Historia y literatura
como campos en disputa.
Territorios disciplinarios
y retórica del conflicto en la historiografía argentina a principios del siglo
XX: El caso de Rómulo Carbia
History and Literature as Fields in Dispute.
Disciplinary Territories and Rhetoric
of the Conflict in Argentine Historiography at the Beginning of the 20th.
Century: The Case of Rómulo Carbia
Andrés G. Freijomil
Universidad Nacional de General Sarmiento,
Argentina
https://orcid.org/0000-0001-9496-8343
DOI: https://doi.org/10.25032/crh.v9i17.5
Recibido:
1/5/2023
Aceptado: 11/9/2023
Resumen. El objetivo general de nuestro trabajo consiste
en reconsiderar los primeros intentos de profesionalización de la historia en
la Argentina bajo el concierto de un movimiento mayor de segmentación disciplinaria
y conversión científica de diferentes saberes y ocupaciones. Intentaremos
observar de qué modo, durante las primeras décadas del siglo XX, los
integrantes de la llamada Nueva Escuela Histórica (NEH) compitieron con el área
de producción cultural literaria en aras de conquistar nuevos y viejos mercados
editoriales, ganarse la adhesión de la opinión pública, apropiarse de nuevos
espacios de conocimiento formal y asegurar la regulación estatal de los
mecanismos de financiamiento.
Palabras clave: Historiografía argentina; Literatura; Campo
profesional; Retórica del conflicto
Abstract. The general goal of our
work is to reconsider the first attempts to professionalize History in
Argentina under the concert of a larger movement of disciplinary segmentation
and scientific conversion of different knowledge and occupations. We will try
to observe how, during the first decades of the 20th century, the members of
the so-called New Historical School (NEH) competed with other areas of cultural
production in order to conquer new and old publishing markets, gain the support
of public opinion public, appropriate new spaces of formal knowledge and ensure
state regulation of financing mechanisms.
Key Words: Argentine
Historiography; Literature; Professional Field; Retórica
del conflicto
Para Mónica
Renaud
Introducción
En el contexto de la profunda transformación que
llevó a cabo la historiografía argentina durante los primeros años del siglo
XX, la denominada Nueva Escuela Histórica (NEH) se manifestó como una novedosa
área de fabricación y circulación de conocimiento histórico que, tal como insinuaba
su nombre, se revelaba con ánimo innovador. Si bien esa nominación provenía de un
observador externo,[1]
permitió visibilizar el punto de inflexión que jóvenes estudiosos como Luis
María Torres, Enrique Ruiz Guiñazú, Ricardo Levene, Emilio Ravignani, Rómulo Carbia o Diego Luis Molinari pretendían
forjar, al tiempo que proyectaba una imagen de cierta cohesión en un grupo que,
en realidad, era particularmente heterogéneo (Devoto y Pagano 139-200; Myers
67-106). Sin embargo, la instalación de la disciplina histórica en el espacio público
requirió, entre otras variables, de un ejercicio de segmentación que la
diferenciara claramente de otras producciones culturales contemporáneas. Tanto
la historia como la literatura junto con otros saberes competían y compartían espacios
traccionados por la conquista de nuevos y viejos mercados editoriales, la visibilidad
en los medios de comunicación, la apropiación de nuevas formas de conocimiento
y la regulación estatal de los mecanismos de financiamiento. Asimismo, para la ocupación
efectiva de ese territorio, la cultura epistemológica de los historiadores debía
superar una instancia artesanal de instrumentación técnica y reinventarse ante
la tradición precedente convirtiendo su propia producción en una herramienta
autónoma y racional, capaz de ser transmitida, serializada y divulgada en el
ámbito de la creciente burocratización estatal del cuerpo universitario (Coudannes 27-68). Si bien uno de los principales cometidos
de la NEH suele asociarse con la intransigente defensa de una historia-ciencia,
lo cierto es que tal operación fue cuanto menos relativa puesto que exigía, previamente,
una clara delimitación dentro de un sistema de reconocimientos y recompensas donde
la disciplina histórica debía intervenir y disputar territorios, sobre todo, con
el mundo de las letras, un mundo que, a su vez, también estaba en busca de algún
tipo de un sistema que legitimara su función social y, eventualmente,
financiara su producción cultural. En este marco, nuestro objetivo es aquí
recuperar la centralidad que ha tenido en estos debates la figura de Rómulo Carbia en los años 1930 y sobre cuya obra los estudios
historiográficos de las últimas tres décadas, a nuestro juicio, no se han
detenido lo suficiente.
¿Profesionalización
o institucionalización?
Como se sabe, una de las aristas fundamentales
en el proceso de institucionalización del saber histórico ha sido la
construcción y ocupación de una amplia red de cargos en la enseñanza pública,
extendida estratégicamente por diferentes casas de estudios secundarios,
terciarios y, sobre todo, universitarios, con el fin de instruir y
profesionalizar las nuevas generaciones en la naturaleza de una historia con
visos disciplinares, pero también disciplinarios. Asimismo, esta
dimensión pedagógica de la expansión institucional incluía mecanismos nuevos de
transmisión de conocimiento, no solo con relación a la investigación
monográfica, sino también a la redacción de manuales escolares para la
enseñanza primaria y secundaria. Esta producción se inserta en la intervención
que, por ejemplo, Emilio Ravignani tuvo en las modificaciones que realizaron en
el plan de estudios de la enseñanza media durante los gobiernos radicales y
cuya posta tomará Rómulo Carbia a partir de los años
1930. El objetivo, en todo caso, no era pensar estos libros como simples
manuales para el aula, sino también, como ha remarcado Fernando Devoto,
llevarlos a un público más amplio de sectores medios que contasen con un mínimo
grado de instrucción formal (1992, 14). Sin
embargo, esta serie de nombramientos institucionales, títulos y publicaciones
no debería traducirse necesariamente como una prematura marca de consolidación «profesional».
Tres explicaciones se han ofrecido con relación a esta problemática que, como
señala Gustavo Prado, ha estructurado buena parte de la discusión
historiográfica en torno de la NEH (2001, 9n1).
La primera hipótesis, esbozada por Tulio Halperin Donghi (1996, 55), sostiene que, al menos hasta el
Centenario, la historia como actividad intelectual aún no había encontrado una
tradición que lograse reemplazar satisfactoriamente el tipo de senda que abrió
Bartolomé Mitre, razón que llevó a un aplazamiento de la experimentación disciplinar
y a depositar una «maciza confianza en las algo pedestres recetas» del manual
de Ernst Bernheim. Más allá del irónico recuerdo a que siempre parecen
estar destinados estos viejos manuales metodológicos, lo cierto es que la
llamada «escuela metódica» no contribuyó realmente ni a convertir la historia
en una verdadera ciencia (si es que ello resulta posible bajo alguna
circunstancia), ni a fortalecer la profesionalización de una comunidad; no
obstante, sí consiguió su institucionalización. Por lo pronto y en defensa de
sus antiguos usuarios, solo diremos que, pese al retroceso que significaron
–sobre todo, desde el punto de vista hermenéutico– frente a los postulados de
la Historik de Droysen (1983),[2] el Lehrbuch de Bernheim (1889),[3]
la Introduction aux
études historiques de Langlois y Seignobos (1898)[4]
y Les Principes fondamentaux
de l’histoire de Xenopol
(1899),[5]
eran en el cambio de siglo los instructivos al uso que cualquier aspirante a
historiador debía leer y utilizar si quería realmente proporcionarle al saber
histórico una mínima estabilidad normativa. Si bien estas obras no recibieron
en Argentina el tratamiento teórico que, por estas fechas, era común en México
–tan solo recordemos la discusión entre Antonio Caso y Agustín Aragón (2001,
429-486), en el marco del llamado «Ciclo en torno a Xenopol»
de los años 1920– (Matute 49-64), esta elección, además de ajustarse a las
limitaciones lingüísticas de la recepción cultural,[6]
respondía a la necesidad de adoptar un método cuya convalidación internacional
asegurase la proyección de la comunidad «científica» en ciernes más allá de sus
fronteras. En este sentido, la temprana atención que los trabajos y actividades
de la NEH recibieron, por ejemplo, en The
American Historical Review[7]
o en The Hispanic
American Historical Review,[8] y
recibirán un poco más tarde en el Bulletin hispanique[9]
o en el Journal de la Société des américanistes,[10]
junto con el mecanismo de legitimación y difusión que significaron las reseñas,
difícilmente hubiesen tenido el mismo eco.
En cuanto a la segunda hipótesis, Fernando
Devoto sostiene que aquello que convertía a un historiador en profesional no
era ni su patrimonio familiar ni la ocupación de cargos universitarios, sino «la
integración en una corporación a través del recorrido de etapas profesionales
específicas que supuestamente habilitaban para el ejercicio intelectual».[11]
En este sentido, si la profesionalización de una comunidad de estudiosos se
origina en un tipo de formación disciplinar común a la que todos deben ceñirse,
promoviendo un criterio específico de producción escrita que, a su vez, se
difunda a través de medios científicos –condiciones que, en última instancia,
permitirían acceder a un cargo académico bajo mecanismos demostrables de
idoneidad técnica–, diremos que esta primera generación de «historiadores»
sentó las bases de esa cartografía e, inclusive, hizo las veces de «profesional»,
pero sin haber sido ella misma un cuerpo de esta naturaleza y sin tampoco,
quizás, haber pretendido serlo, al menos, bajo ese rótulo. Si bien no cabe duda
que, más allá de las diferencias de objeto y estilo, ha existido un intento por
establecer un criterio común de control «científico» para producir escritura y
una serie importante de publicaciones que aseguraba la experimentación y
difusión de esos trabajos, ninguno de los miembros que se identificaban con la
NEH disponía de una verdadera formación disciplinar en una institución que
hubiese direccionado, sistematizado y regulado las normas de producción y
acreditación del conocimiento histórico. En cambio, sí encontramos un
entusiasmo muy intuitivo y aficionado y, cuanto más aficionado, más disciplinario
y normativo. En este caso, cabría preguntarse si el tipo de representación que
los «historiadores» de la NEH construían de sí mismos se ajustaba a este
objetivo y si asumían ese rol «profesional» tal como se lo adjudicamos actualmente
en nuestros debates. Asimismo, no deberíamos olvidar que, pese a tratarse de
una cláusula necesaria, difícilmente resulte exigible en el contexto de
principios del siglo XX: estamos frente a un oficio cuya profesionalización se
encontraba aún en una fase experimental no solo en Argentina y América Latina,
sino también en Europa y Estados Unidos (Ligelbach
78-96). Más allá de las lógicas internas de promoción y formación que rigen en
cada área cultural y que responden a tradiciones estatales y modelos
institucionales muy diferentes entre sí, la «carrera» de historiador aún no
contaba con criterios consensuados de normalización, ni todos los «historiadores»
que se encontraban al frente de las cátedras disponían de un título «habilitante».
Por tomar solo un par de ejemplos, en el caso alemán –la patria del
historicismo–, la primera cátedra de historia se estableció en 1804. Sin
embargo, a mediados del siglo XIX, solo había 18 profesores de historia a lo
largo de 19 universidades. A principios del siglo XX, se contaban 185 y, en
1931, 285. Por su parte, en Estados Unidos, en 1880 había solo 11 profesores de
historia, llegando en 1895 a 100 (Lambert y Schofield 9 y ss).
Finalmente, a estas dos hipótesis, se suma una tercera, sugerida por Alejandro Eujanian, según la cual
la disputa por la autoridad en la disciplina se
desenvolvió en espacios ajenos a dichas instituciones [académicas] en el marco
de una operación destinada a establecer cánones de diferenciación y
jerarquización dentro del conjunto de la producción historiográfica de la época (Eujanian 71).
El autor considera que, para comprender este
proceso, es necesario alejarse de la emergencia de las instituciones asociadas
al mundo universitario y resituar el debate en ámbitos alternativos donde la
práctica y las normas de disciplinamiento también se
gestaban como mecanismos de homogeneización técnica (70). Con todo, si la
hipótesis de Eujanian funciona estupendamente como
punto de partida, permanece escindida de dos aspectos que, a nuestro entender,
están estrechamente vinculados entre sí y con (si realmente los hubiere) los
afanes de profesionalización. El primero corresponde a las batallas culturales
por el uso y apropiación del espacio público por parte de los aspirantes a
historiadores y el segundo, a las formas posibles de separar el conocimiento
histórico de la literatura, recordemos, la principal «responsable» de
confabular contra la conversión de la historia en ciencia.
Un pasado para el pasado argentino
Ciertamente, será
este tipo de discusión el que rápidamente situará a uno de los integrantes de
la NEH en una frontera muy inestable entre el actor y el observador, sometido a
un constante ejercicio de objetivación de sí y de los otros que, si bien no
pondrá en peligro una asociación cada vez más evidente en la comunidad de «historiadores»,
sin dudas incrementará las resistencias a su figura. Tras una división del
trabajo claramente establecida, tal es la tarea que asumirá Rómulo Carbia con relación a los aspectos historiográficos de la
disciplina en Argentina: cimentar una genealogía para el saber histórico
nacional que permitiese legitimar de modo definitivo su lugar en el concierto
de la producción cultural de su tiempo, dotar, en suma, un pasado escriturario
para el pasado argentino. De acuerdo con la periodización de Gustavo Prado, los
dos momentos historiográficos que atravesó esta construcción tuvieron como
punta de lanza la figura de Paul Groussac: el primero, sumamente crítico del
francés, estableció la ruptura y aseguró el relevo generacional (1908-1916),
mientras que el segundo, por el contrario, estuvo marcado por gestos de
continuidad y filiación con su historiografía (1917-1948). Pese a las marcas de
continuidad interna que presenta este último período, entendemos que Prado le
asigna una extensión un tanto desmesurada que tiende a disimular, precisamente,
las lógicas territoriales con el resto de los saberes en pugna.
En este sentido, durante
estas querellas, las estrategias de legitimación territorial empleadas por Carbia alentaban una suerte de justicia histórico-moral
–real o imaginaria– cuya misión se dio en asumir con extremo rigor y cierta
excentricidad en la búsqueda, relevamiento y examen documental –una experiencia
heurística que ya compartía con
casi todos sus pares y que, por cierto, definirá el sesgo de
la NEH–, que también aplicó a las investigaciones de muchos de ellos y a
cualquier otro fenómeno o figura del pasado en los que advirtiese el menor
síntoma de anomalía metodológica, epistemológica o interpretativa. Asimismo, todas
estas disputas se trazaban con herramientas que provenían de una retórica
pedagógica, una suerte de suplemento de la función docente ejercida en las
aulas y en los manuales para la enseñanza media. Si bien los conflictos
internos entre los «miembros» de la NEH han sido la regla y no la excepción,
por no decir la clave que motorizó todo aquel proyecto historiográfico y los
situó en el umbral de una «profesionalización» aún no asumida como tal, es Carbia quien prevalecerá como uno de los polemistas más
audaces. Pese a que, al principio, su principal objetivo fue Groussac, lo
cierto es que su juicio será igualmente severo cuando, resguardado por un
espacio académico seguro y efectivo, se arroje a la fiscalización de algunas
ideas y trabajos de sus pares vivos como Levene, Molinari,
Gandía, Levillier o Ravignani (entre muchos otros), o
bien de sus «predecesores» muertos como Bartolomé de Las Casas o el Deán Funes
(entre otros tantos más). Cabe señalar, no obstante, que este dramatismo altisonante
no era un atributo que solo Carbia poseía. Si bien en
sus pronunciamientos fue apelando a un estilo cáustico y florido que muy pronto
se convertirá en una impronta reconocible y no menos temida e irritante, se
trata de un código expresivo muy habitual en esta época de transición que
retomaba giros retóricos de vieja escuela con novedosas premisas metódicas.
Estas últimas, en particular, coincidirán con el tono que tendrá, durante los
últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, la preceptiva
metodológica, por ejemplo, en Francia y Estados Unidos. Es más, podríamos decir
que la implementación del método histórico es inherente a una postura
intelectual que, para reafirmar el carácter disciplinar del saber histórico y
su emplazamiento en la universidad, buscaba mostrarse como una verdadera
persecución del extravío disciplinario. Como ha señalado Louis Bourdeau en 1888, se trata de una operación que mucho tiene
de censura y acecho policial. Este rasgo también ya lo había detectado Carl
Becker al reseñar el clásico de la historiografía de Harry Elmer Barnes, A History of Historical
Writing, publicado en 1937 (Becker 22). Y, desde
luego, tampoco podemos excluir una idea de saber enmarcado por una disciplina «miliciana»:
después de todo, la historia se consolida como tal en una Alemania unificada
bajo un ambiente de fuerte militarización bismarkiana
que no solo buscaba profesionalizar y optimizar la eficiencia del ejército
prusiano, sino que también se aplicaba a las empresas y a las instituciones de
la sociedad civil (Sennett 24). En suma, el
conocimiento histórico asistía a una fuerte transición: el pasaje de un oficio
artesanal y familiar a una profesionalización industrial y académica
despersonalizada.
En este sentido, el
estilo de Rómulo Carbia llegaba a unos niveles de
afrenta muy combativos y difícilmente equiparables al de sus pares, estilo que responde,
no solo a un temple personal, sino también al modelo exigido por el imperio
científico en su no menos agresiva expansión sobre la historia. Sea como fuere,
las agitadas voces en pugna de los «escritores», situadas en las puertas de la
profesionalización, aún debían tramar su legitimación pública en círculos
apropiados y a partir de una estrategia muy intuitiva de sociabilidad y esta se
fundaba, por un lado, en unas dotes de camaradería aún entreveradas con
erudición poligráfica, pero, por otro, en un talento demostrable en el arte de
la elocuencia y la práctica de la escritura. De allí se desprende cuál era la
problemática crucial de los debates historiográficos de principios del siglo XX
que tuvo al joven Carbia como principal publicista:
las posibilidades científicas de la propia disciplina histórica. Tal como
venimos señalando, entendemos que esta tentativa por definir los contornos del
método histórico no ha supuesto, en realidad, un mero intento por convertir a la
historia en una disciplina científica absoluta. Si bien ha sido este el «noble
sueño» más visible y, de algún modo, el más extremo al que quería llegar la NEH
(y, en particular, el propio Carbia), nunca se
abandonó por completo el aspecto literario como un elemento indisociable y
hasta constitutivo de la narrativa histórica, elemento que, pese a su deseable
cientificidad, la disciplina nunca debería perder.
Dos estirpes de escritores
Así pues, entendemos que, pese a los esfuerzos
que harán estos jóvenes historiadores de la NEH por estabilizar el saber
histórico con un método propio, aún no podrán –ni, tal vez, querrán– separarse fácilmente
de la ascendencia literaria que aún conservaba la historia ni de los beneficios
que representaba el prestigioso sistema de legitimación pública que, para los «escritores»
en sentido amplio, deparaba el muy visible mundo de las letras. Recordemos que,
durante el Centenario, la voluntad de profesionalización no solo afectó el mundo
de los «historiadores», sino también a un universo «literario» de amplio
espectro del cual también emergía una generación de poetas, dramaturgos,
narradores y «críticos» que necesitaba romper con la genteel tradition. Estas dos nuevas estirpes, es
decir, los escritores del pasado y los escritores de literatura, no solo
compartían el origen inmigrante, la procedencia social y el deseo de normalizar
un oficio, sino que confraternizaban en una misma comunidad letrada donde
participaban de discusiones, espacios de publicación, instituciones,
reconocimientos públicos y, notablemente, de un proyecto común bendecido y
patrocinado por el Estado vinculado con la construcción de una identidad
nacional (Viñas 1964, 259 y ss).[12]
Con todo, la brecha que existía entre las
aspiraciones profesionales y la factura artesanal del acervo formativo
aún era muy amplia, lo cual no solo disolvía la naturaleza de cualquier
identidad que intentase definirse, sino que también diseminaba la forma de
producir, organizar e instalar las disputas de reconocimiento y visibilidad. Precisamente,
en la imposibilidad de destramar todo un sistema instituido de promociones y
redes conjuntas asociadas al mundo de las letras, tal vez se encuentre
una de las razones que contribuyeron a impedir que los historiadores de
esta primera generación alcanzasen, sobre todo entre 1910 y 1930, una secesión
epistemológica mucho más contundente de la literatura que les
permitiese, al corto o al mediano plazo, forjar una profesionalización
autónoma. Ahora bien, esta dificultad, lejos de temperar los ánimos, exacerbó
las pasiones: no solo llevó al enfrentamiento de esta nueva generación con sus
padres intelectuales y querellas internas dentro de la propia NEH (Pagano y
Rodríguez 1999, 36), sino que también supuso un considerable esfuerzo retórico
destinado a sentar una diferencia con la literatura sin que los privilegios
compartidos se diluyesen. En este sentido, recordemos que los manuales
metodológicos que utilizaban los historiadores no se mostraban absolutamente
hostiles a las cuestiones literarias que incumbían al estilo y, sobre todo, a
la exposición de los resultados de la investigación. Por su parte, los literatos
también debían resolver este problema, pero sin las exigencias que imponía el
método científico y sin que los historiadores se viesen directamente
involucrados en su propio proceso: como se sabe, su objetivo consistía en «vivir»
de la escritura, una cuestión de subsistencia económica que, en todo caso,
aquellos podían resolver en el ámbito de la enseñanza y estos a través de las
actividades periodísticas, dos ocupaciones en las que, no casualmente, Carbia ha participado. Si la época de los gentlemen-escritores que tan agudamente definió
David Viñas estaba llegando a su fin, la bifurcación del mundo letrado
deberá recorrer un arduo camino experimental no exento de retrocesos,
enfrentamientos y dilemas. En este marco, los integrantes de la NEH fabricarán
un tipo de historia aún no completamente
profesionalizada, pero sí institucionalizada en cuya práctica todavía es
posible reconocer una tracción entre la lógica literaria y un saber que
necesitaba mostrarse disciplinado, aunque aún no lo fuese. En este sentido, no
resulta sorprendente que el derrotero intelectual de quien ha producido la
primera historia de la historiografía argentina sea quien mejor resuma este
momento epistemólogico de la disciplina histórica.
Entre la literatura y la ciencia
Pasada ya la época de la querella con Paul Groussac
y situado, cómodamente, en varios espacios institucionales, en una nota muy
elocuente de la primera edición de su Historia
de la historiografía argentina (1925) –incluida en la introducción
historiológica de la obra, titulada «El problema del conocer histórico» y
expurgada de las dos ediciones posteriores de 1939 y 1940–, Carbia
señala: «Negar el aspecto literario de la historia y la posibilidad de su
consideración como materia de tal índole, es hoy una ingenuidad que no tiene
cabida, sino en los espíritus simples»
(1925b, 24n1). Esto, por supuesto,
no significaba convertir la historia en literatura ni hacer de ella un género
literario. Este postulado, no obstante, sí era sostenido por los «enemigos» de
la cientificidad de la historia y, en aquella misma nota, Carbia
citaba el ensayo de José María Monner Sans (1921,
263-293),[13]
quien era aludido como muestra de ese extremo puesto que, según Carbia, «lo que no puede admitirse es el término opuesto a
los postulados de la historia-ciencia». Esto mismo ya lo había señalado Paul
Lacombe en 1894 e, incluso, Langlois y Seignobos cuando lamentaban que tanto los historiadores
como el público continuasen imaginando la historia como un «género literario»
y, al decirlo, también pensaban en una tradición de la que pretendían desmarcarse,
es decir, la de Barante, Thierry y Michelet en
Francia, o bien la de Macaulay y Carlyle en
Inglaterra (Compagnon 1983, 24). En realidad, lo
importante aquí es que Carbia intentaba reconocer en
la práctica del historiador, al menos, dos momentos: «La conciliación adecuada
y salvadora del peligro de los extremos está en la aceptación de que la
historia, como materia de inquirimiento, es ciencia,
y de que el arte resulta de su necesidad de exponer lo que en las inquisiciones
ha logrado captar» (1925b, 24n1). Este salvataje de la historia como arte tras el
océano discursivo de su conversión en ciencia responde, sin embargo, a una
visibilidad mudable que se enfatizaba, matizaba u omitía en función de la
hondura que debía tener el debate sobre la cientificidad de la historia y, naturalmente,
del cometido pedagógico e institucional en que se alojaba esa instrucción o
difusión.[14]
Ahora
bien, comparemos aquella idea de «conciliación» que Carbia
sostenía en 1925, con el modo en que ponderaba la historia como ciencia en el Manual
de historia de la civilización argentina ocho años antes, apenas concluida
la dura batalla contra Groussac:
… antiguamente
se creía que la historia era un arte y no una ciencia, porque se consideraba
que su objeto principal consistía en producir impresiones morales o estéticas,
tal como lo hacen la novela y la pintura. En la actualidad, sin embargo, ese
concepto se ha modificado en el sentido de conceder carácter científico a la
historia, cuyo método obliga al prolijo examen de los restos o vestigios
dejados por los hechos, que son así analizados con el mismo espíritu y por el mismo
procedimiento de que se echa mano en cualquiera de las investigaciones de la
ciencia (Carbia 1917, 16).
Aquí, la cientificidad de la historia se dirime
a partir de la metodología empleada, del rigor que asuma la experiencia
heurística y es este el aspecto que asegura el establecimiento de la verdad en
la reconstrucción de los hechos. Pero, si bien fundamental, solo es un primer
paso: el trabajo del historiador culmina con la escritura y la difusión de la
investigación y, para ello, el aspecto «literario» resulta ineludible, aunque
en el contexto del Manual no se explicite.[15] Así pues, esta asociación (mas no
identificación) remite, no al empleo de la pura imaginación que opera en el
escritor cuando hace ficción o a la mera subjetividad cuando escribe un «ensayo
crítico», sino al procedimiento escriturario que demanda cualquier prosa, sea
científica o no, guisa que, por cierto, no podía precaver ciertas reglas de
composición y una marca de estilo reconocible, dos elementos implícitos en toda
producción escrita, pero que, a la luz de la conversión de la historia en
ciencia, debía diferenciarse claramente de la llamada «literatura pura».
Otro de los elementos
que contribuyó a diluir esas fronteras (pese a que, en una primera instancia,
parecen perseguir exactamente lo contrario) son los manuales metodológicos. A
pesar de la secesión que tanto Bernheim como Langlois
y Seignobos buscaban operar entre la historia y la
producción literaria, ninguno de ellos, tras la exhortación principal, olvida
aclarar que, al momento de pensar la «exposición» de la investigación, las
formas siguen teniendo un lugar importante. Si bien, para el historiador, la
estética literaria no debe convertirse en una oportunidad para «crear»
(advertencia que parece dispuesta a evitar un impulso natural), ni tampoco en
un modo de sustituir con giros literarios lo que la ausencia de documentación
impida reconstruir, nada de ello significa que deba descartar de plano
cualquier «medio» literario en la presentación de los resultados finales. A
este respecto, dice Bernheim en el acápite dedicado a la «exposición» (Darstellung en alemán y que también puede traducirse
como «presentación» o «exhibición»):
… no es cometido
propio del investigador, como creen algunos, dar a los asuntos formas
artísticas o dedicarse a la creación de exposiciones literarias […] la
investigación tiene su propia finalidad, que es la obtención de conocimientos,
mientras que la exposición tiene como finalidad propia la fiel reproducción de
los conocimientos logrados por aquella. Si esto puede obtenerse en forma
literaria perfecta, será un nuevo mérito, si bien en cuanto tal sobrepasa el
cometido propio y científico del trabajo (Bernheim 179).
Del mismo modo, Langlois y Seignobos, al final
del capítulo dedicado a la «exposición», señalan con respecto a «autores
alemanes» como Mommsen, Droysen, Curtius o Lamprecht que
toman partido,
condenan, exaltan; colorean, embellecen, se permiten consideraciones
personales, patrióticas, morales o metafísicas. Y sobre todo pretenden, cada
cual en la medida de su talento, hacer obras de arte […]. Lo anterior no
significa que la forma carezca de importancia, ni que con tal de hacerse
entender el historiador tenga derecho a expresarse en un lenguaje incorrecto y
vulgar, descuidado y torpe. El desprecio de la retórica, de los oropeles y la
bisutería no excluye el gusto por un estilo puro y firme, rico y pleno […]. El
historiador, a la vista de la extrema complejidad de los fenómenos de que
pretende dar cuenta, no tiene derecho a escribir mal. Siempre debe escribir
bien, pero no empeñarse en hacer literatura (Langlois
y Seignobos 295).
Carbia, por su parte, en la «advertencia prologal» de la
segunda edición de la ahora titulada Historia crítica de la historiografía
argentina (1939), apela a esta misma cuestión y casi con los mismos fines:
En cuanto me ha sido
dable, he procurado huir de ese endémico mal americano que consiste en apelar
al artificio literario para rellenar, con palabras sonoras y amables –a
veces fruto exclusivo de un constante dragar en el diccionario, a la pesca de
arcaísmos y de voces de escasa circulación–, todos los vacíos de la sabiduría
ausente. Quizá se me tache de acritud por algunas opiniones amargas que
consigno, pero, aún reconociendo la injusticia del
cargo, sírvame de consuelo la consideración de que cuantos tales piedras me
arrojen, no pueden ser otros, sino aquellos que anhelan conservarse, como las
frutas, en el almíbar del elogio (Carbia 1939, xvi).
Esta observación,
parecería cuanto menos extraña para un historiador en cuya prosa conviven, pese
a su innegable pulcritud, no pocos arcaísmos –como evocación y ratificación,
tal vez, de su hispanismo harto recurrente– junto con imágenes poéticas propias
de la estética modernista: difícilmente, por cierto, hallaríamos algo similar en
la escritura de un Levene, un Ravignani o un Molinari.
Si bien, una vez más, la diferencia reside entre, por un lado, la «creación»
(en cuya actividad está involucrado el «artificio» literario, un elemento que solo
compete a la producción de ficciones o, a lo sumo, a la subjetividad inherente
del «ensayo literario») y, por otro, las «formas» y el «estilo» que adquiere la
narrativa al exponer los resultados de la compulsa del archivo, a fines de los
años 1930, los caminos de la historia parecen bifurcarse irremediablemente:
mientras el parentesco con la ciencia tenderá a ennoblecerla, su vínculo con la
literatura amenazará con degradarla (Jablonka 89). En este sentido, la ruptura que las vanguardias
literarias y el revisionismo histórico provocaron con la idea de «representación»
donde tal vez se encuentre uno de los motivos que aceleraron tal bifurcación.
En todo caso, el
vínculo de la historia con la literatura parece aún más perdurable si nos
remitimos a las clásicas historias de la literatura argentina que, desde
Ricardo Rojas a Noé Jitrik, han incluido a la historia de la historiografía
como parte de su acervo. En la Historia de la literatura argentina (1917-1922)
de Rojas, los historiadores ocupan un lugar importante, una inclusión que había
sido observada y criticada por Carbia muy tempranamente.
A este respecto, el subtítulo Ensayo filosófico sobre la evolución de la
cultura en el Plata no dejaba de ofrecer otra clave, sobre todo, si
consideramos el hecho de que los «historiadores» conformaban una parte no menor
de su ordenamiento bibliográfico, búsqueda que intentaba establecer un canon y
sentar los orígenes culturales de la nación junto a otras obras como Historia
de las ideas sociales argentinas (1915) de Juan Agustín García, La
evolución de las ideas argentinas (1918) de José Ingenieros o Influencias
filosóficas en la evolución nacional (1936) de Alejandro Korn. Por su
parte, la Historia de la literatura argentina que dirigió Rafael Arrieta
a fines de los años 1950 también comprendía un largo capítulo escrito por
Ricardo Caillet-Bois, «La historiografía», inserto en
el último volumen de la obra (VI) subtitulado cautelosamente como «Panoramas
complementarios». En el primer tomo de Capítulo. Historia de la literatura
argentina, Margarita Pontieri firma el ensayo «Concepción
de la historia nacional. V. F. López y B. Mitre» (ensayo que no formaba parte
de la edición de 1967, sino que fue agregado en la de 1980) sin que luego se
retomen aspectos historiográficos en los restantes seis tomos. Lo mismo ocurre a
lo largo de los doce volúmenes de la Historia crítica de la literatura
argentina que dirigió Noé Jitrik entre 1999 y 2018, donde es posible
encontrar diferentes capítulos dedicados a cuestiones específicamente
historiográficas.
Así pues, si los elementos literarios no
parecían (ni parecen) poder desprenderse con facilidad de la escritura
histórica, es algo que también responde al concepto de literatura que circuló entre
fines del siglo XIX y principios del XX, precisamente, el momento clave en que
la circulación híbrida de saberes comienza a reorganizarse en torno de
disciplinas autónomas. Por aquel entonces, la idea de «literatura» aún
permanecía asociada a un tipo de respetabilidad propia de las belles-lettres
que comprendía todo lo que la retórica y la poética eran capaces de producir. Y
no solo la ficción formaba parte de ese megaconcepto,
sino también la historia, la filosofía y la ciencia: la «literatura» era, pues,
un equivalente de cultura escrita (Compagnon 1998, 31),
de cultura impresa y en definitiva de «libro» (Rubione
13), un armazón semántico que, dada la complejidad y diversificación cada vez
mayores del conocimiento, debía ser destramado, sobre todo, en beneficio de los
territorios académicos del mundo universitario. Tan solo basta recordar el
viejo sintagma «literatura histórica» (aún hoy en uso, pero sin sus «peligrosas»
connotaciones), empleado por historiadores como Diego Barros Arana a fines del
siglo XIX o la célebre discusión de Matthew Arnold con T. H. Huxley en torno de
una jurisdicción que se extendía, inclusive, más allá de las belles-lettres:
«literatura es una amplia palabra», decía Arnold, «significa todo aquello
escrito con letras o impreso en forma de libro. Los Elementos de Euclides y los
Principia de Newton son también literatura. Todo el conocimiento que nos llega
a través de los libros es literatura» (Arnold 325-326). Si tomásemos como
simple muestra el Diccionario general y
técnico hispano-americano de Manuel Rodríguez Navas y Carrasco (1113, col.
1), veremos que, aún en 1918, registraba para el vocablo «literatura» cuatro
acepciones que reafirmaban aquella asociación. En primer lugar, un «conjunto de
composiciones literarias». Luego, el «arte de representar el pensamiento de una
manera agradable y amena, por medio de la palabra» y se encuentra comprendida
por producciones literarias cuyos «géneros» son «la poesía, la novela, la
elocuencia, la Gramática, la Retórica y la Historia». En tercer lugar, el «conjunto
de las producciones literarias de un pueblo o edad» y, finalmente, el «conocimiento
de las letras o ciencias». Con todo, existe otra yuxtaposición del mundo
literario con el de la historia que involucra directamente a Carbia. En 1943, con la ayuda de Juan Francisco Turrens, su «discípulo» de la Universidad de Cuyo, Carbia ofrece la traducción al español de un manual de
historiografía universal que, en realidad, provenía de una historia general de
la literatura. Si bien a principios de los años 1940, Carbia
disponía ya de un repertorio relativamente importante de historias de la
historiografía en las obras de Fueter (1911), Croce
(1915), Barnes (1937) o Thompson (1942) –autores que no pensaron ni publicaron
sus obras como desprendimientos de una empresa literaria, sino como una
historia de las obras históricas al interior de la propia disciplina–, elige
traducir la Storia della
storia de Angelo de Gubernatis (1840-1913) con un título que modificará por
entero el original: Historia de la historiografía universal. La obra
había aparecido en 1884 como tomo XI de la Storia
universale della letteratura (de un total compuesto por dieciocho
volúmenes) precedido por el dedicado al Florilegio romantico
(X) y seguido por el titulado Florilegio storico
(XII). En suma, cabe
señalar que la herencia decimonónica había dejado no pocas brechas abiertas. Recordemos,
además, que, a fines del siglo XIX, cuando los historiadores comenzaron la
gesta de institucionalización del saber histórico, también la literatura y la
pintura naturalistas se dieron en tomar la ciencia como un modelo que corregía
y enriquecía al arte, razón suficiente, sin duda, para que los descendientes de
Tucídides construyesen y endureciesen la secesión de todo lo vinculado con el mundo
de las bellas letras (Novick 64 y ss).
Precisamente, este divorcio intentará consumarse mediante los tres pilares
clásicos: el ideal de objetividad, la fuente documental y el medio profesional
(Jablonka 71 y ss).
Hacia una estética
católica
Junto con la
circulación semántica del concepto literatura
y los conflictos de jurisdicción que planteó y legó el naturalismo, deberíamos
agregar, en el caso de Rómulo Carbia, una
sensibilidad literaria que, de una u otra forma, se filtraba de modo
subterráneo en la definición de los postulados metodológicos que ofrecía como
portavoz de la NEH. Esta propensión hacia lo literario no solo se originaba en
un interés manifiesto por las buenas formas en la escritura y por un interés en
la «sana» experimentación poética, sino que también se enlazaba con una
concepción de belleza que entendía congénita a la propia moral católica. En un
discurso que brindó el día de Santa Rosa de Lima en la Academia del Plata en
1925 –recordemos, el año en que apareció la primera edición de su Historia
de la historiografía argentina–, Carbia elabora
la crítica de una literatura por entonces emergente que no llega a mencionar de
manera explícita, pero que, al parecer, está dispuesta a romper con los cánones
estéticos más tradicionales: era evidente que se estaba refiriendo a la
irrupción de las vanguardias de los años 1920. Adelantándose a una serie de
diatribas que enunciará la revista Criterio bajo la dirección de Gustavo
Franceschi y frente al extravío que ocasionaba aquella «inmoralidad literaria»,
asociada con la protesta y montada por «la máquina toda de la publicidad» que
afectaba tanto a la «niña colegial», a la «señorita empleada» como al «joven
que cursa los años del colegio nacional», Carbia
propone recuperar el verdadero sentido de la belleza, una belleza que solo está
«donde, adolorida o no, rima al unísono con la armonía universal que ha cantado
el salmista». Y luego lanza toda su artillería admonitoria:
Yo no acierto a
explicarme por qué el ingreso en el mundo literario va siendo entre nosotros
equivalente al rompimiento con Dios y a la pérdida de todo sentido moral […]
Orientar el criterio en el sentido católico, fomentar las vocaciones
literarias bajo la égida del Espíritu Santo, demostrar con hechos, cómo la
belleza no está reñida con Dios –con Dios, señores, que es la belleza misma–;
suplantar la literatura pesimista y perversa por otra que tenga la frescura de
una mañana estival y la exquisitez de un panorama de égloga: he aquí, señores,
lo que debe ser, y lo que ya viene siendo, el programa de nuestra Academia
Literaria del Plata (Carbia 1925a, 243).
Una idea de moralidad
esencialmente bella que conduce por vía directa a Dios e, implícitamente, a la «verdad»:
estilos y recursos que Carbia también empleaba de
manera indistinta en sus proclamas, fueran religiosas o historiográficas. Según
señala, esta nueva literatura marcaba una fisura en el seno de las creencias
católicas más acendradas puesto que no eran pocos los creyentes que se veían
seducidos por tal «peligro»:
«Como deseo que mis palabras
no sean una siembra en el viento, os invito a todos, autores y lectores,
a que examinéis el fondo de vuestras emociones literarias, y a que
advirtáis el precipitado que ellas van dejando en vuestro espíritu. Si
os aproximan a Dios, ahondando vuestros sentimientos cristianos,
repudiadlas porque estáis en el peligro. No os hablo yo: os habla la Iglesia
por mi boca» (245).
Ahora bien, si este «mundo literario» también
involucraba el saber histórico cuya conversión en disciplina era una de las
variables que permitía diagramar una verdadera profesionalización, ¿es posible
que a mediados de los años 1920 este proceso también se haya visto diferido en
aras de conservar un costado literario que lograse preservar los resabios de
moralidad que aún subsistían en la civilización? Recordemos que las urgencias
de estos años no eran los de la época del Manual de 1917 cuando, bajo el
clima de la discusión con Groussac aún candente y con un asiento institucional
en curso, el dispositivo científico requería mucha más contundencia a la hora
de excluir la «impresión estética» del relato histórico. Si bien, en este discurso
de 1925, Carbia se concentra solo en la crítica a la
expansión de una literatura «inmoral» así como en prevenir a todos los
católicos de aquel avance, el tipo de explicación que ofrece no solo involucra
cuestiones de lectura poco edificantes, sino también una concepción estética de
lo bello cuya asimilación con Dios parece afectar todo el universo de las
letras. En definitiva, resulta difícil imaginar en Carbia
una auténtica escisión entre aquel acceso a la verdad y la presencia de un Dios
cual «belleza misma», una verdad que preexiste y envuelve todas sus actividades
con un sentido de misión del que, difícilmente, cabría excluir a la historia.
Conclusión: El
Premio Nacional de Literatura como condensación de una polémica
En este sentido, el sistema de promoción y
visibilidad del campo cultural argentino de estos años podría ofrecer otra
clave no exenta de intervención eclesiástica. A este respecto, recordemos que
la Historia de la historiografía
argentina de Carbia ganó en 1927 el tercer Premio
Nacional de Literatura (correspondiente al 1925), tras la novela de Gustavo
Martínez Zuviría (Hugo Wast), Desierto de piedra, y El
Capitán Vergara de Roberto J. Payró, situación que colocaba su obra en una
escena pública que compartía y competía en y con el universo literario y a cuya
candidatura, recordemos, solo podían aspirar aquellos escritores que ya
estuviesen consagrados. La revista Caras
y Caretas lo anunció sutilmente y en un orden nada inocente:
«Los premios nacionales de estímulo a la
literatura, correspondientes a 1925, recayeron en tres figuras de gran
prestigio: Payró, el caballeroso y sutil periodista y literato; Martínez
Zuviría,[16]
el fecundo novelista popular, y el doctor Carbia,
historiógrafo de profunda erudición».[17]
Sin embargo, la revista Claridad expresó su indignación frente al hecho de que Payró ganase
el segundo premio, pero, sobre todo, de que Martínez Zuviría, «vulgar
traficante de las letras», hubiese ganado el primero. Y así continúa:
«El tercer premio fue concedido a Rómulo Carbia, con detrimento de Alberto Gerchunoff,
escritor con méritos más evidentes que el del recopilador de historiografías.
En este fallo absurdo se ve, a todas luces, la influencia clerical. Martínez
Zuviría, Carbia, lo son. Payró, en cambio, al que se
le escamotea un primer premio que nadie podría disputarle, es un espíritu
nuevo, una mentalidad libre».[18]
En efecto, esta elección había provocado un
gran escándalo entre los escritores para quienes no resultaba meritorio que un narrador como Payró
o un dramaturgo como Gerchunoff compitiesen por el
premio con un mero «recopilador de historiografías». Si bien el rechazo también
se funda en la sospechosa filiación religiosa de Wast
y de Carbia, algo que el diario Crítica parodió sin tapujos en, al menos, dos ocasiones sucesivas (fig.
1), lo que en verdad resultaba inadmisible era que un escritor de la talla de
Payró ganase el segundo premio por lo que se levantaron proclamas públicas y
actos de desagravio en su favor (Gilman 59 y ss).
Fig. 1
Primera plana en Crítica, domingo 3 de julio de 1927
La revista Nosotros,
por su parte, también se sumó a la crítica a través de una verdadera
declamación donde exponía la necesidad de considerar «literatura» a un espectro
de producción más especializado (Hart 175-176). Permítasenos citar ese largo e
importante pasaje:
… merecen ser aplaudidos los votos con que los
señores Korn y Noé afirmaron otros valores
estrictamente literarios – Fernández Moreno, Gerchunoff,
si bien con la salvedad de nuestra parte de que el libro que obtuvo el tercer
premio, la Historia de la Historiografía
argentina, hasta ahora único en su género en el país, no es indigno de
aquella recompensa. No queremos hilar muy delgado al buscar las razones de ese
fallo; no queremos averiguar si, como se ha supuesto, él tiene concomitancias
con la influencia clerical ahora tan manifiesta en muchas esferas: nos basta
saber que de los tres jurados de la mayoría […] dos no tienen voto en materia
literaria, aunque el gobierno se lo haya acordado. Vamos a explicarnos. Hasta
que aquí no se convenzan quienes deben, que juzgar en tales materias es un
oficio o una aptitud mental en los cuales también hay que adiestrarse por la
especialización y el ejercicio, y que no es suficiente haber sido o ser hombre
de gobierno, buen orador, persona culta y sagaz, para acertar a discernir cosa
tan delicada como son los valores poéticos, de composición, de estímulo y todas
las menudencias y exquisiteces del arte, siempre debemos lamentar estas
equivocaciones, aún descontando la buena fe.[19]
Si bien Nosotros
considera que la obra historiográfica de Carbia
(recordemos, uno de sus asiduos colaboradores) no es «indigna» de la
recompensa, lo cierto es que su inclusión allí no dejaba de afectar el proceso
de distinción, por ende, si así decidimos llamarlo, de profesionalización que
atravesaban los escritores de literatura en sentido restringido. En cualquier
caso, respecto de la influencia clerical que seguramente intervino en la
definición del primer y tercer premio, ¿qué perseguía la Iglesia más allá de
extender su predominio en vastas zonas de la cultura? Si las preocupaciones de Carbia están consustanciadas con los de una institución de
la que se quiere portavoz «en un momento de inquietud, de zozobra, de
turbulencia y de muerte, por el que va atravesando, como una barca absurda en
un enloquecido mar de Tiberíades, todo el conjunto de la civilización
occidental» (Carbia 1925a, 241), bien cabe imaginar
el tipo de literatura «inmoral» que debe quedar fuera de cualquier
consagración. En este sentido, algunos sectores de la Iglesia parecían
favorecer la preservación de un sistema cultural donde la literatura continuase
funcionando como una gran bóveda indiferenciada para todo género de escritura.
Si un sistema de esta naturaleza impedía que los escritores de ficción
accediesen al grado de profesionalización que requería su actividad poética,
cabría preguntarse cuán sujeta estaría la profesionalización de los propios «historiadores»
a este tipo de condición.[20]
Precisamente, la revista Síntesis. Artes, Ciencias y Letras (y en cuyo consejo de redacción
estaban Coriolano Alberini, J. Rey Pastor, Carlos
Ibarguren, Arturo Capdevila, Emilio Ravignani, Martín S. Noel y Jorge Luis
Borges) también había aludido al premio, pero concentrándose en el tercer lugar
que obtuvo Carbia y bajo un título por demás
elocuente «La historiografía y los premios a las bellas letras» que, por
cierto, no encontraba incomodidad ni contradicción alguna entre la naturaleza
del galardón y la obra del premiado, hibridez que no deja de invocar el
espíritu de la revista y de toda la problemática que aquí abordamos.
Si el jurado pudo haber tenido alguna
vacilación acerca de los primeros dos premios (no faltan quienes sostengan que
la fecundidad se impuso al talento), no
ha de haber tenido la mayoría de sus miembros ninguna duda sobre el candidato
al tercero. El hecho de que haya otorgado esta distinción a la primera parte de
una obra todavía inconclusa, probaría que sus méritos son de una evidencia
incontestable. Acaso si ella estuviera ya completa se le habría conferido el
título de primera entre las publicadas en el año aludido. Cuando Ricardo Rojas
publicaba los cuatro tomos de su Literatura argentina, se presentó al concurso
nacional de letras recién cuando la obra íntegra estuvo editada. El señor Carbia no esperó con la suya hasta la terminación.
Convencido de que su valor es indiscutible, renunció generosamente a un posible
primer premio que esa convicción le permitía esperar. En todo caso, los
volúmenes siguientes le ofrecerán otras tantas posibilidades, no por lo que
signifiquen económicamente, sino en cuanto a la consagración que el premio
nacional importa.[21]
En todo caso,
tal como ha señalado Claudia Gilman (2006), la
situación de los premios siempre había sido confusa debido a la falta de
claridad en la reglamentación y a las ambigüedades de la decisión puesto que no
se sabía exactamente si se premiaba la producción global de un escritor o la
obra que publicó ese año. Lo que sí quedaba claro es que, como «marca de la
progresiva profesionalización del campo de la cultura», el Premio Nacional de
Literatura reunía en su seno no solo a los escritores de ficción o a los «ensayistas
críticos», sino a los «escritores» en general. De hecho, Carbia
no fue el único en ganar el premio bajo este tipo de rúbrica. Más allá de la Historia de la literatura argentina de
Ricardo Rojas (obra ganadora en 1923) y de Las
ideas estéticas en la literatura argentina de Jorge Max Rohde (segundo
premio en 1926) que, desde luego, no dejan de pertenecer a un universo
literario ya claramente connotado, recordemos que el segundo premio
correspondiente al año 1927 fue ganado por Juan B. Terán con las obras El nacimiento de la América española y La salud de la América española, el
tercero de 1929 por Enrique de Gandía gracias a sus trabajos Historia del
Gran Chaco, Historia de los mitos de la conquista americana y La
ilusión errante, y de los correspondientes al año 1930, el primero recayó
en el Juan Manuel de Rosas de Carlos
Ibarguren. Y si extendiésemos la cronología aún más, deberíamos decir que aún
en 1958 lo ganará Diego Luis Molinari: trabajos, en
suma, sobre los cuales no cabe imaginar ninguna prosa poética. En todo caso, en
vísperas de una profesionalización de los «escritores» que aún no se había
consumado, el juego de las denominaciones favorecía la intersección entre ambas
dimensiones, mientras el sintagma «literatura» seguía conservando un halo híbrido
de respetabilidad y visibilidad públicas que, de un modo u otro, afectaba y,
tal vez, retrasaba, la profesionalización de la propia historia.◊
Fuentes
Diarios y revistas consultados
ABC (Madrid)
Bulletin Hispanique
(París)
Journal de
la Société des Américanistes (París)
Caras y Caretas (Buenos
Aires)
Claridad (Buenos
Aires)
Critica (Buenos
Aires)
Hispanic
American Historical Review (Los
Angeles)
La Gaceta Literaria (Madrid)
Nosotros (Buenos
Aires)
Síntesis. Artes, Ciencias y Letras
(Buenos Aires)
The American Historical Review (Washington)
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Notas
[1]
El término «nueva escuela histórica argentina»
fue utilizado por primera vez por Juan Agustín García en 1916 («Advertencia»
5-6).
[2]
Recordemos que estas lecciones datan de 1857, pero que no se publicaron hasta
1936.
[3]
La versión española de Pascual Galindo Romeo apareció en 1937 en la colección
«Ciencias Históricas» de la Editorial Labor de Barcelona.
[4]
La versión española fue publicada en Madrid en 1913 por Daniel Jorro Editor y
estuvo a cargo de Domingo Vaca.
[5]
La versión española también la realizó Domingo Vaca para Daniel Jorro Editor y
se publicó en 1911 bajo el título Teoría de la historia. Producida en el
marco del neokantismo de Baden, era la primera obra que Xenopol
(de origen rumano) publicaba en francés.
[6] El manual alemán contaba con una versión
abreviada en italiano de 1897 y, tanto el rumano como el francés, con una
traducción completa al castellano desde 1911 y 1913 respectivamente.
[7] En las «Historical News» de The
American Historical Review (vol. XXIV, n.º 1, octubre
de 1918, p. 182) se anunciaba: «Professor Romulo D.
Carbia and other members of the faculty of philosophy in the University of
Buenos Aires have co-operated in the production of a Manual de Historia de la Civilización Argentina, of which the first volume has been
published (Buenos Aires, Fransetti, 1917)». En
octubre de 1915, The American Historical Review también
había aludido a la Historia eclesiástica del Río de La Plata en sus «Historical News» (p. 224).
[8] «Recent Publications», Hispanic American Historical
Review, vol. I, n.º 3, agosto de 1918, p. 383.
[9] Cf. Robert Ricard et Georges Cirot 1937, p. 433.
[10]
Rivet 1922. Las referencias a Carbia se encuentran en
las páginas 369, 397 y 437.
[11]
Esta hipótesis puede encontrarse en Fernando Devoto. La historiografía
argentina en el siglo XX (I), pp. 13-14 y en la reedición de esta última
obra donde Devoto reescribe el Estudio preliminar y refuerza su tesis anterior:
Fernando Devoto (compilador). La historiografía argentina en el siglo XX.
Buenos Aires: Editores de América Latina, 2006, pp. 16-17. Asimismo, cf. el
capítulo de Nora Pagano en Fernando Devoto y Nora Pagano. Op.
cit., con una posición mucho más matizada con respecto a los ideales de
profesionalización (pp. 169-170).
[13]
Con todo, si para Carbia se trata de un escrito
académico que puede funcionar como antecedente en la discusión, para Aníbal
Ponce no es sino una verdadera «boutade,
llena de gracia y herejía» (1921, 528-529) escrita, agregamos nosotros, como
una irónica respuesta a La historia
considerada como ciencia (1894) de Paul Lacombe.
[14]
Del mismo modo, cuando el norteamericano Harry Elmer Barnes presentó su trabajo
de 1937 señalaba: «Este libro es una introducción a la historia de la escritura
histórica. Presenta un estudio del desarrollo del arte y la ciencia de la
escritura histórica desde los primeros días de nuestra era visto a través de
todas sus relaciones con el trasfondo cultural y las fuerzas intelectuales que
han condicionado su evolución» (Barnes, A History of Historical…, vii).
[15]
En este sentido, tal como lo señala Louis Mink, «la
evidencia no dicta qué relato ha de construirse […]. Cuando la cuestión es el
tratamiento narrativo de un ensamble de interrelaciones, le atribuimos mérito a
la imaginación, a la sensibilidad o la percepción de cada historiador. Debe ser
así dado que no hay reglas para la construcción de las narrativas, como sí las
hay para el análisis y la interpretación de la evidencia» (Mink,
La comprensión histórica 161).
[16]
Sobre Gustavo Martínez Zuviría y el mundo de la intelectualidad católica de la
primera mitad del siglo XX: Cf. Gramuglio, Historia crítica…, 463-471.
[17]
«Los Premios Nacionales de Literatura», Caras
y Caretas (Buenos Aires), n.º 1501, 9 de julio de 1927, p. 98.
[18]
«Notas y comentarios. El Premio Nacional de Literatura», Claridad (Buenos Aires), año VI, n.º 138, 10 de junio de 1927, p.
5a.
[19]
«Los premios nacionales de literatura de 1925», Nosotros (Buenos Aires), vol. LVI, n.º 218, 1927, pp. 594-595.
[20]
La noticia de los premios tuvo también cierta repercusión en España. La Gaceta literaria de Madrid señaló (a
partir de lo informado por la revista Nosotros)
cuáles habían sido las preferencias del jurado: «El primer premio ha sido
otorgado por la mayoría a la novela de Hugo Was
[sic], «Desierto de piedra». Julio Noé votó por Roberto J. Payró. El doctor
Alejandro Korn, por Fernández Moreno. El segundo premio lo obtuvo «El Capitán
Vergara», de Payró. El tercero, la «Historia de la Historiografía argentina»,
de Rómulo D. Carbia. Para el segundo premio obtuvo
dos votos Fernández Moreno, los de Korn y Noé. Para el tercero, un voto Alberto
Gerchunoff: el de Noé» [n.º 18, 15 de setiembre de
1927, p. 5]. También el diario ABC de
Madrid del jueves 30 de junio de 1927 [p. 30] se hizo eco de la noticia con un
contenido similar al de La Gaceta
literaria.
[21]
L. D. «La historiografía y los premios a las bellas letras», Síntesis. Artes, Ciencias y Letras
(Buenos Aires), año I, n.º 3, agosto de 1927, p. 120. Las iniciales del autor
seguramente corresponden a León Dujovne.