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Medicus politicus: notas sobre una historia política de la medicina
Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 6, núm. 10, 2020
El papa, el virrey, el diablo y el ministro
Dos cartas escritas por el papa Inocencio III en 1209 dan cuenta de decisiones judiciales del pontífice en procesos cuyo objetivo era determinar posibles responsabilidades en dos casos de muertes accidentales. Esos documentos contienen la referencia más antigua de que se tenga conocimiento a exámenes médico-forenses en la historia europea. El cometido de los médicos y cirujanos que intervinieron en esos episodios era establecer las causas de la muerte, tras lo cual debían dar a conocer públicamente su dictamen.[1] No se procedió en esa ocasión a la apertura de los cadáveres, sino únicamente a su examen externo. La primera mención de una disección en el marco de un procedimiento post mortem data de algunas décadas más tarde, y consta en la Crónica del franciscano Salimbene de Adam, donde se consigna que en el invierno de 1286 un médico de Cremona fue llamado a abrir algunos cuerpos para determinar el origen de una enfermedad que estaba causando una «mortalitas maxima», tanto en esa ciudad como en Plasencia, Parma, Reggio y otras del norte de Italia.[2]
En agosto de 1576, durante la epidemia de cocoliztle que diezmó a la población indígena de la Nueva España, varias disecciones se llevaron a cabo en el Real Hospital de Naturales de la ciudad de México por orden del virrey Martín Enríquez de Almansa y Ulloa. Las «anotomías» estuvieron a cargo del cirujano Alonso López de Hinojosos, y se efectuaron en presencia del protomédico Francisco Hernández, quien dio noticia de lo actuado al virrey, concluyendo que la causa de las muertes era «veneno».[3] Hacía falta pues contar en el hospital con «cosas contra veneno, y así lo mandó su excelencia» a Hernández, quien en 1569 había sido designado por Felipe ii «protomédico general de las nuestras Indias, Yslas y Tierra firme del Mar Océano», y enviado a la Nueva España, en tal calidad, con la misión de obtener toda la información posible sobre las «cosas naturales», en especial de carácter medicinal, de esos territorios.[4]
Los casos de posesión demoníaca tuvieron en Europa su período de mayor auge en los dos primeros tercios del siglo XVII, con grandes crisis diabólicas colectivas como la de Loudun en los años 1630. Desatada en 1632, la posesión de que alegaron ser víctimas las hermanas ursulinas de esa ciudad del suroeste de Francia se convirtió, por su duración —se arrastró hasta 1638—, su resonancia contemporánea y la fortuna de su posteridad, en emblemática.[5] Pertenece, sin embargo, a una serie de casos que, si se consideran solo los de cierta significación y únicamente el contexto francés, suman más de una decena entre 1599 y 1681. Algunos de esos episodios fueron de menor entidad que el de Loudun, y otros, como las posesiones conventuales de Aix-en-Provence en 1609-11, Chinon en 1634-40, Louviers en 1643-47 y Auxonne en 1658-63, tuvieron características comparables. En todos ellos, además de los exorcistas y de los magistrados encargados de instruir los procesos conducentes a la identificación y el castigo de los responsables —si los hubiere— de la manifestación demoníaca, intervinieron médicos y cirujanos. Decenas de ellos, abocados a dictaminar si las presuntas energúmenas —mujeres, siempre— lo eran efectivamente, o si los fenómenos en curso podían ser explicados remitiendo a causas naturales, en cuyo caso debía abandonarse la hipótesis diabólica.[6]
En mayo de 1774, mientras en Versalles Luis XV moría a causa de la viruela y su nieto Luis Augusto heredaba el trono de Francia como Luis XVI, una peste bovina aparentemente devastadora se desataba en el suroeste del reino. Al poco tiempo, otras provincias, septentrionales esta vez, también se vieron afectadas por la epizootia. Ante la gravedad de la situación, el fisiócrata Anne-Robert Turgot, apenas nombrado controlador general de las finanzas en agosto de ese año, decidió recurrir a la Academia Real de Ciencias, solicitándole la designación de un médico y un físico para identificar la enfermedad, proponer medidas para combatirla eficazmente y adoptar las medidas necesarias para contenerla. La Academia, un cuerpo de élite depositario de la autoridad científico-técnica creado por el poder monárquico en 1666, solo sugirió al ministro el nombre de un médico, Félix Vicq d’Azyr, un joven anatomista que había sido admitido como académico pocos meses antes. Munido del cargo de comisario, Vicq d’Azyr recorrió las zonas afectadas a partir de fines de noviembre de 1774, y cumplió su misión poniendo en práctica, entre muchas otras, acciones radicales que requirieron el concurso del ejército, en particular para vencer la resistencia de los campesinos al sacrificio masivo de animales, incluso a título preventivo. La epizootia fue finalmente vencida a fines de 1776, y Vicq d’Azyr obtuvo, ese mismo año, la creación de una comisión permanente para las epidemias y las epizootias, que a poco andar se transformó en la Sociedad Real de Medicina, un brazo especializado del poder monárquico cuyo campo de competencia se extendió del control y la prevención de las epidemias a la totalidad de los asuntos sanitarios, apoyándose en un sistema de información basado en una red de corresponsales que cubría el conjunto del territorio.[7]
Expertos, ciencias e historia
Estos cuatro episodios, muy sumariamente reseñados y escogidos dentro de un repertorio amplísimo, se inscriben en contextos diferentes, su porte es netamente desigual, y tanto los actores sociales involucrados en ellos como la economía de sus interacciones son dispares. Sería azaroso delinear, a partir de sus rasgos comunes, una suerte de figura general de los modos según los cuales se articulan las relaciones entre la acción, la decisión y el saber —médico, en la especie— o, dicho de otro modo y simplificando el asunto al extremo, entre los poderes políticos y la esfera de la palabra y la intervención expertas. Sin disolver la historicidad irreductible de cada caso y cada situación, sin operar trasposiciones que no hacen sino podar el espesor contextual y resultan, por consiguiente, en un déficit de inteligibilidad histórica, es posible ordenar, sin embargo, un cuestionario de investigación.
De hecho, los estudios sobre el papel de los expertos, la naturaleza de su desempeño en los lugares que les ha tocado ocupar, las técnicas y tácticas de producción de la función pericial, la trama de vínculos políticos e institucionales en que se insertan esa función y los propios expertos como actores sociales, se han multiplicado en las últimas dos décadas. Las zonas donde los procesos de toma de decisiones políticas se intersecan con la ciencia y la tecnología han gozado, por ejemplo, de una atención preferencial en el campo de lo que ha sido dado en llamar science studies (es la etiqueta de uso más extendido para designarlo), cuyos horizontes programáticos no siempre han sido homogéneos al respecto.[8] Lo mismo vale para la historia de las ciencias, que en sucesivas renovaciones historiográficas ha desplazado mayoritariamente sus ejes, pasando de una historia de las ideas científicas permeada por el análisis epistemológico a una historia social y cultural irrigada por el diálogo con las ciencias sociales y, más recientemente, con la historia global.[9] La inclusión progresiva de nuevos enfoques y problemas en historia de las ciencias ha conducido, en parte como consecuencia de la diversificación de sus agendas de investigación y a causa de una revisión crítica de sus categorías de análisis, al surgimiento relativamente reciente de un campo ampliado, el de la llamada historia de los saberes o del conocimiento.[10] En ese marco, los saberes expertos a considerar dejan de ser exclusivamente científicos en una acepción contemporánea del término —eventualmente anacrónica referida a períodos anteriores al último siglo y medio— y la opinión teológica o las pericias caligráficas, por mencionar casi al azar dos ámbitos de saber especializado capaces de producir dictámenes de autoridad, han pasado a ser, entre muchos otros pues, objetos de legítimo estudio para la historia de las ciencias lato sensu.
La historia de la medicina ocupa en todo ello un lugar singular. Si bien ha seguido un derrotero análogo en muchos aspectos al de la historia de las ciencias desde los años 1980, la propia naturaleza de la medicina como saber y, a la vez, como práctica intervencionista, además de su temprana institucionalización profesional y universitaria en Europa occidental, ofrecen explícitamente y con nitidez tanto la problemática pericial como la de las conexiones con diversas formas del poder político. La participación de médicos en los casos de posesión demoníaca en la Francia del siglo xvii se inscribe, por ejemplo, en un campo de fuerzas donde el principal polo decisor es político —la justicia de Antiguo régimen—. También lo es la corte pontificia, donde en la primera mitad del siglo xiii los canonistas papales comenzaron no solo a admitir las deposiciones de médicos y cirujanos como prueba, sino a requerirlas en la instrucción de casos como los mencionados al comienzo, o para la certificación de marcas corporales de santidad en los procesos de canonización.[11]
Las funciones de los médicos —y de los cirujanos— en el ámbito forense, desde los tribunales de la primera modernidad hasta las administraciones de justicia contemporáneas y la consolidación de la medicina legal como institución disciplinaria per se, han dado lugar a una apreciable producción historiográfica, que por lo demás ha contribuido significativamente al estudio de las tecnologías probatorias y a su historización.[12] Otro conjunto considerable de estudios le ha hincado el diente, concentrándose principalmente en la Edad moderna, a las funciones de consejo, servicio letrado, administración, secretaría, y otras, incluidas misiones diplomáticas más o menos paralelas y reservadas, cumplidas por médicos en el ámbito curial, ya se trate de cortes principescas, señoriales, cardenalicias, reales o imperiales.[13] Los médicos de corte, cuya distribución jerárquica se ordena en torno a instituciones como el premier médecin, el médico de cámara y, en el contexto ibérico, el protomédico, operan pues más allá del perímetro definido por los asuntos sanitarios. Una parte no desdeñable de las misiones que les son confiadas remiten a la obtención y transmisión de información, como en el caso del protomédico de Indias Francisco Hernández en su misión en la nueva España.[14]
Información y control, además de sostén y asesoramiento, son tareas que competen a los médicos municipales, institución relativamente poco estudiada pero decisiva en las ciudades europeas, fundamentalmente en el área germánica (Stadtartz) y en los Países Bajos. Encargados de la administración —aquí sí— de la policía sanitaria, son los responsables, junto con magistrados especializados, en la prevención y la administración de las crisis epidémicas, y a ellos corresponde la ideación, la puesta en práctica y la supervisión de medidas que suponen la gestión política de los cuerpos: profilaxis, aislamiento, cuarentena. La creación de la Sociedad real de medicina en Francia, en el último cuarto del siglo XVIII, constituye al respecto el primer ensayo de envergadura con vistas a implementar una organización estatal centralizada de tales cometidos, a escala de todo el territorio, a cargo de una institución cuyo gobierno se confía a una élite médica íntimamente conectada con el poder político.
Una historia de médicos
No en balde circuló, en la literatura médico-teórica europea de los siglos XVII y XVIII, el motivo del «medicus politicus», cuya expresión más conocida se encuentra en la obra homónima de Rodrigo de Castro, médico judío portugués establecido en Hamburgo.[15] Tampoco es excepcional el uso de instrumentos intelectuales —categorías, esquemas de pensamiento, vocabulario— emanados del saber médico en la teoría política europea.[16] La historia contemporánea introduce, por cierto, otras estructuras y nuevos actores, el surgimiento, la transformación o el reordenamiento, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX, de poderes fácticos y de arreglos institucionales de los que no cabe dar cuenta —no únicamente, al menos— en función de coordenadas propias de realidades anteriores. La salvedad es fundamental, pero no es un obstáculo para la definición de un espacio de investigación vertebrado por orientaciones generales y series de interrogantes comunes.
La presencia de la medicina, y, más aún, de los médicos, en los múltiples circuitos donde se procesan la formación y la efectuación de la decisión política sugiere, en efecto, a la luz de la acumulación historiográfica disponible, la fertilidad de una historia política de la medicina que no consista solo en incorporar un trasfondo o un marco político al análisis de las prácticas, las instituciones y el saber médicos, sino cuyo enfoque se apoye en considerar a los médicos, individual y colectivamente, en tanto cuerpo social, profesional e intelectual con capacidad de acción, como actores políticos.♦
Fuentes
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Notas