CLAVES. REVISTA DE HISTORIA
VOL. 11, N.° 20 ENERO JUNIO 2025
ISSN 2393-6584 - MONTEVIDEO, URUGUAY
Pp. 1 - 31
Guerras de caribes y antropófagos. Prácticas e
imaginarios de la violencia extrema durante los
conflictos civiles del Río de la Plata (1839-1844)
Wars of caribs and anthropophagous. Practices and
imaginaries of extreme violence during the civil wars of
the Río de la Plata (1839-1844)
Mario Etchechury Barrera
1
Investigaciones Socio-Históricas Regionales
CONICET. Argentina
https://orcid.org/0000-0002-1606-1620
DOI: https://doi.org/10.25032/crh.v11i20.2348
Recibido: 23/6/2024
Aceptado: 10/12/2024
Resumen: El presente artículo analiza los alcances sociales y significados
políticos y culturales de una serie de episodios de violencia extrema ocurridos en
las guerras civiles del Río de la Plata a mediados del siglo XIX. Tomando como
base memorias, diarios militares y crónicas periodísticas, se plantean algunas
discusiones conceptuales sobre la coerción radical y se problematiza el grado de
verosimilitud y los usos públicos de relatos y testimonios sobre mutilaciones
rituales y trofeos humanos, que dieron cuerpo a una cultura oral de amplia
circulación en el espacio rioplatense.
1
Mario Etchechury Barrera es Licenciado en Historia Opción Investigación (Universidad
de la República, Uruguay, 2008), Magister (2010) y Doctor en Historia (2013) por la Universitat
Pompeu Fabra (Barcelona). Investigador Post-doctoral de la Agencia Nacional de Investigación e
Innovación (Montevideo, 2015-2017). Actualmente se desempeña como Investigador Asistente
de la Unidad Ejecutora Investigaciones Socio-Históricas Regionales (Conicet-UNR), integrando
el «Laboratorio de Historias Conectadas». Ha publicado Hijos de Mercurio, esclavos de Marte.
Mercaderes y servidores del estado en el Río de la Plata (Montevideo, 1806-1860), Rosario,
Ediciones Prohistoria, 2015 y varios artículos y capítulos sobre historia rioplatense y
transnacional.
GUERRA DE CARIBES Y ANTROPÓFAGOS. PRÁCTICAS E IMAGINARIOS
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Palabras clave: violencia extrema, trofeos humanos, guerras civiles,
propaganda de guerra.
Abstract: This article analyzes the political and cultural meanings of a series of
episodes of extreme violence occurred during the civil wars of the Río de la Plata
in the mid-19th century. Based on sources such as memories, military diaries and
journalistic chronicles, I will propose some conceptual discussions about radical
coercion, to problematize the verisimilitude of these topics and the public uses of
stories and testimonies about ritual mutilations and human trophies, which gave
shape to an oral culture of wide circulation in the Rio de la Plata area.
Key words: Extreme Violence, Human Throphies, Civil Wars, War Propaganda.
1. Introducción
En un conocido pasaje de Rosas y sus opositores (1843) publicado en el
exilio montevideano por el escritor cordobés José Rivera Indarte (1814-1845) se
aludía a la profunda mutación por la que, a su juicio, estaban atravesando las
nociones de gloria y honor militares en el contexto de las guerras civiles
rioplatenses en curso. En particular, el periodista atribuía a los combatientes y
oficiales de los ejércitos del Gobernador de Buenos Aires, el federal Juan Manuel
de Rosas y su aliado Manuel Oribe, de promover una serie de crímenes y
atrocidades sistemáticas contra prisioneros y civiles desarmados: «Estos caribes,
después de la victoria no enviaban á Rosas banderas ni otros trofeos de gloria que
el guerrero del honor recoge en el campo de batalla, sino maneas, lonjas y orejas
de los valientes muertos en la pelea o degollados después de prisioneros» (Rivera
Indarte 282).
2
De manera análoga, el periodista Agustín Wright (1800-1849)
señalaba en una publicación de 1845 que los oficiales del general Manuel Oribe,
jefe del Ejército Unido de la Confederación Argentina «desde su Ministro D.
Antonio Díaz, hasta el último de sus gefes allegados» lucían «arreos de caballo
2
Acerca de los escritos propagandísticos de Rivera Indarte existe una abundante bibliografía, a
título indicativo: Saldías (1946); Area (2006); Simari (2018); Quintero Mächler (2020). Traballi
(2015) ha analizado de modo exhaustivo el tópico de los trofeos humanos y otras prácticas
análogas en la obra del autor.
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hechos de piel humana» (Wright 278). En la misma época el intelectual y político
montevideano Andrés Lamas (1817-1891) también cargó las tintas contra esta
supuesta costumbre bélica de los trofeos humanos, señalando que constituía «un
hecho notorio y del que estamos plenamente convencidos», si bien, al mismo
tiempo, creía necesario subrayar que «no tenemos ningún documento con que
abonarlo» (Lamas 304n32). Esta representación de la violencia guerrera como
un «mercado» donde se negociaba y rubricaba el valor y la fidelidad federal
cortando trozos del cuerpo enemigo, fue llevada al paroxismo por la poesía
gauchesca de Hilario Ascasubi (1807-1875), otro de los protagonistas del sitio de
Montevideo. En los versos de «Isadora la federala», que puede ser leída junto a
«La Refalosa» quizás su más célebre composición el autor describe un
supuesto gabinete o «museo» situado en la residencia del gobernador de Buenos
Aires, donde este coleccionaba orejas saladas, cabezas y maneas hechas con piel
de sus enemigos (Poesía Gauchesca 102-114).
Tenemos que partir, entonces, de relatos a primera vista truculentos:
hombres que quitan trozos de piel y orejas a los cuerpos de los enemigos para
obtener trofeos, que castran y prenden fuego los cadáveres, se jactan degollando
y lamiendo la sangre de sus cuchillos y hasta cortan carne de sus víctimas, con el
aparente cometido de asarla. Ahora bien, la sola enumeración de actos atroces,
realizada en la época por panfletistas políticos o por los ulteriores historiadores
partidistas, acerca de quien inauguró el ciclo de violencia extrema o cometió más
crueldades, solo nos devuelve una serie de gestos mudos, pero no nos devela su
«gramática» interna, es decir las posibles motivaciones que guiaban esas
prácticas y les daban un significado dentro de una cultura guerrera que, no por
inscribirse de manera brutal en el cuerpo de los vencidos, era irracional o atávica.
Estos fragmentos que se podrían multiplicar con facilidad abonan la idea ya
popularizada en el Río de la Plata a mediados del siglo XIX de que existía un
denso y oscuro circuito compuesto por trofeos humanos tomados en los campos
de batalla durante las guerras civiles, en cuya gestión participaban combatientes
y oficiales, que los empleaban como una vía para rubricar su virilidad, ganar
respeto y dejar sentado, mediante alardes y gestos macabros, su fe política federal
o rosista.
3
En ese contexto, no es casual que el término «caribe» fuese
3
Puede verse un detallado análisis de estos imaginarios vampíricos y teratológicos durante el
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sistemáticamente utilizado en los discursos de escritores y publicistas opositores
a Juan Manuel de Rosas y Manuel Oribe, para aludir a las supuestas prácticas
sangrientas y antropofágicas de los combatientes del Ejército Unido de
Vanguardia de la Confederación Argentina, retomando una larguísima tradición,
que se remontaba a los tiempos de la conquista de América.
4
De esta manera, el
término caribe se insertó con facilidad en la dicotomía barbarie/civilización que
ya circulaba en el espacio público rioplatense desde la década de 1820.
5
En el presente artículo nos proponemos atravesar ese velo tejido por la
literatura de propaganda para restituir, de manera provisoria y conjetural, el
mundo social de las prácticas y representaciones de la violencia radical o extrema.
En esa dirección, consideraremos como hipótesis de trabajo que esas
mutilaciones ritualizadas, desollamientos y otros suplicios, podían formar parte
de la experiencia del combate real, concreta y sangrienta, con sus propios
sentidos políticos, una cultura guerrera fuertemente inscripta en el cuerpo de los
vencidos, pero no necesariamente irracional. Esas representaciones de la
violencia guerrera, lejos de constituir una mera consecuencia lateral de los
combates, conformaban un elemento sustantivo de la experiencia bélica del
período, al menos en dos niveles simultáneos: como práctica social en los campos
de batalla lo más difícil de abordar y, sobre todo, como un entramado de
relatos orales narrados en los campamentos y fogones, que componían una suerte
de folclore militar. Aquí proponemos desplazar el papel de escritores como Rivera
Indarte, Lamas o Ascasubi desde el lugar tradicional que les ha conferido la
historiografía, como inventores o tergiversadores de presuntos hechos
sangrientos (que también podían serlo, claro está), a otro lugar s ambiguo, que
los sitúa como colectores, sistematizadores y «editores» de una oralidad popular
que ellos podían emplear para fines políticos, pero que ya circulaba con profusión
rosismo en Ferro (2015).
4
Sobre los orígenes y derroteros de este concepto de caribe y su articulación dentro de diversos
saberes y discursos científicos y políticos puede verse, entre otros autores a Jáuregui (2008), en
particular el capítulo III: «Guardarropía histórica y simulacros de alteridad: salvajes y caníbales
en los relatos nacionales».
5
Sobre la circulación del binomio civilización/barbarie antes de su popularización sarmientina,
cfr. el artículo de Ariel de la Fuente (2016) y los comentarios de Elías Palti y Adriana Amante, en
el mismo número.
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en esa sociedad atravesada por la conflictividad.
6
En un primer apartado presentaremos algunas reflexiones conceptuales y
metodológicas sobre las fuentes, así como las posibles vías para abordar estos
actos de violencia extrema. En segundo término, nos detendremos en un
conjunto acotado de episodios referidos a supuestos rituales de suplicio y
obtención de trofeos humanos ocurridos durante los dos primeros años del sitio
a Montevideo (1843-1844). Ello nos permitirá descender al ras de suelo de esa
cultura guerrera y proponer algunas conjeturas acerca de las motivaciones y
significados culturales y políticos que esas prácticas pudieron tener para los
perpetradores, así como los otros usos públicos que les dieron las autoridades,
con independencia de su atribución real.
7
Si proponemos la fecha de inicio de
1839 es porque consideramos que algunos episodios de violencia radical
ocurridos en la Confederación Argentina desde la batalla de Pago Largo
(Corrientes, 31/3/1839), operaron un giro crítico en los debates y en la opinión
pública de la época. Sin embargo, hay que dejar claro que las fechas no marcan el
surgimiento del fenómeno estudiado,
8
ni mucho menos, ya que este poseía
numerosos antecedentes rastreables desde la década de 1810, y se montaba a su
vez sobre prácticas militares que eran muy previas, empezando por el concepto
mismo de pacificación, de profunda raigambre dentro de la Monarquía Católica.
6
Como señaló en su momento Ricardo Piglia (2000, 92) en un texto de 1984, ya en el Facundo
de Domingo F. Sarmiento aparece consagrado un doble registro, donde los pasajes de la obra que
versaban sobre la civilización están sostenidos mediante una serie de citas, traducciones y
referencias culturales escritas, mientras que los actos de la barbarie proceden de la oralidad, de
los iletrados, de versiones que el autor ha escuchado, pero de las que no se poseía un soporte
textual.
7
Un cuidado análisis de las prácticas del combate en el Río de la Plata de la primera mitad del
siglo XIX en: Rabinovich (2017). Para un enfoque territorialmente más amplio sobre las formas
de violencia bélica en Occidente pueden verse, a título indicativo, las obras clásicas de John
Keegan (1976 y 1994). Para el caso específico de las formas de la violencia en el marco de conflictos
considerados como «civiles»: Kalyvas, 2009.
8
Existe evidencia de episodios de violencia extrema producidos en varias de las contiendas
ocurridas en el espacio del antiguo Virreinato del Río de la Plata, incluyendo los enfrentamientos
entre las tropas de la Junta de Buenos Aires y las fuerzas realistas. Para un análisis pormenorizado
de estas campañas remito a Alejandro Morea (2020). La guerra de guerrilla en los valles
altoperuanos durante la década de 1810 abunda en ejemplos de episodios de coerción radical,
considerados por los contemporáneos como contrarios a los códigos militares tradicionales. Sobre
este punto resulta imprescindible el estudio de M. D. Demélas (2007, 175-199). A su vez, muchas
prácticas de violencia extrema se tornaron sistemáticas en el contexto de las campañas contra las
montoneras en la provincia de Buenos Aires, en la década de 1820, y en Córdoba, durante la
represión llevada adelante por el general José María Paz a comienzos de la década de 1830. No
obstante, aun carecemos de estudios en profundidad que permitan establecer secuencias y
comparaciones, incluyendo otras áreas del Río de la Plata.
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No obstante, la porción más copiosa de eventos de coerción extrema de la primera
mitad del siglo XIX fueron registrados es importante subrayar este término
en el primer lustro de las contiendas civiles de 1838-1852, comúnmente
englobadas por la historiografía bajo el rótulo de «Guerra Grande», que
enfrentaron al Gobernador federal de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, con
una serie de opositores regionales, comúnmente definidos como «unitarios»,
término que encubría una amplia gama de actores y tendencias políticas.
9
En el
despliegue de esa violencia jugó un papel clave el Ejército Unido de Vanguardia
de la Confederación Argentina, comandado por Manuel Oribe, expresidente
oriental, líder del llamado «partido blanco» y principal aliado de Rosas. Esta
fuerza de guerra llevó a cabo una sangrienta campaña de pacificación en las
provincias del interior de la Confederación Argentina (1840-1842), para pasar
luego a la República Oriental del Uruguay, donde sometió a Montevideo a un
extenso asedio (1843-1851). A lo largo de la campaña, el Ejército Unido derrotó a
varios contingentes enemigos, desplazó y ejecutó a decenas de opositores,
incluyendo ajusticiamientos sumarios y decapitaciones, e hizo gala de una
retórica de «guerra sin cuartel», que terminó por reconfigurar los estereotipos
sobre la violencia extrema en el Río de la Plata postrevolucionario, nutriendo a la
propaganda adversaria con una variada gama de presuntos actos extremos.
10
Debido a esto nos centraremos en los combatientes del Ejército Unido, no por
considerarlos los responsables exclusivos de esos hechos cruentos, dado que
también hay evidencia de prácticas similares entre militares unitarios, sino por
un problema de representatividad de la documentación disponible: desde el
momento en que las armas federales triunfaron en casi todos los combates
9
Este conflicto es de difícil caracterización, dado que se trató de un conjunto de guerras
partidistas regionales, con diversas cronologías, que fueron a su vez retroalimentados por las
intervenciones de los gobiernos de Francia e Inglaterra, cuyos intereses políticos y mercantiles en
el Río de la Plata chocaron de lleno con las directrices rosistas sobre la navegación de los ríos. En
el mismo sentido, el Imperio del Brasil en la última etapa fue fundamental, y su participación
inauguró un nuevo y delicado equilibrio regional. En todo caso, el concepto de «Guerra Grande»
que se emplea para aludir a esos enfrentamientos solapados entre aproximadamente 1838 y 1852,
tiene sobre todo un carácter historiográfico, y todavía no ha sido problematizado de forma
adecuada.
10
Esta violencia extrema formó parte de las prácticas de los dispositivos político-militares de la
«pacificación» y revistió un carácter episódico y bastante direccionado. En muchos casos los
mandos más enérgicos del Ejército Unido no pudieron ejercer toda la represión que creían
conveniente, debiendo negociar constantemente con los integrantes provinciales del propio
«partido federal», que no siempre estaban de acuerdo con la aplicación de ese tipo de medidas
radicales. Cfr. Etchechury Barrera (2022).
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significativos del período y pudieron disponer de la vida de sus enemigos, sus
acciones y su retórica fueron las que marcaron el ritmo y las dimensiones de estas
violencias de guerra más ritualizadas.
Como fuentes primarias emplearemos una serie de diarios y memorias
tanto publicados como inéditos, crónicas periodísticas, así como un corpus
de presuntos testimonios orales que fueron brindados por sobrevivientes de
batallas, ante una comisión especial para averiguar los crímenes rosistas, creada
en Montevideo a mediados de 1843 con fines propagandísticos, y que fueron
reproducidos por la prensa montevideana a medida que se iban generando. Hasta
la fecha hemos relevado 40 testimonios de esta naturaleza, de los cuales aquí
emplearemos una selección.
2. Caníbales, antropólogos e historiadores. Los desafíos teórico-
metodológicos para abordar la violencia extrema
Conviene realizar algunas puntualizaciones básicas, que no por obvias
resultan menos pertinentes a la hora de establecer el problema tratado. En primer
lugar, cuando hablamos de «violencia extrema» no lo hacemos desde una
conceptualización a priori. No existen, por fuera de cada sociedad y tiempo, un
conjunto de características fijas que nos permitan definir a una acción o evento
como atroz, cruel o inhumano. Son los propios actores de cada época quienes nos
alertan acerca de cuándo se consideraba que un umbral de «normalidad» estaba
siendo superado y ciertos límites o fronteras se diluían o desaparecían, para dar
paso a una coerción caracterizada como «nueva», «radical» o «fuera de la
civilización». Ese ambiguo parteaguas entre lo normal y lo excepcional se
construye en base a una serie de ideas que imperan en cada coyuntura histórica
acerca del honor, las reglas del combate, la licitud de ciertos castigos y formas de
muerte, entre otros aspectos que se apoyan en pautas éticas o morales,
codificadas o consuetudinarias. Esto incluye disposiciones y ordenanzas militares
o de justicia criminal, pero también postulados religiosos, que también
determinaban los modos de matar al adversario y el tratamiento que se debía dar
a los cadáveres. Por otro lado, la representación que se elaboraba de los enemigos
y su grado de legitimidad amalgamada en proclamas, órdenes diarias, así como
en la prensa podía cambiar mucho a lo largo de una contienda y de ello
dependía, en ocasiones, el grado de ensañamiento con los prisioneros o muertos
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en batalla. La xenofobia, como explicaremos abajo, parece haber sido un
elemento crucial a la hora de desencadenar formas radicales de agresión física en
el período abordado. En suma, lo que podemos llamar «violencia extrema» o
«radical», se constituye como una configuración social cambiante, una especie de
confluencia donde se cruzan discursos, ansiedades y temores de los distintos
actores enfrentados. Por ello mismo tampoco podemos hablar, salvo a los efectos
de simplificar, de «una» coerción, sino de un conjunto de actos extremos que
implicaban a combatientes y civiles en el contexto de un conflicto, y que podemos
subsumir bajo el rótulo de «violencias de guerra», como proponen Annette
Becket y Henry Rousso (21). Por lo tanto, en lugar de limitarnos a enumerar
sucesos atroces, parece más conveniente desde el punto de vista metodológico,
tratar de restaurar los sentidos políticos y culturales que se le adjudicaban en cada
instancia a esos hechos violentos, como apuntó Nicolas Cadet al estudiar los
brutales encuentros entre tropas napoleónicas y guerrillas españolas y calabresas,
entre 1806 y 1814 (Cadet 65-84). En esa dirección, nos alejamos de las
perspectivas que consideran a la violencia extrema como una simple sumatoria o
acumulación descriptiva de eventos considerados como radicales o extremos.
Esta última fue la estrategia del arriba mencionado Rivera Indarte en Efemérides
de los degüellos, asesinatos y matanzas de Rosas (1842) y en las célebres Tablas
de sangre (1843), en las que agrupó una extensa y variopinta gama de sucesos
ocurridos entre 1829 y 1843, luego del ascenso de Juan Manuel de Rosas al poder,
que incluían desde ejecuciones hasta envenenamientos, asesinatos y bajas en
combate (Traballi 36-37). Haciendo uso de esta estrategia narrativa, Rivera
Indarte condensó una poderosa imagen del «sistema federal» como una sangría
perpetua, caracterizada por una coerción vertical que se iba desplegando desde la
cima del poder político hasta «envilecer» a la entera sociedad, con un epicentro
en las clases subalternas. Esta interpretación recién comenzó a ser horadada por
la historiografía académica, de forma muy paulatina, a partir de las décadas de
1980 y 1990, cuando los componentes formales e informales que habían
sustentado al rosismo comenzaron a ser revisitados.
11
11
La renovada historia social y política argentina desde mediados de la década de 1980 operó un
giro copernicano respecto a las perspectivas previas sobre el rosismo y su vínculo con las prácticas
punitivas y la coerción extrema. Entre otros, cabe destacar los numerosos aportes de Raúl
Fradkin, Juan Carlos Garavaglia, Jorge Gelman, Pilar González Bernaldo, Jorge Myers, Marcela
Ternavasio, Ricardo Salvatore e Ignacio Zubizarreta. Sin embargo, aún resta por hacerse un
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Por el contrario, en lugar de construir una serie, al estilo de Rivera Indarte,
en el presente artículo cruzaremos el mayor número de fuentes disponible sobre
unos pocos eventos que en la época fueron considerados como casos de violencia
extrema. Esta perspectiva nos ayudará a descifrar la «gramática» interna de esos
episodios, es decir sus tropos, lugares comunes, narrativas maestras y
componentes político-ideológicos que les otorgan un significado dentro de una
cultura guerrera que, no por inscribirse de manera brutal en el cuerpo de los
vencidos, era irracional o atávica. En efecto, desde la Antigüedad hasta las guerras
contemporáneas la apropiación de estandartes, banderas, uniformes y otros
objetos materiales de valor económico o simbólico, convivió con la obtención
no siempre publicitada de cráneos, piel, dientes, cabelleras u otros restos de
los cuerpos de los enemigos, dimensión que ha caracterizado a diversas culturas
guerreras, solapándose no pocas veces con el interés del coleccionismo
antropológico.
12
En ese sentido, podemos decir, como propone Joan E. Cashin,
tomando como observatorio la guerra de Secesión en Estados Unidos de
Norteamérica (1860-1865), que los conflictos suelen generar un «masivo tráfico
de objetos» tomados por los combatientes en calidad de reliquias, souvenirs o
trofeos, que encierran una «multitud de mensajes que no siempre es fácil
expresar con palabras» (Cashin 339). Al igual que ocurrió en otras latitudes, en
las contiendas rioplatenses estos testimonios sobre trofeos humanos estuvieron
ligados a una profusa propaganda de guerra, lo que ha arrojado un manto de
sospechas acerca de la realidad misma del fenómeno, que se convirtió en materia
de folletines de tintes góticos. La presunta invención de muchos incidentes se
suma a la escasez de fuentes directas y autónomas, que superen el contexto de
producción «partidista» que ha sustentado la construcción y difusión de esos
imaginarios en torno a la coerción radical. Son por demás raros los relatos de
combatientes que dan cuenta de estos aspectos macabros de modo voluntario y
sin los imperativos de un interrogatorio o de una confesión forzada o incentivada.
Un análisis de esta naturaleza, por lo tanto, implica trabajar con un
«archivo» sumamente complejo. Por una parte, contamos con fragmentos de
trabajo más profundo y sistemático de las «violencias de guerra» ejecutadas por combatientes y
mandos militares a lo largo de las contiendas civiles del período.
12
Entre otros, pueden verse los siguientes trabajos: Auslander, Goff y Zahra (2018); Nováková y
Šályová (2019); Harrison (2012); Villar y Jiménez (2014); Carmichael (2018).
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evidencia «dura», por demás exiguos, que dan cuenta de acciones de combate
cruentas o atroces y sus motivaciones y significados de primera mano, ya fuere
por la pluma o relación verbal de sus autores o de quienes los presenciaron y
dejaron un registro relativamente fidedigno e independiente respecto de su
intencionalidad política. Por otro, alrededor de ese núcleo se fueron tejiendo una
multiplicidad de rumores, conjeturas, invenciones o tergiversaciones,
intencionales o no, de quienes dijeron presenciarlo o tener pruebas de su
existencia. Ambos niveles dialogan entre sí, aunque las historias, contradictorias
o llenas de lugares comunes, suelen tornar casi imposible llegar al «corazón»
mismo del hecho violento. Una de las principales y más obvias razones de esta
oclusión es que los relatos eran difundidos y resignificados por los dispositivos de
propaganda bélica, como ocurría con las presuntas declaraciones de pasados y
prisioneros, con la correspondencia interceptada al enemigo u otras noticias
divulgadas por periódicos. A su vez, las memorias, recuerdos y diarios que nos
han llegado y que revelan la existencia de hechos de violencia radical poseen muy
diverso grado de relación con la experiencia de la guerra. Algunos fueron llevados
como registros cotidianos, elaborados durante las marchas, otros fueron
compuestos a la distancia, mediando años, e incluso décadas, de los
acontecimientos vividos.
13
En todo caso, disponemos de pocas descripciones de
testigos directos y rara vez de perpetradores, quizás porque existió entre los
contemporáneos un «rechazo a ver», tal como sugiere Stéphane Audoin-Rouzeau
(543-549) al referirse a las atrocidades cometidas durante la Primera Guerra
Mundial. A este primer filtro se suma un considerable grado de autocensura
moral, que atraviesa varios escritos autobiográficos del período que exploramos
aquí. En su diario personal de inicios de la década de 1840 el ingeniero argentino
Pedro Pico registró el hallazgo de cadáveres colgados y quemados, castraciones y
muertes por degüello y empalamiento ocurridos en el inicio del sitio de
Montevideo, pero agrega, al mismo tiempo, que «otras circunstancias no se
pueden referir», lo que obliga a extremar la imaginación, teniendo en cuenta el
lúgubre catálogo que registra («Sitio de Montevideo», f. 13v). De forma
análoga, el oficial francés Francisco Dairault, que da cuenta en sus memorias de
13
Philip Dwyer (2009 y 2015) ha sintetizado las posibilidades que brindan estos registros para
abordar las violencias de guerra de las contiendas napoleónicas, más allá de su grado de fiabilidad
o de la inevitable mezcla entre ficción y realidad.
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desollamientos y ejecuciones de prisioneros ocurridos durante la misma
contienda rioplatense, también se detiene ante un umbral: «Si no fuera por
respeto a la moral habría de decir otras cosas más que la decencia no me permite
relatar» (Dairault 165). Domingo F. Sarmiento, al pasar revista a los asesinatos
de prisioneros atribuidos a fuerzas de Oribe en las cercanías de Montevideo
afirmaba que algunos de ellos sufrían «mutilaciones en el cuerpo que la pluma se
resiste a especificar» (Sarmiento 81). Es posible que, detrás de estos atajos en
algunos casos se ocultaran humillaciones padecidas por prisioneros, incluyendo
actos de violencia sexual y otros ultrajes, considerados como acciones «nefandas»
o «desnaturalizadas» para los cánones de la masculinidad y el honor militar
imperantes.
Más complejos aún son los testimonios de hombres y mujeres que dijeron
haber visto u oído cometer atrocidades, dado que estos relatos conformaron el
corazón de la propaganda de guerra del período. Los que emplearemos en el
presente artículo se originaron en una «Comisión encargada de indagar en los
crímenes contra el derecho de gentes cometidos por los ejércitos de Rosas»,
creada en junio de 1843 por indicación del general José María Paz, por entonces
Jefe de Armas de Montevideo. Se trataba, como es evidente por su nombre y
propósito, de reunir documentos que rubricaban la barbarie e inhumanidad de
las fuerzas federales y oribistas. No obstante, en su conjunto, presentan algunas
características que la diferencian de otras declaraciones tomadas a título informal
o de versiones recogidas habitualmente por la prensa.
14
En primer término, la toma de testimonio se volvió sistemática y por ende
adquirió un nuevo estatuto público como «prueba», teniendo en cuenta que se
realizaba en sesiones juramentadas y abiertas a los ciudadanos, que en algunas
oportunidades podían firmar las actas levantadas, para avalar el procedimiento.
El grueso de los declarantes cuyas identidades hemos podido confirmar en
pocas ocasiones habían realizado tramos de la campaña con el Ejército Unido
en el territorio de la Confederación Argentina y luego, estando frente a
Montevideo, decidieron desertar. Muchos eran combatientes rasos y con
14
Un análisis sobre las implicancias metodológicas de estas narraciones en Etchechury Barrera
(2018, 89-106).
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frecuencia analfabetos originarios de las provincias de Corrientes, Entre Ríos o
Córdoba. Tomando en cuenta su carácter de desertores, es entendible que
desearan ser bien recibidos por las autoridades montevideanas y, por ende,
disponían de «carta blanca» para relatar prácticamente cualquier cosa que
denotara el salvajismo de los federales. Sin embargo, la mayoría de los
declarantes separó con bastante escrúpulo lo visto de modo directo de otras
historias das a terceros o que eran «de pública notoriedad» pero no habían
presenciado. Una porción considerable de los testimonios es de este último tipo,
e incluso algunos declarantes sostuvieron que no habían presenciado por
mismos ninguna atrocidad, cuando en realidad podían haberse agenciado el rol
de testigos de primera mano. De todos modos, como ocurre en toda guerra,
cualquier recurso es empleado como válido, por lo que es muy probable que
algunos declarantes fuesen presionados o influidos, es decir, ningún recaudo
metodológico excluye considerar a este corpus emergido de la Comisión
montevideana como potencialmente ficticio. No obstante, esta última posibilidad
no vuelve inútiles a estos testimonios, por el contrario, su abordaje nos permite
analizar el universo de la oralidad popular dentro de los ejércitos y las
representaciones e imaginarios que circulaban, con sus narrativas maestras y
lugares comunes, lo que también conforma una dimensión integral de la
experiencia del combate.
15
Estas consideraciones nos conducen a adoptar una estrategia
hermenéutica cercana a la de aquellos antropólogos e historiadores que han
explorado tópicos culturales complejos, como la comisión de masacres colectivas,
donde irrumpen motivos referidos al canibalismo/antropofagia, o el vampirismo,
donde priman los silencios y ambigüedades y las fuentes escritas que los
sustentan poseen un carácter polémico. Este tipo de abordajes busca superar la
oposición estrecha entre verdad y ficción, para encontrar dentro de esos relatos
acerca de crueldades y aberraciones, ansiedades, temores ante otras
comunidades o bien modos de condenar al enemigo, criticar la dominación o
15
Ricardo Salvatore (2014) ha propuesto un interesante ejercicio interpretativo sobre este tipo de
problema, donde sopesa la retroalimentación entre ficción y realidad para analizar la ejecución
de cautivos indígenas atribuido a Rosas en 1836. Un nuevo aporte suyo recoge la práctica del
fusilamiento en los ejércitos federales como uno de los pilares del disciplinamiento rosista
(Salvatore 2023).
MARIO ETCHECHURY BARRERA
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expresar una lealtad política, entre otros significados posibles. Afirmar esto no
implica que sea intrascendente saber si tales modalidades de violencia guerrera
tuvieron lugar o no y de qué extensión gozaron, pero nos llama a salir del
binomio real/ficcional, desde el momento en que esa violencia radical se
constituye como un tejido inextricable donde ambos registros se entremezclan.
Luise White abor este problema metodológico en una sugestiva
investigación sobre los rumores que circulaban en ciudades de Kenia, al menos
desde la década de 1920, sobre agentes que succionaban sangre a los habitantes
de las ciudades con fines desconocidos, y el modo en que esta creencia, difundida
en el contexto de la colonización europea, llegó a motivar acciones colectivas
contra funcionarios o policías acusados de cometer esos hechos. La crítica de
estos relatos orales no debe agotarse, por lo tanto, en un intento por saber si los
declarantes mentían o no, ni partir de la base científica de que los vampiros
humanos no existen en esos términos: «Lo imaginario hace lo real, al igual que
crea más imaginaciones: es la inclusión de ambos lo que da profundidad a los
análisis históricos y, si no alguna certeza, al menos bases sólidas sobre las cuales
evaluar motivaciones, causas e ideas» (White 62).
El antropólogo Gananath Obeyesekere, por su parte, ha propuesto
diferenciar la existencia concreta de la antropofagia, que considera como una
práctica socialmente reducida y específica dentro de ciertas comunidades, del
canibalismo, considerado como una construcción discursiva mucho más amplia,
que el autor aborda a partir de los encuentros entre pobladores maoríes y
conquistadores ingleses, durante el siglo XVIII. De acuerdo a este autor, ese
proceso cultural dio lugar a una urdimbre fantasiosa de crónicas sobre la ingesta
masiva de carne humana por parte de los «salvajes» isleños, diseminado dentro
de la «subcultura de los marineros» y de otros narradores, que condensaron el
tópico ante el público europeo (Obeyesekere 43). El historiador Alain Corbin
(2016) ha brindado una aproximación semejante en su estudio sobre el
linchamiento de un joven aristócrata, ejecutado y quemado por un grupo de
individuos en Hautefaye, Francia, en agosto de 1870, en el contexto de la guerra
franco-prusiana. El análisis pormenorizado del expediente abierto contra los
comprometidos en el asesinato, a los que entre otras cosas se imputó haber
cometido actos de antropofagia con el cuerpo de la persona linchada, le permitió
GUERRA DE CARIBES Y ANTROPÓFAGOS. PRÁCTICAS E IMAGINARIOS
- 14 - CLAVES. REVISTA DE HISTORIA, VOL. 11, N.º 20 (ENERO - JUNIO 2025) - ISSN 2393-6584
al autor explorar tensiones políticas, rumores y temores colectivos que podían
explicar esos pormenores escabrosos e inscribirlos en la política del período. En
el mismo sentido, el uso de los cancioneros populares realizado por Ariel de la
Fuente (2007) para abordar la represión del ejército porteño en las provincias del
interior a inicios de la década de 1860, también ha brindado numerosas pistas
metodológicas relevantes acerca de cómo emplear ese tipo de testimonio para leer
entre líneas los sentidos culturales y políticos de las violencias guerreras y su
impacto en las sociedades locales.
3. La violencia ritualizada: tránsitos y resignificaciones entre la
Confederación Argentina y Montevideo (1839-1844)
Como señalamos al inicio, desde fines de la década de 1830, la ciudad-
puerto de Montevideo oficiaba de sede de la maquinaria de propaganda de los
emigrados antirrosistas, una auténtica «caja de resonancia» de los relatos de
violencia perpetrados por los ejércitos que respondían al Gobernador de Buenos
Aires y sus aliados. Las supuestas matanzas de prisioneros ocurridas en la batalla
de Pago Largo junto al desollamiento del gobernador de esa provincia, Genaro
Berón de Astrada,
16
operaron un primer punto de ruptura en el imaginario de la
época, como un indicador de que esa violencia castrense se encontraba en una
nueva escalada. La campaña de pacificación de las provincias del interior y litoral
efectuada por Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina
terminó de configurar esa idea en términos drásticos.
17
En el transcurso de varias
batallas y persecuciones los mandos de esa fuerza de guerra fusilaron de manera
sumaria a decenas de jefes y oficiales y, lo que resultó más impactante para las
élites regionales, procedieron a la ejecución de varios ministros, militares y
políticos de rango, como Marco Avellaneda (3/10/1841), José Cubas (4/11/1841)
o Mariano Acha (16/9/1841), cuyas cabezas fueron expuestas en picas, luego de
haber padecido ultrajes que revelaban las consecuencias más palmarias de una
16
Por falta de espacio no me refiero aquí a la reconstrucción testimonial de la
ejecución/desollamiento de Berón de Astrada, clave para el desarrollo de estos imaginarios. La
superposición de testimonios producidos en la época junto a otros recabados por cronistas como
Manuel F. Mantilla (1928) décadas después, constituye un claro ejemplo de cómo se yuxtaponen
las versiones hasta formarse una malla de testimonios contradictorios que vuelven casi imposible
arribar a conclusiones terminantes, pero que, en todo caso, demuestran la operatividad política y
memorial de estos eventos.
17
Sobre la campaña del Ejército Unido y su despliegue de violencia: Ternavasio y Miralles (2020)
y Etchechury Barrera (2015 y 2021).
MARIO ETCHECHURY BARRERA
FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN, UNIVERSIDAD DE LA REPÚBLICA - 15 -
guerra que se libraba por fuera de las consideraciones del derecho de guerra
establecido. A estos casos más notorios de teatralización de las ejecuciones de los
opositores connotados, de los que ya existían en la región antecedentes análogos
en la década de 1820, se agregaban numerosas versiones sobre el asesinato de
parlamentarios, el exterminio de prisioneros y, cada vez más, supuestas
mutilaciones rituales practicadas a los cadáveres. De este modo, el desollamiento
de cuerpos enemigos para fabricar maneas o lazos con los que «hacer gala» ante
los camaradas de armas, se transformó en un tópico que aparece repetido en
numerosos testimonios, lo mismo que la desacralización de la muerte,
ejemplificada en relatos que dan cuenta de cadáveres insepultos y de condenados
a muerte que eran privados de «los consuelos de la religión».
18
Más allá de los
detalles y grado de veracidad de muchos de estos episodios de violencia extrema,
que han sido largamente discutidos por la historiografía partidista, configuraron
las narrativas maestras mediante las cuales los contemporáneos percibían y
expresaban la violencia radical de ese ciclo bélico.
En este contexto es entendible que Montevideo, que ya era sede de la
maquinaria de propaganda de los emigrados antirrosistas y donde se publica el
grueso de la prensa opositora, funcionara como una caja de resonancia de estos
relatos escabrosos acontecidos en la Confederación Argentina y en las áreas
rurales del Estado Oriental del Uruguay, particularmente en los primeros años
del asedio. En varias oportunidades las autoridades militares de la ciudad
tomaron declaraciones a sobrevivientes de los combates que iban arribando de
los campos de batalla, cargados de historias sobre muertes atroces y crímenes
«inenarrables» que afirmaban haber presenciado directamente. Cuando, a
mediados de febrero de 1843, el Ejército Unido, precedido de su oscura fama,
acampó frente a Montevideo y comenzó un asedio que se prolongaría hasta
octubre de 1851, ese drama, hasta ahora vivido relativamente de lejos, causó una
intensa movilización popular, en buena medida producto del terror que
18
Dairault (1957, 129); Caillet-Bois (1958); Agote (1968); Ferreyra y Sven Raher (2005). Al mismo
tiempo, debemos considerar que los campos de batalla del período considerado se solían
transformar en espacios de ejecución de heridos y expoliaciones de los cuerpos caídos, como parte
de las prácticas del botín, mientras que los cadáveres podían permanecer meses o años insepultos.
En algunos casos esto último integraba los repertorios de punición post-mortem, ya que se
acostumbraba a no enterrar a los enemigos más connotados desde el punto de vista político o
militar, como una forma de «desacralización» intencional, que privaba al muerto de dignidad.
GUERRA DE CARIBES Y ANTROPÓFAGOS. PRÁCTICAS E IMAGINARIOS
- 16 - CLAVES. REVISTA DE HISTORIA, VOL. 11, N.º 20 (ENERO - JUNIO 2025) - ISSN 2393-6584
generaban las tropas federales. Al interior de la ciudad, a cuyo alrededor se
habían construido improvisadas trincheras y murallas, se alistaron miles de
residentes extranjeros en legiones de voluntarios que, junto a los Guardias
nacionales y a los recientemente creados batallones de libertos, conformaron el
núcleo del llamado «gobierno de la Defensa», tal como se conoció a la
administración confinada en la capital. Sin duda, uno de los elementos que
coadyuvó a forjar los imaginarios sobre la violencia extrema durante esos
primeros tiempos tiene que ver con la existencia de circuitos de circulación de
desertores, «pasados» o civiles (sobre todo mujeres) que eran quienes daban
cuerpo social a estas narrativas.
19
Fue en los primeros encuentros armados entre sitiados y defensores de la
ciudad, entre 1843 y 1844, cuando se registraron los eventos de mayor atrocidad,
aunque los incidentes aislados continuaron hasta el fin de la contienda. La «tierra
de nadie» se transformó así en un teatro donde la violencia se desplegó de forma
casi ritual en escenas de horror, principalmente en los primeros meses del asedio,
cuando era frecuente el hallazgo de cuerpos decapitados o desmembrados, que
luego eran colocados dentro de la ciudad a la vista de los habitantes, para
demostrar los alcances de la «barbarie» enemiga. El traslado de los enemigos
muertos, como prueba o trofeo, también condujo a un uso de los cuerpos cercano
a la simbología de la caza, que se percibe en los combates por apoderarse de los
caídos, en el remolque de sus cadáveres con lazos y en la eventual exposición de
combatientes enemigos célebres caídos en combate («Sitio de Montevideo», f.
27).
20
Puede ser indicativo de este crescendo de violencias un pasaje del diario
llevado por un contemporáneo a los sucesos, Francisco Solano Antuña, donde
este refiere una conversación que mantuvo a mediados de 1843 con un oficial de
Montevideo, quien le aseguró que los guerrilleros de la ciudad recibían como
premio una gratificación monetaria por cada hombre que tomaran prisionero o
mataran, y que en este último caso lo acreditarían «trayendo la cabeza, las orejas,
ó testimonio así» (Antuña 504-505). No sabemos, en caso de haber existido, si
esta era una práctica avalada o, por el contrario, se desarrollaba de forma
19
Sobre esta circulación de rumores, noticias y personas a través de la línea del sitio remito a
Duffau (2020).
20
Entrada del 27 de abril de 1843.
MARIO ETCHECHURY BARRERA
FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN, UNIVERSIDAD DE LA REPÚBLICA - 17 -
clandestina y solo esporádicamente, pero no deja de ser significativo de un
contexto de polarización extremo en la retórica militar.
En ese contexto, fueron comunes las escenas en las que se conjugaban la
castración y evisceración, las amputaciones corporales o la quema de los
cadáveres, componen los repertorios más clásicos de la violencia guerrillera en el
contexto de asedios o guerras contra invasores extranjeros, contiendas que, con
frecuencia, se volvían feroces y difuminaban las barreras entre combatientes y
civiles desarmados. Entre otras situaciones de esta naturaleza registradas frente
a Montevideo, a mediados de 1843 la prensa dio cuenta del hallazgo del cuerpo
del ciudadano vasco-francés Pierre Escaray con signos de haber sido degollado y
castrado
21
y, poco después, del cadáver de Pierre Errecart (conocido como
Jáuregui), otro individuo del mismo origen, capataz de un saladero que fue
perseguido por soldados de Oribe, que lo asaltaron y degollaron.
22
El arriba
mencionado Pedro Pico también relató varios acontecimientos semejantes,
donde se evidenciaba un particular despliegue de crueldad:
Hecho horroroso. Nuestras descubiertas han encontrado un hombre hoy que no se
sabe a que nacion pertenece ni a que clase; pero se infiere sea Italiano verdulero-.
Este hombre estaba muerto, desnudo y degollado, tenia señales como de haber sido
colgado-; las partes genitales tenia cortadas y estaba todo chamuscado como si le
hubieran prendido fuego estando colgado- El que no haya visto este horroroso
espectaculo no lo creera; pero quien lo ha visto me lo acaba de contar y es el mismo
que lo trajo para darle sepultura- ¿Sera este un sueño de horror- de un espiritu debil
o de una consiencia criminal? No, no es un sueño desgraciadamente, es una realidad
terrible, una realidad que confunde y hace desconfiar á la razon Sitio de
Montevideo» ff. 32-32v).
Entre los hechos más conocidos en los inicios del sitio montevideano
figuró el asesinato de siete soldados franceses del batallón de Volontaires de la
Liberté que fueron cortados de su unidad y muertos por la caballería enemiga, el
28 de abril de 1843. Al día siguiente una patrulla montevideana encontró sus
21
«Meurtre d’un basque francais», Le Patriote Française, Montevideo, n.º 144, 30/7/1843.
22
«Meurtre et egorgement de Pierre Jauregui, basque français», en Le Patriote Francaise,
Montevideo, n.º 145, 31/7/1843-1/8/1843; nota del general José M. Paz al coronel Thiebaut,
«Details sur la meurtre de Jean Errecart, dit Jaureguy, Ne a Baygore, departament des Basses-
Pyrinnees», 2/8/1843, Le Patriote Française, Montevideo, n.º 148, 4/8/1843.
GUERRA DE CARIBES Y ANTROPÓFAGOS. PRÁCTICAS E IMAGINARIOS
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cuerpos decapitados y, a poca distancia, las cabezas, colocadas en línea y
apoyadas en túmulos, en un claro intento de teatralización («Sitio de
Montevideo» f. 28).
23
Meses después, a principios de noviembre de 1843, al día
siguiente de un combate en el que cayeron algunos soldados y oficiales de la
capital, los puestos avanzados hallaron la cabeza del teniente Hilario Ortega
«colgada de un ojal que le habían hecho, con una oreja de menos» («Diario de las
operaciones» f. 62).
Tal como apuntó Véronique Nahoum-Grappe para analizar este tipo de
episodios extremos puede ser útil llevar a cabo una tarea descriptiva, cercana a la
etnografía, que posibilite rastrear «condiciones naturales, posturas corporales,
gestos en tiempo real» que ayudan a situar la violencia más barroca y exacerbada
(Nahoum-Grappe 602). Desde esa óptica, la descripción minuciosa de un
acontecimiento puntual, extraído de la serie de violencias que caracterizaron el
asedio montevideano en sus primeros meses, puede ayudar a develar algunas de
las claves culturales que subyacían en la violencia más ritualizada. Tomemos
como punto de partida un episodio ocurrido a principios de julio de 1843, cuando
una mujer llamada Tomasa Quintana arribó a la línea defensiva de la capital, tras
ser expulsada del campo sitiador. Interrogada sobre los movimientos del
enemigo, declaró ante las autoridades militares que a dos combatientes franceses,
tomados prisioneros poco antes, los «degollaron y sacaron á uno el corazon y á el
otro todo el vientre» («Diario de las operaciones» ff. 7 y 7v).
24
En los días
siguientes se sumaron nuevos informes sobre este evento, que terminaron por
componer un cuadro abigarrado de escarnios, que habría culminado, según
algunos declarantes, en una escena cercana a la antropofagia. Si tomamos en
consideración las fechas y circunstancias es posible que la versión de Quintana y
las que se fueron agregando, hagan referencia a la suerte corrida por el artillero
Judeón Myriet (o Mirguet) y el tambor Jean-Baptiste Etcheverry, que cayeron
prisioneros luego de quedar rezagados, en el marco de una acción militar
efectuada el 5 de julio de 1843 (Braconnay 51-52). Unos días después del
incidente, el coronel de la Legión Francesa, Jean Chrisostome Thiebaut, narró en
23
Le Patriote Français, Montevideo, n.º 69, 29/4/1843 y la comunicación de José M. Paz a
Melchor Pacheco y Obes, 28/4/1843, en Le Patriote Français, Montevideo, n.º 70, 30/4/1843.
24
Entrada del 9 de julio de 1843.
MARIO ETCHECHURY BARRERA
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una carta publicada en Le Patriote Français los suplicios que habrían padecido
los milicianos antes de morir, a través de detalles brindados por otras dos mujeres
venidas del campamento de Oribe. Según la versión recogida por Thiebaut, los
prisioneros fueron desnudados y tras sufrir «ultrajes inimaginables», mientras
agonizaban, una «soldadesca frenética» les «cortó primero las partes, le abrió el
vientre, les arrancó las entrañas y el corazón, les extrajo la carne y la piel de las
costillas, como para confeccionar un asado». Finalmente fueron decapitados,
dejándose sus cabezas en el medio del campo, una muerte que, a ojos de Thiebaut,
revelaba una «crueldad de Caribes».
25
Años después Joseph Lefevre, veterano de
la Legión Francesa de Montevideo, también aludió a esta escena, afirmando que,
después de estaquear a los prisioneros, los soldados de Oribe «arrancaron sus
partes sexuales, luego, abriendo sus cuerpos en toda su longitud, arrancaron sus
entrañas palpitantes, y fue solo después de mil muertes sufridas por estos
desafortunados, que sus cabezas fueron separadas del tronco y colocadas sobre
piquetas en medio del campo» (Lefevre 97).
26
Un testimonio brindado en 1843
por el español Juan Esturia parece corroborar esta versión. Luego de haber
abandonado el campamento sitiador declaró que con los dos milicianos «hicieron
toda clase de maldad, pues fueron completamente desnudados, y puestos el uno
a caballo y conducido el otro a pie». En el camino al cuartel del batallón de Maza
fueron «estropeados á chicotazos, pasados con las bayonetas, y puñales,
escupidos y befados, habiéndoles quitado las escarapelas, escupídolas y hechas
pedazos», antes de ser degollados por orden del propio Oribe.
27
Pedro Allán, que
antes de desertar del Ejército Unido se había desempeñado como capataz de un
saladero en las cercanías de la capital, testificó a pocos días de producido el
mismo suceso, afirmando que los verdugos del Ejército Unido solían conducir a
cada víctima al lugar de ejecución punzándola con sus cuchillos y «ultrajándola
con las palabras más obcenas que se puede imaginar». Los degolladores de
profesión «hacen ostentación de su animosidad y furor con que han sacrificado á
la víctima, suelen lamer el cuchillo ensangrentado con que han sacrificado a la
víctima, tomar sangre con sus manos y beberla», escena esta última que Allán
25
Le Patriote Française, Montevideo, n.º 127, 11/7/1843. Traducción nuestra, el subrayado
pertenece al original, figurando la palabra asado en castellano.
26
Traducción nuestra.
27
Declaración de Juan Esturia, 14/10/1843, El Nacional, Montevideo, n.º 1454, 19/10/1843.
GUERRA DE CARIBES Y ANTROPÓFAGOS. PRÁCTICAS E IMAGINARIOS
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decía haber visto directamente en el caso de los dos franceses ejecutados, que
además habían sido castrados vivos.
28
En estas «mutilaciones ceremoniales»,
como las denomina Alain Corbin (124-125), están presentes las principales
representaciones que giran alrededor de la desacralización del cuerpo del
enemigo vencido, comunes a varias culturas: el desfile escarnecedor y la burla
carnavalesca, la algarabía y el pisoteo de elementos simbólicos, que humillan y
privan de identidad a los prisioneros (en este caso, las cucardas o escarapelas
francesas) y, por último, la muerte a través de un lento suplicio, acompañado de
cortes y desollamiento, como si se tratara de un festín caníbal, condensado en la
extracción de una tira de carne o «asado».
Aceptemos, por un momento, que los declarantes existieron como tales y
que declararon bona fide: ¿qué era lo que habían visto realmente?, ¿en qué trama
de rumores, expectativas y temores inscribían sus historias? Las declaraciones de
muchos testigos oculares pueden haber estado condicionadas por tradiciones y
motivos culturales de índole rural (el estaqueo, el degüello y la castración de
ganado vacuno o la confección de maneas y arreos) y de historias que ya eran
parte de un denso folclore militar, como lo devela el conjunto de afirmaciones
recogido por la Comisión montevideana. En efecto, las atrocidades citadas arriba,
aunque muy formalizadas y probablemente trasladadas a las actas siguiendo las
expresiones urbanas y «cultas» de los comisionados, aparecen dispersas en
muchas otras narraciones, en las que se da cuenta de prácticas cercanas al
canibalismo y deshonras cometidas sobre los adversarios muertos. Existen
múltiples variantes sobre este tipo de atrocidad en las versiones de otros
declarantes que permiten afirmar, no la existencia de estas prácticas, pero la
extensión de estos imaginarios. Entre ellos, el desertor José Luna afirmó ante la
comisión que en diversas oportunidades los cadáveres de las víctimas de Oribe
habían sido «mutilados, abiertos por la mitad y ultrajados con todo genero de
befa».
29
El paraguayo Bernardo Frete, desertor del batallón del coronel Mariano
Maza, declaró a principios de 1844, haber oído que a algunos prisioneros les
abrieron el vientre «según decían, para ver si estaban gordos». Agregó además
que, entre los milicianos cautivos en el campamento del Cerrito, no había
28
Declaración de Pedro Allán, 10/7/1843, El Constitucional, Montevideo, n.º 1343, 20/7/1843.
29
Declaración de José Luna (s.f.), El Nacional, Montevideo, n.º 1642, 22/12/1843.
MARIO ETCHECHURY BARRERA
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extranjeros «porque es tanta la rabia que les tienen, que aun después de muertos
hacen con los cadáveres tanta befa y heregia que repugna el poderlas referir».
Entre otras cosas, acusaba al citado Maza de «salar y cortar algunas orejas de los
primeros franceses que degolló y las mandó a Buenos Aires».
30
José Ramos,
desertor originario de Buenos Aires, igualmente aseguró que los extranjeros y
argentinos que caían en manos del enemigo eran los que más crueldades
sufrían.
31
Y, de modo análogo, José Zamora consignó que la casi totalidad de los
prisioneros eran degollados «muy particularmente si son extranjeros»,
32
opinión
que suscribió el correntino José Mangú.
33
Otro testigo presentado ante la
comisión montevideana, Jacinto Trasante, abonó esta idea por la inversa,
sosteniendo que entre los exceptuados de la ejecución se encontraban «los
soldados morenos, ó hijos del país».
34
Si seguimos la línea analítica sugerida por
Philipe Dwyer, estaríamos entonces ante ciertas «jerarquías de crueldad», que
solo una observación en detalle revelaría. Los relatos referidos corroboran que, al
menos en las representaciones generadas en esa coyuntura, la xenofobia
constituía un punto de quiebra de gran importancia a la hora de determinar sobre
quiénes se desencadenaba la violencia más denigrante y ritualizada: civiles
extranjeros y sobre todo legionarios. Ese terreno estaba abonado por un lustro de
intervenciones de la armada y de los enviados consulares franceses en las
disputas políticas del Río de la Plata que, desde 1838, brindaron soporte
financiero y logístico a los generales Fructuoso Rivera y Juan Lavalle en sus
campañas contra Rosas y Oribe. Ello dio pie a un notable reforzamiento del
discurso americanista en filas de blancos y federales, donde la asociación entre
unitarios y extranjeros se alimentaba de un imaginario popular que ya se venía
tejiendo desde fines de la década de 1820, como lo han señalado varios estudios.
35
Todavía estaba fresco en la memoria de los partidarios «blancos» el apoyo que el
cónsul francés Raymonde Baradére había prestado a Rivera durante su
alzamiento militar de 1836-1838 y el furor se incrementó aún más con el
30
Declaración de Bernardo Frete, 25/2/1844, El Nacional, Montevideo, n.º 1578, 19/3/1844.
31
Declaración de José Ramos, 3/7/1843, El Constitucional, Montevideo, n.º 1340, 13/7/1843.
32
Declaración de José Zamora, 16/1/1844, El Nacional, Montevideo, n.º 1533, 21/1/1844.
33
Declaración de José Mangú, 30/4/1844, El Nacional, Montevideo, n.º 1620, 7/5/1844.
34
Declaración de Jacinto Trasante, 15/5/1844, El Nacional, Montevideo, n.º 1642, 4/6/1844.
35
González Bernaldo (1987); Gelman (2004); Zubizarreta (2011). Más allá de que se trate de un
contexto diferente, son sumamente útiles sobre la operatividad de los imaginarios xenófobos el
texto de Goldman, 1990.
GUERRA DE CARIBES Y ANTROPÓFAGOS. PRÁCTICAS E IMAGINARIOS
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armamento de los residentes extranjeros de esta ciudad, en abril de 1843, que
había sido visto por Rosas y Oribe como un hecho escandaloso y atentatorio
contra la soberanía de las repúblicas rioplatenses. El uso despectivo de términos
como gringos, carcamanes y piratas aplicados principalmente a franceses e
italianos garibaldinos fue empleado profusamente en los documentos firmados
por funcionarios civiles y militares que respondían a Oribe y Rosas. Testimonios,
como los citados arriba, que denunciaban supuestas mutilaciones y torturas
contra civiles y prisioneros franceses e italianos, sugieren que ese discurso
antiextranjero pudo haber calado profundamente entre las tropas y oficiales del
Ejército Unido y alentar, en algún punto, las atrocidades cometidas.
Si la evidencia física sobre algunas de estas brutalidades aparece bien
documentada, menos claro resulta, en cambio, saber quiénes habían sido los
perpetradores reales, dado que existen pruebas sobre la existencia de operaciones
de «bandera falsa» perpetrados por efectivos montevideanos.
36
Ahora bien,
dejando de lado la responsabilidad última de cada caso, el gobierno
montevideano decidió emplear estas ejecuciones atribuidas al enemigo «a la
manera de una documentación sangrienta», como anotó en sus memorias el
general Ventura Rodríguez, para demostrar ante los habitantes de la ciudad
sitiada los alcances de los crímenes de Rosas y Oribe y disuadir a potenciales
colaboracionistas.
37
La celebración pública de las muertes de los caídos en
combate no era nueva al interior de la plaza, al menos desde 1843. Entre las
ceremonias más notorias figuraron la celebrada tras la muerte del coronel
español José Neyra, veterano de las «invasiones inglesas» de 1806-1807, caído
en combate en noviembre de 1843 y la del coronel Marcelino Sosa, célebre
guerrillero de caballería, despedazado por una bala de cañón en febrero de 1844,
que suscitaron un intenso despliegue de oratoria, memoriales y honores militares
que tendían a inscribir la defensa de Montevideo y sus «mártires» en un ciclo
heroico de raigambre universalista.
38
En simultáneo a este tipo de exequias, en el
transcurso del sitio se estableció otra serie celebratoria, mucho más lóbrega,
conformada por la exposición pública de los caídos cuyos cuerpos, marcados por
36
Véase por ejemplo la declaración de Roque Leardo, citada por Antonio Díaz (1914, 50-51).
37
Ventura Rodríguez (1919, 91).
38
María Alejandra Fernández (2015, 33-59); Facundo Roca (2020). Acerca de la gloria y el coraje
marcial en el siglo XIX: Alejandro Rabinovich (2009).
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las mutilaciones, revelaban la supuesta crueldad de los sitiadores. La creencia de
que esas violencias eran auténticas, tangibles y peligrosamente cercanas, solían
provocar sentimientos colectivos entre los habitantes de la ciudad-puerto
instigados por las autoridades o espontáneos en los que se mezclaban el temor
y el deseo de venganza, pasiones que, a su vez, llegaron a ser canalizadas con fines
políticos. No solo los cuerpos de combatientes y oficiales caídos eran objeto de
esta teatralización. Cada vez que un civil era asesinado en las cercanías de
Montevideo, como ocurrió con el citado Pedro Escaray, concurrían «porcion de
nacionales y estranjeros respetables á verlo y examinarlo». Con frecuencia se
solía convocar a los oficiales navales de Francia o Inglaterra para que certificaran
el estado de los cadáveres ultrajados, que expresaban, a juicio de El
Constitucional, el modo en que «esos caribes hacen una guerra de espanto y de
esterminio al genero humano».
39
La decapitación de varios efectivos franceses pertenecientes al batallón de
Volontaires de la Liberté, arriba mencionada, propició varias ceremonias y fue
publicitada por las autoridades de la ciudad como un acto de inusitada crueldad,
que convertía a las víctimas en «mártires de la civilización y la libertad».
40
La
cabeza mutilada de Hilario Ortega, a la que también hicimos referencia, fue
expuesta en el cementerio público en medio de honores militares, mientras los
batallones de la guarnición desfilaban ante ella. Según un testimonio
contemporáneo al suceso, al contemplarla los soldados se animaron de «un
espíritu de ira é indignación» y «deseos de venganza» al tiempo que prometieron
«tanto ntros soldados, como todos los concurrentes, ya nacionales, ya extrangeros
en que se les debía dar muerte por represalia á los prisioneros del día siguiente»,
cosa que no sabemos si en efecto ocurrió, pero que no deja de ser ilustrativa sobre
las potenciales consecuencias que tenían esas celebraciones en ulteriores
vendettas («Diario de las operaciones» f. 62). De igual manera, la ejecución de
Etcheverry y Mirguet promovió sentimientos de «odio implacable», como apuntó
Joseph Lefevre, testigo de los hechos. Los rumores que se difundieron indican
que los legionarios «juraron exterminar a todos los sitiadores que cayeran en su
poder», aunque el mismo Lefevre se apresuró a aclarar en sus memorias quizás
39
El Constitucional, Montevideo, n.º 1352, 31/7/1843.
40
Le Patriote Français, Montevideo, n.º 69, 29/4/1843.
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en un intento por soslayar operaciones escabrosas que ese fue «el único
juramento que no cumplieron».
41
El ejemplo más acabado de este uso político del
cuerpo masacrado durante el sitio a la ciudad se produjo en noviembre de 1843,
cuando fueron encontrados en las cercanías de las trincheras los cadáveres
degollados de cuatro prisioneros. Aparentemente habían sido ejecutados la noche
anterior «cuando en medio de una gritería y feroz algazara de los caribes
anunciaban su bárbara alegría y el sacrificio de las víctimas, gritándo los novillos
están gordos».
42
Una orden firmada por el general José María Paz, Jefe de Armas
de la guarnición, dispuso que los cuerpos fuesen conducidos hasta una barraca
de comercio, donde se dejaría asistir a ciudadanos nacionales y extranjeros que
quisieran contemplarlos y corroborar sus identidades. Horas después fueron
conducidos a la Plazoleta de la Policía, donde Andrés Lamas, Jefe Político y de
Policía, los hizo colocar sobre túmulos enlutados y revestir con banderas
nacionales «teniendo las víctimas descubierta la mitad del cuerpo y su horrenda
herida del cuello». Enseguida, un comisario de la fuerza policial inició «el terrible
cuadro» leyendo una alocución que se difundió entre «el inmenso pueblo que se
apiñaba sobre los cadáveres». Teniendo como telón de fondo este montaje
ceremonial, el impreso llamaba a los ciudadanos a redoblar la resistencia,
recordando persuasivamente a los asistentes que contemplaban a las víctimas
que «esa será vuestra suerte si flaqueais en la defensa de estos muros, y si algun
dia creeis a los agentes de la tiranía». Según el relato publicado por El Nacional,
«el pueblo se agolpó en oleadas durante horas» ante los cuerpos expuestos, junto
a numerosos oficiales y funcionarios del gobierno. El punto de cierre de la
ceremonia tuvo lugar en el Cementerio, donde el Ministro de Guerra y Marina,
Melchor Pacheco y Obes, pronunció una extensa oración fúnebre frente a una
nutrida representación militar. En ese momento, un «alto clamor se levantó en la
inmensa concurrencia que repetía con el frenesí del s acerbo dolor
represalia! venganza! guerra a muerte a Rosas y a los suyos!. El estremecimiento
de colera, y la agitación que ella producía mantuvieron por algunos minutos al
pueblo y al ejercito en un terrible enajenamiento».
43
Valiéndose de este clima de
41
Lefevre, La Légion Française, 97.
42
«Historia del Ejército Nacional (continuación). Año 1843», Boletín Histórico, 51,
Montevideo, 1951, 8 (subrayado en el original). El mismo hecho es descripto en «Diario de las
operaciones» (f. 55).
43
El Nacional, Montevideo, n.º 1445, 9/10/1843.
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excitación popular, en este caso claramente fomentado por las autoridades, a
través de un decreto del 7 de octubre de 1843 se puso en vigor el «derecho de
represalia». El decreto no solo constituía una disposición punitiva, sino que
además pretendía instaurar toda una interpretación cultural sobre la naturaleza
de la guerra que se venía librando desde hacía casi un lustro a ambas orillas del
Río de la Plata. En su extenso encabezado justificativo se recogían todos los
lugares comunes que ya habían sido relatados por prisioneros y recogidos en
obras de propaganda como las Tablas de Sangre de Rivera Indarte. En vista de
estos antecedentes, el decreto establecía que, hasta que el enemigo no hiciera
«guerra conforme a la civilización, serán irremisiblemente pasados por las armas
todos los individuos del ejército de Rosas que sean aprehendidos y pertenezcan a
la clase de geje u oficial». Los sargentos, cabos y combatientes rasos no quedaban
comprendidos en la medida, excepto los dedicados a la profesión de
«degolladores» en los batallones en que revistaban «y a los que sean convencidos
de haber usado alguna vez de manea u otra clase de correaje fabricado de piel
humana, ó insultado de algun modo los cadáveres de los muertos en batalla o en
los cadalsos de la tiranía».
44
4. Consideraciones finales
Si bien a partir del registro documental expuesto arriba no puede
afirmarse de manera taxativa el grado de extensión social de los actos de violencia
extrema cometidos en los campos de batalla rioplatenses de mediados del siglo
XIX, el análisis de algunos episodios concretos, sobre los que es posible
concentrar las fuentes, permite abrir un espacio conjetural, que sugiere la
existencia de un conjunto de acciones cruentas y con frecuencia ritualizadas,
efectuadas sobre los cuerpos de civiles y prisioneros enemigos. Rivera Indarte,
Andrés Lamas o Agustín Wright, más allá de sus inequívocas intenciones
propagandísticas, supieron ver cómo, para muchos perpetradores, esas acciones
extremas podían constituir una forma alternativa a la gloria militar tradicional,
una vía sangrienta y tétrica para ganar respeto, obtener nombradía entre los
camaradas de armas o afirmar una lealtad política. Muchos de estos gestos
macabros parecen haber sido ejecutados por grupos reducidos de oficiales y
44
Decreto del 7 de octubre de 1843, en De León (1889, 294-296).
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efectivos, de modo clandestino, pero evidencian las modalidades más oscuras del
coraje marcial y los bruscos cambios que podían impactar sobre los códigos del
honor militar imperantes ante un crescendo de violencia extrema. Si aceptamos
su existencia conjeturalmente, lamer la sangre de un cuchillo o extraer un trozo
de carne del cadáver de un enemigo, parecen haber sido gestos culturales
efímeros, que solo otorgaban fama en el ámbito reducido de las compañías o
batallones en que revistaban sus perpetradores y que, una vez publicitados fuera
de su ámbito de producción, convertidos en hechos deleznables y criminales, se
debían silenciar, pero no por ello dejaron de ser operativos en una coyuntura
específica, incluyendo las operaciones de bandera falsa.
En segundo término, aun si restamos relevancia a la práctica y su nivel de
concreción social, es posible sostener que existía una circulación oral fluida de
relatos sobre delitos, aberraciones y excesos cometidos en los campos de batalla
y sus aledaños, que se sustanciaban en las narraciones de prisioneros o pasados
del enemigo, una cultura oral densa que también formaba parte de la experiencia
del combate. Por ello, más allá de su discutible estatus de veracidad, a la luz de
los testimonios enumerados arriba, cabe suponer que este corpus poseía cierta
autonomía respecto de las crónicas de los periódicos y de las obras de los letrados
que tomaban esos relatos y los recreaban con fines propagandísticos. En gran
medida, el desafío heurístico estriba en descifrar en esas historias formalizadas y
repetidas, que daban cuenta de pieles cortadas, cuerpos mutilados y bebedores
de sangre, sentidos políticos o culturales concretos, ansiedades y temores,
conflictos étnicos o de clase, y tratar de evaluar las razones por las que fueron tan
difundidas y creídas como auténticas.
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