Temática Libre
La política de Entre Ríos en el marco de la crisis directorial y el tratado del Pilar
Claves. Revista de Historia
Universidad de la República, Uruguay
ISSN-e: 2393-6584
Periodicidad: Semestral
vol. 7, núm. 13, 2021
Recepción: 10 Agosto 2021
Aprobación: 26 Noviembre 2021
Resumen: El presente artículo busca examinar el papel de Entre Ríos en el armado político posterior a la Batalla de Cepeda. Por medio del análisis del accionar de Francisco Ramírez en diferentes momentos claves, buscaremos demostrar que, ante las pujas por el poder y las diferentes estrategias desplegadas, Entre Ríos tuvo un papel central, exigiendo incluso condiciones al interior de la política porteña. Creemos que, para la provincia, esta es la coyuntura de mayor poder político entre los años 1810 y 1832 (cuando surge un gobierno con relativa estabilidad). Utilizaremos fuentes provenientes de la prensa, bandos y cartas públicas, y documentos relativos a la administración porteña, lo que nos permitirá acceder a los actores en su complejidad.
Palabras clave: federalismo, guerra, política.
Abstract: This article seeks to examine the role of Entre Ríos in the political setting after the Battle of Cepeda. Through the analysis of the actions of Francisco Ramírez at different key moments, we will seek to demonstrate that in the face of the bids for power and the different strategies deployed, Entre Ríos played a central role, even demanding conditions within Buenos Aires politics. We believe that, for the province, this is the period of greatest political power between the years of 1810 and 1832 (when a government with relative stability emerges). We will use sources from the press, parties and public letters, and documents related to the Buenos Aires administration, which will allow us to access the actors in their complexity.
Keywords: federalism, war, politics.
1. Introducción
El presente trabajo busca recuperar el rol de la provincia de Entre Ríos en la configuración del poder regional luego de la batalla de Cepeda.[1] En esta convulsa coyuntura, procuramos examinar cómo los caudillos del litoral logran imponerse a Buenos Aires. Nos interesa a nuestros fines, especialmente, el papel de Francisco Ramírez en los acontecimientos, dado que creemos, a modo de hipótesis, que esta es la primera vez desde 1814 (cuando Entre Ríos es declarada provincia), que se pone por encima de Buenos Aires. Puede negociar de igual a igual e incluso imponer su voluntad en el armado político a su interior y en las condiciones para la paz y la desocupación del territorio. Para analizar estas cuestiones recurrimos a distintas etapas del accionar político del líder entrerriano: Ramírez y la puja con los directoriales durante la guerra con Buenos Aires; la negociación que despliega con los sectores federalistas porteños, la elección del gobernador, el gobierno de Manuel de Sarratea —en especial, la importancia del Tratado del Pilar[2]— y por último, el sostenimiento del federalismo en la provincia de Buenos Aires entre marzo y mayo de 1820.
Nos focalizamos en el breve lapso temporal que va desde Cepeda a Pilar, dado que sus negociaciones, conflictos y tensiones muchas veces se han pasado por alto. Como plantea Fabián Herrero (1999), el estudio de coyunturas críticas nos permite analizar la ampliación de las fronteras de lo posible que se abren en la inestabilidad y cómo el desorden se vuelve creador. En este año crítico, con la derrota de Buenos Aires, se habilita un escenario excepcional para Entre Ríos en términos políticos. Desde 1814 sus gobernadores se habían encontrado bajo la influencia del directorio o del artiguismo (Cuadro 1), por lo que, en el año 1820, cuando Buenos Aires no tiene la fuerza suficiente para imponerse a las demás provincias y se encuentra debilitada en la configuración del poder a su interior, el litoral puso las reglas del juego político. Es por ello que, analizando desde una perspectiva política la historia entrerriana entre la revolución y la década de 1830, esta coyuntura será excepcional por el papel que adquirió en la región.
La renovación historiográfica (Schmit, 2004; Djenderenjian, 2002; entre otros) ha sostenido que en los años posteriores a la revolución encontramos una economía entrerriana en crisis por la guerra y la inestabilidad política. La circulación mercantil, la producción y el erario público se verán afectados hasta bien entrada la década de 1820, recuperándose recién en las décadas de 1830 y 1840, cuando aumenta el dinamismo de la economía provincial de la mano del afianzamiento de la administración y el incremento del acceso a tierras. No obstante, creemos que esta situación no se condice con una mirada desde el punto de vista político.
Las historias provinciales han despertado el interés de la historiografía en los últimos años, profundizando en las formas estatales que cada una desplegó como territorio autonómico, las configuraciones del poder local y sus relaciones internas luego de la revolución, entre otras cuestiones de relevancia. Opinamos, en consonancia con lo que plantea Sonia Tedeschi (2015), que es necesario despegar los sucesos provinciales de los acontecimientos gestados en los centros de decisión política externos, para construir problemáticas propias, desde diferentes perspectivas temporales y espaciales (38). Sobre la coyuntura que nos ocupa, la jurisdicción territorial de Buenos Aires ha sido predominante objeto de análisis, y queda planteada la necesidad de enfocar la mirada hacia otros espacios y actores —como Entre Ríos, en nuestro caso— y sus interrelaciones.
Es por ello que en este trabajo decidimos adoptar una perspectiva donde el eje no es Entre Ríos a su interior, sino el accionar que despliega a través de Francisco Ramírez en la política interprovincial del período. El escenario es Buenos Aires, pero nuestro enfoque apunta a la política de Entre Ríos. Estimamos necesario ver qué negocia e impone a Buenos Aires, qué tipo de relación mantiene (si es siempre la misma o es dinámica) y qué posición de poder alcanza Ramírez en esta coyuntura, teniendo como marco una visión más amplia, que abarca desde la revolución hasta los años 1830.[3] Analizaremos cómo, luego de la batalla de Cepeda, los líderes del litoral logran imponer la idea del federalismo como forma futura de organización, pero debiendo enfrentar la necesidad imponerlo y sostenerlo en los territorios, en especial Buenos Aires. Por ello el desplazamiento de los centralistas y un predominio federalista en el poder.
En primer lugar, este artículo plantea líneas de discusión que nos permiten adentrarnos en los conceptos y problemas que atraviesan el análisis del período. Los siguientes apartados abordan los diferentes momentos, problemáticas y tensiones que marcan la coyuntura posterior a Cepeda y el papel de Entre Ríos en ella.
2. Discusión
La historiografía se ha interesado ampliamente por el período que aquí nos ocupa. La visión clásica estableció a 1820 como el inicio de la anarquía, se creía que desde la revolución existía una nación que las provincias vinieron a disolver con su surgimiento como estados autónomos. Las obras de Bartolomé Mitre (1857) y de Vicente Fidel López (1911) contribuyeron a afianzar esa imagen: las provincias usurpadoras de las atribuciones soberanas de la nación que resguardaba Buenos Aires. Con esta lectura se afianzó una visión negativa de los líderes provinciales. Usando peyorativamente el concepto de «caudillo» se afirmaba que, por medio de la violencia, la manipulación y el sometimiento de los sectores subalternos dichos líderes manejaban el poder local y llevaban la anarquía al resto del territorio. (Lynch 1993)
La revisión historiográfica surgió de aportes como el de Tulio Halperin Donghi (1965 y 1999), quien buscó entender a la figura del caudillo no como un resultado externo a las estructuras de poder surgidas en la revolución, sino como producto de estas, de la militarización creciente. Contribuyó también a revisar este concepto Pablo Buchbinder (1998), quien al analizar la obra de Mitre destacaba que, aunque este reconocía a los caudillos como representantes de intereses locales, el federalismo que encarnaban no implicaba a la negación de la pertenencia de su provincia a un cuerpo mayor (la nación).
Francisco Ramírez, como líder local militar y políticamente relevante en los años 1820, ha sido ampliamente referenciado por la historiografía de fines del siglo XIX y principios del XX.[4] En este sentido, Teijeiro Martínez (1945) en su Historia de Entre Ríos destaca etapas claves de su vida política y busca —mediante la selección de fuentes y las discusiones que propone— revisar el discurso histórico que le ha restado importancia o lo ha tildado de caudillo en sentido despectivo. A estas «reivindicaciones» desde la historiografía provincial, se le suman análisis como el de Evelyn Heinze (2018), que corre el eje de la figura del líder, Ramírez, y centra su estudio en la construcción del poder de los comandantes militares como líderes locales menores, entendiendo que, sin su accionar, estrategias, interrelaciones y disputas, no puede comprenderse el poder del caudillo entrerriano.
En relación con el año 1820, como dijimos, los análisis se centran mayoritariamente en Buenos Aires. Sin embargo, en los últimos años, luego del aporte de José Carlos Chiaramonte (1986), se buscó rescatar el papel de las provincias en los sucesivos intentos de organización interprovincial entre 1820 y 1830, y en sus particularidades internas de gobernabilidad y estatalidad (véase Marcela Ternavasio, 2002; Gabriela Tío Vallejo, 2007; Hernán Bransboin, 2012, y Valentina Ayrolo, 2016, entre otros). Uno de estos aspectos que se destaca es la política de pactos y tratados interprovinciales, que se desplegaron como instrumentos eficaces de orden hasta 1832. En relación con el Tratado de Pilar que aquí nos ocupa, Carlos Segreti (1995; 127) remite a él para explicar lo que llama «la forma federal argentina», pero sin verlo como germen de la consagración del sistema en 1853, sino destacando que las provincias firmantes mantuvieron visiones disímiles de lo que estaban pactando. Para Entre Ríos y Santa Fe es una visión de federalismo rioplatense, y para Buenos Aires una Confederación de Estados. Teijeiro Martínez (1945) busca ver en el Tratado del Pilar la insistencia de las provincias del litoral por consagrar la forma federativa de gobierno, como resultado de un proceso iniciado en 1812. Para el autor, no fue una imposición a Buenos Aires, sino un acto deliberado y espontáneo, en el que todas las partes firmaron la paz bajo una forma definida de gobierno. Herrero (2009), por su parte, dentro de su estudio del gobierno de Sarratea y de la cultura política del período, busca analizar aquellos artículos referidos a las formas de organización del poder. Luego analiza el impacto del Tratado en el discurso de la prensa oficial, desde su defensa ante las voces opositoras que circulaban en Buenos Aires.
3. Ramírez y los directoriales de Buenos Aires
Entre Ríos entra en la escena política de inicios del siglo XIX a consecuencia de la guerra contra Buenos Aires. Los conflictos con el litoral le habían traído a esta última múltiples problemas y reveses, que llegan a su punto cúlmine a inicios de 1820. José Rondeau había presenciado la prisión de Manuel Belgrano en Tucumán y las continuas deserciones de las tropas del ejército del general San Martín «por simpatizar con la causa de las provincias» (Teijeiro Martínez 1945, 473) y la sublevación de Arequito del ejército del Alto Perú. Buenos Aires no solo perdía su papel preponderante en la política interprovincial, sino que, luego de la derrota en Cepeda, fueron los líderes del litoral, y Ramírez como jefe del ejército, quienes tomaron las riendas de su política interna.
Nos centraremos en los primeros momentos del avance militar del litoral sobre la campaña bonaerense. Mientras se preparaba la defensa de la capital, los líderes del litoral dirigían notas al Cabildo en las que exigían el cambio de las autoridades existentes, el cese de sus aspiraciones y una nueva administración elegida por voluntad general.[5] Para garantizar la paz, ante una provincia tomada, la institución capitular nombró una diputación que «arreglase y acordase todas las bases de un tratado definitivo que restituyese la paz y alejase para siempre de entre provincias hermanas los horrores de la guerra».[6] Una vez en Buenos Aires, Rondeau lanzó una proclama en la cual se alineó con la posición ya adoptada por el Cabildo, declaraba que la urgencia era unirse en una sola opinión y señalaba la necesidad de enviar una comisión que se reuniese con Ramírez y acordara los términos de la paz.[7] El Cabildo pedía al director que, mientras se estuviese pactando con Ramírez, «se sirva ordenar a los generales Soler, Balcarce y demás jefes de mar y tierra del Estado que ocupan aquellos puertos y territorios, que contengan todo acto de hostilización mientras que no se les comunican nuevas disposiciones».[8]
La comisión negociadora enviada a tratar los términos de la paz, compuesta por el alcalde de primer voto Juan Pedro Aguirre, el doctor Vicente Anastasio Echeverria, el alcalde principal Joaquín Suárez y el regidor Juan Viola, no logró llegar a un acuerdo con Ramírez.[9] El desacuerdo se dio ante la negativa de efectuar cambios en las instituciones de Buenos Aires, por lo que el gobernador de Entre Ríos les manifestó que solo pactaría con una comisión que emanase del pueblo de la provincia. Esta insistencia nos permite conjeturar que la intención de los líderes del litoral era lograr un efectivo desplazamiento de los directoriales de la administración, para garantizarse un socio político confiable con quien acordar. No pactarían con los excentralistas, porque la paz implicaba, para ellos, un cambio en el orden establecido.
Vemos en la Gaceta la disputa desplegada en el ámbito de la opinión. Para Ramírez y López, era una necesidad justificar la acción armada ante los ojos de los ciudadanos de la provincia, y esa justificación se basaba en presentarse como los representantes de la Nación, de la opinión general. Mientras avanzaban en la campaña bonaerense, dirigieron una proclama a la población para dejar en claro que apenas ellos se gobernasen libremente, se retirarían a sus respectivas provincias, y aclaraban el tipo de gobierno que deberían admitir. Conjeturamos que no solo buscaron una justificación de la guerra, sino también dejar sin base de apoyo a la administración directorial, llamando al pueblo a exigir cambios en ese sentido y justificando sus propios pedidos a las autoridades. Los directoriales, por su parte, manifestaron el rechazo a los pedidos del litoral, considerados inadmisibles por los dirigentes porteños. En plena tratativa de paz, una de las personas con más poder político de Buenos Aires, Pedro Aguirre, había lanzado un bando a la población en el que expresaba su desprecio por Ramírez y sus exigencias.
Ante la evidencia de que los directoriales no aceptarían cambios profundos de la administración, los caudillos del litoral redoblaron la apuesta y, por medio de Miguel Soler y los demás jefes militares, elevaron la exigencia de su remoción del poder
Como planteamos al inicio, la injerencia del litoral en la política porteña no estuvo libre de resistencias. El grupo directorial, altamente debilitado por la derrota en Cepeda y cuestionado en su legitimidad política por el ejército federal, intentó desplegar los recursos que tenía disponibles para mantenerse en el poder; buscó pactar la paz y lograr la desocupación del territorio, pero sin cambios en la administración. Esta primera pulseada la ganaron López y Ramírez dado que, como veremos a continuación, los directoriales debieron comprender que un nuevo orden provincial solo podía establecerse con su apoyo.
a) Crisis final del directorio: Ramírez negocia con un sector del federalismo opositor en Buenos Aires
La debilidad del directorio servía mientras tanto a los grupos federalistas de Buenos Aires. Como plantea Herrero (1999), ninguna fracción podía alcanzar el poder por su propia fuerza, y solo la aprobación de los jefes militares del litoral podría garantizar una ventaja en esa disputa. En una primera etapa aparece la figura de Miguel Soler,[11] federal y uno de los militares de peso en la provincia, que se posicionó como mediador entre Ramírez y la dirigencia política de Buenos Aires y buscó así garantizarse un lugar en el nuevo gobierno con apoyo federal. Dirigió una nota al Cabildo explicando los sucesos de Cepeda, junto con un documento firmado por todos los jefes del ejército, en el que se exigía la disolución del Congreso y el cese de la administración directorial. El cabildo debía ejercer el poder, dado que las provincias se habían dividido y los jefes del litoral no tratarían con una autoridad dependiente del Congreso.[12] Le habían exigido a Soler que retirara hasta el último de los empleados y dependientes de la administración que respondían a los directoriales,
En consonancia con los pedidos de los jefes federales, el 11 de febrero la institución capitular reasumió el mando de «la ciudad y su provincia», luego que el Supremo Director dimitiera y el Congreso cesara en sus funciones. Sin embargo, no se produjo un cambio en el tinte político del plantel dirigente. El Cabildo aún era directorial por lo que, a la hora de la elección del gobernador, puede apreciarse el accionar político de Ramírez en territorio porteño.
b) Ramírez y la elección del gobernador
El día 16 de febrero se convocó a cabildo abierto para la elección del gobernador que pactaría la paz con el litoral. En primera instancia, resultó electo Juan Pedro Aguirre, excentralista, que había desempeñado el papel de Director Sustituto e integrado la comisión enviada a negociar con Ramírez. El ahora presidente del cabildo era abiertamente rechazado por los jefes del litoral, por sus dichos públicos y el bando al pueblo en el que se había pronunciado en contra de sus planteos. Conociendo esta situación, rápidamente renunció. [14] Los votantes insistieron en su elección, repitiéndola aún a pesar de la oposición de los caudillos federales.[15]
Como planteamos en el apartado anterior, los caudillos del litoral habían logrado la disolución del Congreso y la renuncia del Director, pero el poder aún estaba en manos de los directoriales. La elección reiterada de Aguirre fue una estrategia política que buscaba dejar en evidencia esta situación: los que deciden a nivel local son los centralistas y no los federales. Sin embargo, ante la falta de apoyo de los caudillos que invaden la provincia, deben aceptar repartir el poder y, con la elección de Sarratea, conformar un nuevo escenario, con una Junta de Representantes[16] con mayoría centralista, pero con un gobernador federal.[17]
La elección de Sarratea ha sido vista como un intento de designar un jefe político que fuera la representación de intereses más amplios y en consonancia con la nueva postura dominante —el federalismo—, pero que ofreciera garantías a los demás partidos en frágil orden político.[18] Teijeiro Martínez transcribe una extensa cita de Mitre (1857), en la que este explica:
El apoyo de Ramírez a Sarratea implicó que los sectores federalistas porteños, hasta ese entonces al margen de la escena política, pasaran a ocupar uno de los lugares principales en ella y, poco a poco, se abrieran paso hacia la hegemonía.
En conclusión, lo que se advierte es una larga cadena de choques en los que el litoral —y, a nuestros fines Entre Ríos— logró imponerse, en el aspecto militar, venciendo en Cepeda, pero ya en territorio porteño se despliegan estrategias que culminan con el desplazamiento de Rondeau, la imposibilidad de Pedro Aguirre de ocupar el cargo de gobernador y la elección de Sarratea como candidato del federalismo. Buenos Aires no solo carece del poder para imponerse a las provincias, sino que, además, en su interior no hay ninguna facción que pueda monopolizar el poder por sí sola. El litoral logró manejar los hilos de la política porteña, impuso condiciones y logró que los representantes del federalismo pasaran a ocupar un lugar relevante en las instituciones de gobierno. Para Herrero (1999), la elección de Sarratea implicó un acuerdo entre excentralistas y federalistas al interior del gobierno, dado que ninguno aisladamente podía dominar el espacio político. Se diseñó un nuevo espacio de poder que plantea un empate de fuerzas: la Junta (con mayoría excentralista y con plenos poderes), nombra a un gobernador federal (para conformar al litoral) y al nuevo Cabildo (con preeminencia centralista); y la fuerza militar se divide entre Soler —más cercano al federalismo— y Balcarce, centralista. En este cuadro de fuerzas múltiples, negoció y ganó el federalismo vehiculizado por los líderes del litoral. La presión ejercida por estos permite que, los que hasta ayer tenían un lugar imperceptible en la esfera del poder, disputen a la otrora facción hegemónica, su condición de fuerza dominante.
c) Ramírez y Sarratea: el Tratado del Pilar
Una primera fase de la relación entre Manuel de Sarratea y Francisco Ramírez la marcó la firma del Tratado del Pilar. A los pocos días de su elección, y luego de haberle manifestado a Ramírez que arreglaría todo según sus disposiciones, marchó a encontrarse con los líderes del litoral para empezar las tratativas de paz. La convención fue firmada el día 23 y su principal finalidad fue marcar «el fin de la guerra suscitada entre dichas provincias, de proveer a la seguridad ulterior de ellas y de concentrar sus fuerzas y recursos de un gobierno federal».[19]
A continuación, recorreremos los artículos del Tratado del Pilar, en busca de comprender la importancia que revistieron para Entre Ríos esas disposiciones. Lo que encontramos fueron constantes imposiciones de los líderes del litoral, que debieron ser aceptadas por Sarratea debido a su situación de debilidad, y con Ramírez y López marcando cómo debían ser las pautas de la política en ese año de 1820. Según nuestra hipótesis principal, al ver una Entre Ríos que negocia con autoridad y exige condiciones, nos reafirmamos en pensar esta coyuntura como un momento de singular peso político de la provincia.
En el artículo 1 se hacía especial referencia a la fórmula política que deberían adoptar las provincias. Las partes contratantes expresaban que «el voto de la nación, y muy particularmente las provincias de su mando», se inclinaba a una «federación que de hecho admiten». Aunque este sistema demoraría en aplicarse, establecieron el principio básico que debía regirlo: «la libre elección de los pueblos», que nombrarían diputados que someterían esta cuestión «a sus deliberaciones». Cada representante, entonces, sería elegido «popularmente». Dichos representantes debían reunirse en el convento de San Lorenzo (provincia de Santa Fe) a los 60 días contados desde la ratificación de esa convención. Las partes contratantes afirmaban «que todas las provincias de la nación aspiran a la organización de un gobierno central», por lo que se comprometían a «invitarlas y suplicarlas» a que asistieran con sus respectivos diputados, para que «acuerden cuanto pudiese convenirles y convengan al bien general».[20]
Herrero (2009) ofrece una mirada desde el análisis del federalismo como corriente política. Cree que lejos de la imagen que los directoriales construyeron sobre los federales como partidarios de la disolución del estado central y el separatismo, lo que se manifiesta en el Tratado es que existió una unidad, la nación, que debía reconstruirse —en los meses próximos— por medio de un poder central. La expresión, «federalismo de hecho», y la legalidad para llevarlo adelante, ya había sido utilizada por los federales en oportunidad de la caída de Alvear en 1815 y en el movimiento de pueblo de 1816 (Herrero, 2009 y 2012). Estas ideas y concepciones, por lo tanto, no son nuevas, formaron parte de la cultura política del período. No obstante, fue la primera vez que un grupo federalista en el poder tuvo la posibilidad de imponer esas reivindicaciones. Esto se expresó, por ejemplo, en el periódico El año Veinte. Sus redactores exponían la forma de gobierno que podía convenirles a las provincias en ese futuro Congreso pactado en Pilar. Aunque no formaban parte de una corriente federal (Herrero 2009, 263), expresaban que los hombres debían someterse a un marco de legalidad que ellos consideraban justo, según sus necesidades, y que era el pueblo el encargado de reclamar su cumplimiento. En las administraciones anteriores, decían, «el voto de la pluralidad […] nunca fue consultado como se debía. […] mientras las elecciones populares no sean obra de la pluralidad, […] habrá precisamente descontentos, y cuanto menos desconfiados».[21] Transmitían una concepción de la política «basada en la realidad», la misma que los líderes del litoral expresaban en Pilar, dado que no dudaban que en ese futuro Congreso lo que se reconstruiría sería el federalismo, porque era, como planteaban en El Año Veinte, más beneficioso.
Si bien, como plantea Herrero (2009), la idea de un Congreso donde los diputados deliberen parece chocar con la de la reconstrucción de un «federalismo de hecho», en realidad se daba por sentado que los diputados llegarían a la misma conclusión, la de unirse bajo un sistema federal. No se duda de ello dado que es parte de la cultura política del período. El litoral ha venido a representar esos intereses en la guerra contra Buenos Aires y cree que es parte de la opinión general de los pueblos.
El artículo 2 refiere a las causas del conflicto entre las tres provincias firmantes, y concluye que esa «guerra cruel y sangrienta» era resultado de la «ambición y criminalidad de los malos hombres que habían usurpado el mando de la nación o burlado las instrucciones de los pueblos que representaban en el Congreso». Así, la responsabilidad máxima recaía sobre la administración directorial y sus partidarios, dándole legitimidad a las acciones de los jefes del litoral y justificando el cambio que planteaban.
Es necesario detenernos en este punto. En primer lugar, porque es un argumento propio del federalismo de los primeros años de la independencia: los pueblos vs el poder central y despótico (Véase Herrero, 2009). En el artículo 7, se vuelve sobre las responsabilidades de los partidarios del régimen caído para dejar sentado que «ha sido la obra de la voluntad general por la repetición de crímenes con que comprometía la libertad de la nación», por lo que los jefes del ejército federal exigen que los responsables deben ser juzgados «ante el tribunal que al efecto se nombre». Esto deja en evidencia que los que hablan en el Tratado son los jefes del litoral, que tienen un rol principal en las disposiciones que se pactan. La necesidad de justificar y poner en evidencia «los motivos poderosos» que los llevaron a entrar en guerra contra Buenos Aires y «conseguir la libertad de esta», es el principal justificativo de esta demanda. Como dijimos antes, Ramírez y López imponen su visión de que fue la arbitrariedad del gobierno directorial la que los llevó a una guerra necesaria. Antes de la firma del Tratado Ramírez ya se encontraba preocupado por la necesidad de establecer este juicio; así se lo expresaba a Soler
El enjuiciamiento a los directoriales será uno de los principales problemas que deba enfrentar Sarratea en su mandato, cuestión que analizaremos más adelante. Lo que es importante decir, es que, en un gobierno instaurado en medio de un empate de fuerzas en el armado político del poder, el juicio a los directoriales enfrentaría la resistencia de aquellos que se habían alineado con esos grupos y que aún ocupaban cargos importantes en el gobierno (Sala de Representantes y Cabildo). Así, al interior de Buenos Aires, el proceso se volverá un arma que cualquiera de las facciones podía utilizar. Sarratea verá en el juicio la posibilidad de debilitar a los excentralistas, pero constantemente debe pactar y negociar con los poderes aún en manos de esa facción, dado que no logrará el peso suficiente para imponerse.
Para los líderes del litoral, como dijimos, la acusación a los miembros de la anterior administración perseguía el fin de justificar la guerra que habían emprendido contra Buenos Aires, pero, además, buscaba garantizar una autoridad federal en esa provincia antes de retirarse de su territorio. También formaba parte de la cultura política del período: como explica Polastrelli (2013), ya en 1813 durante los juicios de residencia de la Asamblea del Año XIII, la formalización de un proceso judicial implicaba una forma política, en tanto el examen de acciones y conductas operaba como una actividad de control y de justificación del desplazamiento de los opositores.
Si bien los excentralistas cedieron a las presiones federales en la puja por el nuevo gobernador y eligieron a Sarratea para equilibrar intereses, se reservaron para sí el poder de las demás instituciones. A esta situación del poder, largamente denunciada por Ramírez, se le sumaba la responsabilidad que para él tenía el Cabildo en la huida de líderes directoriales a Montevideo, desde donde creían podrían organizar el restablecimiento en sus cargos (Teijeiro Martínez 1945, 498).
Si no comenzaban a avanzar sobre los lugares aún ocupados por los directoriales, todo intento de reforma de índole federal se vería obstaculizado. La presión de Ramírez en la provincia continuó hasta garantizar la estabilidad del poder del gobernador, la posición de Soler como jefe de la fuerza militar, y la aceptación de sus disposiciones por la Sala de Representantes y el Cabildo.
En relación con problemáticas externas hay dos cuestiones de vital importancia. En primer lugar, en el artículo 3, los gobernadores de Santa Fe y Entre Ríos plantean el peligro en que se encuentran sus provincias por la amenaza de invasión de la «potencia extranjera que con fuerza oprime la provincia aliada de la Banda Oriental». Solicitan recursos para sostener la defensa a los ciudadanos de la provincia de Buenos Aires, «tan interesados en la independencia y felicidad nacional» aguardando «su generosidad y patriotismo». Este conflicto y amenaza relacionado con la situación de la Banda Oriental marcó los esquemas de poder en el litoral en los años sucesivos (véase Tedeschi, 2015).
Otra cuestión refiere a Artigas y a la decisión que debe adoptar en relación con la aceptación o no de lo pactado. Los contratantes afirman que los deseos del jefe oriental se encuentran en concordancia con lo establecido, dado que Ramírez dice tener instrucciones de su parte en ese sentido. No obstante, resuelven enviarle una copia del documento para que decida la anexión o no de la provincia de su mando a las provincias confederadas (véase Tratado del Pilar, artículo 10).
El tratado menciona otras cuestiones relativas a la convivencia bajo este nuevo orden federal. En este sentido, se tratan las temáticas de la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay para las provincias amigas y la continuidad del comercio como estaba establecido, hasta que el Congreso requiera alguna modificación (artículos 4 y 8). La misma pauta se mantiene para las delimitaciones territoriales (artículo 6). En el artículos 5 y 9 se trata la problemática de los prisioneros de guerra y emigrados políticos, pautando la restitución de sus propiedades y olvidando las enemistades pasadas.
En síntesis, el Tratado del Pilar logró poner fin a las hostilidades militares y organizar un nuevo marco de relaciones interprovinciales por medio de pactos y ligas conjuntas. En dicho documento el federalismo era presentado como el deseo de todos los pueblos, y se prometía que la organización para todas las provincias sería debatida en un Congreso por sus representantes. El Tratado definió un nuevo rumbo y puso fin al centralismo y la administración directorial, buscando dejar en evidencia, con la exigencia de un juicio político, que la opinión general —que el litoral dice representar— no los apoyaba.
Lo que es importante destacar, en línea con nuestra hipótesis, es que para Entre Ríos, el tratado representa la primera vez que negociaba como par e imponía condiciones a Buenos Aires. Durante los años anteriores, la administración provincial se encontró bajo el signo del Directorio o del artiguismo respectivamente. Ramírez, en 1820, logra desligarse de esas tutelas y dirigir por su propio peso y poder las condiciones políticas de la paz y de su retirada de territorio porteño.
Herrero (1999) plantea que el tratado fue aprobado y ratificado por la Junta de Representantes porteña, por lo que hubo en Buenos Aires un acuerdo entre esta, de tendencia excentralista; el Cabildo, con preeminencia excentralista, y el gobernador, federalista. La alianza entre Buenos Aires y el litoral supuso un acuerdo previo entre los distintos sectores políticos de esta provincia, que debieron pactar en Pilar en una situación de debilidad. En el tratado reservado, además de los compromisos asumidos, deben comprometer el envío de armamento a Ramírez para apurar la desmilitarización de su provincia, circunstancia que expondrán sus opositores para hacer tambalear el gobierno de Sarratea.
d) Ramírez y el sostenimiento del federalismo
Una vez normalizado el gobierno y firmado el Tratado del Pilar con los términos de paz con el litoral y la forma de organización supraprovincial, debería haberse abierto un período de tranquilidad. Lejos de eso, a fines de febrero Sarratea enfrentó las sospechas de un intento contrarrevolucionario que lo obligó a apurar los juicios a la administración depuesta. Buscó consolidar el gobierno al alejar cualquier sospecha de complicidad con los directoriales y dejar satisfechos a los líderes del litoral; y así «el mismo Tratado de paz y federación», decía Sarratea, «tomará la consistencia que no tiene hasta hoy, aunque sea triste decirlo» (Herrero 2009).
El armado político de febrero resultó en un empate débil, en una constante puja entre las facciones por el poder provincial. Como plantea Herrero (1999) Sarratea consideraba, en este contexto, que el juicio a los directoriales desbarataría los planes revolucionarios. La Junta de Representantes, como dijimos, con mayoría exdirectorial, debió aceptar la propuesta del gobernador, pero propuso la forma en que se desarrollaría el juicio. Polastrelli (2017) explica que se propusieron designar una comisión especial imparcial, haciendo partícipes a los cabildos provinciales del procesamiento de los diputados. Para la autora, la Junta intentó eludir la responsabilidad de enjuiciar a los directoriales, en un contexto de disputas entre facciones centralistas y confederacionistas. El juicio estuvo marcado por las dificultades de evaluar el desempeño de quienes habían ejercido el poder en un contexto en el que los nuevos principios que debían regular la política estaban en discusión. Ramírez y López no detentaban la representación del resto del territorio, pero por el peso de sus liderazgos políticos y militares lograron imponer el procesamiento frente a una vapuleada Buenos Aires. Cómo dijimos, y es parte de la lectura de Polastrelli, en una provincia donde directoriales desplazados y grupos federalistas porteños pugnaban por el poder, el inicio del juicio por parte de Sarratea trascendía el deseo de «hacer justicia» y debe leérselo desde ese contexto político particular.
El punto cúlmine, y que reafirma lo que a nuestros fines queremos mostrar, es el mes de marzo, cuando aquello que era un rumor contrarrevolucionario, empezó a mostrar signos visibles. El gobierno provincial se vio interpelado por Ramón Balcarce, Miguel Soler e Hilarión de la Quintana, quienes elevaron a la Junta y al Cabildo una notificación de envío de armas al ejército federal por parte del gobierno porteño y, al no haber abandonado el territorio provincial, se creía incumplían los términos del Tratado del Pilar (desconociendo el tratado reservado).[24]
El gobierno federal se vio debilitado por muchos frentes; a esta denuncia se sumó la disolución de la Junta el 4 de marzo, lo que dejó un fuerte vacío institucional. Duramente criticado, Sarratea se retiró hacia Pilar y una asamblea de vecinos resolvió nombrar gobernador a Juan Ramón Balcarce y, con el nombramiento de nuevas autoridades, se logró la omnipresencia directorial. La revolución del 6 de marzo había inclinado la balanza, por la fuerza, hacia esa corriente política.
En este contexto en el que la política de Buenos Aires no podía funcionar por su propia fuerza, será la presión de los caudillos del litoral la que mantenga la nueva administración federal en el poder. En los primeros días de marzo, mientras volvían a la provincia de Entre Ríos, recibieron una carta donde se les informa del peligro contrarrevolucionario en Buenos Aires, con el regreso de Balcarce y sus dichos contra ellos. Así, cuando el día 6 de marzo fue depuesto Sarratea, se encontraban ya en Olivos preparando la defensa de la provincia. Para el 10 de marzo Ramírez tenía a las tropas entrerrianas en la Chacarita, a Soler y el resto de los generales rodeando en otros puntos la ciudad, y a López en la retaguardia, y a Balcarce no le quedó otra opción (dado el desbande de sus tropas y el rechazo a la guerra del Cabildo) que negociar con los sitiadores. Como plantea Herrero (1999) Balcarce tenía el apoyo de la Sala de Representantes, de la tropa de campaña y de los sectores ex centralistas de la ciudad. Cae porque no consigue apoyo popular, pero, además, subestimaba la fuerza del Ejército del litoral y de las facciones federalistas porteñas que se habían armado en la campaña (120).
La intervención de Ramírez en el conflicto será clave para entender su influencia en el fortalecimiento del federalismo en Buenos Aires. En las negociaciones con el Cabildo decía que no saldría de la provincia mientras no fuesen repuestos es sus cargos, Soler como General de las armas y Sarratea como único gobernador legítimo; y «cumpliéndose el tratado del 23 de febrero en todas sus partes, entregándosele los 1000 fusiles que faltaban según lo pactado, y a más, 500 vestuarios y algún dinero, prometía retirarse y evacuar toda la provincia, como ya lo había hecho parte de su tropa».[25] La acción de Ramírez demostró la imposibilidad de una restauración directorial; al desplegar sus recursos dejó al descubierto la pérdida de poder de este sector. El 13 de marzo, acompañó a Sarratea a la plaza de la Victoria para ser restituido.
Según Herrero (2009), inmediatamente después de la reposición de Sarratea se crea un nuevo escenario de poder: los directoriales son castigados con firmeza, Ramírez es recompensado por su participación, y tanto Soler como el Cabildo surgen como los pilares del nuevo orden federal (227). Este orden de cosas nos permite conjeturar que la política de Buenos Aires no podía funcionar por sus propias fuerzas. Sarratea y Soler ocupaban espacios de poder gracias a las intervenciones de Ramírez, y las facciones ex centralistas se veían duramente golpeadas por la revolución fallida de Balcarce, y en este contexto político, fueron los líderes del litoral quienes decidieron las reglas del juego.
No obstante, la acción de Ramírez descripta hasta aquí equivale a considerar, como plantea más de un historiador, que Sarratea es una especie de títere del gobernador de Entre Ríos. Siguiendo esta línea, Teijeiro Martínez (1945) deja ver que las relaciones entre ambos fluctuaban según los intereses y el poder de cada uno; y Herrero (1999) planteó discutir la visión historiográfica, como la expresada por Luis Alberto Romero (1976) en la Feliz experiencia de Buenos Aires, que lo pone a Sarratea como subordinado a Ramírez. Para él, la alianza entre ambos actores fue algo coyuntural, cada uno actuó según el poder que poseían en determinados momentos. Sarratea, una vez restituido como gobernador de Buenos Aires, comenzó el distanciamiento del líder entrerriano y procuró afianzar las bases de su poder en la provincia intentando alguna preponderancia en la elección de la Junta de Representantes. Negándole a Ramírez los pedidos de indultos a Alvear y los oficiales que ahora luchaban con él en la campaña y retardando el envío de armas pactado en Pilar develó sus intenciones. «Durante esos instantes donde Sarratea exhibía sus propósitos políticos, desnudaba, asimismo, su propia debilidad» (Herrero 1999, 122). Y es que, sin Ramírez, Sarratea no podría haber emergido como gobernador ni tampoco subsistir en su puesto tras los intentos revolucionarios de sus opositores. Prueba de ello es que, en mayo, cuando el Cabildo ya no respalde sus decisiones políticas (vetar y posteriormente encarcelar a miembros de la Junta opositores) y el litoral le niegue su apoyo, deberá huir a la campaña y dejar la gobernación en manos de los directoriales.
En suma, entendemos que esta coyuntura marca el período de mayor poder político alcanzado por la provincia de Entre Ríos desde la revolución y hasta 1832 (Cuadro 1). La puja de Ramírez con los directoriales, el sentarse a negociar de igual a igual con Buenos Aires e imponer condiciones en Pilar, y su rol como figura clave en el sostenimiento del federalismo porteño, marcan un período de excepcional caudal político para Entre Ríos, que hemos buscado recuperar aquí.
4. Conclusión
En el presente trabajo, el análisis se ha centrado en diferentes momentos de esta gran coyuntura del año 20, en la que vemos una y otra vez al litoral disputando el poder en Buenos Aires y torciendo el juego hacia sus intereses.
La primera etapa está marcada por la disputa con Rondeau y los directoriales de Buenos Aires. Los líderes del litoral exigieron arreglos en el sentido federal y el cambio de las autoridades existentes, dado que aún los directoriales se encontraban con dominio de los espacios de poder. La resistencia ejercida por el director y por los miembros del cabildo llevó a Ramírez a desplegar, también, una alianza con los sectores federalistas del ejército porteño. Rondeau y el Congreso debieron comprender que no lograrían dominar la política de Buenos Aires sin el apoyo de los jefes del litoral. En este contexto, en que los directoriales se vieron perdidos y no pudieron negociar, López y Ramírez lograron la renuncia del director y el cese del Congreso en sus funciones.
En segundo lugar, y dado que los miembros del cabildo eran en su mayoría directoriales, la elección del nuevo gobernador, que culmina con el nombramiento de Sarratea, es una nueva pulseada por demostrar quien tiene el poder en la provincia. Los directoriales creen que con la imposición de la forma de elección del gobernador estarían marcando las reglas del juego. Sin embargo, debieron comprender que solo resultaría en un gobierno estable aquel que fuera apoyado por el litoral; con la elección de Sarratea se garantizó la entrada de los federalistas al poder provincial y la lucha por la hegemonía a su interior.
El período del gobierno de Sarratea tiene coyunturas que permiten analizar el poder de Ramírez. En primer lugar, señalamos la firma del Tratado del Pilar como el momento en que ese federalismo que defendían las provincias del litoral logró establecerse como futura forma de organización interprovincial. Para Entre Ríos, el tratado constituye la primera vez que pacta a la par con Buenos Aires y que, por el poder adquirido ante una autoridad como la de Sarratea dependiente de su apoyo y la ocupación militar de la provincia, logra imponer sus condiciones. Se garantiza la preeminencia federal en el poder y el compromiso de enjuiciar a los directoriales, justificando ante el pueblo de Buenos Aires la guerra que habían emprendido en su contra.
En segundo lugar, debemos marcar la presencia de Ramírez en territorio porteño como factor clave del sostenimiento del federalismo en la provincia. Dijimos que la política de Buenos Aires no podía funcionar por su propia fuerza, dado el empate tácito existente entre las diferentes facciones en los espacios de poder. Ante el golpe dado por Balcarce en marzo, será el líder entrerriano el encargado de mantener a la nueva administración federal en el poder (Sarratea como gobernador y Soler en el ejército). En último lugar, vimos el distanciamiento de Sarratea con Ramírez, en una búsqueda por configurar una base de poder propia en la provincia. Y esa estrategia le costará su desplazamiento en mayo de 1820.
Este análisis nos permitió comprender que las estrategias desplegadas por Ramírez fueron dinámicas, porque las condiciones políticas y su poder para influir iban mutando. En cada crisis encontramos diferentes actores, con tácticas distintas para imponer su poder; pero en cada una de ellas se evidencia un fuerte peso del caudal político entrerriano. Por ello, creemos importante retomar nuestra hipótesis, dado que, para la provincia, esta es la coyuntura de mayor poder político entre los años postrevolucionarios y la década del 30. ◊
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Notas