finales de 1821 algunos ciudadanos proclives al liberalismo manifestaron su descontento con los resultados, esencialmente con motivo de la designación del absolutista Juan Bautista Casanoves para ocupar el cargo de alcalde constitucional segundo. Como muestra, en la parroquia de San Andrés, José Comes, subteniente de una de las dos compañías de infantería de la Milicia Nacional Voluntaria, armado con una pistola, efectuó diversos disparos en plena calle, si bien, afortunadamente, no hirió a nadie. En cambio, ante la elección de prominentes prosélitos del constitucionalismo, en las inmediaciones de la parroquia de Santa María Magdalena, los realistas lanzaron innumerables piedras y algunas lograron descalabrar a un oficial de la Milicia Nacional Voluntaria.[34]
De forma generalizada, en la primavera de 1822 los realistas se alzaron en armas contra el sistema constitucional. Durante el mes de mayo aparecieron numerosas partidas guerrilleras a lo largo y ancho del territorio catalán. El Jefe político de la flamante provincia de Lérida José Cruz no tuvo más remedio que reconocer la extensión que había alcanzado «la escandalosa y criminal rebelión que han formado muchos de sus habitantes conspirando con las armas contra la ley fundamental del Estado, contra el rey y contra el sosiego y bien estar de sus semejantes».[35] Militarmente, de resultas del carácter urbano de la Milicia Nacional y de su insuficiente dotación armamentística (fusiles y municiones), los constitucionales optaron por asegurar el control de las plazas fuertes. No obstante, el 21 de junio los contrarrevolucionarios tomaron los fortines de La Seo de Urgel, sede de la Regencia de Urgel (Arnabat 2002). Ciertamente, de la exposición que la Diputación provincial de Lérida envió a Fernando vii se desprende que en el punto más álgido de la guerra civil la situación de los constitucionales era muy delicada:
A raíz de la promulgación del Real Decreto de las Cortes de 29 de junio de 1822 que unificó las diversas milicias creando la conocida como Milicia Voluntaria Nacional o Milicia Nacional Local en la ciudad de Lérida se organizaron tres batallones: infantería, comandado por el escribano José Lamarca; caballería, dirigido por el doctor en medicina Juan Francisco Farré; y artillería, capitaneado por el también escribano Manuel Fuster y Vaquer. Nuevamente, el control de las armas permitió el acceso al gobierno municipal y viceversa. Sirva de ejemplo que Lamarca sería elegido regidor en el ayuntamiento exaltado de 1823; y, de forma inversa, el cargo de regidor durante el bienio 1820-1821 supuso tanto para Juan Francisco como para Manuel Fuster una plataforma para obtener la máxima oficialidad. Por lo tanto, sin ambages, hallamos un estrecho vínculo entre la política local y la fuerza paramilitar defensora del régimen constitucional. Por último, debemos añadir la organización de una compañía patriótica de granaderos y otra de cazadores con la función de perseguir a las partidas realistas.[36]
Precisamente, el 23 de julio de 1822 el gobierno español resolvió que «el País comprendido en el 7.º Distrito Militar [Cataluña] se declara en estado de guerra, y por consiguiente, será ocupado militarmente por un Ejército de operaciones», bajo las órdenes del mariscal de campo Francisco Espoz y Mina. En palabras del Jefe político de Lérida «dando lugar a que logre la fuerza lo que no alcanzó la razón».[37] Mina llegó a la ciudad ilerdense el 9 de septiembre. La plaza fuerte de Lérida[38] se convirtió en la puerta de entrada de las diversas tropas venidas de otros puntos de España con el fin de pacificar Cataluña. Después de una dura y exitosa campaña militar los constitucionales obligaron a los realistas a abandonar el territorio español y huir a Andorra y Francia. Tras un prolongado asedio el 3 de febrero de 1823 Mina ocupó los fortines de La Seo de Urgel. Conforme la representación que envió la Diputación de Lérida a Fernando vii «con esta victoria la provincia de Lérida completa su pacificación».[39]
De acuerdo con las resoluciones estipuladas en el Congreso de Verona por las potencias absolutistas que integraban la Santa Alianza la derrota militar de la contrarrevolución interior activó la invasión francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis. Ante el inminente ataque de un ejército extranjero se reunieron de manera conjunta la Diputación, La Paeria, algunos eclesiásticos (liberales) y los oficiales de la Milicia Voluntaria y del ejército con el propósito de determinar las medidas necesarias para organizar la defensa de Lérida. Acorde con el ejemplo de la pasada Guerra de la Independencia por considerarse una contienda de liberación nacional se decidió que todos los vecinos que podían disparar o utilizar un arma se tenían que presentar en las casas consistoriales con el objetivo de salvar la Patria y el régimen constitucional.[40]
Justamente, con el designio de salvaguardar la plaza fuerte de Lérida, en consonancia con una guerra defensiva, Espoz y Mina emplazó a 1.500 soldados bajo las órdenes del gobernador José Bellido (Arnabat 2000 317-237). No obstante, ante el inexorable avance de las tropas francesas a mediados del mes de junio las fuerzas constitucionales de la provincia de Lérida únicamente conservaban el control de la capital a causa de «las partidas de facciosos [guerrilleros realistas], la falta de medios [pecuniarios y alimenticios], el espíritu público y demás circunstancias que le rodeaban [derrotismo mental y agotamiento físico]» (Arnabat 2006 411-412). Eso sí, en unos momentos críticos, próximos a un asedio, algunos ciudadanos de Lérida se movilizaron con la finalidad de preservar el sistema liberal, tal y como puso de manifiesto un oficio de la Junta Auxiliar de Defensa notificando el anhelo de diversos patriotas de crear una Compañía Cívica. El comandante militar Evaristo Fernández de San Miguel aceptó la propuesta y explicó sus obligaciones contractuales: comer el rancho del ejército (una ración diaria) y no cobrar salario alguno (como los milicianos voluntarios), excepto en el caso de padecer un sitio o un ataque directo, entonces percibirían lo mismo que los soldados. Por su parte, La Paeria publicó un bando con la intención de alentar un profuso alistamiento popular.[41]
Sin duda, debido al progresivo arraigo del liberalismo y el firme compromiso de la ciudadanía en la salvaguarda de sus recientemente adquiridos derechos y libertades, la formación de la Compañía Cívica ejemplifica la resistencia a ultranza de una población que luchó hasta las últimas consecuencias por mantener vigente el gobierno constitucional. De hecho, los 1.500 civiles en disposición de empuñar las armas junto a los 4.500 soldados y 700 caballos conservaron la plaza fuerte de Lérida hasta el desplome del régimen liberal.[42] El 27 de septiembre se disolvieron las Cortes y Fernando vii fue restituido como monarca absoluto, decretando el 1 de octubre que «son nulos y de ningún valor todos los actos de gobierno llamado constitucional, de cualquiera clase y condición que sean, que ha dominado a mis pueblos desde el 7 de marzo de 1820 hasta el día 1º de octubre de 1823» (Bayo 152-162). El 3 de noviembre se culminaron las negociaciones para rendir Lérida[43] y en la mañana del día 5 las tropas contrarrevolucionarias del barón de Eroles y el mariscal francés Louristen entraron en la ciudad ilerdense al grito de ¡Viva el Rey y la Religión!. El nuevo gobernador político-militar Blas de Fournas ordenó la disolución de la Milicia Voluntaria Nacional y el restablecimiento del consistorio municipal anterior al 18 de marzo de 1820 (Sánchez 2006 60).
3. En defensa del Trono y el Altar: Los Voluntarios Realistas
A finales de 1823 Fernando VII únicamente anhelada preservar su recientemente recobrada soberanía absoluta hasta su lecho de muerte. Por ello, de manera implacable, el monarca persiguió a los liberales (Arnabat 2002 422-440), mediante la promulgación de una abundante legislación (Peset y Peset 437-485), tal y como le sugirió el servil Ayuntamiento de Lérida:
Bajo la premisa de impedir la restitución del constitucionalismo y «reprimir el espíritu de sedición» el rey instituyó la Superintendencia general de Policía del Reino (Fuentes 1990 97, 115); procedió a la reestructuración de la oficialidad del ejército español por ser sospechoso de connivencia con el liberalismo y aseguró la permanencia de las tropas francesas (Luis 91). Asimismo, con la función de defender la vigencia del absolutismo, a imagen y semejanza de la Milicia Nacional, el soberano impulsó los cuerpos de Voluntarios Realistas, una fuerza armada dependiente de los ayuntamientos y supeditada a la autoridad del capitán general que inequívocamente se erigió en el mejor instrumento para ejercer el control político debido a que incorporaron las fórmulas de purificación del funcionariado, excluyendo de sus filas a los antiguos integrantes de las milicias nacionales;[45] hasta el extremo de desempeñar las labores propias de una policía represora de las personas, las ideas o las instituciones vinculadas al sistema constitucional.[46] Reafirmándose así, en una etapa histórica caracterizada por la violencia y la confrontación ideológica conocida como la crisis del Antiguo Régimen, que la política se ejercía merced al poder que confería la posesión y el control de las armas.
De manera apremiante, únicamente transcurridos trece días desde la ocupación de la plaza fuerte de Lérida por las tropas contrarrevolucionarias, las autoridades absolutistas instaron a la organización de los Voluntarios Realistas: «se ha de proceder sin ningún retraso a la formación de la compañía de los Voluntarios Realistas en la ciudad de Lérida para poder acatar las órdenes de los organismos superiores». El alcalde Antonio de Gomar y los regidores vitalicios Manuel Baltasar de Tàpies y Mariano Arajol fueron los integrantes del ayuntamiento ilerdense designados para hacerse cargo de la puesta en marcha del cuerpo de Voluntarios Realistas.[47] Si bien Tàpies y Arajol no habían formado parte del consistorio constitucional Gomar ejerció de alcalde primero durante el gobierno municipal liberal de 1821, justamente cuando se organizaron dos compañías de la Milicia Nacional Voluntaria. Sin demora, se abrió el período de inscripción[48] para que todos aquellos leridanos interesados en alistarse pudieran comprobar si cumplían los requisitos de admisión, o sea, ostentar la condición de vecindad, tener la edad apropiada (entre 20 y 50 años) y atesorar «buena conducta, honradez conocida, amor a nuestro SOBERANO y adhesión decidida a la justa causa de restablecerle en su trono, y abolir enteramente el llamado sistema constitucional, que tantos males ha causado a toda la nación y a sus individuos».[49] Por último, a principios de 1824, el gobernador interino, Antonio Hierro y Oliver, trasladó a La Paeria una Real Instrucción que de manera provisional contenía el modo más adecuado para proceder a la formación de las compañías de Voluntarios Realistas en la ciudad de Lérida.[50] De acuerdo con la citada disposición las autoridades civiles y militares procedieron al nombramiento del individuo que finalmente sería el único encargado de organizar el cuerpo de Voluntarios Realistas. Tal honor recayó en la persona de Fermín Gigó, escogido fundamentalmente por dos motivos: su experiencia al mando del primer batallón de la Milicia Nacional Reglamentaria o Legal en tiempos del Trienio Liberal; y, pese a ocupar el cargo de primer alcalde constitucional (1822), su ferviente adhesión a la causa realista, tal y como demostró durante el ayuntamiento veinteañista o exaltado de 1823 que únicamente se rindió tras conocer la capitulación de Barcelona, hecho que a Gigó le valió el puesto de alcalde mayor interino una vez restaurado el absolutismo.[51]
En la primavera de 1824 el nuevo gobernador Manuel Llauder remitió un oficio a La Paeria con la voluntad de comunicar el definitivo «Reglamento para los cuerpos de Voluntarios Realistas».[52] Sin intención alguna de armar a los estamentos más populares el régimen fernandino procuró obtener el apoyo de los sectores productivos más acomodados, o sea, de aquellas gentes de orden interesadas en el mantenimiento del absolutismo (monarquía borbónica y religión católica). Acorde al primer artículo:
De este modo, quedaban excluidos del cuerpo paramilitar y político destinado a operar en el término municipal como extremidad represiva del Estado «los jornaleros, y todos los que no puedan mantenerse a sí mismos y a sus familias los días que les toque de servicio en su pueblo». Así que, en su empeño por preservar el orden y la tranquilidad pública, los absolutistas trataron de reclutar los Voluntarios Realistas entre los mismos sectores socioeconómicos que habían nutrido las filas de la Milicia Nacional, marginando a los braceros y asalariados, precisamente a aquellos colectivos que habían engrosado las partidas guerrilleras realistas. De esta manera, no resulta extraño que un alistamiento masivo fuera un propósito difícil de llevar a cabo en una urbe del interior como Lérida, eminentemente agrícola, máxime cuando el sistema liberal había logrado uno de sus apoyos más firmes en toda España, a tenor de la resistencia mostrada durante la guerra civil de 1822-1823 y la posterior invasión de los Cien Mil Hijos de San Luís.
Debido a las severas exigencias y a la imposibilidad de armar a los antiguos defensores del constitucionalismo La Paeria constituyó una Junta de Purificación para comprobar si los aspirantes cumplían los requisitos tanto ideológicos como profesionales y patrimoniales.[54] El profuso número de solicitantes se explica por el mero hecho de que nos hallamos en plena «fase de absolutismo militante», en el cual la pertenencia a los voluntarios se convirtió en el referente social más importante para demostrar el incondicional apoyo a la causa realista. En calidad de notarios de la contrarrevolución los curas párrocos fueron los encargados de elaborar dichos informes «sobre la conducta moral y política de diferentes individuos alistados para servir en el cuerpo de Voluntarios Realistas» (Rújula 97 y 104).
El 8 de noviembre de 1824 el regidor Joaquín Martorell, comandante interino del cuerpo de Voluntarios Realistas de Lérida, presentó la lista definitiva de los primeros vecinos enrolados en la fuerza armada dedicada, según el artículo 183 del Reglamento, a «combatir los revolucionarios y los conspiradores, y exterminar la revolución». Eso sí, de momento, tal y como sucedió en el caso de la Milicia Nacional Reglamentaria, de forma estrictamente nominal, puesto que el ingente déficit del erario municipal impedía costear su vestuario (casaca, pantalón y medio botín de paño), fornituras y armamento. Por dicho motivo, el corregidor Manuel Llauder impulsó la creación de la Junta de Fomento y Equipo de los Voluntarios Realistas de Lérida, integrada por hombres que habían demostrado una «notoria adhesión al rey Fernando VII y a sus sagrados derechos soberanos [absolutismo]». Presidida por Llauder, la junta estuvo compuesta, en calidad de vocales, por tres aristócratas miembros de La Paeria (el alcalde Antonio de Gomar y los regidores Manuel Baltasar de Tàpies y Joaquín Martorell), cuatro eclesiásticos (el Dean del capítulo catedralicio José Cayetano de Fonserrada, el canónigo Juan Crisostomo de Mariategui, el presbítero de la catedral Antonio Alzamora y el rector de la parroquia de San Andrés Antonio Sánchez), el caballero Ignacio de Gomar (hermano del alcalde) y tres representantes del pueblo (el maestro carpintero Francisco Galtayres y los labradores propietarios José Masip y Fidel Vives, quiénes habían sido regidores durante el período constitucional de 1821-1822).[55]
Una vez reinstaurado el Antiguo Régimen, la composición de la Junta de Fomento nos evoca a los tres estamentos que integraban las Cortes catalanas medievales. El poder real estaba representado por el corregidor; el poder nobiliario y municipal por los políticos del ayuntamiento (incluyendo la cuota de nepotismo en la persona de Ignacio de Gomar); el poder eclesiástico, esta vez, abanderado por el Dean de la catedral por hallarse vacante la sede episcopal que finalmente ocuparía el obispo Francisco Pablo Colmenares; y el poder popular por propietarios agrícolas y dirigentes gremiales, exponentes, precisamente, de los sectores socioeconómicos requeridos para efectuar el servicio. Todos ellos, de manera corporativa, unidos con un único objetivo, constituir el cuerpo de Voluntarios Realistas para así consolidar el absolutismo mediante el poder de las armas. Emulando los arbitrios impuestos con el fin de costear el vestuario y los pertrechos de los milicianos nacionales, en su primera reunión la Junta de Fomento acordó incrementar la carga fiscal que gravaba el precio de la carne;[56] y en su segundo conclave, resolvió celebrar una rifa semanal.[57] Medidas más que insuficientes que hicieron necesario obtener aportaciones voluntarias, sobresaliendo el donativo del capítulo catedralicio, ya que, evidenciando la alianza entre el Trono y el Altar, aportó la elevada cifra de 4.000 reales de vellón.[58]
Conseguidos los fondos para formar un cuerpo paramilitar dadivosamente dotado y una vez completada la preceptiva instrucción de las cuatro compañías el 30 de mayo de 1825 se efectuó el juramento de la bandera del batallón de Voluntarios Realistas de la ciudad de Lérida, no por casualidad, ya que era justo el día en que se celebraba el santo de Fernando, o sea, del soberano.[59] Manuel Costa y Aran,[60] canónigo de la catedral y rector del Seminario Conciliar, fue el encargado de predicar el sermón de la jura de la bandera, un auténtico discurso político que perfectamente podemos calificar de panegírico del absolutismo. En opinión de Costa merced al alzamiento del estandarte de los Voluntarios Realistas se había recobrado la libertad y se pudo poner fin a la opresión ejercida por los liberales, por ejemplo, contra la Iglesia.[61] Más si cabe cuando, acorde al criterio del eclesiástico, los batallones urbanos representaban «la fidelidad a Dios, la lealtad al Rey y el amor a su Nación», planteamientos análogos al posterior lema carlista de Dios, Patria y Rey. De hecho, en palabras de Manuel Costa, el cuerpo de Voluntarios Realistas servía «para asegurar la tranquilidad pública, el pago del diezmo y la defensa a ultranza del Trono y del Altar, evitando así la anarquía [asociada al sistema constitucional]». Así pues, de esta forma, Costa legitimó la organización de una fuerza armada que debía combatir resueltamente el liberalismo e impedir el triunfo de una nueva revolución constitucional, salvaguardando los pilares institucionales del absolutismo, o sea, la Corona y la fe católica: «He aquí los principales empeños de los Voluntarios Realistas […] Seréis una viva apología de la Religión y el Trono».[62]
Con relación a los altos mandos conviene destacar que Juan Caro, recién nombrado capitán general del Principado de Cataluña y presidente de la Real Audiencia, a instancias del gobernador interino, corroboró la adecuación de la jefatura y los oficiales designados por La Paeria para comandar el cuerpo de Voluntarios Realistas de Lérida.[63]
Graduación | Nombre |
1.º comandante | Antonio Benito de Queraltó: noble, abogado, diputado del común durante el período 1818-20, regidor durante los años 1820-1821 y síndico procurador a partir del 7 de noviembre de 1823 con la restauración del absolutismo |
2.º comandante | Joaquín Martorell: noble, abogado, regidor durante los períodos de 1814-1820, 1822-1823 y también a partir del 7 de noviembre de 1823 con la restauración del absolutismo |
Ayudante del 1.º comandante | Agustín Pleyán: contador del ejército y regidor durante el año 1821 |
2.º ayudante | Salvador Anyell: ex miembro de la Milicia Nacional |
Abanderado | Ramón Ignacio Galí: doctor en medicina y boticario |
Capellán | Manuel Costa: canónigo magistral del Capítulo catedralicio de Lérida y autor del sermón del juramento de la bandera |
Cirujano | José Antonio Gasull: síndico personero en 1825 |
Granadero | Buenaventura Roca: doctor en medicina, ex diputado del común y síndico procurador a partir del 7 de noviembre de 1823 con la restauración del absolutismo |
Teniente | Juan Besa: labrador propietario y regidor durante el año 1822 |
Subteniente | Ramón Paus |
Capitán de cazadores | Carlos Castanera |
Teniente | Joaquín de Gomar: noble, hacendado, hijo de Ignacio de Gomar y ex miembro de la Milicia Nacional |
Subteniente | Mariano Mensa: Tendero y síndico personero durante el año 1828 |
Capitán de la 1.ª compañía | Juan Francisco Farré: doctor en medicina y comandante de la compañía de caballería de la Milicia Voluntaria Nacional |
Teniente | Francisco Puig: procurador, ex miembro de la Milicia Nacional, interino del juzgado de policía y secretario de la junta de individuos de notoria adhesión al rey Fernando VII |
Subteniente | Mariano Biscarri: maestro carpintero y ex miembro de la Milicia Nacional |
Capitán de la 2.ª compañía | José Masip: labrador propietario y regidor durante el período 1821-1822 |
Teniente | José Garriga: labrador propietario, ex miembro de la Milicia Nacional y diputado del común a partir del 7 de noviembre de 1823 con la restauración del absolutismo |
Subteniente | Ramón Niubó: comerciante y ex miembro de la Milicia Nacional |
Capitán de la 3.ª compañía | Ignacio Temple: ciudadano honrado, abogado, antiguo síndico procurador general (1815-1817), segundo alcalde constitucional durante el año 1820 y ex miembro de la Milicia Nacional |
Teniente | Francisco Romeu: labrador propietario y ex miembro de la Milicia Nacional |
Subteniente | Anastasio Sales: bachiller en leyes |
Capitán de la 4.ª compañía | José Benito de Queraltó: noble, abogado y síndico durante el período 1821-1822 |
Teniente | Antonio Bordalva: comerciante, ex miembro de la Milicia Nacional, ex diputado del común durante los años 1815-1816 y diputado del común a partir del 7 de noviembre de 1823 con la restauración del absolutismo |
Subteniente | Salvador Fàbrega: maestro sastre y ex miembro de la Milicia Nacional |
Capitán de la 5.ª compañía | Magín Targa: notario, diputado del común a principios de 1820, regidor durante el período 1822-1823 y diputado del común a partir del 7 de noviembre de 1823 con la restauración del absolutismo |
Teniente | José Sureda: pagès, mayoral de la cofradía de labradores, alcalde del décimo barrio en 1822 y ex miembro de la Milicia Nacional |
Subteniente | Francisco Fàbregues: maestro sastre y alcalde del tercer barrio (1821) |
Capitán de la 6.ª compañía | Miguel Ensellada |
Teniente | José Antonio Fontseré: alcalde del octavo barrio durante el año 1822 y ex miembro de la Milicia Nacional |
Subteniente | José Fernández: cirujano |
Total | 31 |
Oficio | Número | % |
Relacionado con el derecho | 7 | 22’5 |
Propietario de tierras | 6 | 19’3 |
Concerniente a la medicina | 4 | 13 |
Referente al comercio | 3 | 9’6 |
Maestros gremiales | 3 | 9’6 |
Contable | 1 | 3’2 |
Clero | 1 | 3’2 |
Ignoto | 6 | 19’3 |
Tal y como es de suponer los puestos más relevantes fueron asignados a personalidades pertenecientes a unas élites sociales leridanas ligadas a la estructura económica del Antiguo Régimen (pequeña aristocracia, alta judicatura, doctores en medicina, propietarios de fincas rústicas, mercaderes y maestros gremiales) que estaban acostumbradas a ocupar los principales cargos del Ayuntamiento de Lérida, incluso en tiempos del régimen constitucional, hasta el punto que aproximadamente un 40 % de los oficiales de las cuatro compañías habían formado parte de la Milicia Nacional durante el Trienio Liberal, corroborando el hecho que, dejando al margen las cuestiones meramente ideológicas,[64] la monarquía absoluta no tuvo más remedio que dar continuidad a aquellas unidades de civiles militarizados para garantizarse su supervivencia a cambio de una retribución económica u otro tipo de recompensas en un momento que el régimen se sentía amenazado. De este modo, el cuerpo de Voluntarios Realistas de Lérida se aprovechó de la experiencia organizativa y humana de la fuerza armada liberal para defender tanto el absolutismo como el privilegiado status de la oligarquía local, máxime cuando ostentaban de manera simultánea el poder político y el militar.
Acerca de los alistados, si bien Ignacio Bordalva, subinspector del cuerpo de Voluntarios Realistas del corregimiento de Lérida, advirtió al gobierno municipal que el batallón debía estar compuesto por 640 vecinos dada la población de la ciudad de Lérida (diez mil habitantes),[65] en realidad, debido a una serie de circunstancias adversas (problemas logísticos, exclusión de los sectores sociales más populares, dificultad a la hora de compaginar el servicio con la actividad laboral, temor a armar a los liberales exaltados…), fueron únicamente 125 los leridanos que integraron los Voluntarios Realistas, o sea, respecto a los cálculos teóricos, una quinta parte (19,5 %).
Oficio | Número | % |
Labradores propietarios | 59 | 47,2 |
Artesanos | 24 | 19,2 |
Profesiones liberales | 13 | 10,4 |
Hacendados | 9 | 7,2 |
Comerciantes | 3 | 2,4 |
Otros | 1 | 0,8 |
No consta | 16 | 12,8 |
Total | 125 | 100 |
Prácticamente la mitad de los individuos que se enrolaron en el cuerpo de Voluntarios Realistas eran agricultores propietarios de medianas y pequeñas explotaciones que trabajaban directamente sus tierras. Si añadimos a los hacendados, latifundistas que exclusivamente se dedicaban a gestionar su extenso patrimonio rústico, en torno a un 55% de los defensores del absolutismo extraían sus rentas de las actividades agrícolas. En contraste, un tercio de los voluntarios provenían de los sectores productivos urbanos: menestralía, profesionales liberales y, en menor grado, mercaderes. En buena lógica, sin obviar profundas convicciones político-ideológicas y religiosas, la explicación más plausible de dichos alistamientos la podemos hallar en la obtención de suculentas prebendas (prestigio social, promoción profesional y posibilidad de efectuar lucrativos negocios, por ejemplo, vinculados con el suministro de uniformes y pertrechos).
De manera consecuente, acorde con el propósito de conocer cuál fue la realidad sociopolítica de la ciudad de Lérida desde la Guerra de la Independencia hasta la segunda Restauración de Fernando VII, pese a evidenciarse una cierta continuidad en el estado mayor de las unidades de civiles armados, podemos establecer una relación inversamente proporcional entre la estructura socio-profesional de los Voluntarios Realistas y la de la Milicia Nacional.
Oficio | Número | % |
Artesanos | 59 | 31,21 |
Labradores propietarios | 33 | 17,46 |
Comerciantes | 29 | 15,36 |
Profesiones liberales | 28 | 14,81 |
Empleados públicos | 11 | 5,82 |
Hacendados | 3 | 1,6 |
Jornaleros | 3 | 1,6 |
Estudiantes | 2 | 1,06 |
No consta | 21 | 11,11 |
Total | 189 | 100 |
Ciertamente, sin ambages, la composición socio-profesional de cada cuerpo paramilitar integrado por civiles refleja a la perfección las bases sociales dispuestas a preservar y afianzar con la fuerza de las armas su correspondiente proyecto político; contrario y opuesto entre sí. Sirva de ejemplo que de forma mayoritaria los Voluntarios Realistas consiguieron hacerse con el apoyo de los sectores sociales vinculados con los quehaceres agropecuarios, más proclives al conservadurismo ideológico plenamente identificado con la alianza entre el Trono y el Altar, tal y como se puso de manifiesto en la formación de las partidas guerrilleras contrarrevolucionarias levantadas con el fin de socavar y quebrantar el régimen constitucional. Relevante cuestión si tenemos presente que más del 50% de la población activa de la ciudad de Lérida[66] trabajaba en el campo. Del mismo modo, debemos recalcar que los Voluntarios Realistas se convirtieron en un instrumento político al servicio del patriciado local con el propósito de conservar el orden social y económico vigente y preservar su status privilegiado, ya que el ayuntamiento consiguió organizar un batallón dirigido por oficiales procedentes de la oligarquía tradicional (pequeña nobleza, alta judicatura, propietarios de tierras y doctores en medicina), la misma que había ostentado los principales cargos municipales desde la instauración de la dinastía borbónica. En cambio, por su parte, la Milicia Nacional contó con la destacada participación de los grupos sociales que realizaban su actividad laboral en el ámbito urbano, o sea, artesanos, comerciantes, profesionales liberales y empleados públicos. Precisamente, aquellos individuos sistemáticamente marginados de las estructuras político-administrativas propias del absolutismo borbónico que a raíz de la invasión de las tropas napoleónicas y el subsecuente movimiento juntero mediante el poder de las armas (somatén y tercios de miqueletes) se habían mostrado partidarios del liberalismo político (representación e intervención de los ciudadanos en la esfera pública, propiedad privada e igualdad civil) y económico (relaciones de producción capitalistas y libertad de comercio). ♦
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Periódicos:
Semi-Semanario Ilerdense [Lérida, 1822]
Diario de Madrid [Madrid, 1823]
Notas