Historia y literatura como campos en disputa.

Territorios disciplinarios y retórica del conflicto en la historiografía argentina a principios del siglo XX: El caso de Rómulo Carbia

 

History and Literature as Fields in Dispute.

Disciplinary Territories and Rhetoric of the Conflict in Argentine Historiography at the Beginning of the 20th. Century: The Case of Rómulo Carbia

 

Andrés G. Freijomil

Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina

https://orcid.org/0000-0001-9496-8343

 

DOI: https://doi.org/10.25032/crh.v9i17.5

Recibido: 1/5/2023

Aceptado: 11/9/2023

Resumen. El objetivo general de nuestro trabajo consiste en reconsiderar los primeros intentos de profesionalización de la historia en la Argentina bajo el concierto de un movimiento mayor de segmentación disciplinaria y conversión científica de diferentes saberes y ocupaciones. Intentaremos observar de qué modo, durante las primeras décadas del siglo XX, los integrantes de la llamada Nueva Escuela Histórica (NEH) compitieron con el área de producción cultural literaria en aras de conquistar nuevos y viejos mercados editoriales, ganarse la adhesión de la opinión pública, apropiarse de nuevos espacios de conocimiento formal y asegurar la regulación estatal de los mecanismos de financiamiento.

Palabras clave: Historiografía argentina; Literatura; Campo profesional; Retórica del conflicto

Abstract. The general goal of our work is to reconsider the first attempts to professionalize History in Argentina under the concert of a larger movement of disciplinary segmentation and scientific conversion of different knowledge and occupations. We will try to observe how, during the first decades of the 20th century, the members of the so-called New Historical School (NEH) competed with other areas of cultural production in order to conquer new and old publishing markets, gain the support of public opinion public, appropriate new spaces of formal knowledge and ensure state regulation of financing mechanisms.

Key Words: Argentine Historiography; Literature; Professional Field; Retórica del conflicto

Para Mónica Renaud

Introducción

En el contexto de la profunda transformación que llevó a cabo la historiografía argentina durante los primeros años del siglo XX, la denominada Nueva Escuela Histórica (NEH) se manifestó como una novedosa área de fabricación y circulación de conocimiento histórico que, tal como insinuaba su nombre, se revelaba con ánimo innovador. Si bien esa nominación provenía de un observador externo,[1] permitió visibilizar el punto de inflexión que jóvenes estudiosos como Luis María Torres, Enrique Ruiz Guiñazú, Ricardo Levene, Emilio Ravignani, Rómulo Carbia o Diego Luis Molinari pretendían forjar, al tiempo que proyectaba una imagen de cierta cohesión en un grupo que, en realidad, era particularmente heterogéneo (Devoto y Pagano 139-200; Myers 67-106). Sin embargo, la instalación de la disciplina histórica en el espacio público requirió, entre otras variables, de un ejercicio de segmentación que la diferenciara claramente de otras producciones culturales contemporáneas. Tanto la historia como la literatura junto con otros saberes competían y compartían espacios traccionados por la conquista de nuevos y viejos mercados editoriales, la visibilidad en los medios de comunicación, la apropiación de nuevas formas de conocimiento y la regulación estatal de los mecanismos de financiamiento. Asimismo, para la ocupación efectiva de ese territorio, la cultura epistemológica de los historiadores debía superar una instancia artesanal de instrumentación técnica y reinventarse ante la tradición precedente convirtiendo su propia producción en una herramienta autónoma y racional, capaz de ser transmitida, serializada y divulgada en el ámbito de la creciente burocratización estatal del cuerpo universitario (Coudannes 27-68). Si bien uno de los principales cometidos de la NEH suele asociarse con la intransigente defensa de una historia-ciencia, lo cierto es que tal operación fue cuanto menos relativa puesto que exigía, previamente, una clara delimitación dentro de un sistema de reconocimientos y recompensas donde la disciplina histórica debía intervenir y disputar territorios, sobre todo, con el mundo de las letras, un mundo que, a su vez, también estaba en busca de algún tipo de un sistema que legitimara su función social y, eventualmente, financiara su producción cultural. En este marco, nuestro objetivo es aquí recuperar la centralidad que ha tenido en estos debates la figura de Rómulo Carbia en los años 1930 y sobre cuya obra los estudios historiográficos de las últimas tres décadas, a nuestro juicio, no se han detenido lo suficiente.

¿Profesionalización o institucionalización?

Como se sabe, una de las aristas fundamentales en el proceso de institucionalización del saber histórico ha sido la construcción y ocupación de una amplia red de cargos en la enseñanza pública, extendida estratégicamente por diferentes casas de estudios secundarios, terciarios y, sobre todo, universitarios, con el fin de instruir y profesionalizar las nuevas generaciones en la naturaleza de una historia con visos disciplinares, pero también disciplinarios. Asimismo, esta dimensión pedagógica de la expansión institucional incluía mecanismos nuevos de transmisión de conocimiento, no solo con relación a la investigación monográfica, sino también a la redacción de manuales escolares para la enseñanza primaria y secundaria. Esta producción se inserta en la intervención que, por ejemplo, Emilio Ravignani tuvo en las modificaciones que realizaron en el plan de estudios de la enseñanza media durante los gobiernos radicales y cuya posta tomará Rómulo Carbia a partir de los años 1930. El objetivo, en todo caso, no era pensar estos libros como simples manuales para el aula, sino también, como ha remarcado Fernando Devoto, llevarlos a un público más amplio de sectores medios que contasen con un mínimo grado de instrucción formal (1992, 14). Sin embargo, esta serie de nombramientos institucionales, títulos y publicaciones no debería traducirse necesariamente como una prematura marca de consolidación «profesional». Tres explicaciones se han ofrecido con relación a esta problemática que, como señala Gustavo Prado, ha estructurado buena parte de la discusión historiográfica en torno de la NEH (2001, 9n1).

La primera hipótesis, esbozada por Tulio Halperin Donghi (1996, 55), sostiene que, al menos hasta el Centenario, la historia como actividad intelectual aún no había encontrado una tradición que lograse reemplazar satisfactoriamente el tipo de senda que abrió Bartolomé Mitre, razón que llevó a un aplazamiento de la experimentación disciplinar y a depositar una «maciza confianza en las algo pedestres recetas» del manual de Ernst Bernheim. Más allá del irónico recuerdo a que siempre parecen estar destinados estos viejos manuales metodológicos, lo cierto es que la llamada «escuela metódica» no contribuyó realmente ni a convertir la historia en una verdadera ciencia (si es que ello resulta posible bajo alguna circunstancia), ni a fortalecer la profesionalización de una comunidad; no obstante, sí consiguió su institucionalización. Por lo pronto y en defensa de sus antiguos usuarios, solo diremos que, pese al retroceso que significaron –sobre todo, desde el punto de vista hermenéutico– frente a los postulados de la Historik de Droysen (1983),[2] el Lehrbuch de Bernheim (1889),[3] la Introduction aux études historiques de Langlois y Seignobos (1898)[4] y Les Principes fondamentaux de l’histoire de Xenopol (1899),[5] eran en el cambio de siglo los instructivos al uso que cualquier aspirante a historiador debía leer y utilizar si quería realmente proporcionarle al saber histórico una mínima estabilidad normativa. Si bien estas obras no recibieron en Argentina el tratamiento teórico que, por estas fechas, era común en México –tan solo recordemos la discusión entre Antonio Caso y Agustín Aragón (2001, 429-486), en el marco del llamado «Ciclo en torno a Xenopol» de los años 1920– (Matute 49-64), esta elección, además de ajustarse a las limitaciones lingüísticas de la recepción cultural,[6] respondía a la necesidad de adoptar un método cuya convalidación internacional asegurase la proyección de la comunidad «científica» en ciernes más allá de sus fronteras. En este sentido, la temprana atención que los trabajos y actividades de la NEH recibieron, por ejemplo, en The American Historical Review[7] o en The Hispanic American Historical Review,[8] y recibirán un poco más tarde en el Bulletin hispanique[9] o en el Journal de la Société des américanistes,[10] junto con el mecanismo de legitimación y difusión que significaron las reseñas, difícilmente hubiesen tenido el mismo eco.

En cuanto a la segunda hipótesis, Fernando Devoto sostiene que aquello que convertía a un historiador en profesional no era ni su patrimonio familiar ni la ocupación de cargos universitarios, sino «la integración en una corporación a través del recorrido de etapas profesionales específicas que supuestamente habilitaban para el ejercicio intelectual».[11] En este sentido, si la profesionalización de una comunidad de estudiosos se origina en un tipo de formación disciplinar común a la que todos deben ceñirse, promoviendo un criterio específico de producción escrita que, a su vez, se difunda a través de medios científicos –condiciones que, en última instancia, permitirían acceder a un cargo académico bajo mecanismos demostrables de idoneidad técnica–, diremos que esta primera generación de «historiadores» sentó las bases de esa cartografía e, inclusive, hizo las veces de «profesional», pero sin haber sido ella misma un cuerpo de esta naturaleza y sin tampoco, quizás, haber pretendido serlo, al menos, bajo ese rótulo. Si bien no cabe duda que, más allá de las diferencias de objeto y estilo, ha existido un intento por establecer un criterio común de control «científico» para producir escritura y una serie importante de publicaciones que aseguraba la experimentación y difusión de esos trabajos, ninguno de los miembros que se identificaban con la NEH disponía de una verdadera formación disciplinar en una institución que hubiese direccionado, sistematizado y regulado las normas de producción y acreditación del conocimiento histórico. En cambio, sí encontramos un entusiasmo muy intuitivo y aficionado y, cuanto más aficionado, más disciplinario y normativo. En este caso, cabría preguntarse si el tipo de representación que los «historiadores» de la NEH construían de sí mismos se ajustaba a este objetivo y si asumían ese rol «profesional» tal como se lo adjudicamos actualmente en nuestros debates. Asimismo, no deberíamos olvidar que, pese a tratarse de una cláusula necesaria, difícilmente resulte exigible en el contexto de principios del siglo XX: estamos frente a un oficio cuya profesionalización se encontraba aún en una fase experimental no solo en Argentina y América Latina, sino también en Europa y Estados Unidos (Ligelbach 78-96). Más allá de las lógicas internas de promoción y formación que rigen en cada área cultural y que responden a tradiciones estatales y modelos institucionales muy diferentes entre sí, la «carrera» de historiador aún no contaba con criterios consensuados de normalización, ni todos los «historiadores» que se encontraban al frente de las cátedras disponían de un título «habilitante». Por tomar solo un par de ejemplos, en el caso alemán –la patria del historicismo–, la primera cátedra de historia se estableció en 1804. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, solo había 18 profesores de historia a lo largo de 19 universidades. A principios del siglo XX, se contaban 185 y, en 1931, 285. Por su parte, en Estados Unidos, en 1880 había solo 11 profesores de historia, llegando en 1895 a 100 (Lambert y Schofield 9 y ss). Finalmente, a estas dos hipótesis, se suma una tercera, sugerida por Alejandro Eujanian, según la cual

la disputa por la autoridad en la disciplina se desenvolvió en espacios ajenos a dichas instituciones [académicas] en el marco de una operación destinada a establecer cánones de diferenciación y jerarquización dentro del conjunto de la producción historiográfica de la época (Eujanian 71).

El autor considera que, para comprender este proceso, es necesario alejarse de la emergencia de las instituciones asociadas al mundo universitario y resituar el debate en ámbitos alternativos donde la práctica y las normas de disciplinamiento también se gestaban como mecanismos de homogeneización técnica (70). Con todo, si la hipótesis de Eujanian funciona estupendamente como punto de partida, permanece escindida de dos aspectos que, a nuestro entender, están estrechamente vinculados entre sí y con (si realmente los hubiere) los afanes de profesionalización. El primero corresponde a las batallas culturales por el uso y apropiación del espacio público por parte de los aspirantes a historiadores y el segundo, a las formas posibles de separar el conocimiento histórico de la literatura, recordemos, la principal «responsable» de confabular contra la conversión de la historia en ciencia.

Un pasado para el pasado argentino

Ciertamente, será este tipo de discusión el que rápidamente situará a uno de los integrantes de la NEH en una frontera muy inestable entre el actor y el observador, sometido a un constante ejercicio de objetivación de sí y de los otros que, si bien no pondrá en peligro una asociación cada vez más evidente en la comunidad de «historiadores», sin dudas incrementará las resistencias a su figura. Tras una división del trabajo claramente establecida, tal es la tarea que asumirá Rómulo Carbia con relación a los aspectos historiográficos de la disciplina en Argentina: cimentar una genealogía para el saber histórico nacional que permitiese legitimar de modo definitivo su lugar en el concierto de la producción cultural de su tiempo, dotar, en suma, un pasado escriturario para el pasado argentino. De acuerdo con la periodización de Gustavo Prado, los dos momentos historiográficos que atravesó esta construcción tuvieron como punta de lanza la figura de Paul Groussac: el primero, sumamente crítico del francés, estableció la ruptura y aseguró el relevo generacional (1908-1916), mientras que el segundo, por el contrario, estuvo marcado por gestos de continuidad y filiación con su historiografía (1917-1948). Pese a las marcas de continuidad interna que presenta este último período, entendemos que Prado le asigna una extensión un tanto desmesurada que tiende a disimular, precisamente, las lógicas territoriales con el resto de los saberes en pugna.

En este sentido, durante estas querellas, las estrategias de legitimación territorial empleadas por Carbia alentaban una suerte de justicia histórico-moral –real o imaginaria– cuya misión se dio en asumir con extremo rigor y cierta excentricidad en la búsqueda, relevamiento y examen documental –una experiencia heurística que ya compartía con casi todos sus pares y que, por cierto, definirá el sesgo de la NEH–, que también aplicó a las investigaciones de muchos de ellos y a cualquier otro fenómeno o figura del pasado en los que advirtiese el menor síntoma de anomalía metodológica, epistemológica o interpretativa. Asimismo, todas estas disputas se trazaban con herramientas que provenían de una retórica pedagógica, una suerte de suplemento de la función docente ejercida en las aulas y en los manuales para la enseñanza media. Si bien los conflictos internos entre los «miembros» de la NEH han sido la regla y no la excepción, por no decir la clave que motorizó todo aquel proyecto historiográfico y los situó en el umbral de una «profesionalización» aún no asumida como tal, es Carbia quien prevalecerá como uno de los polemistas más audaces. Pese a que, al principio, su principal objetivo fue Groussac, lo cierto es que su juicio será igualmente severo cuando, resguardado por un espacio académico seguro y efectivo, se arroje a la fiscalización de algunas ideas y trabajos de sus pares vivos como Levene, Molinari, Gandía, Levillier o Ravignani (entre muchos otros), o bien de sus «predecesores» muertos como Bartolomé de Las Casas o el Deán Funes (entre otros tantos más). Cabe señalar, no obstante, que este dramatismo altisonante no era un atributo que solo Carbia poseía. Si bien en sus pronunciamientos fue apelando a un estilo cáustico y florido que muy pronto se convertirá en una impronta reconocible y no menos temida e irritante, se trata de un código expresivo muy habitual en esta época de transición que retomaba giros retóricos de vieja escuela con novedosas premisas metódicas. Estas últimas, en particular, coincidirán con el tono que tendrá, durante los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, la preceptiva metodológica, por ejemplo, en Francia y Estados Unidos. Es más, podríamos decir que la implementación del método histórico es inherente a una postura intelectual que, para reafirmar el carácter disciplinar del saber histórico y su emplazamiento en la universidad, buscaba mostrarse como una verdadera persecución del extravío disciplinario. Como ha señalado Louis Bourdeau en 1888, se trata de una operación que mucho tiene de censura y acecho policial. Este rasgo también ya lo había detectado Carl Becker al reseñar el clásico de la historiografía de Harry Elmer Barnes, A History of Historical Writing, publicado en 1937 (Becker 22). Y, desde luego, tampoco podemos excluir una idea de saber enmarcado por una disciplina «miliciana»: después de todo, la historia se consolida como tal en una Alemania unificada bajo un ambiente de fuerte militarización bismarkiana que no solo buscaba profesionalizar y optimizar la eficiencia del ejército prusiano, sino que también se aplicaba a las empresas y a las instituciones de la sociedad civil (Sennett 24). En suma, el conocimiento histórico asistía a una fuerte transición: el pasaje de un oficio artesanal y familiar a una profesionalización industrial y académica despersonalizada.

En este sentido, el estilo de Rómulo Carbia llegaba a unos niveles de afrenta muy combativos y difícilmente equiparables al de sus pares, estilo que responde, no solo a un temple personal, sino también al modelo exigido por el imperio científico en su no menos agresiva expansión sobre la historia. Sea como fuere, las agitadas voces en pugna de los «escritores», situadas en las puertas de la profesionalización, aún debían tramar su legitimación pública en círculos apropiados y a partir de una estrategia muy intuitiva de sociabilidad y esta se fundaba, por un lado, en unas dotes de camaradería aún entreveradas con erudición poligráfica, pero, por otro, en un talento demostrable en el arte de la elocuencia y la práctica de la escritura. De allí se desprende cuál era la problemática crucial de los debates historiográficos de principios del siglo XX que tuvo al joven Carbia como principal publicista: las posibilidades científicas de la propia disciplina histórica. Tal como venimos señalando, entendemos que esta tentativa por definir los contornos del método histórico no ha supuesto, en realidad, un mero intento por convertir a la historia en una disciplina científica absoluta. Si bien ha sido este el «noble sueño» más visible y, de algún modo, el más extremo al que quería llegar la NEH (y, en particular, el propio Carbia), nunca se abandonó por completo el aspecto literario como un elemento indisociable y hasta constitutivo de la narrativa histórica, elemento que, pese a su deseable cientificidad, la disciplina nunca debería perder.

Dos estirpes de escritores

Así pues, entendemos que, pese a los esfuerzos que harán estos jóvenes historiadores de la NEH por estabilizar el saber histórico con un método propio, aún no podrán –ni, tal vez, querrán– separarse fácilmente de la ascendencia literaria que aún conservaba la historia ni de los beneficios que representaba el prestigioso sistema de legitimación pública que, para los «escritores» en sentido amplio, deparaba el muy visible mundo de las letras. Recordemos que, durante el Centenario, la voluntad de profesionalización no solo afectó el mundo de los «historiadores», sino también a un universo «literario» de amplio espectro del cual también emergía una generación de poetas, dramaturgos, narradores y «críticos» que necesitaba romper con la genteel tradition. Estas dos nuevas estirpes, es decir, los escritores del pasado y los escritores de literatura, no solo compartían el origen inmigrante, la procedencia social y el deseo de normalizar un oficio, sino que confraternizaban en una misma comunidad letrada donde participaban de discusiones, espacios de publicación, instituciones, reconocimientos públicos y, notablemente, de un proyecto común bendecido y patrocinado por el Estado vinculado con la construcción de una identidad nacional (Viñas 1964, 259 y ss).[12]

Con todo, la brecha que existía entre las aspiraciones profesionales y la factura artesanal del acervo formativo aún era muy amplia, lo cual no solo disolvía la naturaleza de cualquier identidad que intentase definirse, sino que también diseminaba la forma de producir, organizar e instalar las disputas de reconocimiento y visibilidad. Precisamente, en la imposibilidad de destramar todo un sistema instituido de promociones y redes conjuntas asociadas al mundo de las letras, tal vez se encuentre una de las razones que contribuyeron a impedir que los historiadores de esta primera generación alcanzasen, sobre todo entre 1910 y 1930, una secesión epistemológica mucho más contundente de la literatura que les permitiese, al corto o al mediano plazo, forjar una profesionalización autónoma. Ahora bien, esta dificultad, lejos de temperar los ánimos, exacerbó las pasiones: no solo llevó al enfrentamiento de esta nueva generación con sus padres intelectuales y querellas internas dentro de la propia NEH (Pagano y Rodríguez 1999, 36), sino que también supuso un considerable esfuerzo retórico destinado a sentar una diferencia con la literatura sin que los privilegios compartidos se diluyesen. En este sentido, recordemos que los manuales metodológicos que utilizaban los historiadores no se mostraban absolutamente hostiles a las cuestiones literarias que incumbían al estilo y, sobre todo, a la exposición de los resultados de la investigación. Por su parte, los literatos también debían resolver este problema, pero sin las exigencias que imponía el método científico y sin que los historiadores se viesen directamente involucrados en su propio proceso: como se sabe, su objetivo consistía en «vivir» de la escritura, una cuestión de subsistencia económica que, en todo caso, aquellos podían resolver en el ámbito de la enseñanza y estos a través de las actividades periodísticas, dos ocupaciones en las que, no casualmente, Carbia ha participado. Si la época de los gentlemen-escritores que tan agudamente definió David Viñas estaba llegando a su fin, la bifurcación del mundo letrado deberá recorrer un arduo camino experimental no exento de retrocesos, enfrentamientos y dilemas. En este marco, los integrantes de la NEH fabricarán un tipo de historia aún no completamente profesionalizada, pero sí institucionalizada en cuya práctica todavía es posible reconocer una tracción entre la lógica literaria y un saber que necesitaba mostrarse disciplinado, aunque aún no lo fuese. En este sentido, no resulta sorprendente que el derrotero intelectual de quien ha producido la primera historia de la historiografía argentina sea quien mejor resuma este momento epistemólogico de la disciplina histórica.

Entre la literatura y la ciencia

Pasada ya la época de la querella con Paul Groussac y situado, cómodamente, en varios espacios institucionales, en una nota muy elocuente de la primera edición de su Historia de la historiografía argentina (1925) –incluida en la introducción historiológica de la obra, titulada «El problema del conocer histórico» y expurgada de las dos ediciones posteriores de 1939 y 1940–, Carbia señala: «Negar el aspecto literario de la historia y la posibilidad de su consideración como materia de tal índole, es hoy una ingenuidad que no tiene cabida, sino en los espíritus simples» (1925b, 24n1). Esto, por supuesto, no significaba convertir la historia en literatura ni hacer de ella un género literario. Este postulado, no obstante, sí era sostenido por los «enemigos» de la cientificidad de la historia y, en aquella misma nota, Carbia citaba el ensayo de José María Monner Sans (1921, 263-293),[13] quien era aludido como muestra de ese extremo puesto que, según Carbia, «lo que no puede admitirse es el término opuesto a los postulados de la historia-ciencia». Esto mismo ya lo había señalado Paul Lacombe en 1894 e, incluso, Langlois y Seignobos cuando lamentaban que tanto los historiadores como el público continuasen imaginando la historia como un «género literario» y, al decirlo, también pensaban en una tradición de la que pretendían desmarcarse, es decir, la de Barante, Thierry y Michelet en Francia, o bien la de Macaulay y Carlyle en Inglaterra (Compagnon 1983, 24). En realidad, lo importante aquí es que Carbia intentaba reconocer en la práctica del historiador, al menos, dos momentos: «La conciliación adecuada y salvadora del peligro de los extremos está en la aceptación de que la historia, como materia de inquirimiento, es ciencia, y de que el arte resulta de su necesidad de exponer lo que en las inquisiciones ha logrado captar» (1925b, 24n1). Este salvataje de la historia como arte tras el océano discursivo de su conversión en ciencia responde, sin embargo, a una visibilidad mudable que se enfatizaba, matizaba u omitía en función de la hondura que debía tener el debate sobre la cientificidad de la historia y, naturalmente, del cometido pedagógico e institucional en que se alojaba esa instrucción o difusión.[14] Ahora bien, comparemos aquella idea de «conciliación» que Carbia sostenía en 1925, con el modo en que ponderaba la historia como ciencia en el Manual de historia de la civilización argentina ocho años antes, apenas concluida la dura batalla contra Groussac:

… antiguamente se creía que la historia era un arte y no una ciencia, porque se consideraba que su objeto principal consistía en producir impresiones morales o estéticas, tal como lo hacen la novela y la pintura. En la actualidad, sin embargo, ese concepto se ha modificado en el sentido de conceder carácter científico a la historia, cuyo método obliga al prolijo examen de los restos o vestigios dejados por los hechos, que son así analizados con el mismo espíritu y por el mismo procedimiento de que se echa mano en cualquiera de las investigaciones de la ciencia (Carbia 1917, 16).

Aquí, la cientificidad de la historia se dirime a partir de la metodología empleada, del rigor que asuma la experiencia heurística y es este el aspecto que asegura el establecimiento de la verdad en la reconstrucción de los hechos. Pero, si bien fundamental, solo es un primer paso: el trabajo del historiador culmina con la escritura y la difusión de la investigación y, para ello, el aspecto «literario» resulta ineludible, aunque en el contexto del Manual no se explicite.[15] Así pues, esta asociación (mas no identificación) remite, no al empleo de la pura imaginación que opera en el escritor cuando hace ficción o a la mera subjetividad cuando escribe un «ensayo crítico», sino al procedimiento escriturario que demanda cualquier prosa, sea científica o no, guisa que, por cierto, no podía precaver ciertas reglas de composición y una marca de estilo reconocible, dos elementos implícitos en toda producción escrita, pero que, a la luz de la conversión de la historia en ciencia, debía diferenciarse claramente de la llamada «literatura pura».

Otro de los elementos que contribuyó a diluir esas fronteras (pese a que, en una primera instancia, parecen perseguir exactamente lo contrario) son los manuales metodológicos. A pesar de la secesión que tanto Bernheim como Langlois y Seignobos buscaban operar entre la historia y la producción literaria, ninguno de ellos, tras la exhortación principal, olvida aclarar que, al momento de pensar la «exposición» de la investigación, las formas siguen teniendo un lugar importante. Si bien, para el historiador, la estética literaria no debe convertirse en una oportunidad para «crear» (advertencia que parece dispuesta a evitar un impulso natural), ni tampoco en un modo de sustituir con giros literarios lo que la ausencia de documentación impida reconstruir, nada de ello significa que deba descartar de plano cualquier «medio» literario en la presentación de los resultados finales. A este respecto, dice Bernheim en el acápite dedicado a la «exposición» (Darstellung en alemán y que también puede traducirse como «presentación» o «exhibición»):

… no es cometido propio del investigador, como creen algunos, dar a los asuntos formas artísticas o dedicarse a la creación de exposiciones literarias […] la investigación tiene su propia finalidad, que es la obtención de conocimientos, mientras que la exposición tiene como finalidad propia la fiel reproducción de los conocimientos logrados por aquella. Si esto puede obtenerse en forma literaria perfecta, será un nuevo mérito, si bien en cuanto tal sobrepasa el cometido propio y científico del trabajo (Bernheim 179).

Del mismo modo, Langlois y Seignobos, al final del capítulo dedicado a la «exposición», señalan con respecto a «autores alemanes» como Mommsen, Droysen, Curtius o Lamprecht que

toman partido, condenan, exaltan; colorean, embellecen, se permiten consideraciones personales, patrióticas, morales o metafísicas. Y sobre todo pretenden, cada cual en la medida de su talento, hacer obras de arte […]. Lo anterior no significa que la forma carezca de importancia, ni que con tal de hacerse entender el historiador tenga derecho a expresarse en un lenguaje incorrecto y vulgar, descuidado y torpe. El desprecio de la retórica, de los oropeles y la bisutería no excluye el gusto por un estilo puro y firme, rico y pleno […]. El historiador, a la vista de la extrema complejidad de los fenómenos de que pretende dar cuenta, no tiene derecho a escribir mal. Siempre debe escribir bien, pero no empeñarse en hacer literatura (Langlois y Seignobos 295).

Carbia, por su parte, en la «advertencia prologal» de la segunda edición de la ahora titulada Historia crítica de la historiografía argentina (1939), apela a esta misma cuestión y casi con los mismos fines:

En cuanto me ha sido dable, he procurado huir de ese endémico mal americano que consiste en apelar al artificio literario para rellenar, con palabras sonoras y amables –a veces fruto exclusivo de un constante dragar en el diccionario, a la pesca de arcaísmos y de voces de escasa circulación–, todos los vacíos de la sabiduría ausente. Quizá se me tache de acritud por algunas opiniones amargas que consigno, pero, aún reconociendo la injusticia del cargo, sírvame de consuelo la consideración de que cuantos tales piedras me arrojen, no pueden ser otros, sino aquellos que anhelan conservarse, como las frutas, en el almíbar del elogio (Carbia 1939, xvi).

Esta observación, parecería cuanto menos extraña para un historiador en cuya prosa conviven, pese a su innegable pulcritud, no pocos arcaísmos –como evocación y ratificación, tal vez, de su hispanismo harto recurrente– junto con imágenes poéticas propias de la estética modernista: difícilmente, por cierto, hallaríamos algo similar en la escritura de un Levene, un Ravignani o un Molinari. Si bien, una vez más, la diferencia reside entre, por un lado, la «creación» (en cuya actividad está involucrado el «artificio» literario, un elemento que solo compete a la producción de ficciones o, a lo sumo, a la subjetividad inherente del «ensayo literario») y, por otro, las «formas» y el «estilo» que adquiere la narrativa al exponer los resultados de la compulsa del archivo, a fines de los años 1930, los caminos de la historia parecen bifurcarse irremediablemente: mientras el parentesco con la ciencia tenderá a ennoblecerla, su vínculo con la literatura amenazará con degradarla (Jablonka 89). En este sentido, la ruptura que las vanguardias literarias y el revisionismo histórico provocaron con la idea de «representación» donde tal vez se encuentre uno de los motivos que aceleraron tal bifurcación.

En todo caso, el vínculo de la historia con la literatura parece aún más perdurable si nos remitimos a las clásicas historias de la literatura argentina que, desde Ricardo Rojas a Noé Jitrik, han incluido a la historia de la historiografía como parte de su acervo. En la Historia de la literatura argentina (1917-1922) de Rojas, los historiadores ocupan un lugar importante, una inclusión que había sido observada y criticada por Carbia muy tempranamente. A este respecto, el subtítulo Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata no dejaba de ofrecer otra clave, sobre todo, si consideramos el hecho de que los «historiadores» conformaban una parte no menor de su ordenamiento bibliográfico, búsqueda que intentaba establecer un canon y sentar los orígenes culturales de la nación junto a otras obras como Historia de las ideas sociales argentinas (1915) de Juan Agustín García, La evolución de las ideas argentinas (1918) de José Ingenieros o Influencias filosóficas en la evolución nacional (1936) de Alejandro Korn. Por su parte, la Historia de la literatura argentina que dirigió Rafael Arrieta a fines de los años 1950 también comprendía un largo capítulo escrito por Ricardo Caillet-Bois, «La historiografía», inserto en el último volumen de la obra (VI) subtitulado cautelosamente como «Panoramas complementarios». En el primer tomo de Capítulo. Historia de la literatura argentina, Margarita Pontieri firma el ensayo «Concepción de la historia nacional. V. F. López y B. Mitre» (ensayo que no formaba parte de la edición de 1967, sino que fue agregado en la de 1980) sin que luego se retomen aspectos historiográficos en los restantes seis tomos. Lo mismo ocurre a lo largo de los doce volúmenes de la Historia crítica de la literatura argentina que dirigió Noé Jitrik entre 1999 y 2018, donde es posible encontrar diferentes capítulos dedicados a cuestiones específicamente historiográficas.

Así pues, si los elementos literarios no parecían (ni parecen) poder desprenderse con facilidad de la escritura histórica, es algo que también responde al concepto de literatura que circuló entre fines del siglo XIX y principios del XX, precisamente, el momento clave en que la circulación híbrida de saberes comienza a reorganizarse en torno de disciplinas autónomas. Por aquel entonces, la idea de «literatura» aún permanecía asociada a un tipo de respetabilidad propia de las belles-lettres que comprendía todo lo que la retórica y la poética eran capaces de producir. Y no solo la ficción formaba parte de ese megaconcepto, sino también la historia, la filosofía y la ciencia: la «literatura» era, pues, un equivalente de cultura escrita (Compagnon 1998, 31), de cultura impresa y en definitiva de «libro» (Rubione 13), un armazón semántico que, dada la complejidad y diversificación cada vez mayores del conocimiento, debía ser destramado, sobre todo, en beneficio de los territorios académicos del mundo universitario. Tan solo basta recordar el viejo sintagma «literatura histórica» (aún hoy en uso, pero sin sus «peligrosas» connotaciones), empleado por historiadores como Diego Barros Arana a fines del siglo XIX o la célebre discusión de Matthew Arnold con T. H. Huxley en torno de una jurisdicción que se extendía, inclusive, más allá de las belles-lettres: «literatura es una amplia palabra», decía Arnold, «significa todo aquello escrito con letras o impreso en forma de libro. Los Elementos de Euclides y los Principia de Newton son también literatura. Todo el conocimiento que nos llega a través de los libros es literatura» (Arnold 325-326). Si tomásemos como simple muestra el Diccionario general y técnico hispano-americano de Manuel Rodríguez Navas y Carrasco (1113, col. 1), veremos que, aún en 1918, registraba para el vocablo «literatura» cuatro acepciones que reafirmaban aquella asociación. En primer lugar, un «conjunto de composiciones literarias». Luego, el «arte de representar el pensamiento de una manera agradable y amena, por medio de la palabra» y se encuentra comprendida por producciones literarias cuyos «géneros» son «la poesía, la novela, la elocuencia, la Gramática, la Retórica y la Historia». En tercer lugar, el «conjunto de las producciones literarias de un pueblo o edad» y, finalmente, el «conocimiento de las letras o ciencias». Con todo, existe otra yuxtaposición del mundo literario con el de la historia que involucra directamente a Carbia. En 1943, con la ayuda de Juan Francisco Turrens, su «discípulo» de la Universidad de Cuyo, Carbia ofrece la traducción al español de un manual de historiografía universal que, en realidad, provenía de una historia general de la literatura. Si bien a principios de los años 1940, Carbia disponía ya de un repertorio relativamente importante de historias de la historiografía en las obras de Fueter (1911), Croce (1915), Barnes (1937) o Thompson (1942) –autores que no pensaron ni publicaron sus obras como desprendimientos de una empresa literaria, sino como una historia de las obras históricas al interior de la propia disciplina–, elige traducir la Storia della storia de Angelo de Gubernatis (1840-1913) con un título que modificará por entero el original: Historia de la historiografía universal. La obra había aparecido en 1884 como tomo XI de la Storia universale della letteratura (de un total compuesto por dieciocho volúmenes) precedido por el dedicado al Florilegio romantico (X) y seguido por el titulado Florilegio storico (XII). En suma, cabe señalar que la herencia decimonónica había dejado no pocas brechas abiertas. Recordemos, además, que, a fines del siglo XIX, cuando los historiadores comenzaron la gesta de institucionalización del saber histórico, también la literatura y la pintura naturalistas se dieron en tomar la ciencia como un modelo que corregía y enriquecía al arte, razón suficiente, sin duda, para que los descendientes de Tucídides construyesen y endureciesen la secesión de todo lo vinculado con el mundo de las bellas letras (Novick 64 y ss). Precisamente, este divorcio intentará consumarse mediante los tres pilares clásicos: el ideal de objetividad, la fuente documental y el medio profesional (Jablonka 71 y ss).

Hacia una estética católica

Junto con la circulación semántica del concepto literatura y los conflictos de jurisdicción que planteó y legó el naturalismo, deberíamos agregar, en el caso de Rómulo Carbia, una sensibilidad literaria que, de una u otra forma, se filtraba de modo subterráneo en la definición de los postulados metodológicos que ofrecía como portavoz de la NEH. Esta propensión hacia lo literario no solo se originaba en un interés manifiesto por las buenas formas en la escritura y por un interés en la «sana» experimentación poética, sino que también se enlazaba con una concepción de belleza que entendía congénita a la propia moral católica. En un discurso que brindó el día de Santa Rosa de Lima en la Academia del Plata en 1925 –recordemos, el año en que apareció la primera edición de su Historia de la historiografía argentina–, Carbia elabora la crítica de una literatura por entonces emergente que no llega a mencionar de manera explícita, pero que, al parecer, está dispuesta a romper con los cánones estéticos más tradicionales: era evidente que se estaba refiriendo a la irrupción de las vanguardias de los años 1920. Adelantándose a una serie de diatribas que enunciará la revista Criterio bajo la dirección de Gustavo Franceschi y frente al extravío que ocasionaba aquella «inmoralidad literaria», asociada con la protesta y montada por «la máquina toda de la publicidad» que afectaba tanto a la «niña colegial», a la «señorita empleada» como al «joven que cursa los años del colegio nacional», Carbia propone recuperar el verdadero sentido de la belleza, una belleza que solo está «donde, adolorida o no, rima al unísono con la armonía universal que ha cantado el salmista». Y luego lanza toda su artillería admonitoria:

Yo no acierto a explicarme por qué el ingreso en el mundo literario va siendo entre nosotros equivalente al rompimiento con Dios y a la pérdida de todo sentido moral […] Orientar el criterio en el sentido católico, fomentar las vocaciones literarias bajo la égida del Espíritu Santo, demostrar con hechos, cómo la belleza no está reñida con Dios –con Dios, señores, que es la belleza misma–; suplantar la literatura pesimista y perversa por otra que tenga la frescura de una mañana estival y la exquisitez de un panorama de égloga: he aquí, señores, lo que debe ser, y lo que ya viene siendo, el programa de nuestra Academia Literaria del Plata (Carbia 1925a, 243).

Una idea de moralidad esencialmente bella que conduce por vía directa a Dios e, implícitamente, a la «verdad»: estilos y recursos que Carbia también empleaba de manera indistinta en sus proclamas, fueran religiosas o historiográficas. Según señala, esta nueva literatura marcaba una fisura en el seno de las creencias católicas más acendradas puesto que no eran pocos los creyentes que se veían seducidos por tal «peligro»:

«Como deseo que mis palabras no sean una siembra en el viento, os invito a todos, autores y lectores, a que examinéis el fondo de vuestras emociones literarias, y a que advirtáis el precipitado que ellas van dejando en vuestro espíritu. Si os aproximan a Dios, ahondando vuestros sentimientos cristianos, repudiadlas porque estáis en el peligro. No os hablo yo: os habla la Iglesia por mi boca» (245).

 Ahora bien, si este «mundo literario» también involucraba el saber histórico cuya conversión en disciplina era una de las variables que permitía diagramar una verdadera profesionalización, ¿es posible que a mediados de los años 1920 este proceso también se haya visto diferido en aras de conservar un costado literario que lograse preservar los resabios de moralidad que aún subsistían en la civilización? Recordemos que las urgencias de estos años no eran los de la época del Manual de 1917 cuando, bajo el clima de la discusión con Groussac aún candente y con un asiento institucional en curso, el dispositivo científico requería mucha más contundencia a la hora de excluir la «impresión estética» del relato histórico. Si bien, en este discurso de 1925, Carbia se concentra solo en la crítica a la expansión de una literatura «inmoral» así como en prevenir a todos los católicos de aquel avance, el tipo de explicación que ofrece no solo involucra cuestiones de lectura poco edificantes, sino también una concepción estética de lo bello cuya asimilación con Dios parece afectar todo el universo de las letras. En definitiva, resulta difícil imaginar en Carbia una auténtica escisión entre aquel acceso a la verdad y la presencia de un Dios cual «belleza misma», una verdad que preexiste y envuelve todas sus actividades con un sentido de misión del que, difícilmente, cabría excluir a la historia.

Conclusión: El Premio Nacional de Literatura como condensación de una polémica

En este sentido, el sistema de promoción y visibilidad del campo cultural argentino de estos años podría ofrecer otra clave no exenta de intervención eclesiástica. A este respecto, recordemos que la Historia de la historiografía argentina de Carbia ganó en 1927 el tercer Premio Nacional de Literatura (correspondiente al 1925), tras la novela de Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast), Desierto de piedra, y El Capitán Vergara de Roberto J. Payró, situación que colocaba su obra en una escena pública que compartía y competía en y con el universo literario y a cuya candidatura, recordemos, solo podían aspirar aquellos escritores que ya estuviesen consagrados. La revista Caras y Caretas lo anunció sutilmente y en un orden nada inocente:

«Los premios nacionales de estímulo a la literatura, correspondientes a 1925, recayeron en tres figuras de gran prestigio: Payró, el caballeroso y sutil periodista y literato; Martínez Zuviría,[16] el fecundo novelista popular, y el doctor Carbia, historiógrafo de profunda erudición».[17]

Sin embargo, la revista Claridad expresó su indignación frente al hecho de que Payró ganase el segundo premio, pero, sobre todo, de que Martínez Zuviría, «vulgar traficante de las letras», hubiese ganado el primero. Y así continúa:

«El tercer premio fue concedido a Rómulo Carbia, con detrimento de Alberto Gerchunoff, escritor con méritos más evidentes que el del recopilador de historiografías. En este fallo absurdo se ve, a todas luces, la influencia clerical. Martínez Zuviría, Carbia, lo son. Payró, en cambio, al que se le escamotea un primer premio que nadie podría disputarle, es un espíritu nuevo, una mentalidad libre».[18]

En efecto, esta elección había provocado un gran escándalo entre los escritores para quienes no resultaba meritorio que un narrador como Payró o un dramaturgo como Gerchunoff compitiesen por el premio con un mero «recopilador de historiografías». Si bien el rechazo también se funda en la sospechosa filiación religiosa de Wast y de Carbia, algo que el diario Crítica parodió sin tapujos en, al menos, dos ocasiones sucesivas (fig. 1), lo que en verdad resultaba inadmisible era que un escritor de la talla de Payró ganase el segundo premio por lo que se levantaron proclamas públicas y actos de desagravio en su favor (Gilman 59 y ss).

Fig. 1 Primera plana en Crítica, domingo 3 de julio de 1927

La revista Nosotros, por su parte, también se sumó a la crítica a través de una verdadera declamación donde exponía la necesidad de considerar «literatura» a un espectro de producción más especializado (Hart 175-176). Permítasenos citar ese largo e importante pasaje:

… merecen ser aplaudidos los votos con que los señores Korn y Noé afirmaron otros valores estrictamente literarios – Fernández Moreno, Gerchunoff, si bien con la salvedad de nuestra parte de que el libro que obtuvo el tercer premio, la Historia de la Historiografía argentina, hasta ahora único en su género en el país, no es indigno de aquella recompensa. No queremos hilar muy delgado al buscar las razones de ese fallo; no queremos averiguar si, como se ha supuesto, él tiene concomitancias con la influencia clerical ahora tan manifiesta en muchas esferas: nos basta saber que de los tres jurados de la mayoría […] dos no tienen voto en materia literaria, aunque el gobierno se lo haya acordado. Vamos a explicarnos. Hasta que aquí no se convenzan quienes deben, que juzgar en tales materias es un oficio o una aptitud mental en los cuales también hay que adiestrarse por la especialización y el ejercicio, y que no es suficiente haber sido o ser hombre de gobierno, buen orador, persona culta y sagaz, para acertar a discernir cosa tan delicada como son los valores poéticos, de composición, de estímulo y todas las menudencias y exquisiteces del arte, siempre debemos lamentar estas equivocaciones, aún descontando la buena fe.[19]

Si bien Nosotros considera que la obra historiográfica de Carbia (recordemos, uno de sus asiduos colaboradores) no es «indigna» de la recompensa, lo cierto es que su inclusión allí no dejaba de afectar el proceso de distinción, por ende, si así decidimos llamarlo, de profesionalización que atravesaban los escritores de literatura en sentido restringido. En cualquier caso, respecto de la influencia clerical que seguramente intervino en la definición del primer y tercer premio, ¿qué perseguía la Iglesia más allá de extender su predominio en vastas zonas de la cultura? Si las preocupaciones de Carbia están consustanciadas con los de una institución de la que se quiere portavoz «en un momento de inquietud, de zozobra, de turbulencia y de muerte, por el que va atravesando, como una barca absurda en un enloquecido mar de Tiberíades, todo el conjunto de la civilización occidental» (Carbia 1925a, 241), bien cabe imaginar el tipo de literatura «inmoral» que debe quedar fuera de cualquier consagración. En este sentido, algunos sectores de la Iglesia parecían favorecer la preservación de un sistema cultural donde la literatura continuase funcionando como una gran bóveda indiferenciada para todo género de escritura. Si un sistema de esta naturaleza impedía que los escritores de ficción accediesen al grado de profesionalización que requería su actividad poética, cabría preguntarse cuán sujeta estaría la profesionalización de los propios «historiadores» a este tipo de condición.[20]

Precisamente, la revista Síntesis. Artes, Ciencias y Letras (y en cuyo consejo de redacción estaban Coriolano Alberini, J. Rey Pastor, Carlos Ibarguren, Arturo Capdevila, Emilio Ravignani, Martín S. Noel y Jorge Luis Borges) también había aludido al premio, pero concentrándose en el tercer lugar que obtuvo Carbia y bajo un título por demás elocuente «La historiografía y los premios a las bellas letras» que, por cierto, no encontraba incomodidad ni contradicción alguna entre la naturaleza del galardón y la obra del premiado, hibridez que no deja de invocar el espíritu de la revista y de toda la problemática que aquí abordamos.

Si el jurado pudo haber tenido alguna vacilación acerca de los primeros dos premios (no faltan quienes sostengan que la fecundidad se impuso al talento), no ha de haber tenido la mayoría de sus miembros ninguna duda sobre el candidato al tercero. El hecho de que haya otorgado esta distinción a la primera parte de una obra todavía inconclusa, probaría que sus méritos son de una evidencia incontestable. Acaso si ella estuviera ya completa se le habría conferido el título de primera entre las publicadas en el año aludido. Cuando Ricardo Rojas publicaba los cuatro tomos de su Literatura argentina, se presentó al concurso nacional de letras recién cuando la obra íntegra estuvo editada. El señor Carbia no esperó con la suya hasta la terminación. Convencido de que su valor es indiscutible, renunció generosamente a un posible primer premio que esa convicción le permitía esperar. En todo caso, los volúmenes siguientes le ofrecerán otras tantas posibilidades, no por lo que signifiquen económicamente, sino en cuanto a la consagración que el premio nacional importa.[21]

En todo caso, tal como ha señalado Claudia Gilman (2006), la situación de los premios siempre había sido confusa debido a la falta de claridad en la reglamentación y a las ambigüedades de la decisión puesto que no se sabía exactamente si se premiaba la producción global de un escritor o la obra que publicó ese año. Lo que sí quedaba claro es que, como «marca de la progresiva profesionalización del campo de la cultura», el Premio Nacional de Literatura reunía en su seno no solo a los escritores de ficción o a los «ensayistas críticos», sino a los «escritores» en general. De hecho, Carbia no fue el único en ganar el premio bajo este tipo de rúbrica. Más allá de la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas (obra ganadora en 1923) y de Las ideas estéticas en la literatura argentina de Jorge Max Rohde (segundo premio en 1926) que, desde luego, no dejan de pertenecer a un universo literario ya claramente connotado, recordemos que el segundo premio correspondiente al año 1927 fue ganado por Juan B. Terán con las obras El nacimiento de la América española y La salud de la América española, el tercero de 1929 por Enrique de Gandía gracias a sus trabajos Historia del Gran Chaco, Historia de los mitos de la conquista americana y La ilusión errante, y de los correspondientes al año 1930, el primero recayó en el Juan Manuel de Rosas de Carlos Ibarguren. Y si extendiésemos la cronología aún más, deberíamos decir que aún en 1958 lo ganará Diego Luis Molinari: trabajos, en suma, sobre los cuales no cabe imaginar ninguna prosa poética. En todo caso, en vísperas de una profesionalización de los «escritores» que aún no se había consumado, el juego de las denominaciones favorecía la intersección entre ambas dimensiones, mientras el sintagma «literatura» seguía conservando un halo híbrido de respetabilidad y visibilidad públicas que, de un modo u otro, afectaba y, tal vez, retrasaba, la profesionalización de la propia historia.◊

 

Fuentes

Diarios y revistas consultados

ABC (Madrid)

Bulletin Hispanique (París)

Journal de la Société des Américanistes (París)

Caras y Caretas (Buenos Aires)

Claridad (Buenos Aires)

Critica (Buenos Aires)

Hispanic American Historical Review (Los Angeles)

La Gaceta Literaria (Madrid)

Nosotros (Buenos Aires)

Síntesis. Artes, Ciencias y Letras (Buenos Aires)

The American Historical Review (Washington)

 

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Notas



[1] El término «nueva escuela histórica argentina» fue utilizado por primera vez por Juan Agustín García en 1916 («Advertencia» 5-6).

[2] Recordemos que estas lecciones datan de 1857, pero que no se publicaron hasta 1936.

[3] La versión española de Pascual Galindo Romeo apareció en 1937 en la colección «Ciencias Históricas» de la Editorial Labor de Barcelona.

[4] La versión española fue publicada en Madrid en 1913 por Daniel Jorro Editor y estuvo a cargo de Domingo Vaca.

[5] La versión española también la realizó Domingo Vaca para Daniel Jorro Editor y se publicó en 1911 bajo el título Teoría de la historia. Producida en el marco del neokantismo de Baden, era la primera obra que Xenopol (de origen rumano) publicaba en francés.

[6] El manual alemán contaba con una versión abreviada en italiano de 1897 y, tanto el rumano como el francés, con una traducción completa al castellano desde 1911 y 1913 respectivamente.

[7] En las «Historical News» de The American Historical Review (vol. XXIV, n.º 1, octubre de 1918, p. 182) se anunciaba: «Professor Romulo D. Carbia and other members of the faculty of philosophy in the University of Buenos Aires have co-operated in the production of a Manual de Historia de la Civilización Argentina, of which the first volume has been published (Buenos Aires, Fransetti, 1917)». En octubre de 1915, The American Historical Review también había aludido a la Historia eclesiástica del Río de La Plata en sus «Historical News» (p. 224).

[8] «Recent Publications», Hispanic American Historical Review, vol. I, n.º 3, agosto de 1918, p. 383.

[9] Cf. Robert Ricard et Georges Cirot 1937, p. 433.

[10] Rivet 1922. Las referencias a Carbia se encuentran en las páginas 369, 397 y 437.

[11] Esta hipótesis puede encontrarse en Fernando Devoto. La historiografía argentina en el siglo XX (I), pp. 13-14 y en la reedición de esta última obra donde Devoto reescribe el Estudio preliminar y refuerza su tesis anterior: Fernando Devoto (compilador). La historiografía argentina en el siglo XX. Buenos Aires: Editores de América Latina, 2006, pp. 16-17. Asimismo, cf. el capítulo de Nora Pagano en Fernando Devoto y Nora Pagano. Op. cit., con una posición mucho más matizada con respecto a los ideales de profesionalización (pp. 169-170).

[12] Sobre la «profesionalización» del «ensayo crítico», cf. Blanco 451-486.

[13] Con todo, si para Carbia se trata de un escrito académico que puede funcionar como antecedente en la discusión, para Aníbal Ponce no es sino una verdadera «boutade, llena de gracia y herejía» (1921, 528-529) escrita, agregamos nosotros, como una irónica respuesta a La historia considerada como ciencia (1894) de Paul Lacombe.

[14] Del mismo modo, cuando el norteamericano Harry Elmer Barnes presentó su trabajo de 1937 señalaba: «Este libro es una introducción a la historia de la escritura histórica. Presenta un estudio del desarrollo del arte y la ciencia de la escritura histórica desde los primeros días de nuestra era visto a través de todas sus relaciones con el trasfondo cultural y las fuerzas intelectuales que han condicionado su evolución» (Barnes, A History of Historical…,  vii).

[15] En este sentido, tal como lo señala Louis Mink, «la evidencia no dicta qué relato ha de construirse […]. Cuando la cuestión es el tratamiento narrativo de un ensamble de interrelaciones, le atribuimos mérito a la imaginación, a la sensibilidad o la percepción de cada historiador. Debe ser así dado que no hay reglas para la construcción de las narrativas, como sí las hay para el análisis y la interpretación de la evidencia» (Mink, La comprensión histórica 161).

[16] Sobre Gustavo Martínez Zuviría y el mundo de la intelectualidad católica de la primera mitad del siglo XX: Cf. Gramuglio, Historia crítica…, 463-471.

[17] «Los Premios Nacionales de Literatura», Caras y Caretas (Buenos Aires), n.º 1501, 9 de julio de 1927, p. 98.

[18] «Notas y comentarios. El Premio Nacional de Literatura», Claridad (Buenos Aires), año VI, n.º 138, 10 de junio de 1927, p. 5a.

[19] «Los premios nacionales de literatura de 1925», Nosotros (Buenos Aires), vol. LVI, n.º 218, 1927, pp. 594-595.

[20] La noticia de los premios tuvo también cierta repercusión en España. La Gaceta literaria de Madrid señaló (a partir de lo informado por la revista Nosotros) cuáles habían sido las preferencias del jurado: «El primer premio ha sido otorgado por la mayoría a la novela de Hugo Was [sic], «Desierto de piedra». Julio Noé votó por Roberto J. Payró. El doctor Alejandro Korn, por Fernández Moreno. El segundo premio lo obtuvo «El Capitán Vergara», de Payró. El tercero, la «Historia de la Historiografía argentina», de Rómulo D. Carbia. Para el segundo premio obtuvo dos votos Fernández Moreno, los de Korn y Noé. Para el tercero, un voto Alberto Gerchunoff: el de Noé» [n.º 18, 15 de setiembre de 1927, p. 5]. También el diario ABC de Madrid del jueves 30 de junio de 1927 [p. 30] se hizo eco de la noticia con un contenido similar al de La Gaceta literaria.

[21] L. D. «La historiografía y los premios a las bellas letras», Síntesis. Artes, Ciencias y Letras (Buenos Aires), año I, n.º 3, agosto de 1927, p. 120. Las iniciales del autor seguramente corresponden a León Dujovne.