Tema Central
Pensar y concebir la distancia: una reflexión sobre los espacio-tiempos de los imperios ibéricos (siglos XV-XIX)[1]
Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 7, núm. 13, 2021
Recepción: 27 Septiembre 2021
Aprobación: 16 Noviembre 2021
Resumen: El propósito de las siguientes páginas es reflexionar sobre la posibilidad de escudriñar y comprender el tejido espacio-temporal de los imperios ibéricos. Partimos de una formulación teórica preliminar y aproximativa para luego evocar un conjunto de situaciones concretas en las cuales dichos espacio-tiempos pueden ser identificados, valorados y, eventualmente, ubicados dentro de una periodización que incluya los siglos XV-XIX.
Palabras clave: espacio-tiempo, Imperio portugués, Imperio español, distancia, historia colonial.
Abstract: The aim of this article is to reflect upon the possibilities of a comprehensive study on the space-times in the Portuguese and Spanish colonial empires. First, it discusses some theoretical frames; second, it offers some empirical examples of space-times that can be identified on 15th-19th centuries.
Keywords: space-times, Portuguese empire, Spanish empire, distance, colonial history.
1. Una demanda historiográfica
La historiografía integrada sobre los imperios coloniales ibéricos se ha tornado cada vez más abundante y calificada. Durante los últimos años, contextos y fenómenos específicos que ya habían sido estudiados ganaron nuevos significados historiográficos, y se los ubicó dentro de marcos mayores enfocados también desde perspectivas más micro (Xavier et al 2018; Bouza et al 2019). Además, una cuestión muy bien planteada por Guillaume Gaudin para el Imperio español, se extendió perfectamente al Imperio portugués: «¿cómo fue posible que una entidad política que tenía un territorio extenso y disperso, con medios técnicos y humanos limitados, lograra mantener su autoridad durante tantos siglos?» (Gaudin 31). Dentro de este panorama, el tema de las distancias, aunque no sea nuevo, aún parece recibir poca dedicación por parte de los historiadores; y si consideramos este tema desde sus articulaciones con la época de los imperios, constataremos que las distancias temporales fueron aún menos contempladas, lo que parece haber creado un problema: en los mundos ibéricos entre los siglos XV y XIX, los espacios y, más específicamente, las distancias, siempre fueron pensados a través de sus tiempos.
La premisa de que toda sociedad se estructura a partir de una pluralidad de tiempos simultáneos, dinámicos y asimétricos, dado que establecen relaciones jerárquicas entre sí, puede y debe extenderse al espacio: no existen realidades sociales que no procreen una pluralidad de espacios (Braudel 1976; Koselleck 1993; Lefebvre 1974; Harvey 2006). Sin embargo, no se trata de una afirmación abstracta, puramente teórica, ya que la historia de la humanidad siempre ha mostrado no solo el carácter concreto de tales estructuras espaciales y temporales —donde la propia historia se vuelve inteligible—, sino también una profunda inseparabilidad entre ambos: espacios y distancias siempre han sido concebidos con la ayuda de intervalos y concepciones de tiempo y, a su vez, estos siempre han encontrado en los desplazamientos, las apropiaciones y las representaciones humanas del espacio, su necesario complemento.
El propósito de las siguientes páginas es reflexionar sobre la posibilidad de escudriñar y comprender este tejido tan fundamental de los imperios ibéricos: sus espacio-tiempos. Partimos de una formulación teórica preliminar y aproximativa para luego evocar un conjunto de situaciones concretas en las cuales dichos espacio-tiempos pueden ser identificados, valorados y, eventualmente, ubicados dentro de una periodización.
En primer lugar, la definición: entendemos por espacio-tiempo una construcción social, una noción, concepción, representación, concepto (Pimenta 2018) o acción concreta con relación al espacio que se fundamente en, y no solo se asocie con, alguna forma de tiempo. Evidentemente, esto no significa que todo espacio social ocurre en la misma medida temporal ni que cada una de las formas de tiempo sea espacial, en idéntica medida; tampoco se pretende privarles a los dos fundamentos más importantes de la historia sus respectivos grados de autonomía (sea como acción humana o como conocimiento humano). La intención es proponer una contraposición de situaciones en las cuales el espacio efectivamente se hace tiempo; situaciones que pueden ayudarnos a comprender dimensiones aún poco conocidas en la historia de los imperios ibéricos.[2]
Preocupado por una «geografía histórica de la experiencia del espacio y del tiempo en la vida social» marcada en el mundo contemporáneo por, entre otros fenómenos, lo que él denominó una «compresión espacio-temporal», David Harvey, valorando posiciones previas de autores como Dilthey y Durkheim, afirma que: «la conclusión a la que deberíamos llegar es, simplemente, que ni al tiempo ni al espacio se les pueden asignar significados objetivos sin considerarse los procesos materiales, y que solo investigándolos podemos fundamentar adecuadamente nuestros conceptos sobre los mismos» (Harvey 1992: 293 y 189). A dicha afirmación, le añadimos: tampoco puede entenderse al espacio y al tiempo sin tenerse en cuenta sus procesos intelectuales. La expansión europea que se inició a fines del siglo XV fue tanto material como intelectual, y sus espacio-tiempos no solo revelan dos dimensiones paralelas de la realidad social, sino dos dimensiones entrelazadas.[3] Desde esta perspectiva, el problema específico de las distancias puede verse como la atribución de valores variables a intervalos de tiempo en los que se basa la acción humana sobre espacios que, a partir de esta acción, se territorializan; y la construcción simbólica de dichos espacios jamás fue un fenómeno aislado de su ocupación y transformación práctica, efectiva. En este sentido, volvemos a Harvey y a tantos otros: la territorialización se entiende como una dinámica histórica de construcción económica, política, demográfica y cultural de espacios que —insistimos— en el caso de los territorios imperiales ibéricos a los que nos hemos dedicado, también son fuertemente temporalizados.
En los imperios ibéricos, estos espacio-tiempos parecieron adquirir tanto una condición de fenómenos más o menos circunstanciales en contextos más amplios, como de estructuras —o sea, de tendencias históricas de lenta transformación y, por el hecho de que también abarcaron e impactaron otras dimensiones de la realidad social, condicionaron parte de sus existencias—. Es decir, nos estamos refiriendo a estructuras siempre históricas, dinámicas y humanas, tanto materiales como intelectuales. Y, por lo tanto, importa que reubiquemos aquello que en nombre de los espacio-tiempos, escapa parcialmente de la acción humana y se constituye en importantes elementos para las unidades políticas, económicas y culturales tan amplias como las que España y Portugal comenzaron a construir a fines del siglo XV; elementos que serán mitigados por el progresivo aumento de la mecanización del mundo industrial desde finales del siglo XVIII.
2. Espacios históricos y espacios meta-históricos
En un famoso pasaje de su «XVII Sermón del Rosario», el padre Antonio Vieira trataba de justificar divinamente el comercio de esclavos de África occidental a Brasil a mediados del siglo XVII:
«Algún gran misterio guarda esta transmigración, más si notamos que es tan singularmente favorecida y asistida por Dios, siendo que no hay en el océano navegaciones sin peligros ni vientos contrarios, solo cuando se saca a estas personas de sus patrias y se las trae al ejercicio del cautiverio, siempre con viento en popa y sin cambiar las velas» (Alencastro 63).
El gran misterio se devela fácilmente al saber que en el siglo XVII la combinación de vientos y mareas facilitaba la navegación entre la costa occidental del África subsahariana y la costa de Brasil, formando una especie de gigantesco y continuo remolino que, ubicado en el medio del Océano Atlántico, giraba en sentido antihorario. Esta fuerza natural aún existe, pero resulta insignificante en un mundo plagado de viajes marítimos y aéreos motorizados. En el siglo XVII, sin embargo, la observación de esta fuerza natural era una condición sine qua non para una buena gestión del altamente rentable comercio de esclavos que abastecía a los territorios americanos, no solo para Portugal y España, sino también para Holanda, Francia e Inglaterra. Los emprendimientos coloniales europeos dependían del control humano de una situación sobrehumana.
He aquí un ejemplo cristalino de lo que, en términos teóricos, Reinhart Koselleck denominó una articulación entre espacios históricos y condiciones espaciales meta-históricas. En sus palabras: «el espacio es algo que debemos presuponer metahistóricamente para cualquier historia posible y, al mismo tiempo, se hace histórico a medida que cambia social, económica y políticamente» (Koselleck 2014: 77). Lo metahistórico y lo histórico aparecen como dos polos organizadores de lo real, y no dos realidades puras, estancadas o exclusivas; si lo preferimos, se trata de dos construcciones ideales, que nunca se realizan plenamente como tales, pero que nos sirven para aproximarnos a lo real y significarlo. El Atlántico Sur, en el que Vieira veía la mano de Dios en beneficio del comercio de los seres humanos, es un espacio metahistórico, en el sentido de que no se trata de una creación humana, el cual se impone sobre la acción humana, la que a su vez interactúa con él, transformándolo en un espacio histórico o, en otras palabras, territorializándolo. Si el espacio es histórico, también es un espacio-tiempo: después de todo, ¿alguien podría creer que si los navíos negreros hubiesen demorado no de treinta a cuarenta días para cruzar el Atlántico (www.slavevoyages.org), sino tres o cuatro meses, Vieira hubiese visto la mano de Dios en aquel espacio? La referencia temporal es esencial para la calificación de ese espacio, y se basa en otros espacio-tiempos del mismo contexto.
Si la historicidad y la metahistoricidad del espacio-tiempo nunca se excluyen por completo —al menos en el estudio de la historia—, puede verse en la concreción de estos fenómenos una permanente oscilación: situaciones donde la naturaleza se imponía al hombre y otros donde ocurría lo contrario. No nos interesa detallar tales situaciones, como si esto fuera posible; lo que nos importa es pensar en la posibilidad de que esta oscilación permanente albergaba mediaciones entre pensamientos y acciones humanas en relación con los espacio-tiempos de los mundos ibéricos. Dicho de otra manera: tales espacio-tiempos históricos, con sus condiciones parcialmente metahistóricas, no eran tan solo factores condicionantes del pensamiento y de la acción humana ni tampoco el simple resultado de ambos: eran el plasma que le otorgaba concreción e inteligibilidad a las formas de territorialización que, desde siempre, fueron una de las estructuras más importantes de los imperios ibéricos.
La idea de vencer la distancia surgió de esa oscilación espacio-temporal entre lo histórico y lo metahistórico dentro de los procesos de territorialización: una voluntad humana o una acción que implicaban malestar, rechazo, reacción a una situación considerada negativa. Así, esta concepción de superar la distancia puede entenderse como 1) intentos de acelerar una situación anómala considerada indeseable; 2) formas límite de tensión, capaces de transformarse en eventos cargados de un potencial disruptivo de la propia unidad en la cual ese vencer se insertaba.[4]
¿Resulta posible establecer los principales hitos en la historia de esta territorialización, una historia llena de intentos de superar la distancia, pero en la mayoría de los casos, sin que implicaran rupturas significativas en los equilibrios espacio-temporales previamente establecidos? ¿Es posible esbozar una especie de cronología de los espacio-tiempos imperiales ibéricos? Si se trata de fenómenos concretos, la respuesta a ambas preguntas es positiva, por lo que es necesario intentarlo, aunque sus resultados solo puedan ser, por el momento, apenas un bosquejo.
3. Intento de periodización
Durante décadas, muchos autores han caracterizado la expansión ibérica de los siglos XV y XVI a partir de su decisiva contribución para un progresivo, aunque radical cambio en la visión del mundo (O’Gorman 1992; Holanda 1992; Gruzinski 2014). Mientras que, desde la perspectiva europea, el mundo fue creciendo, ampliando sus fronteras hasta rincones apenas imaginables o totalmente desconocidos, el mismo mundo también fue acortando las distancias. En tal sentido, los viajes, los relatos de viajes, las representaciones de los nuevos espacios (incluyendo los mapas) y de sus habitantes, así como también la efectiva explotación colonial, actuaron concomitantemente. El planeta se volvió conectable de este a oeste, las latitudes fueron dominadas antes que las longitudes y la imposición eurocéntrica de los valores económicos se llevó a cabo en simultáneo con la de los valores culturales. La tecnología no creó esta gran transformación, pero se mantuvo a su servicio, en ocasiones reforzándola y haciéndola llegar a nuevos horizontes (Crosby 1999; Moraes 2000).
La expansión ibérica también favoreció una gran diversidad de modos de territorialización. En los imperios portugués y español pueden observarse formas de ocupación humana del espacio que iban desde simples fuertes o puestos, hasta otras más complejas y estables como aldeas, pueblos o ciudades, capitanías, provincias, virreinatos y estados. A veces, estas formas resultaban de las conquistas militares; otras, de acuerdos políticos y comerciales establecidos con las poblaciones nativas, o incluso de transformaciones del paisaje debido a la agricultura y la minería. Todas estas posibilidades variaban en cuanto al grado de adquisición formal de los espacios y de su subordinación a algún tipo de jurisdicción oficial, incluyéndose situaciones en las cuales la presencia humana carecía de cualquier formalización político-jurídica. Y en todas, las negociaciones y los conflictos provocaron el surgimiento de jerarquías, donde los poderes de origen europeo —también bastante diversificados— tendieron a imponerse en relación con los de origen autóctono (Cardim y Hespanha 52, 64, 89; López-Cordón 2018; Bicalho y Monteiro 210).
Nuevos territorios, nuevos espacio-tiempos, traducidos en nuevos flujos, desplazamientos, distancias de ser superadas. Pero no todo es novedad. Algunos tiempo-espacios permanecieron, hubo distancias en las que nadie interfirió y estructuras políticas, económicas e intelectuales que perduraron en el tiempo. El descubrimiento portugués de la Carrera de Indias, entre 1497 y 1499, o la expedición española de circunnavegación, entre 1519 y 1522, por ejemplo, es evidente que no tuvieron los mismos y simultáneos impactos en todas partes; pero la expansión de nuevos ciclos de nomos de la tierra —según la definición de Carl Schmitt— también se abrió en dirección a los mares (y antes de llegar, a fines del siglo XIX, también a los aires): pues nuevas áreas se fueron incorporando efectivamente ante las lógicas jurídicas pretéritas que, allí, fundaron nuevas prácticas (Schmitt 2014). Desde esta perspectiva, el proceso culminó en el siglo XIX con el advenimiento de los ferrocarriles y de la navegación a vapor, inseparables de los relojes mecánicos en su modalidad portátil, precisa y universal, que eran los cronómetros; y que también resultó en la unificación del globo terrestre bajo un sistema de horas, siguiendo las coordenadas espaciales (Withrow 1993; Holford-Strevens 2005). Sin embargo, el mundo continuó siendo un conjunto de mundos, aunque con grados de aproximación completamente inauditos en la historia de la humanidad. Y si esta globalización no fue inmediata ni única, ni tampoco tuvo una fecha de nacimiento exacta, no engendró una única unidad espacio-temporal,[5] sino una articulación de varias, con jerarquías y asimetrías, presentando una tendencia general de superposición progresiva entre múltiples espacio-tiempos. Por lo tanto, existe una recomposición de estos espacios, con oscilaciones cada vez más veloces entre sus dimensiones histórica y meta-histórica: al final de cuentas, incluso con el advenimiento del industrialismo capitalista, la naturaleza nunca fue del todo dominada por la acción humana. La propia acción humana es capaz de desdoblarse en nuevas situaciones incontrolables, o sea, en nuevas condiciones espaciales meta-históricas.[6]
Entre los siglos XV y XVIII, las monarquías ibéricas crecieron en tamaño, profundizaron su territorialización dentro de los límites establecidos con anterioridad —aunque no necesariamente bien demarcados—, aumentaron su diversidad interna (inclusive la económica), crecieron en población, ampliaron la centralidad de sus aparatos administrativos y aumentaron la densidad de sus redes comerciales y de comunicación (Cardim y Hespanha 2018, 51; Bicalho et al 2017; Cardim y Baltazar 2017; Araujo 2017; Guapindaia 2019). Todos estos factores fueron cruciales para las dinámicas espacio-temporales, ya que acortaron distancias, aumentaron el número y frecuencia de conexiones y aceleraron los tiempos; sin embargo, como ya lo hemos señalado, también se registraron períodos en los cuales esas dinámicas espacio-temporales se estancaron y se estabilizaron sin sufrir cambios notables. En otras palabras, durante cuatro siglos tales dinámicas no presentaron un telos. Y cuando se rompieron estos espacios-tiempos, nuevas expectativas se abrieron para vencer las distancias.
Por lo tanto, esta periodización generalizada precisa ser complejizada con una gran diversidad de matices. En el caso de la territorialización portuguesa, hubo una contracción brutal durante el período de la Unión Ibérica (1580-1640), debido a la pérdida de enclaves asiáticos en la lucha global contra los holandeses, parcamente compensada por una tímida ampliación territorial americana, sobreestimada por los historiadores nacionalistas brasileños que veían en la acción de los llamados bandeirantes[7] de San Pablo, la supuesta formación de un embrionario territorio brasileño que, en realidad, estaba lejos de beneficiarse de una actividad fundamentalmente depredadora y destructiva.[8] Más significativos fueron los avances territoriales durante el siglo XVII sobre tierras y poblaciones indígenas relacionados en parte a la acción guerrera de estos mismos bandeirantes, y en parte a la expansión de la ganadería (Puntoni 2002). Con la restauración de 1640 y la reorientación atlántica del Imperio, se observa una nueva territorialización con expansión comercial sobre el continente africano relacionada con el aumento de la trata de esclavos, así como un acortamiento significativo de distancias, ya que la navegación era más rápida entre Portugal, América y África occidental que la de cualquiera de estas regiones con Asia. En la última década del siglo XVII y primera del XVIII, un contundente movimiento de interiorización del proceso colonizador en América derivó en el descubrimiento de yacimientos auríferos, primero en Minas Gerais, luego en Mato Grosso y Goiás, generando un gran flujo inmigratorio del reino europeo hacia América, así como los propios movimientos de migración interna, todos en dirección a su interior. Poco después, los tratados de límites con España, sus avances y retrocesos, y diversas medidas reformistas implicaron una nueva interiorización territorial en América, así como la expansión del poder real con su avance sobre las poblaciones indígenas convertidas a la condición de vasallos (la extensión del poder real sobre Angola también se produjo, pero en una escala mucho menor). La política de exterminio de esas poblaciones fue reanudada principalmente a partir de 1808, cuando la Corte llegó a Río de Janeiro y se conquistaron nuevos territorios. Pero para navegar entre Portugal y América a principios del siglo XIX se demoraba prácticamente lo mismo —un mes y medio o dos— que a inicios del siglo XVI, aunque los significados sociales de este intervalo de tiempo se hayan transformado (Mauro 111-115; Cardim y Hespanha 87; Bicalho y Monteiro 214; Fragoso y Monteiro 16; Morel 2018). Si en muchos espacio-tiempos pueden observarse diversas dinámicas, en este en particular, tan crucial para la textura general del Imperio desde, por lo menos 1640, se percibe una estabilidad considerable y longeva, parcialmente interrumpida por el aumento de viajes en las rutas marítimas.
Los matices del Imperio español no son menos numerosos: al movimiento general de expansión territorial le acompañó un errático proceso de avances y retrocesos en diversos aspectos. A finales del siglo XV, la territorialización se refería tanto a un movimiento peninsular europeo como a un movimiento de ultramar. En tal sentido, puede afirmarse que el acelerado proceso que incluye la extinción del último enclave musulmán peninsular en Granada (1492), la llegada de la primera expedición de Colón a América (1492) y la circunnavegación del globo llevada a cabo por Fernando de Magallanes y, posteriormente, por Sebastián Elcano (1519-1522), culminó con la llegada de los españoles a las Filipinas en 1565, consolidándose la conexión entre el Atlántico y el Pacífico, aunque a costa de enormes pérdidas humanas y materiales, dadas las dificultades de conservación efectiva de esas rutas. Poco después, la Unión Ibérica tuvo como contraparte inmediata la pérdida de soberanía sobre las provincias de los Países Bajos, con la consiguiente introducción en el escenario competitivo europeo de un poderoso rival que se enfrentó a la propia España. La Guerra de Sucesión (1701-1714) reorganizó las dinámicas territoriales del Imperio español, introduciéndolo en una nueva fase de conflictos y negociaciones externas (con Portugal, Inglaterra y Francia, principalmente), en la que políticas reformistas y dinámicas expansionistas internas del Imperio multiplicaron los espacio-tiempos, marcados también por la tendencia general de disminución de distancias y aumento en la frecuencia de los desplazamientos. No obstante, debe considerarse que, en comparación al Imperio portugués, el español siempre demostró una mayor variedad de espacios condicionados metahistóricamente, lo que contribuyó a la formación de una comunidad atlántica menos integrada que la portuguesa, con sus correspondientes pluralidades político-administrativas, económicas, sociales y culturales.[9]
Podemos afirmar que, a pesar de los vacíos y deficiencias, resulta razonable confiar en la convergencia ibérica de dos momentos clave de esta periodización general: primero, obviamente, la expansión inicial en la que Portugal y España, juntos, protagonizaron el impulso fundamental en la expansión europea de ultramar;[10] en segundo lugar, el inicio del siglo XVIII, donde tales imperios ya se encontraban definitivamente en una posición secundaria en la carrera internacional, lo que implicaba una búsqueda de nuevas formas de territorialización encaminadas a un mejor uso de sus dominios americanos, foco de sus respectivas políticas reformistas (Halperin 1985). Como lo hemos visto, en medio de tales políticas se observa un proceso de centralización del poder real, que también implicó una resignificación de los espacio-tiempos de estos imperios.
En consecuencia, el siglo XVIII trajo consigo un nuevo cambio cualitativo en los espacio-tiempos que ya venían transformándose a lo largo de los siglos anteriores. Y si los imperios ibéricos fueron protagonistas del primer movimiento, no dejaron de serlo también en el segundo. Según Charles Maier, las crecientes demandas mercantilistas y capitalistas con relación a la extracción de beneficios económicos en regiones cuyos dominios imperiales aún no estaban bien definidos, o que simplemente ofrecían expectativas de mejor aprovechamiento, constituyeron un fenómeno de territorialización global del siglo XVIII y, por tanto, no limitado a los dominios portugueses y españoles (Maier 83 y ss.). Tal territorialización, según Osterhammel, correspondió a la fase avanzada de una concentración de espacios que venía ocurriendo, con la reducción cuantitativa de entidades políticas que, por otro lado, estaban concentrándose cada vez más y tornándose más poderosas, además de desdoblarse hasta, por lo menos, el siglo XIX (Osterhammel 167).
A tal descripción, podemos añadir: al mejorar la burocracia imperial europea en otros continentes, con la creciente centralización de poderes (que serán reconfigurados nuevamente con el advenimiento de los Estados nacionales), y con la tendencia de reducción de distancias en el mundo, los espacios se acortaron y el tiempo se aceleró. Los imperios ibéricos protagonizaron la creación de nuevos espacio-tiempos.[11] Koselleck, que nunca ubicó a Portugal o a España en el centro de sus preocupaciones intelectuales, entiende que entre mediados de los siglos XVIII y XIX, el mundo europeo presenció una progresiva disociación entre los conceptos de espacio y de tiempo, correspondiente a otros movimientos también progresivos: superposición de espacios a escala global y aceleración de los tiempos históricos. Esta es una de las marcas de lo que el autor concibe como modernidad, promotora de una globalización que al diferenciar los espacios de los tiempos no promueve una separación entre ambos, sino una rearticulación: los espacios se acortan mientras que los tiempos se aceleran (Koselleck 2014; Landes 2007).
Tal propuesta parece encontrar un paralelo si observamos las eruditas definiciones lexicográficas portuguesas. Tomemos el ejemplo de la distancia. En la definición portuguesa de Raphael Bluteau de principios del siglo XVIII, distancia es el «espacio que va de un lugar a otro»; por lo tanto, se refiere a espacio. Pero la definición también incluye, al final y con menos énfasis, «distancia de tiempo» (Bluteau 254). Esta definición, que en el contexto europeo se remonta a la Edad Media, fue prácticamente idéntica en el siglo XVII español y francés, aunque sin las mutaciones promovidas por la llamada revolución científica (Gaudin 31). No es de extrañar, ya que, según Bluteau, distancia deriva del latín intervallus, que a su vez daría lugar al intervalo, entre dos cosas —el espacio, desde siempre, pensado a través del tiempo-. Décadas después, la misma definición encuentra en Moraes Silva una sutileza: «el espacio en que algo se distancia de otra cosa», que mantiene el énfasis en el espacio, pero con el añadido «figurado: de dos épocas» (Silva 1789). O sea, se valorizó el aspecto temporal de la distancia y el tiempo pudo convertirse en época. Entre las definiciones de Bluteau y Moraes Silva, ¿sucedió algo significativo o estaba sucediendo? La introducción del sentido figurado de la distancia ¿se traduce en un simple detalle lexicográfico previsible, dada la naturaleza relativamente diferente de ambos diccionarios (Verdelho 2003; Pinto 2008), o empezó a evidenciar algún tipo de sensibilidad histórica? Probablemente las dos cosas; lo que, de ser cierto, implica intentar comprender qué fue lo que cambió, considerándose lo que se mantuvo, y plantear también la hipótesis de una mutación espacio-temporal ocurrida a finales del siglo XVIII.
Las revoluciones políticas de finales del siglo XVIII y principios del siguiente trajeron reveladoras contribuciones para la resignificación social de los conceptos de tiempo y, aparentemente en menor medida, también de espacio. En el mundo iberoamericano, no se trató de un hecho abrupto, repentino; tampoco demostró ser una simple adopción de innovaciones intelectuales gestadas y definidas en otros lugares. Lo que sí se observa en los mundos portugueses e hispánicos desde los años 1808/1810 es un conjunto de situaciones políticas y sociales complejas, multifacéticas y con una fecha de inicio bastante imprecisa, sobre las cuales parece establecerse una convergencia, no solo imperial, sino transimperial ibérica: nuevos tiempos y nuevos espacios se vuelven cada vez más plausibles en el horizonte de expectativas de sociedades cada vez más políticamente actuantes (Fernández 2009). En pocas palabras: se crearon las condiciones para una nueva ruptura espacio-temporal en los imperios ibéricos.
Ya sea en lo que se refiere a generalizaciones o a procesos y contextos específicos de los imperios ibéricos, el panorama que hemos presentado hasta ahora está lejos de ser una descripción completa. En todo caso, percibimos en él buenos ejemplos de situaciones históricas concretas que deben tenerse en cuenta a la hora de optimizar dicha periodización, o incluso en la construcción de una nueva. Resulta posible ahora detallar tales factores —aunque sin agotarlos—, destacando en qué medida han condicionado y materializado a esos espacio-tiempos de los imperios ibéricos.
4. Dinámicas espacio-temporales
Tomemos un ejemplo común y corriente: el establecimiento formal de una instancia gubernamental, correspondiente, por lo tanto, a un espacio específico de jurisdicción. Cuando en 1549 empezó a ejercer sus funciones el primer gobierno general del Estado de Brasil, con sede en la ciudad de Bahía, los tiempos de navegación entre esta ciudad y Lisboa, que eran de dos meses y medio a tres meses y medio (Mauro 111-115), permanecieron iguales; también el tiempo de la navegación entre Bahía y otros enclaves costeros portugueses de Brasil, así como el tiempo para recorrer las rutas terrestres que la conectaban con otras regiones cercanas. Sin embargo, la ciudad de Bahía se transformó, en todos los sentidos, en una ciudad mucho más visitada de lo que era antes, más atravesada por flujos humanos y materiales. Al principio, el gobierno general no implicó un cambio de tiempos, sino de espacios, con una nueva territorialización que se refería a su núcleo urbano, áreas aledañas y demás regiones de Brasil y del Imperio Portugués. El mismo tipo de fenómeno puede observarse en el caso español con el establecimiento de las capitales virreinales y las capitanías generales o de los centros administrativos menores: por ejemplo, cuando los españoles llegaron a las Filipinas (1565), la posterior fundación de Manila (1571) y la creación de una Gobernación y Capitanía General (1574), subordinada al Virreinato de Nueva España. Durante muchos años, los tiempos de navegación entre la costa hispanoamericana y las Filipinas permanecieron inalterables; sin embargo, la frecuencia de dicha navegación, la densidad de sus flujos humanos y materiales, así como sus impactos en la territorialización global del imperio estuvieron en permanente movimiento (Gaudin 2017; Cardim y Hespanha 69). Cada una de las innovaciones político-administrativas implicó, en todas partes, su correspondiente dinámica espacio-temporal.
Otro ejemplo: el de la Justicia, con su estructura y sus agentes. Las palabras de Camarinhas y Ponce para el Imperio español, valen también a grosso modo para el portugués: «La idea clave sostenida en múltiples informes y memoriales llegados al Consejo de Indias, especialmente durante la primera mitad del siglo XVI, fue que la realidad americana resultaba difícilmente compatible con normas legales rígidas y, además, pensadas para contextos y medios geográficos muy diferentes a los indianos. Resultaba imprescindible para el buen gobierno, por lo tanto, estimar por encima de todo las circunstancias (de persona, tiempo y lugar) que rodeaban al caso».[12] Las condiciones espaciales metahistóricas imponían y moldeaban la acción humana a través de procesos de territorialización. Para el caso portugués no se trata, como bien lo ha señalado António Manuel Hespanha, de una arquitectura político-jurídica caótica o ineficaz, sino basada en la lógica de la dispersión, en la que se gestaba su propia lógica y su buen funcionamiento (Hespanha 2001). La creación de los Tribunales de Relación (equivalentes a tribunales superiores de apelación) en el Imperio Portugués también alteraba el espacio-tiempo: el de Bahía se estableció en 1609, y dejó de funcionar entre 1626 y 1652. Fue el único tribunal superior de apelaciones de la colonia hasta la creación de la Relación de Río de Janeiro, en 1751; en 1812 se creó una tercera Relación, la de Maranhão, y recién en 1822, en vísperas de la Independencia de Brasil, la cuarta, en Pernambuco; los dos últimos ya en un contexto de mejora de las comunicaciones terrestres entre Río de Janeiro y otras partes de Brasil. En todos esos momentos la práctica apelativa fue modificada, dirigiéndose a veces hacia un espacio, otras veces, a otro; y dependiendo de dichos espacios, los tiempos de respuesta de las esperadas apelaciones variaban (Camarinhas y Ponce 359; Schwartz 1994; Silva 1994a y b; Carvalho 1994). En síntesis, esta dinámica también implicaba cambios espacio-temporales.
Pueden considerarse varios casos similares en Hispanoamérica, donde se implementó un gran número de tribunales de justicia hasta el siglo XVI; más adelante se crearon audiencias en Buenos Aires (1661 a 1673, y luego en 1783), Caracas (1786) y Cuzco (1787) (Camarinhas y Ponce 359). Una vez más, el cambio cualitativo de espacios generaba diferentes lugares, flujos, distancias y esperas, significando diferentes espacio-tiempos. La administración imperial española sufrió numerosos cambios a partir de una estructura general que ya estaba bien establecida hacia 1570. A principios del siglo XVIII, los cambios fueron especialmente evidentes, como durante el reinado de Felipe V (1720-1746), quien impulsó la circulación de gente entre los territorios de la monarquía, consolidándose en 1765 con el fin de la prohibición a los no castellanos de ir a América; dicha circulación aumentó la frecuencia de rutas ya establecidas, pero la creación de los Virreinatos de Nueva Granada (en dos ocasiones, 1717 y 1739) y del Río de la Plata (1778) multiplicó las instancias administrativas y los flujos humanos y materiales, alterando significativamente los espacio-tiempos americanos (López-Cordón 194; Cardim y Hespanha 89; Castro 2013). Lo mismo podría decirse de otros cambios político-administrativos ocurridos a lo largo de la historia del Imperio español, principalmente después de las reformas borbónicas del siglo XVIII que los impulsaron en ritmo e intensidades poco comunes. Un estudio de caso realizado por Caraminhas y Ponce entre magistrados (inspectores, defensores del pueblo y presidentes) que trabajaron en el Virreinato del Perú entre 1598 y 1700 mostró que la circulación geográfica de dichos funcionarios era muy baja, la mayoría de ellos, una vez que salían de Europa hacia América, nunca volvían al Viejo Continente; a diferencia de lo que ocurría con los altos funcionarios ejecutivos del Imperio español, y también con los magistrados del Imperio portugués en general, que viajaban con frecuencia entre Europa, América, Asia y África.[13]
Debe considerarse también la simple creación de centros urbanos, tales como pueblos y ciudades, cuyo nacimiento, crecimiento o extinción tuvo un gran impacto en las dinámicas espacio-temporales imperiales.[14] En general, la existencia de tales núcleos solo se fue incrementado a lo largo de los siglos, aunque percibamos contextos específicos a ser considerados. Durante la Unión Ibérica, por ejemplo, hubo un aumento significativo en la atribución de carácter foral y de pueblos a las pequeñas poblaciones portuguesas en Brasil, así como pueblos fueron ascendidos a ciudades; pero nada comparable a lo que sucedió después, a partir de 1750, cuando este movimiento se acentuó de manera inédita, en conjunto con la minería, las políticas reformistas y la continuación de la apropiación violenta de las tierras indígenas (Bicalho y Monteiro 217; Cardim y Hespanha 91). Como parte de esta misma dimensión, cabe mencionar el progresivo aumento de la población europea y eurodescendiente en Iberoamérica, que en los siglos XV, XVI y XVII ofreció una tímida compensación estadística a las elevadas tasas de mortalidad autóctona; y que en el siglo XVIII creció vertiginosamente en casi todas partes.[15] Las estadísticas son aproximadas y poco fiables, pero indican que en la América portuguesa se pasó de alrededor de cien mil habitantes en 1620 a 240.000 en 1700 y un millón y medio en 1760, para llegar a más de tres millones en 1808. En Hispanoamérica, la errática inmigración de europeos (entre 200.000 y 240.000 en el siglo XVI, otros 200.000 en la primera mitad del siglo XVII y algo más de 50.000 en todo el siglo XVIII) no impidió que se llegara a una cifra de alrededor de trece a quince millones de habitantes en 1810, cuando la España peninsular contaba con cerca de once millones (Sánchez-Albornoz 1984; Bicalho y Monteiro 213, 234; López-Cordón 181). Esta tendencia de crecimiento de las poblaciones de inmigrantes europeos y sus descendientes está ligada a una territorialización también creciente, lo que resultó en mayores conexiones entre regiones, disminución de distancias y aceleración de tiempos. Aunque, reiterémoslo, no se trató de un proceso lineal y seguro.
La problemática que se ha planteado hasta ahora es la posibilidad de rupturas significativas, circunstanciales o incluso estructurales en dinámicas complejas que siempre existieron en los imperios ibéricos entre los siglos XV y XIX: dinámicas espacio-temporales simultáneas, entrelazadas, nuevas y tradicionales. La observación de situaciones específicas, como las ya ejemplificadas, resultará insuficiente si no se toman en cuenta los panoramas más amplios con los que se relacionan estas situaciones concretas. En tal sentido, la centralidad del siglo XVIII, sobre todo en sus últimos años, parece evidente: la hipótesis de que en él se haya producido una ruptura insólita en las dinámicas espacio-temporales, especialmente en su segunda mitad, gana volumen si le agregamos a las observaciones realizadas hasta ahora sobre la materialidad de espacio-tiempos, otras vinculadas con sus concepciones y representaciones. Lo que, a su vez, trae nuevamente el problema de las distancias y de cómo vencerlas.
Una vez más, una única dimensión, entre tantas posibles: las expectativas de futuro en los imperios ibéricos, donde siempre existieron como elaboraciones colectivas, orientando valores y comportamientos sociales. En el caso portugués, la tradición sebastianista del siglo XVI aporta elementos importantes para la comprensión de las elaboraciones sofisticadas, y fuertemente políticas, de Antonio Vieira, en el siglo XVII (Lima 2004; Lima 2010). Unos cien años después, un futuro pensado de modo providencialista, como plan divino y ligado a una fortuna positiva, no está del todo ausente en los proyectos políticos de los reformismos imperiales ibéricos; sin embargo, este futuro se empobrece al cederle paso a concepciones racionalistas de pasado y de futuro, donde las visiones de la historia subvencionan las expectativas de un futuro que será conquistado a través de instrumentos tales como la razón, el poder real, la cohesión imperial y la eficiencia en la competencia internacional. Dentro de esta perspectiva, los espacios de los imperios fueron concebidos cada vez más como formadores de una unidad (Kantor 2004), lo que originó sus correspondientes formas de tiempo, incluyéndose una renovada necesidad de superar las distancias.
La queja de que distintas instancias de las administraciones imperiales se veían comprometidas por la lentitud y la precariedad de las comunicaciones, los transportes y los trámites ordinarios, no fue una novedad en el contexto reformista; sin embargo, las reacciones tradicionales a esta situación parecieron ganar nuevas dimensiones: la urgencia de una reacción por parte de los imperios ante una situación global que les era desfavorable (Paulino 2018). Esta concepción fue acogida por muchos funcionarios reales, como los gobernadores de la capitanía luso-americana de San Pablo que, durante las últimas décadas del siglo XVIII, mientras reclamaban por las distancias y las demoras que comprometían su servicio real, promovían la apertura de nuevas rutas y la mejora de los viejos caminos. Al mismo tiempo, en 1766, los sacerdotes de la Orden del Carmen, en la localidad portuaria de Santos, se preocupaban por el retraso en el entierro de algunos de sus hermanos, pues el exceso de ritos funerarios estaba atrasando la entrada de sus almas al cielo (Boscov 2018). En el plano místico, mezclándose antiguos y nuevos tiempos, las distancias también debían ser superadas.
5. Una historia integrada
Entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, ciertamente hubo un consenso establecido sobre cuáles eran los espacio-tiempos a ser superados en los imperios ibéricos; pero también existieron tensiones que fomentaron la percepción de cambios profundos, quizás en dirección a una ruptura y al advenimiento de una nueva unidad. De lo contrario, tendríamos que concebir a Portugal, España y sus dominios como solitarias islas de conservadurismo en medio de un mundo que no solo continuaba globalizándose, sino que efectivamente alteraba sus espacios y sus tiempos.
¿Podemos, por lo tanto, considerar la historia de los espacio-tiempos de los imperios portugués y español no solo como parte de una historia global, sino también como una historia integrada, recíproca? Con base en lo que hemos desarrollado hasta ahora, la respuesta es positiva: al fin y al cabo, en muchos casos, la territorialización de los imperios ocurrió de forma mutua y bilateral, en armonía o en conflicto. En otros, los espacio-tiempos se construyeron a partir de dimensiones de una realidad cuyas similitudes entre los casos portugués y español remiten a un trasfondo común: el desarrollo de los imperios como parte de un movimiento general de expansión europea y de reconfiguración de su matriz en respuesta a contingencias e imposiciones de los mundos que esta expansión fue forjando, resultando en una síntesis global.[16]
Un último caso que mencionaremos refuerza esta posición: los decisivos acontecimientos ocurridos en 1808 en Aranjuez (marzo), Bayona (abril) y Madrid (primeros días de mayo), que llevaron a la detención de la Familia Real española por orden de Napoleón Bonaparte, lo que provocó un inmediato vacío de poder en el imperio y empezó a crear las condiciones para las futuras independencias de casi todos los territorios americanos. Tales hechos se fueron haciendo conocidos de acuerdo a los espacio-tiempos ya establecidos, tanto españoles como portugueses. De manera confusa, primero bajo la forma de rumores, a veces refutados, y luego como hechos confirmados, estas importantísimas noticias que provocarían reacciones en todas partes llegaron al Caribe, a Venezuela y a Nueva España, unos dos meses después. Pero a Chile y a Perú tardaron entre cuatro a cinco meses, luego de pasar por ciudades como Bahía, Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires. O sea: mientras en Chile y Perú los súbditos españoles celebraban la alianza entre España y Francia, que supuestamente había llevado a Fernando VII al poder, en otras partes del Imperio ya se había declarado la guerra contra Napoleón; al mismo tiempo, y antes de que el virrey del Perú supiera lo que sucedía en Europa, la bien informada Corte portuguesa de Río de Janeiro se movilizaba para sacarle provecho al colapso del vecino Imperio (Collier 1967; Kuethe 1986; Ávila 1999; Peralta 2002; Quintero 2002; Pimenta 2013). Incluso en sus últimos momentos, los imperios ibéricos continuaron conectando sus espacio-tiempos, cada vez más cortos, cada vez más acelerados. ♦
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Notas