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Aquel lejano y presente «país del miedo»: epidemias e H(h)historia[1]
Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 6, núm. 10, 2020
In memoriam Jean Delumeau
Quienes nos dedicamos a la Historia universal en sede latinoamericana, estudiamos temas y problemas de historia europea planteando interrogantes e intentando explicaciones en un contexto de larga duración, a la vez que procurando establecer vínculos con temas y problemas de la historia latinoamericana o nacional de diversas épocas, incluso del presente. El propósito es recabar experiencias, testimonios, información, entre otros insumos para el análisis y la interpretación de otros procesos históricos o actuales.
Las epidemias me resultan viejas conocidas. Ello se debe por un lado a que llevo casi treinta años como historiadora especializada en la Edad Moderna europea y más de diez como docente de Historia medieval. Por otro lado, se debe también a que he realizado investigaciones en torno al cuerpo y el Estado, particularmente atendiendo lo que Michel Foucault definió como biopolítica, y sobre lo que tanto se ha estudiado y debatido desde la Historia, la Ciencia Política, la Filosofía. Ese cruce cuerpo-Estado por el cual la institución estatal se yergue en protectora de la salud de la polis, de donde provienen su fuerza de trabajo y sus soldados. En ese marco, las epidemias se interpretan cada vez más, desde la Modernidad hasta el presente, en clave de prueba a la destreza y la inteligencia del Estado para enfrentarlas y derrotarlas, consistiendo en ello una sección clave de sus funciones esenciales.
Girando el ángulo de la mirada, en 2006, el filósofo y teórico político camerunés Achille Mbembe (1957) acuñó el concepto de necropolítica, a partir de investigar cómo los gobiernos deciden quién vive y quién muere, y cómo viven o mueren[2]. Siguiendo su línea de pensamiento, una epidemia —y más en el presente—, opera directamente sobre la forma en que pensamos el cuerpo humano y sobre las relaciones de este con el poder y la estatalidad. En tal sentido, una epidemia puede hacer entender al cuerpo humano como un arma: por estar enfermos y por ser potenciales trasmisores de la enfermedad. Al entrar en contacto con otras personas podemos enfermar o llevar la enfermedad a otros, y en ambos casos con un cierto riesgo de muerte. Es decir, al tiempo que somos dadores de vida somos potenciales armas letales, capaces de quitarla. Tal cosa estaría sucediendo con la actual pandemia provocada por el coronavirus.
Mbembe también enfatiza el hecho de que las condiciones de aislamiento que nos ponen a salvo, al mismo tiempo que neutralizan nuestra capacidad letal, generan en nosotros múltiples formas del miedo. Es la senda que, a partir de los estudios del historiador francés recientemente fallecido Jean Delumeau, sigo para elaborar estas reflexiones y que abordaré luego de repasar algunos renombrados brotes epidémicos desde tiempos medievales hasta el presente.
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Desde la conformación del espacio europeo medieval, entre los siglos vi a viii, aquel verdadero caos propio de un mundo en construcción luego de la desestructuración del Imperio Romano de Occidente, padeció el problemático componente de la peste —designación genérica que por entonces se daba a toda enfermedad epidémica— asolando organismos debilitados, escasos, temerosos, fuertemente estresados por traumáticos factores contextuales (climáticos, ecológicos, entre otros). Posteriormente, el azote de la Peste Negra acompañó la crisis del siglo xiv: junto al gravísimo impacto demográfico, dejó su huella en lo económico, social y mental.[3] A comienzos de 1348 la peste había llegado a los puertos del Mediterráneo oriental y occidental y de allí penetró rápidamente al interior del continente. Para el verano europeo se había instalado en Burdeos y en pocas semanas llegó a los puertos ingleses, normandos e irlandeses. En 1349 afectó los puertos del mar del Norte, se propagó por territorios germanos, de allí al Báltico, llegando en 1352 a Rusia (Verdon 16-17).
Damos un salto en el tiempo y llegamos al siglo XX cuando en 1918, hace escasos 102 años, se desató una grave epidemia, conocida por diversos nombres: Dama Española, Peste Rusa, Influenza Alemana, Fiebre de Flandes, Gripe Española, Gripe Neumónica, entre otros, que referían a los lugares donde supuestamente se había originado o a sus características más notorias.[4] Las zonas más afectadas por esta gripe epidémica fueron Europa y Estados Unidos. La peste negra del siglo XIV habría matado treinta millones de personas, la gripe española —elijo esta designación por ser la más conocida, incluso en el Río de la Plata— causó en el entorno de cincuenta millones de muertos (siempre guardando relación con los correspondientes marcos demográficos). A ese impactante guarismo debe agregarse el pánico que ocasionó por la velocidad de expansión y la agresividad del virus que, a diferencia de la covid-19, tenía predilección por los adultos jóvenes.[5] Se trata de cifras estimadas, porque el aislamiento al que se recurrió hizo que muchas víctimas quedaran en la incertidumbre, ya que oficialmente no se contó su existencia ni su deceso. Frente al sufrimiento por los avatares y efectos de la Gran Guerra (1914-1918), parecía un sinsentido preocuparse por una gripe, aunque se ignoraba el alcance millonario en muertes que dejaría.
Al parecer la epidemia desarrolló dos etapas, registrándose los primeros casos en San Sebastián (España), en febrero de 1918, región del mundo a la cual no había llegado la guerra y que reunía gran cantidad de turistas deseosos de olvidar el miedo y la muerte ocasionados por aquella y que los acechaban apenas cruzando la frontera con Francia. La primera manifestación de la gripe no alcanzó a América del Sur y al llegar el verano desapareció del escenario europeo. Pero su partida no era definitiva, al contrario, volvió con fuerza y en lugares donde la primera vez no se había sentido. Esa segunda oleada, que siguió notoriamente el derrotero estadounidense, comenzó por agosto en Boston. Fue muy contagiosa y presentó complicaciones severas: crisis respiratoria, fiebre altísima, tos, que llevaban a los enfermos a la muerte en un par de días. Otros experimentaban escalofríos, fiebre alta y dolores musculares, y a los cinco días, cuando parecían curados, la fiebre volvía acompañada de crisis respiratoria y las bacterias invadían su tejido pulmonar. En octubre cerraron colegios, iglesias y teatros en Filadelfia, donde en un mes se contaron once mil fallecimientos. Se intentaron diversas medidas para combatir la epidemia y cuadrillas de voluntarias cosían mascarillas de tela que eran distribuidas por la Salud Pública entre la población. Una ordenanza del departamento de Salud en Tucson, Arizona rezaba:
Como no se encontraba explicación científica para la epidemia se ensayaron todo tipo de explicaciones de tipo conspirativo, culpabilizando a los alemanes.
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Son varios los hilos que unen ese largo tramo de historia entre la Edad Media y el siglo XXI, en relación con las epidemias, asunto que hoy nos convoca. En esta ocasión y en mi área de trabajo, el hilo que escojo es aquel que tan bien ha estudiado el historiador francés Jean Delumeau (1923-2020): el miedo.
No es fácil analizar el miedo, como él mismo plantea.
A los historiadores corresponde realizar esa doble transposición del miedo, de lo singular a lo plural y de lo pasado a lo actual. El miedo y la angustia podrían entenderse como las dos caras de una misma moneda. El miedo define un objeto al que temer, pero también al que enfrentar y luchar por derrotarlo, de donde el espíritu humano «fabrica permanentemente el miedo» —Delumeau dixit—, representando el proceso que develamos en la historia y encontramos en etapas concretas de una civilización. «En una secuencia larga de traumatismo colectivo, Occidente ha vencido la angustia “nombrando”, es decir, identificando, incluso “fabricando” miedos particulares» (Delumeau 21).
A su vez, el miedo como faz visible y objetivable de la angustia, se vincula con el sentimiento de inseguridad y con la agresividad, conduciéndonos, en tanto historiadores, a preguntarnos acerca del carácter de las causas de la violencia:
A los historiadores nos corresponde hacer memoria, traer al presente, la «acumulación de las agresiones que golpearon a las poblaciones de Occidente desde 1348 hasta principios del siglo XVII», que generó «de arriba abajo del cuerpo social, un estremecimiento psíquico profundo del que son testigos todos los lenguajes de la época —palabras e imágenes—». Se configura un verdadero «país del miedo» cuya sociedad, como consecuencia de sus padecimientos, lo pobló de «fantasmas morbosos». Un miedo que, al prolongarse en el tiempo, devino en amenaza disgregadora de esa sociedad y se manifestó a través de regresiones en el pensamiento y la afectividad, en el desarrollo de fobias y de altas dosis de negatividad y desesperación. Con las consiguientes respuestas de volcarse hacia la religiosidad o hacia la creación artística con temática fúnebre (Delumeau 27). Ese combate continuo contra un enemigo invisible pero que se intuye siempre presente provoca desesperación y multiplicación de formas del miedo cada vez más viscerales, generando un vuelco hacia interrogantes y búsqueda de respuestas de orden religioso (que, en la Modernidad, se reflejó en los testamentos tanto como en la literatura), así como el reclamo de la presencia resolutoria del Estado.
Los miedos espontáneos se dividen en dos grupos. Los permanentes, vinculados al utillaje mental correspondiente a cada época y sociedad y por tanto compartidos por individuos de todas las categorías sociales (al mar, a los aparecidos, etc.). Y los cíclicos, que aparecen periódicamente con las pestes, las carestías, las guerras, y que pueden alcanzar a un sector de la población (a los pobres por la carestía) o a su totalidad, por ejemplo, durante una epidemia. La distinción entre estos dos niveles de temor se constituye para los historiadores en un primordial instrumento metodológico a fin de adentrarse en la «mentalidad de asedio» que caracterizó la historia europea medieval y moderna, así como la de nuestras sociedades contemporáneas. Abordamos «los caminos utilizados por nuestros antepasados para salir del país del miedo»: «olvidos, remedios y audacias» (Delumeau 29).
La génesis de este texto fue reflexionar sobre los efectos en nuestra sociedad de la pandemia ocasionada por el coronavirus. En relación con aquellas «pestes» medievales y modernas que venían acompañadas o integraban la funesta trilogía que completaban la guerra y el hambre, haciendo de aquellos unos tiempos violentos, atormentados, sufrientes y desintegradores: paralelismo de fenómenos que hacen del actual un tiempo no tan diferente, caracterizado por el alza de precios, el retroceso productivo, la intranquilidad social, junto al derroche, el lujo, la histeria colectiva, la codicia.
Para concluir, una vez más apelo a reflexiones de Delumeau —las que, por cierto, rezuman cierto, y bienvenido, aire confesional—, sobre lo que subyace cuando estudiamos temas y problemas como las epidemias, ya sea en la más o menos lejana historia europea o en el presente regional:
De donde, en las actuales circunstancias, el aporte de quienes oficiamos en historia europea consiste apenas, a mi juicio, en guiar la reflexión sobre «ese rechazo del desaliento gracias al cual una civilización ha seguido adelante […] analizando sus miedos y superándolos» (Delumeau 29).♦
Bibliografía
Delumeau, Jean, El miedo en Occidente (siglos XIV-XVIII). Una ciudad sitiada, Madrid, Taurus, 2012.
Mbembe, Achille, Necropolítica, Madrid, Editorial Melusina, 2011.
Muller, Mónica, Pandemia: Virus y miedo. Una historia desde la Gripe Española hasta el coronavirus Covid-19, Buenos Aires, Paidós, 2020.
Verdon, Jean, Sombras y luces de la Edad Media, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 2006.
Notas